El gigante dormido
23 de noviembre de 2025, 16:12
Sarmiento estaba ya abajo, junto a sus hombres, a una prudente distancia. RedLeaf no sabía exactamente cómo iba a ser el proceso, pero no quería arriesgarse a que nadie más saliera lastimado. Él se encontraba en un área bajo la copa, con las ramas como dosel y las luces de la mañana cayendo a través del filtro verde de las hojas.
Vidia estaba a su lado. Contrario a lo que él hubiera esperado, había decidido quedarse para ayudarlo.
Eso decía mucho del corazón y la lealtad de la vuelo veloz. Demostraba que a pesar de todo, ella seguía siendo responsable y digna, aún estando enojada, aún teniendo ella la razón.
Sin embargo, Vidia no le dirigía la mirada ni decía una sola palabra. RedLeaf se lo esperaba. Después de todo, lo que había dicho y hecho la noche anterior merecía mucho más que el mutismo de la vuelo veloz. Merecía una cachetada en pleno rostro o el hecho de ni siquiera asistir a este último encuentro.
Tal vez sería la última vez que la vería. Fern estaba lejos, apostado al pie de otra raíz, pero el ministro lo notaba: su mirada estaba fija en Vidia, oscura y alerta. Aunque la vista de Vidia seguía fija en el suelo, RedLeaf no dudaba que ella correría al hada sin alas al terminar de abrir el árbol. Era lo más seguro, que Vidia ya hubiera elegido.
Después de todo, Fern era más joven, más fuerte y, seguramente, más del gusto de la vuelo veloz. Más atento y sobre todo menos celoso que RedLeaf.
El ministro se pasó una mano por el cabello con gesto seco. Desde que había perdido su sombrero de hoja de otoño, el cabello se le revolvía más a menudo, pero ya se estaba acostumbrando a ello. Ahora, muchas cosas en él habían cambiado, unas imperceptiblemente, como su parecer hacia Vidia. Pero otras, como las ropas que ahora usaba, que aunque tenían el color del otoño, eran hojas trenzadas del corte y estilo de las hadas sin alas.
Vidia usaba algo parecido, aunque en tonos morados y tan profundos como su misma personalidad. Embriagante, como el vino que a RedLeaf le gustaba. El que dejaba la garganta ardiendo y la mente despejada y más activa, aunque sin control ni filtros de prudencia.
Él bajó la vista a las palma de sus manos que anoche habían recorrido las alas de Vidia y luego las cerró en puños.
—¿Estás lista? —le preguntó al fin, con voz profunda y templada.
Ella apenas asintió, sin mirarlo.
El ministro posó esas manos sobre la corteza agrietada del árbol. Era un árbol tan viejo como él, pero moribundo. Sus dedos se hundieron en los surcos, y cerró los ojos, concentrando todo su ser en ese mágico momento. El viento en el interior de la madera estaba enloquecido, contenido, suplicante por liberarse.
RedLeaf frunció apenas el ceño, buscando un punto de concentración todavía más profundo. En su mente, le habló al árbol con la solemnidad de quien pide perdón por la herida que iba a abrir. Porque sabía que iba a hacerle un gran daño, lo llevaba fortaleciendo para eso precisamente, pero con lo que había dicho Vidia la noche anterior, no podían seguir perdiendo tiempo.
Necesitamos tu ayuda, gigante dormido... Gran guardián del viento del sur... En nombre del otoño del que soy ministro y de la tierra de las hadas de la que soy parte... ¡Ábrete! libera tu viento cálido para nosotros... Por favor...
Él abrió los ojos, brillantes como la resina encendida, y exhaló al comprobar que amaba su talento ahora tanto como el día en el que nació. Desde su mano, raíces de luz cobriza se extendieron hacia la corteza. Un temblor recorrió el tronco, las hojas se agitaron y empezaron a caer más que antes. Las ramas crujieron con un lamento grave y prolongado mientras empezaban a moverse de una forma que nunca antes había ocurrido.
El árbol empezó a abrirse como una flor enorme y lenta. Las ramas superiores se replegaron hacia atrás, retorcidas como pétalos agrietados, dejando que la grieta luminosa en el centro del tronco se abriera más y más. El viento atrapado se agolpó en la herida como sangre. Un resplandor azul hiriente se condensó y comenzó a salir.
Vidia dio unos pasos hacia atrás y RedLeaf sintió la necesidad de sostenerla para evitar que se cayera, pero lo pensó mejor.
Ella, olvidándose de la presencia del ministro, se adelantó un paso, con las alas vibrando de puro instinto. Sedientas de un viento así de violento y huracanado que le insuflara vida a sus miembros aéreos olvidados. Extendió los brazos como si fuera a recibir el viento en su pecho.
Sintiendo el poder golpearla como un torrente, sus manos se movieron con gestos precisos, canalizando el viento en remolinos controlados. A su alrededor, el suelo temblaba, y hojas secas volaban en espiral sin volar hacia el pueblo.
RedLeaf percibió, además del alarido del viento, como el aire se volvió cálido, con aroma de madera vieja y resina añeja. El viento azul se expandió como un suspiro gigantesco que recorrió todo NeverLand, barriendo el polvo y la corrupción, y más importante que nada: el frío, dejando un silencio expectante.
El ministro sintió un vacío cuando el estruendo se acabó y el viento huyó por fin, de NeverLand hasta tierra firme, al mundo de los humanos. Había sido algo tan devastadoramente solemne, que se sintió enternecido hasta lo más hondo de su interior. Este suceso se contaría entre las historias que las hadas cuenta cuentos representarían en el auditorio, por los siglos de los siglos...
Con las manos aún hundidas en el tronco, sintió cómo el árbol temblaba de dolor, para luego dar paso al alivio.
Ya está, gigante dormido... puedes volver a descansar... has servido bien y te estaremos eternamente agradecidos...
Él retiró las manos lentamente. El tronco, aunque herido, empezó a cerrarse con un crujido lento y resquebrajado que resonó en toda esa parte del bosque. Sonaba como cuando talaban un árbol y este se precipitaba hasta el suelo, el mismo estruendo ensordecedor que despertaba fibras sensibles a quienes estaban tan conectados con la flora como él.
Un corte limpio, pero definitivo, se cerró por completo sin dejar rastro.
RedLeaf tragó en seco: todo se había terminado... y a pesar de ello, este era solo el primer árbol. La primer fuente del viento abierta. Le hacía darse cuenta de cuan largo sería este viaje y todo lo que aún faltaba por ver y descubrir. Era solo el principio y, de alguna forma, eso lo hacía sentir tan pequeño como el día en el que se le nombró ministro del otoño.
Cuando giró la cabeza para buscar a Vidia, la vio alejarse ya, sin mirarlo. Caminaba hacia Fern, que la esperaba con los brazos algo abiertos. RedLeaf no supo en qué momento el piel verde había arribado al árbol moribundo, pero, de alguna forma, sintió que algo se le cerraba en el pecho con un clic seco.
De la nada, el peso de lo que significaba se le vino encima: Vidia había escogido. Se quedaría con Fern.
Tan pronto esa idea se concretó en su mente, RedLeaf le dio la espalda y sus alas emprendieron el vuelo inmediato al pie del árbol, donde Ember lo esperaba.
—¡Ministro! —saltó Sarmiento, que había estado sobre el lomo del zorro— ¡Que día tan glorioso! ¡Nuestro árbol ha dado el espectáculo más maravilloso que hemos podido concebir en generaciones!
Saltó hasta él para envolverlo en un abrazo fuerte e incómodo del que RedLeaf se soltó a la primera oportunidad. Con lágrimas en los ojos, Sarmiento parecía jubiloso. RedLeaf se halló pensando que probablemente el líder de las hadas sin alas pensaba que esto era un simple entretenimiento.
—En efecto. —aceptó, algo renuente, con voz serena— Maravilloso... Pero también puede ser que sea el último.
La seriedad de esa afirmación congeló la enorme sonrisa que Sarmiento había estado ostentando en su rostro verde. Las demás hadas sin alas se acercaron a RedLeaf para escuchar mejor.
El ministro, por su parte, casi en piloto automático, subió al lomo de Ember. El equipaje volvía a estar completo, con comida y cosas que las hadas sin alas le habían obsequiado para el viaje. Incluso había algo de un rustico vino que ellos preparaban artesanalmente, que tenía una graduación alta y un sabor más cercano al almizcle puro y al vinagre que a la dulzura afrutada que él prefería.
Era una lástima que todo eso fuera para él solo.
—Deben cuidar en extremo al árbol del viento ahora. —les instruyó, con seriedad— Si al arrancar la enredadera se puso débil y gris, ahora puede morir si no lo mantienen en constante supervisión.
—¿Porqué no te quedas a darnos las instrucciones precisas? —preguntó uno de los pieles verdes.
—Es menester que parta lo antes posible. —fue su única respuesta.
—¿Y la alada? —dijo una voz aislada de alguno— ¿No va contigo?
RedLeaf lo sintió como una provocación directa, sus manos se crisparon en las riendas de Ember. Pero decidió sabiamente abstenerse de contestar como deseaba.
—No... ella se quedará.
Las hadas sin alas se miraron entre ellos con sorpresa y cierta felicidad. Talvez algunos creían que ella podría suplir a RedLeaf como cuidador del árbol y mantenerlo con vida. Aunque el ministro sospechaba que muchos de los hombres estaban interesados en ella para propósitos maritales, antes que el hecho de hacerla guardiana.
—Hasta pronto, entonces. —se despidió, sin más.
Todos alzaron las manos en despedida y RedLeaf inició su nuevo viaje hacia el siguiente árbol. Y sin más palabras, azuzó a Ember. El zorro echó a andar entre los helechos altos. Las alas del ministro se plegaron contra su espalda, derrotado. El sol caía oblicuo sobre el bosque, recordándole que había perdido su sombrero y mucho más alrededor de ese árbol.
Cerca de un claro, mientras se internaban en el follaje denso, una hoja morada cayó del cinturón de RedLeaf y flotó en espiral hacia el suelo. Él dio el alto al zorro y se quedó mirando hacia abajo por unos segundos. Luego, descendió para recogerla y se la guardó en el interior de la túnica de hojas, en contacto con su piel.
El viento murmuraba entre las ramas mientras Ember avanzaba a paso firme, abriendo senderos entre la maleza. Parecía emocionado por continuar el viaje y volver a tener a su amo con él. Todo el tiempo que permanecieron en ese árbol, Ember permaneció lejos entre los arbustos, como un zorro libre. A las hadas sin alas no les terminaba de hacer gracia el zorro, por muy domesticado que pareciera.
RedLeaf no había dicho palabra desde que partieron. Sus pensamientos eran como hojas secas agitadas por una tormenta. Cada tanto, apretaba los labios o bajaba la mirada al suelo, sin encontrar consuelo en la naturaleza que tanto amaba. No dejaba de pensar en lo estúpido que había sido. Sus manos recordaban el tacto aterciopelado y cálido de las alas de Vidia y también su expresión ofendida.
El viaje recién comenzaba, pero ya se sentía cansado.
El colibrí apareció sin anuncio alguno, volando en una línea veloz que cruzó el claro como una chispa purpura. RedLeaf lo sintió antes de verlo: un zumbido agudo, característico, y luego el aleteo vibrante de ese cuerpo diminuto pero ágil, suspendido frente a él.
Durante un momento, RedLeaf se quedó inmóvil. Entonces el colibrí regresó sobre el camino que había efectuado antes, para plantarse frente al ministro.
—¿Qué haces aquí…? —susurró él.
El colibrí no respondió, por supuesto. Se limitó a flotar frente a él unos segundos más, luego descendió suavemente para posarse sobre la nariz de Ember. El zorro agitó una oreja, pero no protestó. RedLeaf descendió lentamente del lomo de su montura hasta la cabeza y de esta hasta el hocico. Se acercó al colibrí, que ahora lo observaba con un leve giro del cuello, como si esperara una reacción.
—¿Vidia?
La vuelo veloz por fin salió de detrás del ave, mostrándose. Salió con un movimiento algo inseguro, pero directo, dejando que la luz la revelara por completo. Parecía tan firme y inaccesible como el primer día en que se conocieron, pero algo en su postura le revelaba que no estaba ahí imponiendo su regreso, sino pidiendo permiso para volver.
RedLeaf no supo qué decir al principio. Su expresión se endureció, una defensa instintiva para el vuelco en su pecho.
—Creí que te quedabas.
—Eso pensó usted. Yo no dije nada —respondió, clavándole la mirada con un orgullo que se veía algo resquebrajado—. ¿Pensó que podría seguir sin el mapa y sin su cartógrafa?
—Solo sé que fui un tonto. —admitió.
—Si, bueno... —ella desvió la mirada— olvidemos eso, o yo me olvidaré de que usted es el ministro y le daré el golpe que se merecía.
El colibrí despegó y reemprendió la marcha de nuevo, como si nada, y Ember se preparó para la carrera agarrando impulso y corriendo tras él. RedLeaf se dio cuenta de que si, en efecto, el viejo arce estaba enamorado de la vuelo veloz.