ID de la obra: 1428

Guardiana de los vientos

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El Árbol Enfermo

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El árbol era tan majestuoso y tan enorme como ambos habían imaginado. La copa ascendía tan alto que ni RedLeaf ni Vidia podían ver hasta donde terminaba. Las hadas sin alas volaban en las hojas del árbol del viento, impulsados por las corrientes que nacían de surcos en su corteza como heridas benéficas. RedLeaf estaba incómodo. Parte de su traje de hojas de otoño se había rasgado por la vertiginosa interrupción que habían tenido al volar antes. Había perdido su sombrero de hoja y se había despeinado, sin mencionar que no confiaba en los seres sin alas.  Vidia, por el contrario, estaba extasiada. Todo su cuerpo temblaba ante las corrientes de aire cálido que le rozaban el rostro y alborotaban su cabello. A medida que se acercaban, más se sentía la magia que llenaba cada centímetro de ese lugar. —No te alejes, Vidia. —casi la regañó el ministro, cuando la vuelo veloz quiso dar un rodeo más allá, guiada por una corriente. Ella regresó, sorprendida por la preocupación paternal que él mostró de pronto. RedLeaf pareció no notarlo, pero cuando ella volvió a su lado, su gesto se suavizó con un alivio visible. —¿Recuerda que puedo cuidarme sola, verdad, Ministro? —gruñó, malhumorada. —Por supuesto —asintió él con calma—, por eso llevas esa ala torcida. —Ya habíamos hablado de eso. —Por eso mismo, harías bien en quedarte donde pueda verte. Vidia bufó en voz baja. —¿Podría no tratarme como a una cría humana? —murmuró— Ya vio cómo hablé hace un momento. No soy tan frágil como este cabestrillo me hace ver. —Lo sé —admitió RedLeaf, con un ademán conciliador y una sonrisa ligera—. Pero no confío en ellos. No olvides que fueron ellos quienes nos emboscaron primero. Y, cabe mencionar, que el que te sujetaba antes no deja de mirarte. Vidia ensanchó los ojos. Esto último, RedLeaf lo había dicho en un murmullo, para que los seres verdes no pudieran escucharlo. Pero cuando lo dijo, Vidia volteó sin pensar a su alrededor, captando la mirada del ser verde que antes había rodeado su cintura. El joven sin alas estaba más atrás, caminando con la mirada fija en ella, aunque al verse descubierto desvió la vista con torpeza. Ella sintió un cosquilleo incómodo. No había sido grosero cuando la había sujetado antes, incluso la había ayudado a bajar de la hoja que usaron de transporte. Pero tenía razón RedLeaf: no los conocían. Mordiendo el interior de su mejilla, Vidia se acercó un paso más al ministro. —No haré nada estúpido, ministro —dijo en voz lo bastante baja para que solo él la oyera—, pero no me trate como si no pudiera pensar. Le he dado suficientes demostraciones de que soy funcional a pesar de todo. RedLeaf asintió, con una sonrisa suave y cariñosa, sin apartar la vista del frente. —Eso nunca se me ocurriría. Frente a ellos iba el líder, Sarmiento, un poco más alto, encaramado sobre una raíz gruesa. Llegado este punto del camino, el árbol estuvo justo frente a ellos, entonces, él les habló con voz grave mientras trepaba: —Nosotros hemos estado cortándolas con piedras afiladas —continuó el líder, trepando por una raíz hasta estar más alto que sus interlocutores—. Pero las enredaderas no hacen más que crecer más y más. Tapan los surcos de viento y ahogan su fuerza. Ahora veían a qué se refería. Casi la totalidad del árbol sufría una infestación de ese parásito. —¿Han intentado cortarlas de raíz? —ironizó Vidia, con los brazos cruzados. RedLeaf se aclaró la garganta con un leve carraspeo para hacerla callar. Sarmiento alzó una ceja, clavándole la mirada. —Por supuesto —apretó las mandíbulas y aceleró el paso—. Pero la base de la planta es como de roca. Su savia es ácida y daña a mis hombres, cada vez que intentan podar sus ramas, y ni hablar de la raíz. —Entonces, quiere que sequemos la planta ¿verdad? —concluyó Vidia. —Cuando vi lo que el Ministro hacía —dijo Sarmiento—, no me quedó la menor duda de que los dioses lo dotaron de ese don para este momento. Liberen al árbol del viento, y nosotros les ofreceremos sus dones para restaurar el equilibrio. RedLeaf y Vidia intercambiaron una mirada. El ministro se llevó una mano al cabello, sintiendo aún la falta del sombrero que por tanto tiempo lo acompañó. Inspiró hondo, con esa solemnidad otoñal que parecía envolverlo. —Podemos intentarlo —dijo él, con voz firme pero humilde. Justo entonces llegaron frente al tronco. Ya desde algunos pasos atrás, las enredaderas eran visibles, como venas gruesas y retorcidas que cubrían la corteza. Marrones y nudosas, parecían parte del propio árbol, aferrándose como parásitos que querían suplantar su piel. RedLeaf las recorrió con la vista, notando las grietas por donde apenas se filtraba el viento. Luego dirigió la mirada a Vidia, quien se había adelantado un paso, analizando con la misma avidez. Antes de que pudiera decir nada, RedLeaf le tocó el codo suavemente para llamar su atención. Ella giró apenas el rostro hacia él, arqueando una ceja inquisitiva. En un movimiento ágil, él rodeó su cintura y la alzó con suavidad, impulsándose al aire hacia el árbol enfermo. —¿Ministro? —masculló Vidia, sin disimular del todo su sorpresa. Su ala buena se agitó con un leve chasquido, rozándolo sin querer, notando el calor de su cuerpo a su espalda y su brazo firme sujetándola. —Perdona mi atrevimiento —replicó él en tono apaciguador, su aliento apenas tocándole la nuca—. Pero consideré las posibilidades y pensé que sería más prudente traerte conmigo ahora antes de que esos seres verdes te hicieran algo mientras no veo. Ella suspiró, intentando sonar irritada pero delatándose en el temblor leve de su voz. —Sí, claro... —dijo al fin, bajando un poco la mirada para que no notara su rubor—. Muy prudente de su parte, ministro. Supongo que debería agradecer que no me arrojó sobre su hombro como un saco de bellotas. RedLeaf sonrió apenas, sosteniéndola con seguridad. —Créeme, Vidia, solo lo haría si empezaras a dar patadas y a hacer berrinche. Ella ladeó un poco la cabeza para fulminarlo con la mirada por encima del hombro. —Todavía no descarto esa opción. RedLeaf contuvo una risa, contento de verla tan combativa incluso en ese momento, mientras se aproximaban a la corteza herida del árbol. Él sonrió apenas, satisfecho de sentirla más cerca y de percibir el aroma de su perfume de nuevo. Aun así, se concentró de inmediato en la tarea, volando con ella hasta donde pudieran inspeccionar mejor las enredaderas retorcidas y el punto donde la savia ácida parecía filtrarse. Abajo, Sarmiento y su gente los seguían con la vista, reverentes y expectantes. Se acercaron a una parte cubierta casi en su totalidad por las enredaderas, pero RedLeaf encontró un punto vacío. Ahí se posaron, sobre una de las ramas.  Vidia trató de que no se notase que huía de él tan pronto como era soltada. Pero como siempre, RedLeaf lo notaba todo. Se arrodilló y colocó las manos contra la corteza mientras cerraba los ojos. Alrededor de sus dedos, la madera pareció brillar desde adentro. Vidia no se quedó demasiado a observar al ministro, se dio la vuelta y se dedicó a mirar la herida del viento más cercana. Por ahí soplaba un suave y cálida brisa conocida e incitante. Vidia amaba esas corrientes, porque eran por las que se planeaba mejor y, si eran lo suficientemente fuertes, hasta se podía descansar sobre ellas, dejándose llevar por la fuerza de la naturaleza. Alzó una mano y se quedó unos instantes sintiendo. RedLeaf alzó la vista entonces, para encontrarse con esa visión.  Vidia estaba tan concentrada en el deleite de esa brisa, que no se dio cuenta de cómo el ministro la observaba con tanta atención. Su ala buena se extendía acariciada por las corrientes mientras la otra permanecía en su cabestrillo. ¡Como anhelaba volar! El ministro se halló soltando un suave suspiro ante la imagen que contemplaba. Pero como siempre, prefirió guardarse sus comentarios.  Sacudió la cabeza y volvió al árbol. Realmente estaba muy enfermo. Cuando RedLeaf cerró los ojos y buscó la vida del árbol, apenas logró asomarse a su esencia: la magia de la madera se sentía débil, como un fuego moribundo. Si no hacían algo pronto, ese gigante moriría mucho antes de lo que sus seres verdes creían. Pero al rozar las enredaderas con la mano, sintió algo muy distinto. La magia ahí no era silvestre ni natural. Era como hundir los dedos en agua helada y turbia. Un estremecimiento le recorrió el brazo, cargado de un poder oscuro y viscoso que parecía devolvérselo con una hostilidad fría. "Revisen los mapas del viento y... tengan cuidado con el frío." las palabras de la oráculo regresaron al ministro brevemente. ¿Acaso habría sido una referencia a este tipo de frío? RedLeaf contuvo un temblor y apartó la mano de inmediato, con el ceño fruncido. Esa planta no había nacido allí por azar. Alguien la había sembrado, deliberada y cuidadosamente, para corromper la savia y taponar las heridas del viento como una costra venenosa. ¿Quién haría algo así? ¿Y por qué querría matar una fuente del viento? —¿Y bien? —interrumpió la vuelo veloz— ¿Podemos secarla ya? —No exactamente. —dijo él, con el ceño fruncido. —¿Eh? ¿Porqué no? —se extrañó ella, ladeando la cabeza— Hace un momento usted hizo aparecer esa flor y la mató con la misma facilidad. ¿Qué hay de diferente ahora? RedLeaf se detuvo a tronarse los dedos, recorriendo la enredadera con la vista. La magia que sentía no era solo desagradable: era antinatural. Percibía su latido espeso, frío, como un pulso enfermo que vibraba en sus propios dedos. —La diferencia es que ese fue un truco que la magia avanzada permite —respiró hondo, intentando calmarse—, con mucha practica para afectar una planta creada con magia blanca. Esta es una planta nutrida con magia fría y oscura, por sus ramas corre una sabia que parece venenosa. —¿Eso qué quiere decir? —murmuró ella, pero inmediatamente lo comprendió— ¿Se refiere a que esta planta es maligna? y ¿Creada a propósito? —Eso me temo. —sus ojos se oscurecieron un instante— Alguien la colocó aquí, la alimentó, la hizo crecer para ahogar este árbol y apagar el viento. Vidia se quedó helada. Tragó en seco, alzando la vista al enorme tronco cubierto por la costra viva de enredaderas. —¿Y qué podemos hacer? RedLeaf soltó el aire lentamente, tragándose la rabia que le producía semejante crimen. —Solo nos queda intentar secarla. Quitarle la vida antes de que termine por matar al árbol. —Suena razonable —dijo Vidia, más seria que antes. Dio un paso para acercarse, decidida a ayudar. RedLeaf colocó ambas manos con cuidado en una de las gruesas ramas invasoras. Por un segundo, toda la madera pareció palpitar con un pulso oscuro que respondió a su toque. Y entonces, la planta contraatacó. Un chorro espeso de sabia oscura y viscosa estalló como una herida abierta, salpicando tanto al ministro como a Vidia con su olor acre. Vidia gritó y se apartó, limpiándose el rostro con furia mientras el ministro retrocedía con los ojos entrecerrados, sintiendo cómo la savia ardía como ácido ligero allí donde lo había tocado. El viento, que hasta entonces corría de forma uniforme, se quebró en un silbido distorsionado. Fue como oír un gemido profundo y doliente que pareció surgir del propio árbol, reverberando entre las raíces y ramas como si la madera sufriera. Abajo, los seres verdes se estremecieron y retrocedieron, visiblemente aterrados. —¿¡Qué le están haciendo al árbol!? —exclamó Sarmiento, con un rugido cargado de pánico— ¡Dijeron que venían a salvarlo, no a herirlo! RedLeaf continuó limpiándose la savia con las mangas, dejando marcas rojizas e irritadas sobre su piel. Vidia giró sobre sí misma tres veces a gran velocidad, expulsando parte del líquido en un torbellino de gotas negras, pero no logró librarse del ardor ni de las manchas que se volvían rojizas por la acidez. —¡No estamos haciendo nada! —gritó Vidia hacia abajo, alzando la voz para imponerse al murmullo airado— ¡Las enredaderas nos atacaron! ¡Ministro, esto le dolió al árbol! Si seguimos así, podríamos matarlo en lugar de salvarlo. El árbol tembló bajo sus pies, como si algo en sus entrañas se estremeciera. El silbido del viento se volvió un bramido quebrado, más profundo y grave, que retumbó en el tronco. Las enredaderas parecieron empezar a moverse, retrayéndose como serpientes a las que se ha pinchado con un alfiler. RedLeaf sintió un escalofrío recorrerle la espalda. De pronto, las enredaderas se agitaron como si despertaran, enrollándose entre sí, tensándose y alzándose. Unas se desplazaron hacia Vidia y RedLeaf con movimientos lentos pero decididos, rodeándolos. Él la empujó suavemente para ponerla detrás de sí. Las enredaderas se tensaron más, y de pronto, un par de ellas se lanzaron como látigos, hacia ellos. RedLeaf logró apartarse, pero una rozó su brazo, dejando una mancha ardiente como fuego líquido. Abajo, Sarmiento y sus hombres lanzaban gritos. —¡Deténganse! —se volvió a sus habitantes verdes— ¡Bájenlos de ahí! ¡Van a matarlo más rápido! Algunos seres verdes comenzaron a trepar con sorprendente agilidad, usando raíces y grietas del tronco. Armados con piedras afiladas, dispuestos a llegar hasta ellos para impedirles continuar. RedLeaf alzó una mano, intentando calmar la situación: —¡Esperen! ¡No estamos atacándolo! —¿¡No ven que solo estamos intentando ayudar!? —gritó Vidia, irritada, lanzando una ráfaga de viento con un ademán que proyectó hacia abajo a las hadas sin alas. Estos cayeron sobre las hojas caídas, sin lastimarse, pero eso no les impidió volver a trepar con mayor brío. Las enredaderas también retrocedieron ante el viento de Vidia, pero no tardaron en volver a acercarse. La savia oscura se derramaba ahora a borbotones de la herida donde RedLeaf había puesto antes la mano y de donde antes se filtraba un viento cálido, ahora salía apenas un susurro débil y ahogado. —¡Ministro! —gritó Vidia, alarmada— ¡Está muriendo! ¡Si seguimos así, lo vamos a ahogar en su propia savia! RedLeaf, con su sangre fría como ministro del otoño, tuvo que pensar rápido. El pulso oscuro de la planta le hacía doler la cabeza como si escuchara un tambor sordo y maligno. Sabía que no podía simplemente drenar la vida de la enredadera: estaba demasiado entrelazada con el árbol. Si mataba a la planta de golpe, mataría el viento con ella. —¡Detente! —le gritó uno de los hombres de Sarmiento, saltando a una rama cercana— ¡No toques más! ¡Nosotros nos encargaremos! Una enredadera se asió al tobillo de Vidia, pero el hacha de otro de los seres verdes la rasgó antes de que pudiese levantar a la vuelo veloz. Era el chico que antes la sostuvo, el que no dejaba de mirarla. El ministro respiró hondo y con el pulso acelerado bajó la mano. Observó la savia negra que le goteaba de los dedos irritados. —Necesitamos un plan. No podemos matar la planta de golpe. ¡Hay que cortarla de raíz, pero sin que su savia se derrame y envenene el árbol! ¡Tenemos que buscar la base de la enredadera y cortarla! Vidia acababa de lanzar otra ráfaga para evitar que las enredaderas atraparan a RedLeaf por el cuello. Cada vez se acercaban más, una se apretó alrededor de una de las hadas verdes, para luego lanzarla al suelo. Esto se repetía con la mayoría de los hombres de Sarmiento. Si no actuaban rápido, les pasaría igual. —Eso suena complicado.— RedLeaf la miró. —Es la única forma.
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