ID de la obra: 1428

Guardiana de los vientos

Het
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Una tregua incómoda

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No dejó que él se acercara a su ala de nuevo. La incomodidad era demasiado grande para permitirse más que unas palabras. Vidia lo lamentaba, aunque no lo dijera, pero volver a ser extraños se tradujo en muchos más silencios y muy poca interacción. RedLeaf se veía culpable por la forma en la que cocinaba y le servía lo mejor a ella, aunque solo le diese un escueto gracias, o cuando buscaba saber cómo estaba sin razón. Vidia recordaba esa caricia en su ala buena, mientras aspiraba el aroma de su perfume de vez en cuando, cuando él estaba distraído. Había dejado de aplicárselo, porque seguía molesta con RedLeaf, quería lastimarlo de alguna forma y suspender el uso del perfume que él le dio era una forma de hacerle saber que ella aún no olvidaba. Era el recurso más inmaduro que se le podía haber ocurrido, considerando cuanto amaba el olor de esa flor rara y espinosa. Por eso, ella seguía aspirando su aroma para darse fuerza. El segundo día de viaje había terminado. Vidia no se molestó en alzar el rostro cuando él apagó el fuego y solo quedó la luz de la luna para guiarse a su lado del campamento. RedLeaf se acostó cerca de Ember, sin decir nada más. Ella había terminado el vendaje hace rato, había empezado a dejar salir a la araña por las noches para que cazase los mosquitos que deambulaban cerca. El delicado sonido de sus patas en la tela era lo único que se escuchaba, más allá de los grillos y ranas más allá, cerca del rio. La vuelo veloz intuyó que el ministro tuvo que quedarse dormido rápido, porque de pronto su respiración se volvió uniforme y suave, acompasada. Vidia se quedó sentada un poco más, fingía para sí misma revisar el néctar extra que Tink le dio antes de irse, pero solo estaba escuchándolo. Pensaba mucho, más que nada en él. Y no sabía porqué.  Todo lo que había ocurrido hasta el momento era muy extraño. Nunca se había sentido atraída hacia un hada como RedLeaf ni se había detenido a pensar mucho en él. Pero sin duda era porque el ministro era diferente, su silencio mismo era diferente. Porque muchas veces ella se encontraba deseando que él dijese algo, que volviese a dirigirse a ella, con esa solemne elegancia propia del otoño. Un murmullo seco y ahogado detuvo sus pensamientos. Vidia ladeó la cabeza hacia el sitio donde el ministro dormía. En la oscuridad, el hombre gorrión soñaba con vientos turbulentos seguramente, aunque nada podía asegurarlo. Vidia sintió curiosidad y se mantuvo atenta. RedLeaf dijo una palabra que no pudo distinguir. Después otra. Se removía, frunciendo el ceño. Vidia lo contemplaba de soslayo moverse a un lado del zorro, inquieto. Se veía bastante diferente sin ese sombrero tan gracioso de hoja de otoño. Seguro que él pensaba que el sombrero le daba más aires de importancia, pero Vidia pensaba todo lo contrario. Ahora, sin esa tontería sobre la cabeza, parecía más digno de respeto. Al fijar su vista en él, Vidia alcanzó a apreciar que el sudor le perlaba la frente, brillando a la luz blanca de la luna. Las alas le temblaban, como si el frío de un sueño imposible se hubiera colado hasta su espina dorsal. Murmuraba cosas y de vez en cuando decía algo más o menos comprensible. Vidia apretó los labios y dudó en acercarse o no a él. Pero cuando lo escuchó gemir como de dolor y murmurar su nombre, no como una súplica, sino como si se despidiera de ella, se puso de pie de inmediato y se arrodilló junto a él. —¡Ministro! —susurró, atreviéndose a tocarlo en el hombro, lo sintió demasiado frío para poder ser solo un sueño— Ministro... ¡despierte ya...! RedLeaf... Él abrió los ojos de golpe, respirando con violencia, como si hubiera estado bajo el agua. Se sentó de golpe, jadeando. Vidia retrocedió, consciente de que no debería de haberse acercado siquiera, pero aliviada al verlo despierto por fin. —¿Qué...? —Una pesadilla —dijo ella con sequedad, aunque su mirada lo estudiaba de forma casi protectora—. Una tormentosa pesadilla... —Si... eso supuse... —murmuró él, se frotó la cara con ambas manos— Parece que... he pensado demasiado en el frío o él me persigue.  —¿Qué puedo hacer por usted? —se escuchó decir a si misma. Se aclaró la garganta con incomodidad— Es decir, si no requiere demasiado de mi esfuerzo...  RedLeaf sonrió con cansancio. —Tengo la garganta seca —le dijo, de la forma más suave posible, mientras se llevaba una mano al cabello húmedo por el sudor. Ella se levantó, tomó el odre de vino, y se lo lanzó sin demasiada delicadeza. Le molestaba que él la viera preocuparse por él, le irritaba estar siquiera buscando la forma de hacerlo sentirse mejor, porque eso significaba que le importaba. Aunque no quisiera admitirlo. RedLeaf atrapó el odre con torpeza, pero no discutió. Ambos sabían que ya era mucho con que ella se mostrase así con él,💫 no debía ser demasiado ambicioso y querer que ella se mostrara delicada y menos furibunda. Bebió un largo trago y tosió por la fuerza del vino de las hadas sin alas. Aún temblaba un poco. Vidia no volvió a sentarse del todo, pero permaneció de pie, con los brazos cruzados, mirándolo pensativa. El ministro mantenía la vista baja, parecía que sus ojos veían de nuevo el sueño y lo revivía estudiando su significado con más calma. Todo se veía mejor desde la barrera contraria al mundo de los sueños. Ella se sintió tonta ahí parada, esperando a que él dijese algo. —Ya está. —dijo ella al fin, con voz algo más calmada— Ya despertó. RedLeaf alzó la mirada hacia ella, con ese brillo apagado que le hacía verse mayor, más cansado, más centenario que los árboles que los rodeaban. Parecía menos mágico al estar en ese estado, pero eso no le impidió mostrarle su agradecimiento a Vidia. —Gracias. —susurró. Ella se removió, incómoda con el peso de esa palabra. En el fondo, ella quería decirle muchas cosas. Pero su orgullo no se doblegaría ante él, Vidia no era de ese tipo de hadas menos rencorosas. —Solo recuerde no volver a soñar así —replicó, buscando darle a su voz un tono anodino—. No pienso volver a despertarlo. RedLeaf esbozó una mueca, como si quisiera reír, pero no tuviera fuerza. —Lo tendré en cuenta —contestó con voz grave, apenas un hilo de humor—. Intentaré soñar con algo más... otoñal. Menos tormentoso y más cálido. Vidia entrecerró los ojos, pero se le escapó un resoplido que bien podía pasar por una risa o un bufido. No podía permanecer enojada con alguien tan diferente como ese ministro del otoño. Por mucho que estuviera queriendo castigarlo con su silencio, no podía no querer que él estuviera bien. —Haga lo que quiera. Ministro. —soltó con ironía deliberada, enfatizando el título. RedLeaf se recostó con lentitud, ya sin tanto pánico, pero con el pecho aún agitado. Sus alas, extendidas sobre el lecho improvisado, parecían más relajadas. Sus ojos oscuros buscaron a Vidia desde su posición, y ella lo miró unos segundos más, en silencio. Luego suspiró y, a regañadientes, se sentó en su camastro. —Solo... duerma. —murmuró, más bajo. —¿No quieres saber qué es lo que vi? Vidia dio un respingo en su sitio. Y se volvió por completo a él. —¡Era conmigo! ¡¿cierto?! —le acusó con gran irritación— ¡por eso dijo mi nombre! RedLeaf solo parpadeó antes de volver a sonreírle con solemnidad. Sus ojos dejaron de verla, de la nada, parecía que el ministro veía hacia adentro de si mismo. Al sueño frívolo que antes lo atormentó con tanta insistencia. —Había una gran helada. Era justo lo que la oráculo dijo que pasaría... Había hielo y escarcha... el viento mismo era huracanado y helador, te atravesaba y arrastraba a la vez... parecía que el blanco colonizaba el mundo entero y no había ni una pizca de vida que se pudiera salvar ya... A Vidia el enojo se le desmoronó en un segundo. La voz elegante y profunda del ministro siempre la hacía tranquilizarse aunque no lo pretendiera, era algo que, contradictoriamente, la molestaba. Porque no podía no escuchar lo que él le dijera si usaba esa voz. Era como escuchar la misma calma otoñal susurrando entre las hojas que caían. —¿Y yo? —preguntó ella con voz mucho más baja, apenas un hilo. RedLeaf cerró los ojos con fuerza. Inspiró con lentitud, intentando mantener la voz firme, pero parecía como si estuviera tirando desde muy lejos al sueño. Como cuando ya se acaba de disipar el humo y se busca adivinarlo en el aire opaco sin más pista que el aroma a madera quemada. —Estabas ahí... —la garganta se le cerró, tuvo que volver a tragar un poco del fuerte vino para despejarse— Espero que no fuera un presagio... espero que solo fuese un sueño de los que crea la preocupación y la ansiedad, como dicen los pensadores de tierra firme... porque odiaría verte como te vi... Repentinamente, Vidia ya no quiso saber más acerca del sueño.  —No diga tonterías... —intentó replicar, pero la voz le falló. —Por eso gritaba tu nombre —murmuró él de nuevo—. Intentaba alcanzarte entre la nieve y el frío devastador... Pero un viento terrible impredecible me arrastraba en la dirección contraria, llevándome lejos... Yo... —desvió la mirada hacia el cielo nocturno— No pude hacer nada... Mi otoño se convirtió en el invierno eterno y el mundo se perdió por completo... fracasé al tratar de cambiar el destino... perdí todo lo que apreciaba y todo lo que se suponía que debía proteger. Ember, que llevaba rato despierto y contemplando, soltó un débil quejido. Parecía como si entendiera la desolación que atravesaba a RedLeaf como propia y le angustiara verlo sufrir. Vidia también tenía el corazón compungido, aunque no hubiera dicho nada al respecto por unos momentos. Sabía que entre esas cosas que él contabilizaba como perdidas, se encontraba ella misma. Finalmente, Vidia se levantó con brusquedad. RedLeaf la miró con un sobresalto que no supo disimular. Pero en vez de alejarse, ella se movió hasta sentarse a su lado para gran sorpresa del ministro. Ella se acomodó de modo incómodo, rígida, sabiendo que hacía una tontería. No se atrevía a tocarlo, pero su cercanía era deliberada y fue suficiente para hacer que él se quedara sin aliento. —Eso no va a pasar. —dijo ella, con voz ronca pero firme— ¿Me escuchó? No va a pasar. RedLeaf la contempló unos segundos, tragándose el nudo en la garganta y por fin asintió. —Tienes razón... ni siquiera pasó en realidad —susurró—. Aún puedo intentar evitar que el frío destruya todo... —No —replicó Vidia, acercándose un poco más hacia él—. No se trata de intentar, ministro. Se trata de hacerlo y usted lo hará. Ese sueño, todo eso... No va a pasar. Porque usted va a impedirlo, porque ese es su misión y lo que la reina le encomendó. Y yo... —respiró hondo, odiando la debilidad que se le colaba en cada palabra— Yo voy a ayudarlo a hacerlo. RedLeaf iba a decirle algo, insuflado por la valentía que vibraba en esa voz femenina, pero Vidia negó con la cabeza, cerrando los ojos un segundo. —Duerma. —ordenó de nuevo, más seco, pero la voz le tembló apenas— Y no vuelva a soñar esas estupideces. RedLeaf se acomodó mejor en el lecho improvisado, Vidia se alejó y se arrebujó en su propio camastro, dándole la espalda, dando por zanjada la conversación.  El ministro se quedó unos segundos con esas palabras bailándole en la cabeza. Admiraba el valor de la vuelo veloz, aunque en el fondo lo achacara a la juventud e imprudencia típicas de un hada de apenas veinti-tantos ciclos. Aún le faltaba vida, experiencia, algunas desventuras más para saber que ese tipo de cosas no se evitaban solo con buena voluntad y un carácter impetuoso. Aún así, sonrió. Le gustaba todo ese ímpetu de Vidia, y le hacía querer hacerlo de verdad. Cuando el ministro volvió a dormir, lo hizo hasta la mañana siguiente, descansando como un viejo lirón remolón. Y sus sueños fueron cálidos, con hojas de otoño teñidas de morado profundo y el sabor del vino fuerte de las hadas sin alas, al que ya se estaba acostumbrando.     Por la mañana, Vidia tenía un aura más accesible. Esta vez fue ella la que se acercó a él para preguntarle sino hubieron más pesadillas la noche anterior. RedLeaf sintió un pequeño rayo de sol en su pecho cuando ella le ofreció una taza de café como a él le gustaba antes de que se terminara de levantar. —¿Qué celebramos? —le dijo él, como broma. Vidia soltó un gruñido y desvió la mirada, recordando de la nada el papel que mantenía en esa dinámica. El ministro no podía estar mejor, gracias. RedLeaf se permitió observarla un segundo más, el cabello suelto cayendo en hebras más desordenadas de lo usual era incluso más largo y oscuro de lo que él anticipaba. Se le antojó mucho más linda que cuando se hallaba con ese peinado elaborado y la ropa elegante y ordenada. —Está bien —dijo al fin, tomando la taza con ambas manos para que no notara el leve temblor que aún le quedaba en los dedos—. Gracias. Tu amabilidad hoy es tan radiante como tu delicado aspecto, y eso es igual de grato para mis sentidos. Ella solo chasqueó la lengua y se cruzó de brazos, fingiendo que inspeccionaba el horizonte. —No es gracioso, ministro. En un momento estaré más presentable para continuar el camino. —se volvió para recibir algo de sol y agitar su ala buena un par de veces antes de agregar— Y sobre estas atenciones... no se acostumbre. —Jamás —contestó él, con una solemnidad tan exagerada que, por un segundo, pareció que Vidia iba a reír. Pero solo se le escapó un suspiro pesado. Ember, que los observaba desde su rincón soleado, soltó un bufido bajo y movió la cola, listo para el viaje. RedLeaf le lanzó una mirada paciente y luego se obligó a levantarse. Se fue al equipaje para conseguir la túnica que se pondría ese día, de hojas trenzadas que las hadas verdes les habían obsequiado. —Bueno. Supongo que es hora de volver al camino. Vidia alzó la barbilla. —No tenemos tiempo que perder si queremos llegar antes que el hada que está lastimando los árboles.  Cuando el ministro se hubo vestido y peinado, tomado el desayuno que Vidia le ofreció sin mirarlo mucho y ensillado a Ember, reemprendieron el viaje. Vidia iba sobre Z de nuevo, con el mapa del viento guiándola hacia el camino correcto. Aún faltaban otros días más para arribar el segundo árbol, el del norte, que la vuelo veloz insistía en que estaba en una cueva.  —¿Cómo lo sabes? —aventuró él a preguntar, tanteando a su vez el terreno, para ver si podía seguirle hablando. —La fuente del viento sale de la cueva —respondió con simpleza—, es lógico pensar que debe estar ahí. Para probar su punto, hizo descender al colibrí hasta el hombro del zorro para que RedLeaf viera bien el mapa. Sobre el tablero tallado, las filigranas se iluminaban, dibujando montañas y cavernas estrechas. Corrientes frías, blancas como niebla espesa, emergían de una grieta profunda. —¿Crees que lo escondieron ahí a propósito? —preguntó RedLeaf, arqueando una ceja— No es un sitio normal para un árbol, ni siquiera uno mágico. Vidia pareció detenerse a pensarlo, girando el cuello hacia el paisaje al frente. —Mire eso, ministro... ¿es acaso normal que los arroyos hagan eso? RedLeaf entrecerró los ojos y usó la mano como visera. A lo lejos, el arroyo se veía cristalino, pero algo estaba mal. El agua se detenía en pleno curso, inmóvil y dura como un espejo quebrado. Era hielo sólido, blanco e inmóvil. Una lengua helada que se hallaba detenida en su avance contra la lógica misma del clima. Lo raro era que, solo el arroyo presentaba esa condición, el resto del bosque seguía siendo verano y el calor y el verdor prevalecían en todo. A excepción de ese antinatural arroyo. El ministro sintió un escalofrío recorrerle la espalda, una sensación a la que ya se estaba familiarizando. —Cuidado con el frío... —murmuró— Sea quien sea que está interviniendo en nuestra misión, le estamos pisando los talones... Vidia no contestó. Solo siguió volando adelante, el viento se sentía más frío en rostro que nunca antes.
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