ID de la obra: 1406

Burlando a la muerte

Het
G
En progreso
2
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Tamaño:
planificada Mini, escritos 66 páginas, 34.280 palabras, 26 capítulos
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La valentía de gryffindor

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No quería creer que estaba haciendo lo que hacía, la verdad, pero cuando puso un pie en ese sitio se dio cuenta de que no había vuelta atrás. Típicamente, había estado dando un paseo entre los pasillos por no poder dormir y ahora estaba frente al despacho de McGonagall. Después de la guerra, sabía que ella era la directora, pero no estaba seguro de si habría cambiado la contraseña para acceder a la oficina.  La gárgola con la escalera de caracol permanecía inanimada delante de él, mientras Harry pensaba. Debía de haber una buena razón para que McGonagall no quisiera que Myrtle saliera a buscar su cuerpo, porque era claro que un hechizo tan poderoso no se pone porque sí. ¿Tan importante era el asunto de esa adolescente como para que de verdad se la debiera tener en cuarentena permanente? Sabía que si sus pasos lo habían llevado hasta ahí, ahora debía hacer algo. Pudiera ser que adentro estuviera la respuesta a sus incógnitas sobre la fantasma y sobre todo el asunto. No estaba a gusto con la idea de volver a gastar una gran cantidad de energía tratando de romper un hechizo que no tenía una llave posible. La vez anterior todos habían caído en un sueño de poco más de doce horas, habían perdido clases y asuntos importantes.  Escuchó por Ginny que Hermione logró meter a Viktor a su cuarto de prefecta de gryffindor para que pudiera dormir al lado de ella en su cama, tan cansado estaba como para hacer el viaje de regreso a Bulgaria. Parece que se armó un escándalo mayúsculo cuando una de las maestras fue a revisar porqué su alumna estrella no asistió a ninguna clase y casi los encuentra juntos en la cama. Parece que la sancionaron por tener un águila de mascota y no haberla registrado, como a Crookshanks dentro de su cuarto. Había que decir que Viktor había pensado rápido cuando irrumpieron en la habitación. Eso solucionaba el problema de que Viktor se encontrara en Hogwarts este año escolar de Hermione, ya que ella pudo registrarlo sin problemas. Claro que, Luna y Myrtle no la dejaron en paz por ahora poder tener a su novio en su cuarto todas las noches. Harry sonrió de medio lado, riendo con suavidad. Le gustaba la idea de tener amigos en los qué confiar y con los que poder compartir secretos, con los cuales reírse de todo y ser diferentes a su modo. Eso era agradable. Agradable incluso después de una noche desgastante como la que tuvieron delante de los aseos de Myrtle. Esta idea le trajo a la memoria de nuevo el hecho de que la fantasma quiso cooperar en su momento. La desesperación que la había embargado había sido tremenda como para ofrecer una ayuda inexistente. Harry casi sintió algo parecido a la lástima por ella, por el hecho de no poder hacer nada y estar dando esas patadas de ahogada. Sabía que lo que hace que hubieran fantasmas era que un persona al morir no estuviera lista, simplemente, por eso parte de ellos, un eco, se quedaba atrás en el mundo mortal. Sin magia, sin la capacidad de afectar al entorno de ninguna forma, a menos de que se convirtieran en poltergeists. Ahí estaba el detalle. Porque Myrtle podía afectar la materia, andaba por ahí como un fantasma normal y encima no estaba muerta del todo. A veces Harry se hallaba a si mismo contemplando la idea de que todo este tiempo ella si hubiera estado tan muerta como decían y todo esto hubiera sido una terrible perdida de tiempo. No obstante, ahora estaba frente a la gárgola.  —Transfiguración. —la piedra siguió inmóvil. Su susurro no había roto más que momentáneamente la quietud del pasillo ¿Cuál podía ser la contraseña? Necesitaba a Hermione para que ella le diese su respuesta, era su profesora favorita. —Godric Gryffindor... Piertotum Locomotor... Animago... Gato...  Harry se llevó una mano a la cabeza y pensó por un momento. Era claro que su profesora no se lo diría si se lo preguntaba, por supuesto. Solo el azar podría ponerlo con la respuesta correcta, eso era claro. Estuvo así por espacio de una hora, planteándole a la piedra varias palabras y conjuntos de palabras al azar que tuvieran que ver con su profesora de transfiguración, pero todas tenían el mismo efecto vacío de las palabras normales. Harry comenzó a impacientarse, sintiendo cómo la frustración se acumulaba con cada intento fallido. Se pasó una mano por el cabello, despeinándolo más de lo que ya estaba, sus dedos enredándose en mechones oscuros y desordenados. El silencio del pasillo era denso, interrumpido solo por sus murmullos y el eco lejano del viento que golpeaba las ventanas de Hogwarts. La gárgola seguía inmóvil frente a él, como si lo retara, con sus ojos pétreos fijos en la distancia, indiferente a su dilema. El despacho de McGonagall contenía las respuestas, lo sabía. Aquella sensación persistente, esa certeza en lo más profundo de su ser, no lo dejaba en paz. ¿Por qué demonios tenía que ser tan difícil acceder a él? Las sombras a su alrededor se alargaban a medida que la noche avanzaba, envolviendo el castillo en un silencio abrumador, y la luz de las antorchas en las paredes parpadeaba con un brillo cálido y tenue, apenas suficiente para iluminar el lugar. De repente, una idea surgió en su mente, como una chispa de luz en medio de la oscuridad. McGonagall era una persona profundamente leal a su casa, pero también valoraba la sabiduría, el respeto por las reglas… y la protección de los suyos. Mientras reflexionaba, recordó la escena de la batalla de Hogwarts: la profesora, siempre erguida, con su túnica ondeando como un estandarte, gritaba órdenes con una firmeza inquebrantable, lanzando el hechizo Piertotum Locomotor. Las estatuas del castillo habían cobrado vida bajo su mando, protegiendo a los estudiantes como guerreros silenciosos y leales. —Valentía de gryffindor —murmuró Harry con la voz apenas audible, sus labios formando las palabras como si estuviera probando un antiguo secreto. Para su sorpresa, un leve crujido rompió el pesado silencio. Los ojos de la gárgola, que hasta ese momento parecían vacíos y sin vida, destellaron brevemente antes de comenzar a moverse, lentamente, como si estuviera despertando de un largo sueño. El sonido de la piedra deslizándose contra piedra resonó en el pasillo, y Harry observó con el corazón acelerado cómo la criatura se apartaba, revelando una escalera de caracol que descendía en espiral hacia las profundidades del despacho de la directora. Su pecho subía y bajaba con rapidez, la adrenalina recorriendo su cuerpo. Lo había logrado. Harry sonrió ante la simplicidad y, a la vez, la profundidad de la frase. McGonagall siempre había sido la guardiana de Hogwarts, de su gente, de sus principios. Nadie más representaba mejor esa fidelidad. Subió los escalones de piedra con rapidez, sus botas resonando con eco en cada paso. Las paredes del pasillo que lo rodeaban eran frías al tacto, y el aire allí dentro estaba impregnado de una leve fragancia a pergamino antiguo y cera derretida. Al llegar al umbral de la puerta del despacho, se detuvo un segundo, respirando profundamente. La sensación de estar cometiendo una infracción —aunque justificada— era palpable, como si la magia misma del lugar lo estuviera observando. La puerta de roble oscuro se abrió con un leve chirrido, y Harry se adentró en la estancia. El despacho estaba en penumbra, iluminado apenas por unas antorchas titilantes que arrojaban sombras caprichosas sobre las paredes cubiertas de estanterías repletas de libros polvorientos. El aire era denso, cargado de la historia que aquellas cuatro paredes habían presenciado a lo largo de los años. Sobre el escritorio, una serie de pergaminos y plumas estaban dispuestos con un orden meticuloso, tal como lo esperaba de McGonagall. El lugar exudaba una calma solemne, como si el tiempo allí transcurriera de una forma diferente, más lenta. Lo que más llamó la atención de Harry fue un pequeño cofre de madera oscura, colocado en una esquina del escritorio. Estaba decorado con intrincadas runas plateadas, tan finamente talladas que parecían brillar débilmente con la luz de las antorchas. Un escalofrío recorrió la espalda de Harry; la caja desprendía una energía sutil, una especie de magnetismo que le resultaba imposible ignorar. Se acercó lentamente, su respiración se volvía más pesada con cada paso que daba. Cuando extendió la mano hacia el cofre, una voz suave pero profunda lo hizo detenerse en seco.
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