ID de la obra: 1428

Guardiana de los vientos

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La guarida de los vuelo veloz

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Un ala rota era un asunto serio, pero un ala doblada era menos grave, aunque igual de doloroso. Vidia yacía sobre la camilla del curandero, con la mandíbula apretada sobre un manojo de gasa de tela de araña, los ojos encendidos de rabia y dolor. El ala herida, ligeramente curvada hacia el centro, palpitaba con cada respiración como si supiera que algo en ella ya no estaba en su sitio. —¿Cuánto más debo soportar esto? —siseó entre dientes. El sudor perlaba su frente, y su piel, normalmente sonrosada por el viento, se había tornado pálida como la cal. —¿Qué fue lo que sucedió, Vidia? —preguntó el curandero con voz grave, mientras manipulaba con cuidado la estructura delicada de su ala, enfundado en guantes de algodón como si tocara cristal. No eran cuidados excesivos, un ala rota incapacitaba para el resto de la vida a un hada. Y para un hada de vuelo veloz era perderlo todo en un solo golpe. De ahí que el curandero fuera tan meticuloso. La membrana de la que estaba hecha podía atravesarse con una facilidad insultante si no se tenía cuidado. —Un tropiezo sin importancia. —bufó ella, desviando la mirada— Nada que no haya enfrentado antes. Él soltó un leve suspiro, sin disimular su escepticismo. —De todas tus heridas —murmuró—, cortes, raspones, incluso aquella vez que te alcanzó un rayo… nunca habías traído un ala doblada. ¿Sabes lo complicado que es torcer un ala sin quebrarla? Has tenido mucha suerte. El hada de vuelo veloz enarcó las cejas y dejó escapar una carcajada sin humor. —Bueno, su tarea es repararme, no interrogarme. —lo fulminó con la mirada antes de dar un respingo significativo— ¡Ah! El ala, con un chasquido leve, volvió a su forma natural. El alivio fue inmediato, pero incompleto. El curandero señaló un daño considerable en las nervaduras. —Esto tardará en sanar, Vidia. —suspiró, trazando con un dedo enguantado los nervios de abajo hacia arriba hasta el punto hinchado del esguince— Tienes suerte, no pasó doblada el tiempo suficiente o habrías perdido la mitad de la totalidad del ala. Pero para tu suerte, la sangre circulaba, pero eso no impidió que se hiciera daño al tejido. —¿En español? —alzó una ceja, irritada, mirando hacia donde el doctor señalaba. Con una brocha de fibras naturales, el curandero extendió un brebaje de hierbas frescas y frías por ambos lados de la herida mientras contemplaba como reaccionaba esta. —Que pasará un tiempo hasta que puedas volver a volar. Eso le cayó a Vidia como un pedazo de hielo deslizándose por su columna. Sus ojos azules pálidos lo contemplaron con pasmo. Pero en su lugar, una sonrisa tensa curvó sus labios. —Está bromeando... ¿verdad? No puedo dejar de volar. A eso me dedico, todo mi trabajo se resume a volar. El curandero no sonreía. —Creo que nunca he hablado tan en serio como ahora, Vidia. Tus alas están muy bien cuidadas hasta el momento. Las ejercitas bien y según lo que he oído en tu trabajo como hada de vuelo veloz eres la más rápida. —La mejor y más rápida. —le corrigió ella en voz baja, firme— ¿me escuchó? Poseo un raro talento. Y no voy a quedarme sentada esperando a que el viento me olvide. —No empieces con eso. —suspiró el curandero, dándole la espalda para buscar una nueva venda— Ese discurso lo sabemos todos de memoria. Incluso el viento. El cajón estaba vacío, todas las vendas restantes estaban en la boca de Vidia hacía un momento. El curandero puso cara de circunstancias antes de dirigirse a un lateral de la repisa. Mientras Vidia probaba a batir las alas levemente, el curandero abrió una alacena para revelar una araña. —Asísteme, Benny, preciso una venda de ala. La araña se deslizó fuera de su alacena y subió hasta la camilla. Con patas precisas, tejió con suavidad de un hilo que trenzó en el aire antes de ajustarlo al ala de Vidia. El curandero agregó un par de varillas finas en una estructura triangular a ambos lados para entablillar, inmovilizar y dejar sujeta el ala. La araña aplicó otra capa de gasa y el curandero asintió con aprobación cuando Vidia extendió el ala maltrecha. —No más vuelos. —dictaminó cuando la araña regresó a su alacena— Tienes más suerte de la que crees. El solo hecho de no haberte roto el ala ya es bastante bueno. Y si consideramos que además te salvaste de un castigo de verdad malo por intentar robar en la ceremonia de las estaciones… —No me salvé del todo. —admitió el hada, replegando el ala para que el curandero le fijase un cabestrillo a la espalda, para inmovilizar en su totalidad ambas alas— La reina me ha mandado por un mensajero una cantidad considerable de tareas comunitarias… Se encogió ante la idea de ser rebajada a limpiar y ayudar como los sirvientes. Imaginarse fregando pétalos, empujando hojas, transportando polen o limpiando madrigueras. Ya para ese momento había tenido suficientes humillaciones como para dejar de intentar hacerse la orgullosa. Pero de alguna forma su personalidad imperaba y Vidia seguía siendo Vidia al final del día. —Bueno, eso en comparación de lo que podrían haberte hecho otros monarcas anteriores no es nada. —insistió el curandero, ajustando el último nudo y finalizando el trabajo— El vendaje se cambia cada mañana ¿de acuerdo? Tendrás que conseguirte una araña para las vendas y preparar tu propio brebaje de hierbas. Eso último con las hadas del jardín. Vidia resopló exageradamente, pero la preocupación afloró en su voz. —¿Cuándo? —murmuró— ¿Cuándo podré volar de nuevo? —Pronto, talvez. —se encogió de hombros con cierto desinterés— Mientras sigas el tratamiento y no se te ocurra volar carreras, todo debe estar bien en unas semanas. Informaré a las hadas de… —¡No! —Vidia se apresuró a detenerlo, la palabra estalló de sus labios como un disparo. El curandero se giró hacia ella, confundido. —No quiero que esos imbéciles se enteren. —¿Cómo quieres justificar tu incapacidad para el vuelo ante el jefe de vuelo veloz? —se encogió de hombros. Vidia clavó los ojos en el suelo, la sombra de una confesión asomando en sus rasgos finos. —Fue el jefe de vuelo veloz el que me ordenó robarme el vino… —silabeó ella con amargura— Se burlará de mi si descubre que además de que fracasé, me destrocé el ala por obedecerle. El curandero se quedó inmóvil unos segundos. Luego negó lentamente con la cabeza. —No tendrías que darle importancia a lo que él dijese entonces. —negó el curandero— No deberías obedecer a quien se burla de tus heridas. Ni permitir que pese más su voz que la tuya.     Lórien era su mano derecha, y tenía un cabello tan rojo como las hojas del cerezo silvestre en otoño. Al igual que RedLeaf, ella también había nacido con un don extra para su estación, por lo que le era más fácil encargarse de las tareas del otoño. Ella volaba a su derecha con su libreta de notas y su estilete, atenta a todo lo que su señor le decía. RedLeaf, por su parte, se hallaba más distraído que nunca. Simplemente se dejaba guiar por el hada menor, que lo conducía hacia la guarida de las hadas de vuelo veloz. Esta se encontraba en una colina alta —la más alta de toda la Tierra de las Hadas— donde el árbol más alto tenía, en su copa, una estructura artificial bastante extraña. A primera vista, y desde lejos, parecía una gran plasta morada coronando la cima. Pero a medida que uno se acercaba, podía distinguir una pequeña metrópolis en miniatura. Era una torre natural con múltiples plataformas en espiral, abiertas al aire, hechas con fibras trenzadas de raíz, madera pulida y pétalos prensados. Tenía varios niveles conectados por rampas inclinadas de savia endurecida o túneles de aire que canalizaban el viento, útiles para prácticas de vuelo interior. —El líder actual se llama Stormir, ministro —le informó la secretaria, pasando las páginas de su pequeña libreta—. Es un hada problemática; ha pasado por correcciones muchas veces a lo largo de los ciclos, pero es el mejor en lo que hace. —¿Es a él a quien debemos dirigirnos? —su tono calmado no cambió ni demostró el ligero desconcierto que sentía. —Me temo que sí, ministro. Él asintió sin más, buscando con la vista la entrada de aquella especie de guarida de avispas. Tenía el presentimiento de que estas hadas, con las que había tratado tan poco, picaban igual de fuerte. Por eso se dispuso a mostrarse tan diplomático como se requería. Al ser tan pocas, no se podía decir que las hadas de vuelo veloz conformaran un cuartel general o algún tipo de gremio. Más bien parecía un pequeño y reducido grupo de conocidos. Cuando se reunieron ante RedLeaf solo nueve miembros —dos de ellos aún en entrenamiento—, quedó en evidencia cuán raro era ese talento. El interior de la pequeña metrópolis era muy púrpura, con muchas entradas por donde la luz solar se colaba a raudales. Había colibríes por doquier y áreas de descanso para una cantidad mucho mayor de la que realmente se veía de hadas. Stormir era un joven de aspecto severo y salvaje, con una energía tan feroz y tempestuosa como cabría esperar de un hada de vuelo veloz. Sus alas tenían una forma poco común, como aguijones de avispa, alargadas y finas. Parecía estirado y tan prepotente como el ministro del Otoño se lo había imaginado. La forma en la que miraba —directo a los ojos, con esa marcada expresión de cazador— no dejaba lugar a dudas de su autoridad ni de cuán seguro estaba de sí mismo. —¿Mapas del viento? —repitió, como si le estuvieran hablando en un idioma completamente ajeno—. No hay tal cosa. Nos habrían dicho algo de eso. —¿Lleva mucho tiempo siendo el líder, Stormir? —preguntó RedLeaf—. ¿El líder anterior no le habló al respecto? —Al líder anterior se lo tragó un sapo hará unos cinco ciclos —se encogió de hombros con completo desinterés—. Ni siquiera llegamos a conocernos. Yo nací hace dos ciclos. ¿Y cómo se suponía que este hada era el líder?, se preguntó el ministro en su mente. Pero cuidó de no decir nada ni mostrar en su rostro el más mínimo indicio. Su lógica lo llevó a pensar que, al ser tan tremendamente competitivos, salvajes y oportunistas, no sería descabellado suponer que el hada con mayor energía, velocidad, fuerza de voluntad o simplemente con la menor cantidad de amabilidad, ascendiera a ese rango tarde o temprano. —¿Llevan algún tipo de registro que puedan consultar? —continuó, con esperanza—. Es de suma importancia que la reina acceda a esos mapas. Stormir se llevó una mano a la boca, ahogando un bostezo. —No tengo idea, ministro. Probablemente no. RedLeaf llevaba ciclos enteros practicando la paciencia. Su calma no sería destruida por un hada joven e insensible, así que cambió de táctica. —¿Hay inconveniente en que mi secretaria revise sus registros? —Ya se lo he dicho: no tenemos nada parecido aquí. Solo somos hadas que vuelan rápido, ministro. No encontrará más que eso. Los demás asintieron y soltaron risas nasales. RedLeaf pensó que eran como tempestades hechas hadas, los espíritus de la más salvaje acción, velocidad, tempestad... E inmadurez. Vivían por ello y para ello. No sería extraño considerar que seres tan hedonistas y narcisistas fuesen completamente ajenos a los registros. —Ya tuvimos suficiente con el último visitante que vino a preguntar por los árboles. RedLeaf arquea una ceja. —¿El último visitante? —Olvide eso, es viento pasado. —dijo Stormir, volviéndose con desdén—. Está bien. Si es tan importante, pueden revisar lo que quieran. Que la secretaria busque donde le plazca. Nosotros tenemos tareas que cumplir. —Se lo agradecemos. —murmuró RedLeaf con un asentimiento leve, aliviado. El líder y las demás hadas se dispersaron de inmediato, como ráfagas de viento suelto, saliendo por las múltiples entradas con su energía bulliciosa. RedLeaf no lo detuvo. Sabía que presionar demasiado solo obtendría mayor resistencia, y su objetivo era conseguir resultados, no enemistades. Aun así, mientras las risas y zumbidos veloces se alejaban, no pudo evitar sentir una punzada de frustración. —¿Libertad total, eh? —murmuró sin ocultar del todo su escepticismo. —No se preocupe, ministro —respondió Lórien, alistando su estilete y abriendo su libreta con resolución—. Si hay algo, lo encontraré. Ambos caminaron hacia una de las habitaciones contiguas, más silenciosa, donde aún flotaba un aroma a néctar viejo y polvo de pétalos. Allí, entre cajones semiabiertos, hojas dispersas y restos de herramientas aéreas, comenzaron a revisar el espacio con calma meticulosa. Había aparatos raros que seguro eran parte de las invenciones de Tinkerbell. Relojes solares y de viento por todo el lugar, calibrados para medir el tiempo exacto de vuelos, competencias y entrenamientos. En algunas de las paredes había paneles de puntuación y tablones de registro con placas de hojas endurecidas donde se graban los récords de velocidad, las rutas completadas y las infracciones cometidas. RedLeaf y Lórien buscaban en cualquier cajón que pareciera contener documentos, pero solo encontraban plumas, cera para alas y cosas que no tenían sentido para las hadas del otoño. No llevaban mucho tiempo en ello cuando un suave murmullo en la entrada los alertó. Algo parecido a un suspiro de viento, un aleteo leve pero persistente, como si un ave pequeña estuviera forzando su ingreso. RedLeaf se volvió de inmediato, y Lórien le siguió, ambas miradas tensas. Vidia, con el ala vendada y entablillada, descendía con torpeza desde el lomo de un precioso colibrí jadeante color ciruela que parecía haber cruzado medio reino con ella. RedLeaf la observó unos instantes antes de recordar al hada que había interrumpido la otra noche la celebración. El hada que se había intentado robar el vino y solo consiguió casi perder un ala y una humillación monumental. El colibrí, aún exhausto, se acurrucó en una repisa baja, buscando recuperarse de su insólito pasajero.  La expresión en el rostro agraciado del hada de vuelo veloz era un torbellino de emociones distintas: rabia, vergüenza, algo de incomodidad y sin embargo mantenía la barbilla alzada, sin perder en ningún momento su orgullo. Pero eso cambió inmediatamente cuando ella se apercibió de la presencia del hada masculino. —Ministro —musitó con rapidez, realizando una reverencia tan profunda que, por la falta de equilibrio, terminó de rodillas en el suelo. El rubor que le tiñó las mejillas fue inmediato y prolongado—. ¿En qué puedo servirle? ¿O ya lo han recibido mis compañeros? —Te llamas Vidia, ¿no es cierto? Ella asintió con docilidad, aunque RedLeaf percibió de inmediato que era una actitud impuesta por respeto, no natural en ella. La verdadera Vidia era la que había visto anoche: salvaje, revuelta, con barro hasta los muslos y el cabello alborotado por los vientos de la desobediencia. —Si es por el vino… la reina ya me impuso un castigo —se apresuró a aclarar—. Pero si usted decide imponer otro, lo aceptaré sin objeción alguna. —Oh, no —respondió él con una leve sonrisa. Su voz, profunda y rasposa, mantenía el tono elegante y controlado de siempre—. No es esa la razón por la que he venido, Vidia. Estoy aquí en búsqueda de los mapas del viento. Me han dicho que ustedes, las hadas de vuelo veloz, tienen conocimiento de ellos. Es preciso que los vea. Es una cuestión de importancia máxima… y orden directa de la reina. De nuevo, la expresión de Vidia cambió al alzar el rostro para observar al ministro desde su posición en el suelo. —Nadie sabe de esos mapas, ministro —dijo, con firmeza renovada en la mirada—. ¿Se me permite preguntar con qué objeto desea verlos?
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