ID de la obra: 1428

Guardiana de los vientos

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R
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Viejo Arce con viejas Heridas

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Los siguientes días el árbol siguió estando bastante débil, recuperándose de apoco. RedLeaf le ayudó a restablecerse con sus dotes de hada del bosque, bajo la atenta mirada de Sarmiento, que no dejaba que hiciera nada al árbol que no estuviera autorizado. Para su suerte, el árbol se iba fortaleciendo poco a poco. En ese tiempo, Vidia empezó a recuperarse de las quemaduras. La medicina de las hadas sin alas era sorprendentemente efectiva: cataplasmas de hojas machacadas, ungüentos con resinas aromáticas y vapores de setas medicinales. Casi no le estaban quedando cicatrices. Su piel se mantenía tersa, aunque sentía un cosquilleo de vez en cuando que le recordaba que seguía sanando. Fern permanecía a su lado con obstinación. Incluso cuando RedLeaf le sugirió —con la voz suave, pero firme del otoño— que “ya podía ir a ayudar a los suyos”, el piel verde solo se encogió de hombros y replicó con sencillez: —Ella me salvó la vida al salvar al árbol. Nos salvó a todos. No me voy a ir hasta que esté bien. Aquello no le cayó nada bien al ministro. Fern parecía más que dispuesto a enseñarle a Vidia cualquier cosa en la que mostrara la más mínima curiosidad. Le mostró cómo descender de hojas secas como paracaídas, cómo atrapar corrientes ascendentes para planear sin alas, e incluso la diferencia entre “parar” en el aire y “anclar” el cuerpo al viento para resistir una ráfaga. Por su parte, Vidia no se quedaba atrás. Le enseñaba cómo moverse en el aire sobre Z para ganar impulso y cómo sentir la vibración de los vientos antes de que cambiaran de dirección. Los dos reían con cada tropiezo y cada mejora. Después de un par de días, se hicieron casi inseparables. RedLeaf los observaba desde cierta distancia. Al principio, con un deje de humor resignado. Después, con el ceño un poco más fruncido. Cuando Fern hacía reír a Vidia con sus ocurrencias, el ministro a menudo apartaba la vista con deliberada lentitud, como si tuviera algo más importante que hacer. Pero no se le escapaba nada. Esa noche en particular, RedLeaf se sentó bajo un dosel improvisado, sosteniendo una copa con cuidado. Bebía a sorbos el vino de color profundo que Lórien había tenido la previsión de empacar para el viaje. Lo giraba entre sus dedos, observando cómo la luz de la fogata arrancaba reflejos rojizos. —Te estás obsesionando con la vuelo veloz, viejo arce —se dijo en voz baja, con un suspiro que apenas perturbó la noche quieta. Tomó otro trago más lento, saboreando la dulzura afrutada con una mueca amarga. —Supongo que ya lo olvidaste... —murmuró, apoyando el codo en la rodilla y dejando caer la mirada hacia el suelo— la última vez no terminó nada bien. Ni siquiera el ordenar su pequeña colección de hojas le ayudaba a distraerse. Porque habían más hojas moradas de las que le hubiera gustado. Ni siquiera pensar en el árbol recuperándose le traía del todo consuelo. RedLeaf bebió de nuevo, esta vez más hondo. Entonces, la noche fue interrumpida por los toques a la puerta.  El ministro casi se cae de su posición por la sorpresa. Mirando la puerta con recelo, vació todo el contenido del vino oscuro en su garganta antes de acercarse para abrir. Los toques eran desesperados, pero efectuados con suavidad, como si no quisieran ser descubiertos por nadie más. Cuando RedLeaf abrió la puerta, Vidia entró con rapidez dentro de su pequeño cubículo. No le dio tiempo para poder siquiera despertar con propiedad, cuando se dio cuenta, ella ya estaba plantada frente a él. —Eres una visión encantadora, Vidia —le dijo, cubriéndose la boca fingiendo un bostezo—, créeme que si. Pero he de decir que después de un día lleno de tareas para mejorar el árbol moribundo, tenía la loca fantasía de dormir mis ocho horas. —Usted no estaba dormido, ministro —lo acusó ella, tomando asiento en el sitio que antes él había ocupado—. El fuego está avivado y la bota de vino está fuera de su equipaje, sin mencionar la copa con restos del vino... Y que usted sigue vestido. RedLeaf sonrió de medio lado, fue hacia la bota de vino para rellenar su copa. —Qué observadora —murmuró, levantando la copa hacia ella en un brindis burlón—. ¿Qué te trae por aquí, Vidia? ¿Recordaste que tienes un compañero de viaje y que esto no son unas vacaciones para hacer nuevos amigos? —Ministro, usted lleva raro desde que decidimos quedarnos en este pueblo. —lo acusó ella— Creo que no se ha dado cuenta de que ha sido usted el que me ha evitado todos estos días, por centrarse en el árbol. Él la miró por encima del borde de la copa, en silencio. Quizá tenía razón. —El árbol es importante. —se defendió, con voz tranquila, levemente ronca por el vino— Sin el viento que contiene, mi otoño... —Lo sé, ministro —lo interrumpió ella, ceñuda—. Pero esperaba poder hablar con usted por lo menos una vez. Solo una. —Se acomodó mejor en el asiento, clavándole la mirada—. Pero se volvió tan inaccesible como los mismos árboles. Un cosquilleo incómodo le recorrió el pecho al ministro. —¿Querías hablar conmigo? —preguntó, bajando un poco el tono. Vidia tragó saliva. Sus ojos azules brillaban con secretos no dichos. —Creo saber cómo nos han seguido hasta aquí, ministro. —se apresuró a decir ella, toda la teatralidad de su reproche— Después de lo que tengo que decirle, probablemente usted ya no tendrá deseos de seguir durmiendo. Después de las curaciones, Sarmiento les había ofrecido habitaciones en lo alto del árbol, en unos nidos tan bien camuflados que era fácil olvidar que estaban ahí. Los hombres de Sarmiento también tenían enemigos, por eso vivían escondidos. Al principio, Sarmiento quiso darles solo una habitación, convencido de que eran pareja. Pero cuando Vidia se puso roja como si la hubieran pintado con jugo de cereza, Sarmiento entendió que debían ser dos habitaciones.  RedLeaf se había reído mucho con esa reacción de Vidia, pero la diversión le había durado poco. Fern se había ganado su atención enseguida. Y RedLeaf, al no soportar verlo, se había alejado... —Está bien —dijo con voz más baja—. Quédate. Pero si vamos a hablar de cosas importantes, te sugiero que tomes algo para los nervios. Él alzó la bota de vino con un movimiento elegante, casi burlón. Vidia lo miró con desconfianza. RedLeaf no evitó notar que su rostro seguía tal cual la primera vez que la vio, la noche de aquella reunión, cuando ella quiso robar el vino. No quedaba ni la menor sombra de quemadura. —No es ocasión para beber. —gruñó ella— Debo regresar rápido o Fern se dará cuenta que no estoy. La mención del nombre le aguijoneó el humor al ministro. A RedLeaf se le agrió más la expresión apenas un grado más, por lo que buscó acabar el contenido de su copa antes de seguir con esa conversación. Bajó la copa y se incorporó. Se acercó a la mesita de su cubículo para tomar asiento frente a ella. —Ilústrame —dijo, serio de pronto, su voz grave y atenta—. Tienes toda mi atención. —Cuando nos conocimos, ese día en la guarida de los vuelo veloz yo... —Vidia. —la interrumpió él— No te has vendado el ala. Ella dio un respingo y miró hacia el sitio donde él señalaba. En efecto, su ala esguinzada estaba recogida en su espalda, pero libre de las telas de araña. Inmediatamente, ella tomó su bolso. —Fern no me deja un instante, no he tenido tiempo de reemplazar las vendas. —soltó un gruñido de exasperación, extrayendo la caja de la araña— ¿No le importa que me vende y entablille mientras hablamos? RedLeaf se puso de pie y se acercó a ella. Vidia se quedó callada tan pronto lo percibió a poca distancia. —Permíteme. —extendió las manos hacia ella con un gesto reverente, respetuoso— No es una orden. Es una petición. —Está bien... —murmuró, entregándole la caja con un suspiro resignado— Usted está lleno de sorpresas, ministro. Él empezó a tomar con cuidado la caja de la araña, los palitos para el entablillado y el ungüento. Vidia buscó una posición cómoda mientras el ministro maniobraba con los materiales, ella le dio la espalda y extendió el ala magullada. Ella contuvo el aire, sus alas eran su orgullo, pero también su sensibilidad más viva. Sintió el roce ágil, pero cuidadoso, de sus manos. —Está casi sana, Vidia —le comentó él, sonriendo, apenas tocando para examinarla—. No creo que sea necesario el entablillado, pero si el ungüento y las vendas.  Vidia tragó saliva con esfuerzo, sus alas vibrando muy levemente. Giró apenas la cabeza, sin poder mirarlo directamente. Él extendió el preparado de hierbas y resinas sobre el área herida, casi cicatrizada, le trajo un frescor que anestesiaba. —Y es una curación milagrosa —dijo RedLeaf, en voz baja y con el ceño apenas fruncido—, porque te has hecho cada vendaje de peor forma. Llevas días renuente a aceptar ayuda, pero a esa hada sin alas le diste hasta el polvillo que ni siquiera me has permitido ver. La araña sacó varias tiras de seda mientras sus ojillos confusos los miraban alternativamente a ambos con curiosidad. RedLeaf recogía la tela y la enrollaba con destreza antes de colocarla. Esta resbalaba, fría, contra la membrana del ala de Vidia, pero el calor de sus masculinos dedos contrastaba, avivando un cosquilleo que la hizo estremecerse. Vidia frunció el ceño. —Si actué así con Fern fue solo porque era necesario —se defendió, alzando la barbilla, pero su voz sonó ronca, más baja de lo normal—. No había tiempo para consultar con nadie... Mucho menos con usted que se hallaba en plena batalla fuera, en el árbol. RedLeaf sostuvo su ala ya vendada con firmeza pero sin lastimarla. Su mirada se mantuvo fija en ella, cargada de gravedad. Su otra mano reposó sobre la base, firme pero con un tacto sorprendentemente cálido. —No te vi para nada disgustada con su compañía, a decir verdad —admitió al fin, su tono más templado—. Imagino que preferirías que fuera él quien te vendase y acariciase de esta forma. Pero ahora deberás conformarte conmigo, aunque yo no sea tan entretenido como tú querido Verde.  Quizá para enfatizar lo que dijo, su mano dio un rodeo desde la base hasta la punta del ala buena, delineando las nervaduras como por ¨accidente¨. Vidia cerró los ojos un momento, tragándose la réplica mordaz que se moría por soltar. Cuando los abrió, sus pupilas estaban dilatadas. —¿Terminó? Él la soltó entonces, consiente de que el vino había jugado muy en su contra y que había tocado de más, notoriamente consciente de la tensión que había crecido entre ambos. Se detuvo a observar cómo había quedado el vendaje y se mostró satisfecho con su propio trabajo. —He terminado. Recompuesta, Vidia se alejó de él un tanto, mientras trataba de ver por encima de su hombro. Sin el cabestrillo ni el entablillado, el ala podía extenderse, aunque no usarse. Como ella quería, por lo menos. —Cuando nos conocimos, en la guarida de los vuelo veloz, y le mostré los mapas del viento... —empezó de nuevo, con la voz algo áspera— faltaba uno. Probablemente, quien sea que plantó la enredadera, también tiene un mapa como el nuestro, también los sabe leer y además, va un paso adelante de nosotros. RedLeaf la escuchó en silencio, su mirada fija y muy seria. Al final asintió. —Eso quiere decir que debemos abrir este árbol y buscar los demás antes de que esta hada destruya los demás... Ella sintió, pero no lo miró a la cara, permaneció en silencio. Algo había cambiado en gran medida entre ellos en esos pocos minutos. RedLeaf, conteniendo un suspiro, se apartó para darle espacio. —Lo haremos mañana. Vidia se giró hacia la puerta, con el gesto endurecido de nuevo, aunque sus alas se movieron apenas con nerviosismo. Probando la movilidad del ala herida, que se sentía débil y torpe, pero que prometía volver a ser tan fuerte y rápida como antes. —Hasta entonces.  —Vidia —la llamó él, recordando entonces lo que implicaba el hecho de que abriesen el árbol al día siguiente—. Nos iremos mañana también... Despídete de ese piel verde, a menos que quieras quedarte con él. Ella abrió la puerta con brusquedad y salió sin volverse. RedLeaf se quedó quieto, escuchando el ruido de la madera al cerrarse. Sus dedos se aferraron lentamente sobre la copa de vino, sus ojos fijos en la puerta vacía. El fuego de la chimenea hacía brillar sus ojos, más oscuros que antes. La mano que había efectuado esa caricia inapropiada, se abrió y cerró un par de veces, mientras él pensaba. —Lo dicho, viejo arce... —murmuró para si mismo— la última vez no terminó nada bien... y en aquella ocasión no estabas enamorado.
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