ID de la obra: 1428

Guardiana de los vientos

Het
R
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Salitre

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Cuando llegaron a la cueva que encerraba al segundo árbol del viento, era tal y como Vidia lo imaginó. Amplia y enorme, fría y devastadoramente oscura. Si la lluvia torrencial fuera no hubiera sido suficiente para dejarlos calados a ambos hasta los huesos, el frío de la piedra gris del interior de la tierra fue como un balde de agua-nieve. Era la mañana siguiente, tres días después de la muerte de Stormir. Habían seguido bajo la lluvia sin hablar más de lo necesario, con el sonido del viento huracanado, los truenos, los embates del diluvio y un rumor nuevo: el rugido de un mar cercano. No sabían cómo, pero su viaje los había llevado cerca de los límites de NeverLand, lo que se suponía una empresa difícil para cualquier hada. La entrada a la cueva tampoco fue fácil de encontrar, porque no había una visible como tal. Vidia pasó unos momentos de frustración mientras buscaba, con ayuda del mapa, la grieta por donde el viento se colaba hacia fuera desde la peña. La roca resultó estar hendida en la base, en un resquicio delgado por donde Vidia y RedLeaf pasaban con sus provisiones y todo. Pero por donde, lamentablemente, Ember no cabía. —Tendrás que esperarnos fuera... —se disculpó RedLeaf con el zorro, acariciando su mojado hocico. —Pero, ministro —empezó Vidia, alzando la voz por encima de los truenos y del diluvio—, ¿no puede hacerle daño la lluvia? ¿Los zorros se resfrían? El ministro pasó una mano por la nariz rugosa y húmeda del zorro, y este le parpadeó con sus ojos fulgurantes antes de darse la vuelta para que le quitara el equipaje. Parecía ansioso por volver a ser un zorro de bosque, sin tener que cargar más cosas por un tiempo de nuevo. —Este no es un cachorro de granja —le respondió RedLeaf con una mirada divertida—. Podría resistir cien tormentas como esta y seguir tan rojo y fuerte como siempre. Vidia se acercó a ayudar, y entre ambos lograron descargar las cosas antes de que el zorro se alejase a buscar refugio. La lluvia aún debía continuar hasta que el cielo dejara de llorar a Stormir, pero ellos debían avanzar dentro de la cueva. Z, por su parte, bajó rápido y se coló por la grieta como un suspiro. —¡Z! —llamó Vidia, levemente indignada por la prisa del animalito por estirar las alas en un lugar sin diluvios—. Pequeño pájaro mosca… No puede quedarse ni un segundo sin volar. —Tú eras igual antes —le recordó RedLeaf, mientras tomaba tres bultos del equipaje y le entregaba a ella dos—, y estoy seguro de que lo seguirías siendo si pudieras. Además, será buena idea que se nos adelante. Puede volar más deprisa y explorar más rápido. Seguro después lo encontraremos junto al árbol. —Pero no se llevó una luz —protestó ella, de mal humor—. Se va a estrellar contra las paredes... El ministro solo le sonrió. Para él era evidente la amargura de la envidia en la voz de Vidia. El día que su ala estuviera del todo sana, la hada veloz no volvería al suelo. De eso, RedLeaf estaba seguro. —Pronto volarás tú también. —la reconfortó. Ambos acarrearon los bultos adentro mientras buscaban entrar un poco más y librarse de la lluvia. Ambos se quitaron los impermeables de hojas, que poco les servían ya que ambos se hallaban igual de empapados como si se hubieran remojado en un río. Vidia se detuvo allí mismo para revisar el vendaje, aprovechando la luz opaca que se colaba desde fuera. De vez en cuando, lanzaba miradas furtivas hacia el ministro. No había olvidado nada de lo que ocurrió durante el viaje, y mucho menos lo sucedido la noche anterior.   Aún podía sentir la calidez de aquel abrazo inesperado, cuando RedLeaf, en un intento por consolarla, la atrajo contra su pecho. Ella no pudo resistirse y las lágrimas afloraron sin aviso. Le habló entre sollozos, sin pensar, desahogando recuerdos de Stormir que hasta entonces no había compartido con nadie. Él no dijo nada. La escuchó con una paciencia serena, acariciándole el cabello mientras ella se refugiaba en su pecho, como si ese lugar fuera, por un momento, el único seguro en el mundo. RedLeaf la llevó hasta un sitio en el campamento dentro de la cueva donde pudieran sentarse y descansar más tranquilos. No sabía en qué instante exacto, pero se quedó dormida en sus brazos. Despertó de golpe, sobresaltada, separándose de él bruscamente y arrastrándolo también fuera del sueño. —¿Vidia? —había murmurado él, amodorrado. Ella había sentido una de sus manos en su espalda y otra en su antebrazo.  —Me quedé dormida. —dijo ella, retrocediendo hasta apartarse de él— Perdóneme, yo... no sé cómo pasó. RedLeaf se desperezó con calma, alzando los brazos, y una sonrisa tranquila se dibujó en su rostro. Como si nunca hubiera dormido mejor, pero hubiera querido seguir otro rato más con ella abrazada a él. Parecía genuinamente descansado, con los ojos entrecerrados, la observó con una chispa de diversión.  —No pasó nada, tranquila. —su voz volvía a ser tan calmada y tranquila, reconfortante y hasta acariciante como antes de que se mencionase a Stormir— Espero que te sientas más ligera después de sacar todo lo que tenías dentro. Vidia suspiró. En efecto, se sentía distinta. Más liviana. Ya no tenía ganas de llorar. Y la rabia contra Stormir se había apagado, como si al hablarla, se hubiese deshecho por fin de ella. Pero por el contrario, ella también se quedó con deseos de regresar a RedLeaf y continuar durmiendo con él.   Ella terminó de revisar el vendaje en silencio, la luz tenue bastó para confirmar que todo estaba en orden. Se incorporó, sacudiendo las gotas que le resbalaban aún por los brazos, como si con eso pudiera deshacerse también del recuerdo. No de Stormir, de él ya quedaba poco que sentir, sino de su propio descuido al mostrarse vulnerable. Dormirse entre brazos ajenos, sollozar como una niña desvalida. ¿Qué había sido eso? —No se lo diga a nadie. —murmuró de pronto, sin mirarlo. RedLeaf estaba frente al equipaje, clasificando las bolsas y seleccionando las que iban a llevar en ese viaje al interior de la cueva. Giró el rostro, apenas un poco, como si no hubiera entendido. —Lo de anoche —aclaró ella entre dientes, sin mover un solo músculo de más—. Fue un momento... No quiero que lo malinterprete. El ministro se detuvo a media acción de poner un bulto sobre otro. Él también había estado pensando en lo mismo, la casualidad le pareció bastante como lo que la ministra del destino llamaría: más que suerte.  —No lo haré. —respondió él con falsa seriedad, sus manos temblaron con el recuerdo. —Bien. Porque no suelo repetir errores. Y menos si me hacen parecer frágil. RedLeaf se limitó a observar cómo ella sacudía el impermeable mojado, de espaldas a él. No sabía si lo decía para convencerse o para marcar distancia. Pero su voz, aunque firme, no sonaba tan segura como otras veces. Él ya la conocía mucho como para saber que no debía picar en ese pequeña magulladura en el orgullo de la hada. —¿Qué quieres hacer? —pensó que dejarla elegir le distraería la mente con algo menos vergonzoso—. ¿Nos quedamos a comer algo o vamos directo a seguir a Z al interior de la cueva? Ella se volvió hacia él y tomó cuatro bultos con el equipaje. —Lo mejor será seguir adelante —señaló hacia el pasadizo oscuro, donde la luz ya no alcanzaba a iluminar—. Quien esté detrás de los árboles, con su frío perverso, tal vez aún no ha llegado aquí. RedLeaf sonrió al verla empoderada de nuevo, liderando la comitiva. Sin esperar a ver si él la seguía, por cierto. Así que el ministro tomó el resto de los bultos más importantes que había clasificado, recordándose que debía volver por lo que quedaba. Juntos iniciaron la marcha hacia el interior de la tierra. Cuando la alcanzó, le entregó una pequeña antorcha que encendió con el pedernal. Vidia agradeció con un asentimiento, sin detener el paso. —¿El mapa no dice a qué profundidad está nuestro árbol? —quiso saber el ministro, más por hacer conversación que por auténtica curiosidad. —No. Hay cosas que los mapas no dicen —respondió ella, un poco incómoda con el peso extra, pero sin perder el ritmo—. Pero sí sé que está en el interior de una galería grande. Tiene varias salidas por el lado contrario de esta peña a la que estamos entrando. El viento se cuela por ahí hacia afuera. —¿Será suficiente para que escape el huracán cuando abramos el árbol? —divagó él, recordando la primera fuente del viento—. No me gustaría que el techo de roca se nos viniera encima. Vidia sopesó esa idea. —Tendremos que confiar en nuestra suerte, supongo... RedLeaf estuvo de acuerdo, aunque silenciosamente se ocupó en perfilar ideas sobre qué hacer en ese caso. Lo último que quería era perecer a medio camino de su misión. Si ellos no eran capaces de detener el avance del invierno perpetuo, nadie lo haría. Y ese personaje misterioso que buscaba impedirlo habría ganado. Después de una media hora de camino ininterrumpido, con algo de conversación trivial de vez en cuando, el ministro empezó a escuchar el golpeteo rítmico de la lluvia de nuevo. Se preguntó si estarían saliendo a la superficie de nuevo, cuando captó que el sonido era como del agua cayendo sobre un río. Un golpeteo diferente, musical. Entonces Vidia se detuvo. —RedLeaf. Nunca le habían llamado la atención de forma más eficaz que cuando esa vuelo veloz volvió a usar su nombre sin formalismos. Eso lo hizo acercarse a ella, que alzaba la antorcha hacia adelante, señalando un pasadizo por donde se colaba una luz mortecina. —Creo que encontramos la galería. El ministro se acercó, y cuando atravesó el haz de luz, se le ofreció un espectáculo muy diferente del que hubiera imaginado. La galería era amplia, las paredes de roca ascendían alto, y en el techo se veían varios tragaluces naturales, por donde descendían raíces de árboles. Por ahí salía el viento, evidentemente, y entraban la poca luz y la lluvia que seguía arreciando. Era lo bastante grande como para albergar al árbol y, además, un lago subterráneo. El agua le llegaba casi a las ramas, por lo que apenas se distinguían las hojas y parte del tronco emergiendo de la superficie. Había plantas en el agua, hojas, y, por las sombras que se movían debajo, también debía haber peces. Pero al dar un vistazo más concienzudo se podía ver que el árbol no estaba tan radiante como se esperaría. Sus hojas, antes verdes y vivas, habían adoptado un tono entre el gris y el marrón amarillento, quebradizas como cenizas secas al tacto. Algunas aún pendían de las ramas altas, pero la mayoría yacían en el suelo, formando un manto deslucido que crujía bajo los pasos. La corteza estaba cuarteada, como si hubiera sido desgarrada por dentro. En ciertas partes, la sal se había cristalizado, dejando vetas blancas y ásperas. Parte de la madera mostraba un aspecto hinchado, casi ulceroso, parecía empezar a pudrirse lentamente al contacto con el agua salobre. —Esto... esto no es bueno, ¿verdad, ministro? —comentó Vidia, dejando sus bultos sobre la roca donde terminaba el pasadizo, frente al agua. —No, nada bueno... —murmuró él, acercándose y tocando su reflejo en el agua, pasando los dedos por los residuos blancos en la orilla—. ¿Hueles lo mismo que yo? La vuelo veloz ladeó la cabeza, aspirando profundo para llenar los pulmones. Un olor especifico le recordó su última aventura con Tink, esa en la que fueron atrapadas por piratas y pasaron otras cosas raras. —¿Salitre...? —probó el aire, sintiendo el sabor en la garganta cuando tragaba— ¿Es acaso agua salada? ¿Agua de mar? Los puños de RedLeaf se cerraron con vehemencia y se puso en pie, rígido y con los hombros en tensión. Se quedó unos segundos fulminando el agua oscura sobre la que caía la lluvia repiqueteando y creando ondas circulares. —Quiere envenenar el árbol... —masculló, entre dientes, temblando de ira— Esta es su idea para matar esta fuente. El mar debe estar cerca, simplemente hizo que se colara hasta aquí para envenenar con la sal sus raíces... y ya es bastante tarde, este árbol no está en un punto como el anterior... lo más probable es que no sobreviva... Vidia asintió, con reconocimiento. —Tiene... bastante sentido. Sea quien sea el hada responsable, es muy inteligente. —Inteligente o no, va muy por delante de nosotros si ha pasado el tiempo suficiente como para que haya algas creciendo en el fondo y peces al pie del árbol. RedLeaf seguía vibrando de ira, su ceño fruncido y su voz más grave que antes, sin aquella amabilidad que tanto inducía a Vidia a obedecerlo. Eso hizo que ella se sintiese repentinamente angustiada por sacarlo de ese estado. —Ministro, porfavor, cálmese... —trató de hablar— Buscaremos la solución. —¿Cómo? —pareció como si le hubiera contestado a la lluvia que seguía cayendo sobre el árbol, porque se mantenía fulminándolo con la mirada— ¿Cómo se drena un lago? Vidia se acercó hasta la orilla, hasta que vio su reflejo en el agua agitada por la lluvia. Las vetas de sal eran muy evidentes y no era mentira que más allá en el fondo se perfilaban algas que debían llevar su tiempo creciendo ahí. El árbol había resistido todo lo que había podido y aún así, estaba sucumbiendo. —No lo sé... —dijo por fin, acercándose a RedLeaf para darle apoyo moral— pero me niego a creer que es imposible.
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