Capítulo Único
9 de diciembre de 2025, 12:15
Dos figuras femeninas se materializaron en la sala: la enfermera Chapel y la teniente Rand. Ambas habían sido teletransportadas a la posición del primer grupo de desembarco, donde se encontraban el capitán, el oficial científico y el médico en jefe.
—Enfermera... Janice... —murmuró el capitán, sorprendido.
Ellas separaron los labios, intentando hablar, pero les fue imposible; solo podían mirarlos fijamente y transmitirles el miedo que sentían. No hubo tiempo para nada más. Así como habían aparecido, de manera repentina, giraron sobre sus talones como si una fuerza invisible las hubiese tironeado del brazo y salieron en fila de la sala.
—Supongo que no éramos lo bastante... divertidos —ironizó el capitán, abrumado por la creciente responsabilidad de proteger no solo al doctor y al señor Spock, sino ahora también a ellas.
—Realmente espero que la kironida funcione... —murmuró McCoy—. Y que no tarde en hacerlo. Quién sabe qué clase de humillaciones tiene en mente ese loco.
De pronto, hilos invisibles de pensamiento se enredaron en la mente de Kirk y Spock. Antes de poder resistirse, sus cuerpos ya se movían por cuenta propia, obedeciendo un llamado silencioso de Parmen. Antes de cruzar el umbral, Jim lanzó una última mirada atrás y vio cómo el doctor desaparecía por otra puerta, conducido a algún otro rincón del palacio.
***************
Cuando terminaron de vestirse, Kirk y Spock fueron empujados a otra sala, oscura y con dos tumbonas de aspecto extraño. Las dos mujeres ya estaban allí, ataviadas, al igual que ellos, con trajes finos de corte griego. Sin embargo, los suyos eran de colores más vibrantes, con detalles que resaltaban aún más su femenina apariencia. Incluso sus peinados y maquillajes habían sido alterados.
Christine lucía un maquillaje que alargaba sus cejas y afinaba sus orejas, dándole un aspecto similar al del señor Spock. Su cabello, recogido en un moño alto con bucles sueltos en la nuca, le confería un aire aristocrático. Su vestido, gris plata, estaba adornado con diminutas piedras refulgentes, un detalle que habría resaltado la belleza natural de su melena plateada… de no haber sido teñida para imitar el tono caoba de las mujeres platonianas del planeta.
Janice, por su parte, había sufrido una transformación igual de drástica. Su larga y abundante cabellera, ahora negra como el azabache, caía suelta hasta las caderas, adornada con broches engastados con piedras estratégicamente colocadas. Su vestido, de un profundo turquesa con ribetes azul oscuro, contrastaba con su tez blanca y con el maquillaje, el más intenso de todos, que enmarcaba sus ojos claros con sombras profundas a juego con su atuendo.
—Cuánto nos alegra verles —suspiró Christine con alivio. Su rostro reflejaba aflicción, mientras que en el de Janice se dibujaba la confusión.
—Nos obligaron a ir al transportador y a bajar —dijo Janice. Christine asintió, corroborando sus palabras—. Fue como convertirse en la marioneta de alguien.
—¡Creí que caminaba dormida! No podía detenerme. —De repente, risas resonaron en la sala. No venían de un lugar en específico, sino de todas partes y de ninguna a la vez— capitán ¿Qué es...? ¿Qué ocurre...?
Kirk se separó de las mujeres, trayendo consigo al señor Spock hasta una mesa en la cual se hallaba puesto un banquete frutal.
—¿Siente los efectos de la kironida?
—He experimentado un ligero acceso, capitán.
—Yo también —admitió Kirk. Quizá, a estas alturas, el mineral ya estaba surtiendo efecto. Solo necesitaban una prueba para asegurarse. Jim fijó la vista en la mesa—. Hagamos un experimento. Concéntrese en levantar ese plato de fruta.
Ambos hicieron el intento, concentrándose con todas sus fuerzas mentales, sin saber realmente qué debían hacer o cómo lograrlo. Pasaron unos segundos de absoluta tensión, pero pronto quedó claro que no estaba funcionando. O la kironida necesitaba más tiempo—un lujo que no podían permitirse—o, peor aún, simplemente no era la respuesta.
—Nada —escupió el capitán con frustración.
Las risas se intensificaron, seguidas de un estruendoso aplauso que resonó en toda la sala. De repente, una de las paredes comenzó a replegarse sobre sí misma, como un biombo chino, revelando a los Hijastros de Platón, quienes aguardaban ansiosos el espectáculo. Estaban sentados en elegantes sillas, dispuestas tras un muro bajo, como si fueran espectadores en un teatro.
Janice no pudo evitar sentir que la situación estaba al revés. Ellos no eran los actores de la función… sino la atracción principal.
Parmen, erguido en el centro con su esposa a la izquierda y el doctor McCoy a la derecha, alzó los brazos en un gesto que combinaba burla y demostración de poder. Luego, con un tono altivo y teatral, se dirigió a su público:
—Compañeros académicos, hace dos mil quinientos años, una banda de enérgicos vagabundos llegó a este árido y abrupto planeta…
McCoy, desde su posición, le dirigió una mirada de cansancio y desaprobación, pero Parmen continuó su discurso sin inmutarse.
—Sufrimos fatigas agotadoras, hasta que la divina providencia honró nuestro genio y nuestra dedicación con el poder supremo. A través de él, nuestras necesidades se materializaron al instante. Y así, decidimos fundar una hermandad utópica. Esta noche es una ocasión festiva, pues damos la bienvenida a nuestro primer nuevo miembro.
Los aplausos retumbaron entre los platonianos, que sonreían y aclamaban con entusiasmo. Kirk dio un paso al frente.
—Aún no, Parmen. —los aplausos se extinguieron y todas las miradas se fijaron en Jim— antes tiene que convencer al doctor.
—Nunca lo harán, Jim —aseguró McCoy con firmeza.
—Doctor, por favor… —intervino Parmen, fingiendo una expresión lastimera—. Ha arruinado el ánimo festivo de nuestras damas. Debemos recuperarlo enseguida… ¡Ya sé! ¿Qué mejor manera que con una serenata del risueño hombre del espacio?
Comenzó la humillación. Parmen atrajo a la enfermera y a la asistente hacia uno de los camastros, mientras hacía que el señor Spock se arrodillara a sus pies. Obligado por una voluntad ajena, el vulcaniano comenzó a cantar, su voz profunda y melodiosa acompañada por el arpegio del arpa que Alejandro tocaba al ritmo de los versos. Sus palabras eran tan dulces y llenas de melancolía que arrancaron lágrimas genuinas a las dos mujeres… y aplausos eufóricos a la concurrencia.
Parmen, complacido con su absoluto control mental sobre sus esclavos, sonrió satisfecho.
—Y ahora, que comience la fiesta.
Christine y Janice apenas tuvieron tiempo de intercambiar una mirada antes de ser arrastradas por la fuerza invisible hasta el centro de la habitación, donde Kirk y Spock ya estaban en posición de baile. Los camastros se apartaron por sí solos, creando más espacio. Christine giró con gracia, su movimiento ligero evocando el mariposeo de la danza que habría acompañado la canción anterior. Se deslizó alrededor de Spock, colocándose a su espalda, y con delicadeza lo tomó de los hombros, apartándolo de los demás para que ambos se sentaran juntos en un camastro. Kirk y Janice hicieron lo propio, tomando asiento en el otro.
Las risas no tardaron en estallar.
Parmen, divertido, decidió incrementar el espectáculo. Con un tirón invisible de sus hilos, hizo que Jim y Spock intercambiaran asientos repetidamente, con pasos erráticos y movimientos torpes, como muñecos deshilachados en manos de un niño cruel.
—¡Oh, qué infieles y volubles! —exclamó uno de los espectadores con sorna.
—¡Decídanse de una vez! —añadió otro, provocando una nueva oleada de carcajadas.
Parmen tomó esto como la señal de que era hora de la verdadera función. Apretó su control mental, reuniendo su concentración para algo más elaborado, algo que requería un poco más de esfuerzo, pero que valdría completamente la pena.
Christine, dócil bajo su poder, se inclinó sobre el camastro en dirección a Spock, quien había quedado definitivamente a su lado. Fue entonces cuando el vulcaniano se percató de sus cejas maquilladas, de la luz etérea en su mirada… y de la extraordinaria belleza encantadora que emanaba de ella.
—Estoy… tan avergonzada —musitó la enfermera, alzando una mano engalanada con joyas hasta el rostro de Spock—. Por favor… haga que termine.
La influencia de Parmen era tan absoluta que, al hablar, sus voces temblaban y se estrangulaban en sus gargantas, reducidas a murmullos apenas inteligibles para la persona a su lado.
—Lo estoy intentando… —confesó Spock, la frustración quebrando su tono usualmente imperturbable.
Christine repitió la misma súplica, con la voz cargada de desesperación. Se sentía atrapada en un cuerpo que ya no le pertenecía, una marioneta movida por hilos invisibles, obligada a actuar en un teatro cruel. La vergüenza era insoportable. No quería ser usada de aquella forma tan vil, tan inhumana, tan irracional.
Sus manos, aunque convulsionadas por la resistencia, continuaban acariciando el rostro del vulcano con una suavidad perversa, dictada por una voluntad ajena. Christine fijó sus ojos en él mientras Spock, impotente, cerraba los suyos. Nunca se había sentido más desnuda que en ese instante, con sus deseos más profundos expuestos para el entretenimiento de aquellos monstruos.
¿Qué derecho tenían de hacerle esto al tan correcto, tan lógico vulcano? ¿Qué clase de diversión enfermiza era aquella?
Los ojos oscuros de Spock se abrieron súbitamente— No tengo el poder... Lo lamento mucho... He fallado...
Se miraron a los ojos por unos largos segundos, sintiendo la desesperación anidarse en sus almas. Estaban verdaderamente a la merced de Parmen.
—Hay algo que no pueden controlar —murmuró ella— nuestras mentes.
Spock asintió— En nuestras mentes somos libres... Pero de nada sirve, si no podemos hacer nada para liberarnos realmente.
Christine intentó, solo por un instante, olvidarlo todo. Atraparse en el presente. Fingir que no había ojos burlones observándolos, que su cuerpo no obedecía órdenes ajenas. Solo sentir el calor de la piel de Spock bajo su palma, el hombre del que llevaba tanto tiempo enamorada y que, hasta ese momento, nunca había estado tan cerca de sus labios.
—Durante tanto tiempo he querido estar cerca suyo. —susurró, la tristeza tiñendo cada palabra— Ahora solo quiero alejarme y...
no pudo terminar su confesión, pues los hilos de sus ataduras mentales volvieron a apretarse acercándolos el uno hacia el otro.
Ambos, se resistieron. No era así como debía ser.
En secreto, desde hacía mucho, Christine había anhelado un beso de Spock. Y él, por su parte, había reprimido sus propios sentimientos hacia ella, negándolos con la férrea voluntad que su lógica le permitía. Se convenció de que, si los ignoraba el tiempo suficiente, desaparecerían. Pero no fue así.
Y ahora, al verla tan pequeña, tan indefensa bajo su mirada, y al darse cuenta de que no podía protegerla, algo extraño y avasallador se apoderó de su mente. Y, más concretamente, de su corazón.
El odio y la ira que sentía por aquellos parásitos inútiles se volvieron insoportables. Por primera vez, deseó con una intensidad casi aterradora tenerlos a su merced. Hacerles sentir el mismo terror.
Y entonces, ocurrió. Sus labios colisionaron.
No fue un beso, aunque era claro que tenía toda la intención de serlo. En ninguna parte de la galaxia se le podría llamar así. Fue un contacto torpe, un roce forzado, humillante e insufrible. No había dulzura en él, ni deseo, ni entrega; solo la brutal imposición de una voluntad ajena, el asalto de la burla y el sadismo disfrazados de espectáculo.
La ira de Spock ardió con una furia desconocida. Y en medio de esa tormenta mental, en medio del atropello de pensamientos buscando una salida, sintió a Christine.
Su vergüenza era aún más grande que la suya. Su miedo, su tristeza ante el hecho de que algo que en otro momento habría sido hermoso ahora estuviera siendo profanado, eran casi insoportables. Y entonces, Spock sintió pena por ella.
—Cuidado, Señor Spock, —le llegó una voz desde los confines de esa sala que ahora, que había entrado en la mente de Christine, se oía muy lejana, aunque igual de burlesca— tanto amor es peligroso.
—Recuerde —añadió el mismo segundón de antes, con la misma insolencia— la fecha de cupido mata a los vulcanianos.
Las risas continuaron aún más rotundas y estridentes que antes al ver a estos dos seres que nada podían hacer para separarse ni dar pelea. Eran inferiores y eso les encantaba, porque los hacía sentir a ellos como dioses contemplando a dos despojos de seres resistir a lo inevitable.
Parmen entonces pasó la batuta del poder a su esposa. Los títeres pronto comprenderían que el poder de la platoniana era más elegante, más refinado, con la gracia propia de su feminidad. Hizo que el beso entre ambos se hiciera más profundo y que Spock se inclinase más sobre la enfermera hasta que estuvieran tendidos en el mismo camastro.
Su resistencia, aunque férrea, no tenía sentido ante el control absoluto de la platoniana. Cuando su espalda tocó el camastro, la comprensión golpeó a Christine: no había escapatoria. Había dejado caer todo su peso sobre ella y era pesado, pero de alguna forma era reconfortante, era como si quisiera mantenerla ahí y no estuviese dispuesto a dejarla ir a ningún lado.
Las manos de Christine viajaron con movimientos suaves pero temblorosos, por su ancha espalda de Spock hasta encontrar lugar en su corto cabello. Apenas un roce. Apenas un gesto de algo que pudo ser y que ahora estaba siendo robado.
El líder fijó su atención en la segunda pareja que tenía el protagonismo, Kirk y Janice. Ambos se habían estado observando a los ojos, paralizados completamente, escuchando a medias la conversación de los platonianos muriendo de risa ante tal espectáculo. Pero ahora les correspondía a ambos. En un acalambrado sacudón, las manos de Jim atenazaron los hombros de la joven mujer, atrayéndola hacia sí.
—Estoy... Muy asustada, capitán —suspiró y el miedo era patente en todo su ser, temblaba tanto o más de lo que Christine lo hacía.
—Así quieren que se sienta —el murmullo de sus palabras chocaba contra los labios de ella por la cercanía— les hace creer que están vivos.
—Lo sé, pero... —sus manos se escurrieron solas por el pecho de su capitán con mucha lentitud— desearía poder dejar de temblar.
—Intente no pensar en ellos —le aconsejó mientras sus rostros se iban acercando cada vez más el uno hacia el otro.
—Pienso... Pienso en las veces en las que las cosas se salían de control. Y habían Klingons sitiando la nave o romulanos infiltrados. Peligro inminente en cada descuido... Y entonces estaba usted ahí... Capitán... Su presencia me fortalecía y me recordaba que, así como protegía a su nave, me protegería a mí también...
En un intento de Parmen por consumar el beso y quizá callar de una vez a Janice, los empujó el uno hacia el otro, teniendo la suerte Kirk de voltear su rostro a tiempo de manera que el beso fue en la mejilla. Ambos estaban abrazados para éste punto, aferrados el uno en el otro, aunque no en el mejor de los sentidos, debido a que en todo momento buscaban la forma de desenredarse de los nudos físicos, sus brazos, y los mentales, la fuerza incansable de Parmen.
—Ahora me están haciendo temblar... Pero no tengo miedo... —se separaron un poco para volver a mirarse a los ojos y el líder de los platonianos los atrajo con más fuerza que nunca, resistirse ahora era inútil y, si se soltaban con demasiada fuerza eran capaces de estrellarse el uno contra el otro.
El beso, si se le puede poner ese nombre a lo que se efectuó a continuación, se llevó a cabo por fin, fundiéndose ambos con calma y, aunque Kirk quisiera decir tantas cosas más, ya nada podía ser, no mientras Parmen no lo quisiera de esa oscura forma.
Janice era tan frágil en sus brazos y él se sentía el hombre más pobre del universo en ese instante, teniendo en sus brazos a la mujer que perdió hacia mucho. Ella había dimitido, escapado de su puesto como asistente hacía meses y siempre pensó que había sido por su culpa. Por él, por haberse aprovechado de ella cuando se dividió en dos y salió de su interior lo peor de sí mismo. Todo Jim había amado a Janice, pero fueron específicamente sus deseos sexuales, irreprimibles, los que habían ido a buscarla. Y para su infortunio, la habían encontrado.
Se imaginó lo cruel y doloroso que podía ser para ella revivir parte de ese trauma. Él literalmente se alejó por completo de ella tras ese incidente, pero no le fue suficiente e incluso dejó su puesto de trabajo para bajar a una de las sub-áreas de ingeniería.
—Para. Prosigamos.
La voz de la esposa del líder actuó de mediadora en éste suplicio en el que habían caído los cuatro. Pero el doctor, que no había estado contemplando tanto la escena como a los espectadores, se había fijado en que ella sostenía un abanico cerca de su rostro para ocultar su boca entreabierta lujuriosamente y el rubor rojizo de sus mejillas, así como parte de sus ojos anhelantes. Así es que cuando ella profirió éste mandato, Leonard estuvo seguro de que no buscaba que se terminase el acto, sino que se subiera el nivel.
Aterrorizado, miró en dirección a Parmen. Las risas se habían terminado y ahora había silencio en el público, todos estaban al filo de sus asientos para ver qué vendría ahora.
Parmen sonrió— Eres muy impaciente, esposa mía. Observa al doctor. Está contento esperando la atracción principal.
El aludido le lanzó una mirada venenosa que él ignoró por completo. Sin embargo, se volvió a su mujer y ésta le sonrió, ofreciéndole su mano que él tomó con gracia y delicadeza. Ambos se volvieron a los cuatro desafortunados y, ante los ojos de los espectadores, todo empezó a suceder a un ritmo bastante más alto que antes.
Spock y Christine continuaban atrapados en un beso que, con cada segundo, tomaba una pasión inquietante. Philana, ahora en control, demostraba una maestría cruel: ya no había empujones bruscos ni forcejeos invisibles. Su dominio era más sutil, más envolvente. Parecía que ella tenía o más experiencia o más imaginación, puesto que las manos invisibles de su mente eran más dóciles y sugestivas al mover a ambos "actores" el uno hacia el otro.
A diferencia de Parmen, ella no los obligaba. Simplemente los guiaba. Ambos lo sintieron de inmediato. Ellos mismos pudieron sentir la diferencia entre su poder femenino y el de Parmen cuando se los dejó de empujar el uno hacia el otro y simplemente se los dejó en paz.
Entonces, aflojando las ataduras mentales de ambos, Philana hizo algo más.
Christine fue la primera en separarse, con los labios entreabiertos y la respiración entrecortada. Sus ojos encontraron los de Spock, y por un instante, ambos quedaron suspendidos en una revelación que solo ellos comprendían. Habían estado conectados.
Por desesperados segundos, Spock le había transmitido algo más que calma: oleadas de sensaciones profundas y dulces, emociones que no tenían cabida en su estricta lógica. ¿Era amor? ¿Era otra cosa, algo que escapaba a toda explicación? Ni siquiera sabría describirlo, probablemente nunca, no podría explicar el nivel de conexión que habían llegado a tener en tan poco tiempo.
—¡¿Qué va a hacerles?! —trastabilló Leonard desde su asiento.
Ella lo miró alzando una ceja, desgranando una sonrisa ancha y coqueta— ¿Para qué obligarlos si se puede jugar con ellos hasta que sus propios impulsos los traicionen?
Al instante, una reacción extraña se reflejó en los rostros de Spock y Christine. Philana seguía sonriendo, pero su expresión había cambiado: ya no era burlona, sino seductora, como una diosa deleitándose con sus presas atrapadas.
Un calor súbito embargó a Christine, expandiéndose desde su núcleo hasta cada extremidad. Fue como si algo dentro de ella se retorciera en un deseo abrasador que crecía con cada latido, despojándola de toda resistencia. Instalándose en su vientre bajo con un pulso lento y pausado. Sin poder evitarlo, se derrumbó contra el pecho de Spock, buscando refugio en él.
A simple vista, él parecía menos afectado. Su mandíbula se tensó, los músculos de su rostro se contrajeron en una lucha silenciosa. Pero la verdad era otra. Spock apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza, aferrándose a los vestigios de su control mientras sostenía con inusual delicadeza a Christine contra su cuerpo.
—¿Qué clase de poder es este? —sollozó la enfermera, temblando.
—Es... ¿un afrodisíaco? —carraspeó Spock, su voz más áspera de lo habitual.
Entonces, los hilos invisibles volvieron a ceñirse alrededor de ellos. Ya no era un control cruel ni torpe, sino un suave tirón, una danza calculada. Las manos de Spock se deslizaron por la espalda de Christine con una lentitud exasperante. Ella ahogó un gemido corto, pero suficiente para que Spock abriera los ojos de golpe.
Por un instante, el muro de su lógica vaciló. Philana no solo estaba jugando con sus cuerpos; estaba hurgando en lo más profundo de sus voluntades, desenterrando lo que él había pasado toda su vida reprimiendo. Y lo peor de todo…
—¡Ah! ¡ya veo lo que haces! —asintió Parmen— esto será más interesante que ver a Alejandro colgar del techo por una semana.
Enseguida Janice estuvo bajo el foco de atención completa del líder, el cual la hizo colocar sus manos tras la nuca de Kirk y a él sus manos en las caderas de ella uniéndolos en un segundo beso, más lento aún que el anterior pero mucho más apasionado y profundo. Pero esta vez, la conexión no se limitó a la carne. Parmen invadió sus mentes con el mismo método de Philana, transmitiéndoles sensaciones intensificadas, pensamientos embriagadores. La pasión se volvió tangible, ondulando en el aire como un pulso ardiente. El calor comenzó a expandirse por la sala, un fuego latente que no sólo emanaba de los cuerpos unidos, sino del deseo insaciable de quienes los observaban.
—Señor Spock… —la voz de Christine era un lamento entrecortado, pero la fiebre en su tono la traicionaba. Sus dedos temblaban al deshacer el nudo del cinturón de tela que rodeaba la cintura del vulcaniano— Lo… lo lamento…
Pero incluso en su disculpa, se percibía su anhelo. Ya no había vergüenza, sólo la innegable necesidad de ceder a lo que los platonianos querían ver y lo que su propio cuerpo clamaba experimentar.
—Tengo un problema, enfermera... —Spock exhaló suavemente, inclinándose hacia su oído, cuando ella se abrazó a él para quitarle el cinturón por detrás de la espalda— yo... Yo quizá no lo lamento...
Christine se abrazó a él para terminar de despojarlo del cinturón, sintiendo el contorno firme de su cuerpo bajo sus manos. Por un instante, sus miradas se encontraron, y lo que se reflejó en los ojos oscuros de Spock la dejó sin aliento: hambre. Un deseo abrasador, primitivo, incontrolable. Él ardía, como en la época del Amok Time, su sangre hervía en sus venas, arrastrándolo al borde de la locura.
Y ella estaba ahí. Spock recordó la última vez que Christine se había interpuesto en su carga biológica. Aquel día, en su fiebre, casi la había confundido con una vulcaniana. Ahora, sin embargo, no había error posible. Ahora, ella no tenía escapatoria. Estaba entre sus manos. Y sería suya.
Sus manos se movieron solas, pero esta vez no era Parmen ni Philana quienes controlaban su cuerpo. Era él. Sólo él.
De pronto, Christine yacía recostada en el catre, sus piernas separadas en una rendición involuntaria, y Spock estaba entre ellas, su cuerpo firme y hambriento presionando contra el de ella. Su boca descendió sobre su cuello, dejando un rastro de besos febriles y desesperados, deslizando la lengua sobre su piel con una reverencia casi devocional. La mandíbula, la clavícula, la curva de su hombro… cada rincón de su piel era un templo donde su deseo se volcaba sin reservas.
Por encima de sus cabezas, las manos de Christine estaban atrapadas entrelazadas con las suyas, una sumisión involuntaria que sólo avivaba la tensión entre ambos. Spock podía sentir el calor irradiando de su cuerpo, la inquietud de su respiración agitada, la súplica muda de su piel al erizarse bajo sus caricias. Aún con las vestiduras griegas entre ellos, podía percibir su anhelo, el deseo ardiendo en cada fibra de su ser.
Y él deseaba arrancar esa última barrera. La razón titiló en su mente como una estrella distante, a punto de apagarse. Pero la necesidad era un sol en su interior, devorándolo todo.
Por otro lado, Janice escuchaba los gemidos ahogados de Christine y la respiración de Spock desde su posición, y podría jurar que nunca había oído nada tan atrayente. Deseaba mirarlos y saber qué estaba ocurriendo, pero Parmen no se lo permitía, él quería que lo único que sintiese fuera el cómo las manos de Kirk acariciaban de arriba a abajo su cintura pequeña y sus caderas.
—Esto... Esto es una... —la respiración agitada del capitán también era muy audible en la posición en la cual estaba ella y, al percibirlo hablando, se obligó a dejar de prestarle tanta atención a Christine y a Spock, ellos parecían estar tan bien juntos. Casi sentía envidia de lo bien que parecían estarlo pasando— Una... Una porquería, Janice —siseó contra su mejilla— pero quiero... Quiero que sepas que si esto pasa a mayores... Yo, siempre te he amado cada instante y lamento lo que te hice pasar. Nunca te lastimaría conscientemente.
—Lo estás haciendo mal. —reclamó Philana a su esposo, con un deje de fastidio en la voz— Déjame mostrarte cómo se hace.
Parmen, sin molestarse en discutir, le hizo un gesto para cederle el paso. Philana sonrió con satisfacción y tomó las riendas sin demora, su mirada encendida con un fulgor de anticipación. El cambio fue inmediato.
Janice se arqueó como si una corriente eléctrica la hubiese atravesado de golpe. Su cuerpo tembló, sacudido por una descarga de placer tan intensa que un gemido ahogado escapó de sus labios. Fue un espasmo incontrolable que arrastró consigo a Kirk cuando ambos cayeron al suelo, enredados el uno en el otro.
Las risas estallaron alrededor, burlonas, opulentas, pero para ellos dejaron de existir. Todo se redujo al ardor que ahora les consumía, al deseo punzante que les envolvía la piel.
Sea lo que fuese lo que corría por la sangre de Philana, no era kironida. Esto no se trataba de mover objetos, sino de envenenar los sentimientos, de contaminar la voluntad con ansias insaciables, de manipular con precisión quirúrgica los impulsos más primitivos y hundir a sus esclavos en un océano de deseo sin escapatoria.
Y ahora, ella tenía prisa.
Quizás movida por la impaciencia, decidió acelerar el proceso. Kirk y Janice se encontraron de repente poseídos por una urgencia febril. Sus manos se buscaron, ávidas, desesperadas, desnudándose el uno al otro con una rapidez vertiginosa, los dedos resbalando torpemente sobre la tela, desgarrándola cuando el ansia superaba la destreza.
El aire se llenó de jadeos entrecortados, de roces candentes, de piel descubierta en un frenesí enloquecido que no parecía orquestado por ninguna otra voluntad salvo la suya propia. Pero no lo era.
Desde su asiento, McCoy sintió cómo la garganta se le cerraba y la boca se le secaba, una reacción instintiva al espectáculo que se desarrollaba frente a él. Pero lo que realmente lo hizo estremecerse fue la punzada de calor insidiosa que se formaba entre sus pantalones, un estremecimiento involuntario que solo le provocó más asco, más rabia. Sentirse así, reaccionar de esa manera ante semejante depravación, lo hacía despreciarse a sí mismo casi tanto como despreciaba a aquellos seres repulsivos.
Con una sensación de creciente repulsión, obligó a su mirada a vagar por la sala, esperando encontrar algún alivio, pero en su lugar, se topó con una escena aún más decadente. Varios de los hijastros de Platón se habían despojado ya de sus vestiduras, sus cuerpos entrelazándose en caricias descaradas, entregándose sin pudor alguno al influjo de ese poder que los dominaba. El ambiente estaba cargado de jadeos, de suspiros lascivos, de piel contra piel.
Y en el centro de todo, Parmen y Philana observaban con absoluta complacencia, como dioses crueles regodeándose en la desesperación de sus víctimas. Sus miradas eran fijas, sus respiraciones alteradas. Pero lo que hizo que la sangre se le helara a McCoy fue ver sus manos: una de Philana desaparecía entre los muslos de Parmen, mientras la de él se deslizaba con la misma insolencia entre las piernas de ella.
El doctor sintió el calor subirle al rostro, palideciendo primero para luego encenderse en un rojo violento. Esto ya no era solo humillante. Había pasado de lo denigrante a lo grotesco, y de lo grotesco a algo inhumano, una perversión tan absoluta que ni siquiera podía ponerle nombre.
Parmen, que había estado atento a cada reacción, captó su mirada y sonrió con deleite, con esa arrogancia enfermiza que lo hacía sentirse un titiritero superior a todos.
—Únase a la fiesta, doctor —le sonrió el líder dedicándole una mirada fugaz y, acto seguido le señaló con la mano libre hacia una de las puertas.
Cuando el doctor, tímidamente, con el corazón golpeándole el pecho, volteó en esa dirección, encontró a Uhura de pie en ese umbral. El aire se le atascó en la garganta. Ella no dijo nada al principio, solo lo miró. Fija. Intensa. La negrura líquida de sus ojos atrapándolo, hipnotizándolo. Y entonces, comenzó a caminar hacia él con una lentitud exquisitamente calculada, el vaivén de sus caderas un movimiento felino, peligroso.
—Doctor… —murmuró al llegar hasta él, su voz ronca de una sensualidad abrasadora.
Y con una calma devastadora, comenzó a despojarse de su ropa frente a él. McCoy sintió un vértigo brutal, como si la sala se desmoronara a su alrededor.
—¿Cómo sabía que yo…? —La pregunta murió en su garganta. Sus manos temblaban.
Parmen sonrió con suficiencia— Tenemos muchos poderes, doctor. Algunos de nosotros podemos conocer los deseos más profundos de otros seres. ¿No la ha deseado desde que la vio coqueteando con el señor sangre verde? —susurró el líder, con deleite venenoso—. Disfrútela. Es toda suya.
Leonard apretó las mandíbulas, sintiendo cómo la furia lo consumía. Miró a Parmen con un odio visceral, imaginando con mórbido placer la fuerza exacta que necesitaría para cerrarle la garganta con sus propias manos, para hacerlo tragar cada palabra, cada maldito complejo de superioridad que destilaba. Pero la rabia no lo libró del veneno que se filtraba en su mente, del deseo que se enroscaba en su espina dorsal como una serpiente, venciéndolo con su calor embriagador.
Pero, muy contrario a lo que de verdad quería, tragando en seco, finalmente volteó a Nyota. Estaba casi desnuda, se acercaba aún más a él.
Su piel, oscura y tersa, reflejaba la luz dorada del salón con un resplandor que parecía etéreo. Era tan perfecta como en sus fantasías más prohibidas, tan exquisitamente moldeada que su erección palpitó con fuerza, acompasada al ritmo errático de su respiración. Un instinto primitivo lo impulsaba a tocarla, a hundirse en ella, a responder a la llamada desesperada que ardía en su propia carne.
—Uhura… esto es una trampa. Debe luchar. Estos malditos juegan a ser dioses y no lo conseguirán si nos…
Sus palabras se ahogaron en un beso.
Sus labios, cálidos y húmedos, lo atraparon con un anhelo genuino, como si lo necesitara tanto como él la necesitaba a ella. Su lengua se deslizó contra la suya en una danza incendiaria, y McCoy sintió cómo su último rastro de resistencia se desmoronaba.
—No quiero resistirme… —gimió ella contra su boca, su aliento convirtiéndose en un eco de deseo que resonó en lo más profundo de él.
Se deslizó sobre su regazo, frotando su piel desnuda contra la tela de su uniforme. Sus dedos, ágiles y juguetones, recorrieron el bulto endurecido en sus pantalones con una deliberada lentitud.
—Quiero ser suya… ¿Se negará a concederme ese deseo?
El doctor sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Un torrente de emociones lo golpeó: miedo, deseo, desesperación. ¿Qué se suponía que debía hacer ante una situación como esta? ¿Cómo se resistía a algo que había deseado en secreto durante tanto tiempo?
—Nyota… ¿qué le han hecho? Usted no es así. Nunca siquiera pensaría en algo así conmigo…
Pero sus propias palabras se volvieron débiles cuando ella, con una facilidad inquietante, le deslizó la camisa del uniforme por los hombros, dejándolo medio desnudo ante ella. Y él no hizo nada para detenerla.
—¿me está escuchando siquiera...? ¿Nyota?
Ni una sola protesta, ni un solo movimiento para apartarla, solo la contempló. Su mirada femenina era profunda, oscura como la noche, cargada de dulzura y de hambre.
—Lo he querido hacer desde hace mucho, Leonard McCoy…
El siguiente beso fue aún más devastador. Más hambriento. Ella ya estaba en ropa interior, él seguía medio vestido, pero la sensación de su piel presionándose contra la suya era suficiente para hacerle perder la cordura. Jadeó cuando sus manos ansiosas bajaron y subieron a la vez, deslizándose bajo su ropa con un descaro exasperante.
McCoy apretó los dientes, sintiendo que su control se desmoronaba. Sabía que debía apartarla, que debía luchar. Pero, ¿Cómo demonios podía hacerlo… cuando todo su cuerpo gritaba por ella? No era capaz de actuar en contra, ni siquiera para ver si sus amigos seguían ahí en donde los dejaron los muy hijos de platón.
—Uhura… si de verdad sientes eso por mí ¡Detente! Te prometo que nos daremos una oportunidad —intentó persuadirla, pero parecía que ella ya no lo escuchaba, estaba ocupada desvistiéndolo.
Su única respuesta fue continuar con su labor impía, sus dedos deslizándose con agilidad sobre su uniforme, despojándolo de él con una destreza que solo podía ser instintiva. Sus caricias eran cálidas, exigentes, como si cada roce de su piel sobre la suya estuviera marcado por un deseo imposible de contener.
—Nyota… —su voz se quebró, una súplica desesperada que se perdió en el estruendo de gemidos y jadeos a su alrededor.
—Déjese llevar, doctor.
La voz de Parmen llegó a él como una sentencia, resonando con la arrogancia de un titán que observa a un mortal debatirse en su propia insignificancia. McCoy alzó la mirada y lo encontró observándolo con un placer malicioso, su cuerpo desnudo junto al de Philana, un reflejo retorcido de la depravación que reinaba en aquella sala.
—Mire —añadió el líder con una sonrisa cruel—. Le echaré una mano.
Y entonces, en un parpadeo, su ropa desapareció.
El aire cálido de la habitación envolvió su piel desnuda como una caricia lasciva. Un escalofrío lo recorrió de arriba abajo, no solo por la sensación de exposición repentina, sino por la certeza aterradora de que estaba perdiendo la batalla.
Sobre su regazo, Nyota lo devoraba con la mirada. Su cuerpo resplandecía bajo la luz tenue, la sensualidad de sus curvas era una visión que amenazaba con hacerle olvidar lo que estaba en juego. Con movimientos felinos, lo rodeó con sus muslos y atrapó su rostro entre sus manos. Sus labios, entreabiertos, emitieron un jadeo cargado de deseo antes de tomar posesión de los suyos en un beso abrasador.
Leonard sintió que se ahogaba.
Ella sabía exactamente cómo tentarlo, cómo convertirlo en un hombre indefenso ante la innegable verdad de que la deseaba. Sus pestañas largas, su mirada oscura y fiera, la piel ardiente contra la suya… todo en ella lo arrastraba a un abismo del que quizás no quisiera salir. Ella repartió besos voraces por todo su rostro, cada cual más cercano a sus labios para terminar en un contacto que lo hizo delirar, borracho de tanto deseo. La piel de ella, desnuda sobre la suya, se sentía tan maravillosamente bien.
Si no hacía algo en ese momento era probable que esta situación y otras muchas más se repitiesen eternamente. Pero ¿era esto realmente malo? Un instante de duda, un segundo en el que su juicio vaciló, y estuvo a punto de rendirse.
—Te deseo, y mucho —le dijo cuando ella se separó para mirarlo largamente a sus ojos azules— pero… pero ahora debo hacer algo.
Y dicho y hecho tomó a la mujer desnuda entre sus brazos y la depositó en el suelo, al tiempo en el que descubría que ya no había suelo, sino una cama tan grande que ocupaba toda la tarima del público. Fue rápido en localizar su tricorder y el maletín con los hiposprays. Ya sabía él que sus planes involucraban siempre sedar a todo el mundo, pero si no hacía eso, no veía ninguna otra forma de salir de esta situación.
Preparando los sedantes, consciente de que cada segundo perdido lo acercaba más al borde del abismo, tuvo un sobresalto. Uhura ahora lo rodeaba con sus brazos desde atrás y se ocupaba de dejar más y más besos y caricias en el medio de espalda. su cuerpo suave y ardiente presionándose contra él.
Sus brazos lo rodeaban con un afecto que debería haber sido reconfortante, pero que ahora se sentía como cadenas invisibles, sujetándolo con una dulzura peligrosa. Cada beso que depositaba en su piel era un susurro de tentación, un veneno de deseo que se filtraba hasta su voluntad. Sus caricias descendieron, recorriendo su torso con la lentitud de una amante experimentada, y él sintió que el control se le escapaba como arena entre los dedos.
—Por Dios, Nyota… —gimió, apretando los ojos con fuerza, tratando de aferrarse a la razón antes de que se esfumara del todo—. Siempre serás una grata sorpresa… incluso ahora. Pero, por favor… contrólate. Estoy tratando de salvarte… a ti y a los demás.
Su respiración era un susurro cálido sobre su piel, sus labios trazaban un camino descendente por su columna hasta la base de su espalda. McCoy jadeó, un estremecimiento recorrió su cuerpo cuando sus manos descendieron más allá de donde él podía obligarla—o permitirse—detenerla.
—Doctor… —murmuró Uhura con un ronroneo deliciosamente peligroso—. Usted lo desea tanto como yo…
El pulso de McCoy martilleaba en su garganta, su mente era un campo de batalla donde el instinto y la razón chocaban con brutalidad. La fuerza de su autocontrol pendía de un hilo cada vez más delgado.
—No… no puedo… no así, Nyota… no… —Las palabras salieron como un jadeo entrecortado, un intento desesperado de resistirse.
Pero sus músculos se tensaron cuando sintió que ella se acomodaba a la altura de sus muslos, y un escalofrío afilado subió por su espina dorsal, paralizándolo por un instante de indecisión. Un instante en el que pudo haber caído, pero entonces, con un último estallido de voluntad, se obligó a reaccionar. Con un movimiento brusco, la apartó.
—Lo siento… —murmuró con voz ronca, sin atreverse a mirarla de inmediato.
Apretó el paso, sorteando cuerpos entrelazados con la precisión de un cirujano, con la urgencia de un hombre que sabía que el tiempo jugaba en su contra. Se inclinó sobre la primera pareja que yacía en el suelo y, con mano firme, aplicó la dosis de sedante en el tobillo del primero. Cayó al instante. Luego el segundo. Uno a uno, los platónicos fueron sucumbiendo a la inconsciencia con la misma facilidad con la que se habían entregado a su frenesí hedonista.
Los gemidos, que hasta hacía poco reverberaban por toda la sala como un canto impúdico de lujuria, fueron apagándose poco a poco, sofocados por el efecto del sedante. En cuestión de minutos, solo quedaban los cuatro tontos haciendo escándalo.
—Maldito griego —murmuró McCoy entre dientes al ver a Parmen y Philana inertes en el suelo—. Hedonistas del asco.
Sin perder más tiempo, se dirigió hacia Spock y Christine. Nunca en su vida había oído gemir a la enfermera de esa manera. Jamás habría imaginado que el siempre estoico señor no tengo emociones fuera capaz de emitir sonidos como esos.
Pero allí estaban, un manojo de deseo entrelazado, envueltos en una pasión vibrante que parecía más poderosa que cualquier control mental. Se movían como si fueran dos mitades de un todo, como si cada caricia fuera la única certeza en un universo incierto. McCoy no se permitió detenerse a mirar demasiado, pero era evidente que en esa unión no había solo deseo. Había ternura, amor.
Si después de esto esos dos pretendían volver a sus vidas como si nada, estaban aún más locos de lo que él pensaba. Se amaban con la urgencia de quienes saben que el mañana no está garantizado.
Leonard se inclinó y deslizó el hipospray con rapidez contra el tobillo de Christine. Su cuerpo tembló un segundo antes de quedar inmóvil. Antes de que Spock tuviera la oportunidad de reaccionar, McCoy ya le había administrado la dosis exacta para vulcanianos. El oficial de ciencias quedó inerte sobre ella.
Un suspiro. Un segundo para recuperar el aliento.
Enseguida fue hacia el otro extremo de la sala, donde los siguientes amantes estaban formando una posición que McCoy no habría creído físicamente posible de no estar viéndola con sus propios ojos. Se ruborizó más que un cadete en su primera misión diplomática.
—Por el amor de Dios… —murmuró, apartando la mirada con un gruñido.
Kirk era todo un experto, pero Janice no se quedaba atrás. No necesitaba ver más. Se limitó a aplicar la inyección en el brazo de Janice y luego en el muslo de Jim. Ambos cayeron como si alguien hubiera apagado un interruptor. Completamente sedados.
Se hizo el silencio. Por fin.
McCoy exhaló con pesadez, pasando el dorso de la mano por su frente perlada en sudor. Su cuerpo aún vibraba con la tensión de todo lo que había presenciado. Su pulso, aunque firme, latía con la intensidad de quien acababa de sobrevivir a la situación más absurda y delirante de su carrera médica.
Pero se enorgullecía de haberlo controlado, si se podía decir así. Ni siquiera Jim o el señor orejas puntiagudas había podido resistirse al género opuesto como McCoy lo había hecho. Se merecía un buen reconocimiento por su gran valor, una condecoración. Un ala médica más amplia. O mejor aún, unas vacaciones pagadas en cualquier rincón del universo que no fuera esta nave de lunáticos.
Sacó su comunicador de una de las ropas que Parmen no había podido hacer desaparecer y llamó al Enterprise.
—Aquí Scotty. ¿Se encuentran bien, doctor? ¿Qué ha pasado? Llevan varias horas sin comunicarse con nosotros.
—Es una historia demasiado larga y... vergonzosa para contarla ahora —comenzó a meter los hiposprays en su maletín, no quería dejar nada a la hora de irse de ese planeta. Aunque abandonar por error algún pfizer era el menor de sus problemas. Aún entre sus piernas, latía dolorosamente una erección de tamaño considerable que no sabía cómo iba a ocultar para hacer que los transportaran.
Tendría que esperar unos instantes a que bajase sola, para intentar así no pasar demasiada vergüenza. Eso era bueno, porque les había aplicado una buena cantidad de sedantes a los platonianos, la suficiente como para que durmieran un par de días. Había tiempo.
—A mi señal, necesitaré transporte para seis.
—¡Siete! —chilló Alejandro viniendo desde el pasillo— quiero irme con ustedes.
—Eh... Bueno... Supongo que puedes... —titubeó él— corrección, Scotty, transporte para siete a mi señal. —entonces se dirigió al enano— ¿Dónde te habías escondido? Necesitaba un poco de ayuda aquí.
—Siempre hacen esto todos los días, ya estoy acostumbrado. Simplemente me voy cuando comienzan y regreso cuando se duermen o me necesitan.
Leonard negó con la cabeza una vez más.
En eso, tuvo un problema, Uhura apareció de pronto de quien sabe dónde y sin el menor asomo de pudor o de vergüenza, se metió en la boca el miembro entero del doctor. Leonard soltó un jadeo profundo y dio un paso atrás por la sorpresa. Pero Nyota lo había agarrado firmemente abrazándole por los muslos, era claro que no lo iba a dejar escapar.
—Me... Me había olvidado de ti, linda —sonrió tontamente, esta vez sucumbiendo por fin y dejándola hacer cuanto quiso. Su boca era increíblemente suave y cálida, parecía que ya había hecho esto antes, porque lo hacía de maravilla.
Con la mano libre acarició el cabello de Nyota que le estaba dando la atención más excitante de su vida. Si su erección había bajado un poco, ahora volvía a estar al límite. El deseo lo volvía loco y el placer que esa mujer le proporcionaba con tan pocas caricias era por demás maravilloso, embriagante, adictivo. Jamás había imaginado que estar con Uhura le daría una sensación tan maravillosamente intoxicante, solo sabía que estaba tocando el cielo como nunca lo había hecho.
Alejandro, con expresión de profunda incomodidad, volteó hacia otro sitio— puedo regresar luego, si siguen ocupados.
—No... Yo... Oh Dios —Leonard abrió los ojos que no supo en qué momento había cerrado para darse cuenta de que aún no podía abandonarse a ella, no hasta que terminara la misión y estuvieran seguros— Nyota... ya habrá tiempo para esto.
Logró desenredar sus brazos de él y sacársela de encima, pero ella estaba literalmente borracha de placer, así que él, casi en un intento de amor paternal, la tomó en sus brazos y la alzó. Se llevó el comunicador a los labios y dio la señal.
—Transporte. —al diablo todo, la vergüenza no tenía cabida en ese momento. La prioridad era regresar a la nave y escapar.
Fue en ese momento en el que Uhura tomó las riendas del asunto. En los brazos del doctor, logró balancearse de manera que quedase con las piernas rodeando las caderas de Leonard, auto-penetrándose ella misma con un golpe húmedo que les arrancó un gemido a ambos. Justo entonces las luces del transportador los rodearon y congelaron para llevarlos de nuevo a la nave. Cuando la energía se apagó, el movimiento regresó y fue cuando Leonard perdió el equilibrio, chocando con la pared del transportador y dejándose deslizar hasta quedar sentado en el suelo, con Uhura empotrada sobre él.
—¿Creía que se iba a escapar de mí, doctor? —le ronroneó al oído la mujer, escondiendo su rostro en el hueco entre su hombro y cuello.
Pero ahora fue él quien buscó sus labios la besó larga y temerariamente mientras Uhura empezaba a dar saltitos sobre él cada segundo con más rapidez, llenándolos a ambos de un profundo placer. El orgasmo los envolvió al mismo tiempo, arropando sus cuerpos con el calor de una pasión largo tiempo oculta.
Ella se derrumbó sobre el pecho de Leonard y él la abrazó protectoramente, estrechando su precioso cuerpo con suavidad, acariciando suavemente su espalda. Uhura, cansada, presentó una actitud de total abandono y sumisión, de absoluta confianza con él. Había caído dormida, exhausta como Leonard al ver satisfecho el incendio del deseo. Al doctor le inundó una gran ternura al sostenerla contra su pecho y sentir su respiración acompasada.
Solo entonces los ojos azules del doctor se abrieron a la realidad, y se tuvieron que abrir mucho más al ver a Checov, a Scotty y a Sulu observándolos de hito en hito al otro lado de la consola de tele transportación, estupefactos.
Leonard se había olvidado de que estaban en público, de que se había traído consigo a Christine, Spock, Janice y a Kirk desnudos y sedados en las posiciones en las que quedaron, sin mencionar el espectáculo que acaba de dar con Nyota sobre él. Ambos desnudos haciendo el amor.
El doctor se ruborizó. Pero se aclaró la garganta antes de hablar con la mayor calma posible.
—Checov, transporte al capitán y a la teniente Rand a las habitaciones del capitán. Y a Spock y a la enfermera a las habitaciones del vulcano. Y ustedes dos, cierren esas malditas bocas, aquí no ha pasado nada, quiero un transporte para mí y Uhura a mis habitaciones. Y este es Alejandro, vendrá con nosotros... —como los hombres seguían en sus puestos aun sorprendidos, Leonard se permitió endurecer más su voz—Tienen sus órdenes caballeros. Rápido.
La autoridad y seriedad habían vuelto al doctor inmediatamente la situación se había puesto aún más incómoda. Checov y Sulu casi se chocaron cuando intentaron cumplir las órdenes de Leonard y Scotty, ruborizado y con una carpeta tapando estratégicamente su entrepierna, bufó en voz baja: Y yo que me negué a bajar...
Notas:
He aquí lo que sale después de pensar demasiado, tener insomnio a las dos de la mañana después de hacer un examen horroroso de la U, una obsesión loca por Star Trek, internet excesivo y amigas malas influencias que te echen una mano.
Gracias a @MythicalPotter por esa ayuda, porque yo aún no sé escribir bien nada erótico :v
Ambas creíamos que a Bones le hacía falta también algo de acción 😏
¡Ojalá lo hayan disfrutado! ❤✨