El luto del viento
23 de noviembre de 2025, 16:12
Siempre se decía que todas las hadas eran iguales, pero RedLeaf sabía que no era cierto.
Los funerales de las hadas eran diferentes según cada facción. A lo largo de los años, y después de pasar tantas cosas, el ministro del otoño había estado en suficientes funerales como para saberlo. Talvez para Vidia era la primera vez, porque su expresión era tanto de dolor como de perplejidad.
Las hadas del jardín, flores y árboles, volvían a la tierra como los hombres; se transformaban en semillas de las que brotaba una flor única, distinta para cada hada. Las hadas de la luz se convertían en luciérnagas doradas que subían al sol; se volvían extensiones de su poderoso y radiante calor. Las hadas del polvillo se desvanecían en polvillo blanco que nutría el árbol del polvillo, como sublimes caricias a la magia de todo NeverLand. Las del agua se volvían parte de la corriente que pasaba por todo Pixie Hollow y su voz se sumaba al murmullo del salpicar.
RedLeaf sabía todo eso. Lo había visto demasiadas veces. Y aunque cada rito tenía su belleza, ninguno le parecía tan triste como el de las vuelo veloz, porque siempre era un estallido de furia y dolor en el cielo.
Las hadas de vuelo veloz se volvían viento. Ráfagas moradas que ascendían, cargadas de electricidad, capaces de provocar tormentas. Porque incluso en su muerte conservaban la fuerza caótica de su talento. Stormir fue una tormenta huracanada que desató una época de lluvias transitorias. Su fuerza empapó todo NeverLand y llegó a tierra firme donde se convirtió en un huracán devastador.
Vidia le guardó luto un día entero, cosa que sorprendió a RedLeaf. Cuando ella buscó refugio de la lluvia y no salió más, el ministro pensó que, quizás, había tenido una conexión más personal con el vuelo veloz. Pero al día siguiente, ella le confesó que, en realidad, odiaba a Stormir.
—Por culpa de ese presumido me herí el ala —masculló con rencor, ajustándose el impermeable de hojas—, Le encantaba darme órdenes y demostrar todo el tiempo que era mejor que yo. No podía pasar más de cinco minutos sin molestarme, sin retarme a hacer algo imposible o buscar la forma de lastimarme y sacarme de en medio.
—Entonces ¿porqué tantas lágrimas? —quiso saber RedLeaf, tratando de no sonar demasiado curioso.
—Porque él representaba todo para los vuelo veloces... Y también representaba parte de mi vida, aunque no lo quisiera.
Vidia montó a Ember cuando la lluvia arreciaba esa mañana. No podían darse el lujo de perder más tiempo, y si el cielo insistía en llorar a Stormir, ellos debían respetar su decisión sin detener su misión. RedLeaf usaba una sombrilla para cubrirlos a ambos, además de los impermeables, mientras Vidia consultaba el mapa.
El viento huracanado zarandeaba los árboles y creaba cortinas de lluvia que caían como granizo, pero Ember seguía adelante, cargando con todos. En realidad, un hada pesaba muy poco —menos que el aire mismo—, así que el zorro solo sentía el peso del equipaje.
Z también iba con ellos, sorbiendo néctar de vez en cuando y agitando las alas por puro gusto, especialmente cuando la sombrilla se bamboleaba y el agua le caía encima. Vidia intentaba poner cara de rencor, pero RedLeaf notaba que no era capaz. Quizás era la atmósfera de tristeza creada por las lágrimas del cielo, pero él mismo se sentía decaído.
Vidia se arrebujó en su impermeable. El viento era frío y la lluvia calaba incluso bajo las capas de hojas. Aunque habían avanzado, todo eso los retrasaba.
—¿Él fue el causante de todo esto? —murmuró ella esa tarde, en la grieta por donde Ember los metió para evitar lo más crudo del clima.
—¿La enredadera y el arroyo congelado? —alzó una ceja el ministro—. No lo creo... No llevaba equipaje. Era un hada de vuelo veloz, no puede conjurar plantas ni tampoco el frío... ¿sabes qué creo?
Vidia lo miró expectante, más receptiva ahora que antes.
—Creo que quien sea que está un paso por delante de nosotros usó a Stormir para leer los mapas del viento y poder buscar las fuentes.
Ella chasqueó la lengua y soltó una risa incrédula.
—Pero, ministro —lo miró de soslayo—, ese chico no sabía ni qué era un mapa. Mucho menos tendría la capacidad para detenerse ante algo tan solemne como esas reliquias... No es tan fácil como parece.
RedLeaf se llevó las manos a la cabeza, pensando. El fuego crepitaba suavemente en medio de ellos. Afuera, la lluvia y el viento aullaban. Vidia desviaba la mirada de vez en cuando para ver cómo el agua se colaba por la grieta y formaba un arroyo nuevo más allá de su campamento, dentro de la tierra.
—¿Todo vuelo veloz podría hacerlo, no es cierto? —volvió a especular él.
Ella asintió.
—Pues sí, pero... ¡es un arte, ministro! Requiere talento y paciencia, práctica y formación.
Su ceño se frunció levemente, sin dar el brazo a torcer. Con cierta molestia, atizó el fuego con una ramita mientras bufaba. Admitir que era fácil era como admitir que lo que ella hacía no era especial, y que ese chico imbécil podía hacerlo tanto o mejor que ella.
—De acuerdo —se sonrió él, divertido ante la efusividad de Vidia—. El hecho es que quien sea que usaba a Stormir como intérprete ya no lo necesita más...
Vidia se puso en pie y dio varios pasos por la pequeña cueva, pensativa. Se había quitado el impermeable y ahora andaba por ahí con la ropa mojada y las manos aferradas a los brazos para darse calor. «En vez de acercarse al fuego», pensó con ironía RedLeaf, pero esta vez no dijo nada. Sabía que la chica estaba alterada.
Él sospechaba que ver morir a uno de su misma clase la hacía sentir que ella misma no estaba exenta de la muerte, como quizá había llegado a pensar por su propio orgullo. Los vuelo veloces solían ser así de cabezotas: pensaban que la fuerza de ese viento que rugía afuera estaba dentro de sus almas y que nada podía vencerlos.
No podían estar más equivocados.
—Ya sé qué ha pasado... —dijo Vidia de pronto, y señaló la bolsa con los polvillos de los talentos—. Tink dijo que tenía tres juegos: uno para la reina, otro como regalo para este viaje y el otro desapareció... Quien sea que está tratando de asesinar los árboles tiene todos los talentos con él...
RedLeaf inhaló profundo antes de exhalar con la misma fuerza.
—Tiene sentido... Quien sea, lo ha pensado todo. Menos el hecho de que, teniendo el polvillo de los vuelo veloces, también podría leer los mapas sin muchos problemas.
—A menos de que usara a Stormir para algo más... —murmuró Vidia.
El ministro volvió a suspirar. Se hallaba cansado, como apaleado por todas las emociones de los últimos días. No sabía si quería ponerse a pensar más. Un dolor intruso se había anidado en el centro de sus ideas, y parecía removerse cada que él forzaba su cerebro.
—Vamos a comer algo, Vidia, luego pensaremos qué hacer. —la vio ir directo al equipaje y la detuvo— Pero ponte algo seco, porfavor. Antes de que pesques un resfriado.
Ella bufó rodando los ojos, pero obedeció. RedLeaf se dedicó a sentarse junto al fuego, recibiendo el calor mientras meditaba en silencio. Vidia apareció poco después, con esa ropa de plumas de colibrí moradas secas, acompañada del perfume de las empanadillas de hojas del bosque rellenas de arroz, setas y hierbas.
Tras la comida y un par de generosos tragos del vino que le gustaba, el ministro se quedó unos momentos creando flores en el suelo con una mano distraída. Vidia cambiaba su vendaje de nuevo, con manos aún trémulas por el frío.
—Cuando tuve esa pesadilla, para despertarme usaste mi nombre... Y cuando stormir apareció volviste a llamarme así.
La venda se le resbaló de entre los dedos. Ahora ella si se volteó a él para enfrentarlo.
—Supongo que debo disculparme ¿es eso? —los labios apretados, con cierta molestia— Lo siento si fui grosera, ministro... usted no reaccionaba.
RedLeaf negó suavemente con la cabeza.
—No, no lo digo por eso, Vidia —le restó importancia—. Casi nadie usa mi nombre, solo la reina o algunos de los demás ministros.
—¿Ni siquiera esa asistente suya, Lórien?
Él alzó la vista y vio el momento en el que ella desvió la mirada de nuevo hacia la lluvia.
—Ni siquiera ella —respondió él, con media sonrisa—. Es agradable escuchar mi nombre más de vez en cuando. Considerando que me trae recuerdos de los tiempos en los que solo era un hada del jardín que se inclinaba más por los árboles.
Vidia asintió, pensativa.
—RedLeaf —probó ella, bajó la vista, casi como si no estuviera segura de por qué lo había dicho— ¿porqué te dieron ese nombre?
—Muchos de ustedes nacen de dientes de león. Yo nací de una hoja de arce de profundo color rojo. No fue una gran sorpresa para nadie cuando mi talento demostró ser el jardín... Vuelve a decirlo. Aún parece ser un conjunto de letras demasiado grande para tu pequeña boca ¿no es cierto?
Vidia le lanzó una mirada rápida, media sonrisa en los labios.
—Yo nací de una pluma de colibrí. —le confesó ella— Una rareza.
—He visto muy pocos nacimientos de vuelo veloces. —asintió él— Pero la mayoría son de hojas pequeñas o de semillas voladoras. Creo recordar tu nacimiento, Vidia... déjame adivinar ¿era una pluma morada?
—¿Cómo lo supo? —le dijo con sarcasmo, enarcando las cejas y tocando con cierta ligereza una de las plumas de su vestido.
Ambos se sonrieron por unos segundos, sintiéndose muy cómodos en la compañía contraria. Solo entonces Vidia dio un pequeño respingo y regresó la vista al diluvio afuera.
—Ya que ha visto tantos nacimientos ¿supongo que habrá visto el funeral de un vuelo veloz? —cambió ella de tema deliberadamente— Cuando los líderes anteriores murieron, fueron por muertes que no permitieron que trascendieran, digo... DustSparrow, el líder después de mi, se lo tragó un sapo. Y el anterior creo que fue calcinado por un rayo. Stormir puede ser de los primeros en mucho tiempo.
RedLeaf se incorporó y fue hasta el otro extremo de la cueva, a la entrada de la grieta. A Vidia se le escapó el como el ministro frunció apenas los labios cuando ella pronunció el nombre de Stormir. Pero sus ojos lo siguieron atentos cuando él buscó lavar la escudilla de madera que usó para comer con la lluvia mientras recordaba.
—¿Cuánto tiempo llevaban juntos? —Vidia enarcó las cejas, pero RedLeaf no insistió, solo conectó su mirada con la suya.
—No contestó mi pregunta. —protestó ella, pero desvió la mirada ante esto.
—¿Un ciclo? ¿dos...? ¿Vidia?
La mirada del ministro se había vuelto repentinamente fría. Un cambio significativo que le hizo entender a ella que ese hombre gorrión también podía ser severo e implacable si así lo quería. Un escalofrío le recorrió el brazo, y ella no supo si era por la lluvia o por la forma en que RedLeaf había dicho su nombre. Vidia se cruzó de brazos, dejando abandonado el vendaje a medio terminar.
—Dos estaciones... —aceptó ella— No era una relación formal, era solo... algo como lo que acostumbramos los vuelo veloces. Un amor libre...
Él ya lo intuía, lo había visto en la forma en la que se habían mirado en ese momento, cuando el líder moría y ella sollozaba. Cuando Stormir dijo el nombre de Vidia antes de expirar por fin, había usado un tono de confianza bastante personal.
A menudo, todos olvidaban lo observador que era RedLeaf, a veces incluso él mismo, pero no iba admitir que ahora se había tildado a si mismo de paranoico. Hasta que vio a Vidia guardar luto por un día entero por alguien que se suponía odiaba.
—Él tenía otras dos relaciones más, creo... no me interesó nunca saberlo. —acarició el borde de la taza con el dedo índice, evitando sus ojos— Ni siquiera me despedí cuando inicié el viaje, seguía molesta por su indiferencia y sus burlas.
RedLeaf asintió, con gravedad, pero ladeó apenas el rostro, como si hubiera algo en la lluvia que mereciera más atención que las palabras recién pronunciadas. Vidia pensó que el tema había cobrado un matiz bastante diferente del que ambos habían estado manejando hasta el momento. Por eso apreció que él se quedara en silencio ante su confesión.
—Supongo que hay formas distintas de entender el amor… —dijo RedLeaf con voz tranquila, pero baja, poco después—. Algunas hadas lo viven como un incendio breve; otras, como una raíz que crece lenta y calladamente bajo tierra.
—Stormir fue un patán, como la mayoría de los vuelo veloces —ella se encogió de hombros—. No importa si lo haya amado o no... el hecho es que no lo quería muerto...
Una lágrima solitaria bajó por su mejilla mientras ella suspiraba quedamente. Vidia se la limpió del rostro con molestia, fulminando la lluvia con la mirada dolida.
—¡Y ahora resulta que además estaba colaborando con el hada que quiere matar los árboles del viento! —estalló ella de pronto, dándole un puntapié a una de las ramas que sobresalía en la fogata— talvez por eso quería mi ala rota ¡para que no me interpusiera!
Cuando menos se dio cuenta, RedLeaf la vio despotricando de un lado para otro en el pequeño refugio. Furiosa, echando chispas y rayos mientras mascullaba entre lágrimas. Solo entonces él se acercó de ella y la tomó de los hombros para detenerla.
—Basta, te harás daño.
La venda se había desenredado y su ala herida estaba expuesta. Vidia lloraba en silencio, reprimiendo los sollozos, evitó la mirada del ministro y buscó salir de su agarre. Pero él la sostuvo y, con un gesto delicado, guio el rostro de la vuelvo veloz hacia el suyo.
—Llora si quieres. No te juzgo, Vidia —afirmó, con gentileza, aunque sus ojos no habían recuperado del todo la calidez—. No me corresponde hacerlo. Pero no sigas escudándote detrás de la ira, puede ser que no lo amabas, pero si lo querías en algún sentido y eso es lo que te está matando ahora... Déjalo salir...
Los ojos azules seguían llenos de ira tanto como de lágrimas, pero eso no evitó que ella viese la ternura que él le ofrecía. Cuando él la guio hacia sus brazos para consolarla, Vidia no se resistió.