Tormentos.
El bullicio de la cuidad se desvaneció conforme fui bajando los escalones de la estación subterránea. Ya era tarde, mas por fortuna, pude llegar antes de que el ultimo tren partiera. Una fuerte ráfaga ondeo mi cabello con su llegada. Los rieles rechinaron estrepitosos y las puertas oxidadas se abrieron en automático. Rápidamente, entre al vagón solitario y escogí un asiento junto a la ventana. La maquina dio marcha. Sin mucho que hacer, abrí mi bolso y metí la mano hasta el fondo, revolví recibos, envolturas y cuantas latas vacías de alcohol barato. Entre las hojas arrugadas una se destacó sobre las demás por el desalentador mensaje impreso: Aviso de demolición. Mi teléfono se encontró muy en la orilla de toda esa porquería. Lo prendí y la pantalla de carga mostro el título “La doncella de las flores” Durante el trayecto me mantuve inmersa en el juego. Pero, justo en medio del clímax, la entrada se abrió. Apresurada, enderecé de un salto, guarde el celular sin apagar en el bolsillo de la chamarra y bajé en mi parada. Tras cruzar el andén, salí y caminé por calles desiguales, cerca de agrietados complejos departamentales y estrechos callejones de mala muerte. Constantemente miré a las estrellas a través del cableado despeinado. Solo un fragmento de la luna era visible y unas cuantas luces fluorescentes alumbraron el camino. Cada farola mas lejos que la otra. Con el debido cuidado para no tropezar contra un hueco, avancé hacia la avenida. Quedaba poco para llegar. El frio se acentuó con cada paso. Aunque podía ver mi aliento no temblé en lo absoluto. Cerca de la esquina, apenas pude distinguir el parpadeo rojo del semáforo. Segundos después la luz cambio a verde. Bajé un pie de la acera, sin notar los faros de un auto se acercaban a gran velocidad. Cuando el pitido del claxon me alcanzo, ya era tarde. De golpe mis pies se elevaron y luego la gravedad me arrastro hacia el suelo. Un crujido seco retumbo en el cráneo seguido de un zumbar en los oídos. De un momento a otro, oscuridad. Mis propios latidos se oían lejanos. Los parpados se alzaron lentos y las pestañas temblaron antes de que mi visión pudiera acoplarse. Cuando el mareo desapareció, me halle en un campo de flores blancas y azules danzando con suavidad junto a la hierba que me pico la nariz. El cielo estaba claro, sin nubes, sin sol, el puro y extenso azul. No tenía ni idea del porqué o cómo llegué ahí y tampoco cuestione. Tenia que levantarme, pero los músculos apenas se contrajeron. Inhibidos por el dolor. Tarde, busque ayuda, reuní todas las fuerzas que me quedaban y abrí la boca pero no pude articular una sola silaba. Entonces, me percaté de lo que en principio creí una ilusión, era Ciel parado frente mío. Mirándome desde arriba, fijamente. No se movía, no respiraba, era una imagen estática. Tenia los ojos vacíos, sin pupilas, sin expresión. Rastros de sangre fresca mancharon el rostro impoluto, la camisa blanca y las manos. De las uñas levantadas el fluido tibio y espeso, goteó sobre los pétalos. Otra vez intente levantarme, huir, sin embargo nada. Quería gritar. El goteo se intensificó, y la sangre broto en un torrente. La tierra se volvió húmeda. El martirio apenas empezaba. El prado se inundo. Subió el nivel, me entro por la boca y las fosas nasales. —Cof… cof… Regurgite en cuanto la sentí en la garganta, aunque solo conseguí ahogarme y tragar mas. « Por favor…» Lance una petición moribunda al vació. Al ahora infinito mar que coló sus aguas en mis ojos y me dejo ver únicamente el carmín. Ya no estaba, Ciel no estaba, las flores, el cielo y le herbaje tampoco. Nada. Nadie. El corazón se detuvo, al instante desperté de un golpe, bañada en sudor. —¡Ha! ¡Ha!—jadeé en pánico, aferrándome a las sábanas. Giré la cabeza de un lado a otro con los ojos muy abiertos. Aunque no hubo signos del amanecer todo siguió en su lugar, la cama, la chimenea, el sillón… y yo incluida. Inhalé un par de veces y sostuve el pecho. Un poco mas relajada me senté a orilla del colchón. «Maldición» De por si me costaba dormir. Levante las mangas y limpié el resto del sudor en la cara. No tenia un pañuelo cerca y pensé que no habría problema. Por la poca luz, a ultima hora me di cuenta, gran parte del maquillaje que me aplicaron en la mañana había sido absorbida por la tela. Considere llamar a una de las sirvientas, pero preferí darle una solución yo misma. No seria difícil. Me puse de pie, fui a la mesita, tomé la jarra que Marian dejó y entre al baño. Allí, la use para enjuagarme. Terminado, apoye ambas palmas en el borde del tocador. El agua se deslizo por las mejillas hasta el escote. La cabeza aun caliente y engrasada aplasto los risos enredados. Levanté la mirada y me vi en el cristal. No quedo ni un rastro de los cosméticos. Sin embargo, el retirarlos terminó por revelar el deplorable estado en el que me encontraba. El rostro ensombrecido, húmedo y agrietado me hizo lucir miserable. Ni siquiera las joyas que adornaban el cuello y orejas, brillaban lo suficiente para opacarlo. Levanté la falda y frote sin cuidado.♡
Dentro del palacio imperial, el viento helado de la madrugada se filtro por las rendijas del ventanal, las gruesas cortinas revolotearon al compas. El poco aire restante alcanzo el escritorio. Rozó las montañas de papel, estas permanecieron imperturbables a diferencia del emperador. Con una mano en la frente y otra en la pluma entintada. Aunque sus movimientos rozaban lo metódico las arrugas curvadas en los contornos de sus almendras remarcaron una creciente preocupación. En seguida, una taza fue colocada al extremo de la mesa. El vapor caliente formo un pequeño humo. El emperador agradeció con la cabeza y dejo la pluma a un costado. Se permitió oler las hierbas, una escancia mentolada, tomo la oreja, y dio un ligero sorbo. El calor propiciado fue reconfortante, tanto que parpadeo un par de veces para contener el sueño. El gesto fue casi imperceptible. Antes de que terminara de adormilarse dejo el tazón sobre el plato. Con la garganta aun ronca y los labios apenas humedecidos llamo al mayordomo:—Ulfred. Como si se lo hubiesen ordenado, el viejo colocó la pequeña tetera de regreso en el carrito, con una mano en el corazón inclino el torso:—Si, majestad. Los ojos del monarca destellaron como llamas azules en la oscuridad. —Vigílalo— ordenó fríamente. —¿Al joven príncipe?— levanto la cabeza y repitió con los ojos bien abiertos. —Si, infórmame todo— soltó un suspiro y continuó— en especial si asiste a los almuerzos. El subordinado acepto la nueva orden. Aunque en fondo la duda rondo Ulfred se trago sus palabras. Como si tal conversación no hubiese existido el emperador reanudo su labor hasta que la luna dejo de alumbrarles. Antes de ponerse en pie, se dio un ligero masaje en las muñecas, miro el escritorio por última vez, y salió de la oficina. Ulfred quien había permanecido en una esquina se apresuró y le siguió detrás. El pasaje permaneció apagado, las velas se habían consumido. El sonido de sus pasos fue cubierto por la alfombra. Lo único apenas audible era el tintineo de las medallas en el pecho del emperador. Caminaron hasta llegar a un corredor que a diferencia de los demás las pinturas eran lo único que le adornaba. Los marcos de distintas formas y tamaños colgaban de arriba a bajo. Unos replicaron antiguos u modernos paisajes, momentos históricos, y en su gran mayoría representaron a los monarcas, herederos, príncipes y princesas. Desde bebes, niños, jóvenes, adultos a los retratos familiares. Cada uno pincelado a detalle. Como de costumbre, pasaron de largo, ajenos a lo que les rodeaba. Lo que importaba era descansar ahora que podían hacerlo. Pero el emperador se detuvo frente a un pequeño cuadro ovalado, oculto en la esquina. No oculto su interés y contemplo la imagen detenidamente, parecía hipnotizado. Ulfred, confundido por la abrupta actitud, decidió acercarse. Apenas dio un paso cuando su señor rompió el silencio:—¿Dijiste que en una semana?— preguntó reflexivo. El mayordomo levantó las cejas. —¿Una semana? —Rigel volverá ¿No es así? —aclaró, sin apartar la mirada. —Sí, majestad. — refutó— Fue un comunicado directo del cuartel. El emperador asintió con satisfacción, pero su expresión seguía extraña. —Asegúrate de que todo esté preparado para su regreso—ordenó, con un tono profundamente serio. Terminada la oración continuo el camino. Por el contrario Ulfred aun curioso, paro justo donde su amo con toda la intención de encontrar la pintura. Dio un vistazo muy breve pero, la imagen quedo grabada. La mujer y el niño recostados sobre el pasto. Ambos de cabellera marina. El pequeño con sus mejillas rozadas vestía un adorable traje de marinero. Ella por otro lado traía un vestido amarillo, ligero, de múltiples capas traslúcidas perfecto para un día de verano. Los luceros blancos de bordes y centro obscurecido le dieron un aura etérea. Sus labios rojizos acariciaron los suaves mechones del infante quien dormía acurrucado sobre su pecho. Parecía que en cualquier instante le plantaría un beso. Así cada orden del emperador cayo con mas peso. No podían bajar la guardia.