Cygnus Black (2/2)
6 de agosto de 2025, 11:08
25 de julio de 1942
El día comenzó mucho antes de lo esperado para la familia Black. La mansión estaba sumida en la oscuridad cuando Hércules despertó de golpe, su instinto alertándolo antes incluso de que su mente pudiera reaccionar.
A su lado, Walburga se removía entre las sábanas, su respiración entrecortada rompiendo el silencio de la madrugada.
Los ojos de Hércules se acostumbraron rápidamente a la penumbra, lo suficiente para ver el rostro de Walburga crispado por el dolor. Sus manos aferraban con fuerza al bulto prominente de su vientre, y cuando otro espasmo la recorrió, dejó escapar un jadeo involuntario antes de cerrar los ojos con fuerza.
—Wally— murmuró Hércules, inclinándose hacia ella.
Ella no respondió de inmediato, solo se concentró en respirar, sus labios entreabiertos y su frente perlada de sudor.
Cuando finalmente habló, su voz fue tensa pero firme.
—Ha empezado.
Hércules no perdió ni un segundo. Con movimientos rápidos pero cuidadosos, se incorporó de la cama y deslizó un brazo bajo sus hombros, ayudándola a sentarse con cuidado. Ella aceptó su ayuda sin quejarse, aunque sus dedos se apretaron con fuerza sobre su muñeca cuando intentó levantarse.
—Voy por Alphard— anunció Hércules, sabiendo que necesitarían a alguien más para trasladarla.
Walburga abrió los ojos y lo miró con intensidad, a pesar del dolor que le nublaba la expresión. Su agarre en la muñeca de Hércules se hizo más fuerte, un reflejo de la determinación que la caracterizaba incluso en ese estado.
—No tardes— susurró, con un leve temblor en la voz, pero con la misma fiereza que siempre la acompañaba.
Hércules asintió y salió de la habitación, avanzando con paso rápido por los pasillos silenciosos de Grimmauld Place. El frío del mármol bajo sus pies descalzos ni lo distrajo mientras se dirigía a la habitación de Alphard. Tocó la puerta con firmeza y, tras unos segundos, esta se abrió, revelando a un Alphard somnoliento, con el cabello revuelto y el ceño fruncido.
—¿Es hora?— preguntó con voz ronca, frotándose los ojos para despejarse.
Ya sabían que él bebé nacería en cualquier momento,
Hércules asintió con gravedad.
—Tenemos que llevarla a San Mungo.
El sueño desapareció de inmediato del rostro de Alphard. Se movió con rapidez, deshaciéndose de la somnolencia de un instante a otro.
Mientras ambos volvían apresurados por el pasillo, el sonido de pasos firmes les indicó que no eran los únicos despiertos. Desde la penumbra emergieron las figuras de Pollux e Irma Black, envueltos en túnicas de dormir pero con la misma expresión impenetrable de siempre.
Pollux fue el primero en hablar, su voz carente de emoción.
—Los acompañaremos.
Hércules no se molestó en responder ni en mostrar gratitud. Sabía bien que su presencia no tenía nada que ver con el bienestar de Walburga o del bebé. Nunca habían aprobado el embarazo, pero la imagen de los Black debía mantenerse intacta. Una hija de la familia Black dando a luz sin la presencia de sus padres habría sido un escándalo imperdonable.
Cuando llegaron de nuevo a la habitación, Walburga ya no estaba recostada. Se había incorporado y se sostenía contra el borde de la cama, sus manos agarrando con fuerza el marco de madera tallada. Su respiración era pesada, su espalda ligeramente arqueada por la tensión, pero su mandíbula se mantenía apretada con la testarudez de alguien que se negaba a mostrarse vulnerable.
Cuando sintió su presencia, alzó la mirada con una mezcla de furia y resolución.
—Ya viene— gruñó entre dientes, su voz impregnada de dolor, pero también de desafío.
Alphard reaccionó al instante, rodeando a su hermana por un lado mientras Hércules lo hacía por el otro. Walburga estaba tensa, su cuerpo sacudido por contracciones que la obligaban a respirar entrecortadamente. Sin perder un segundo más, descendieron por los pasillos de Grimmauld Place hasta la chimenea del salón principal.
A estas alturas algunos Black se despertaron por el ruido, observaban la escena y decían cosas como:
—¿Ya es hora...?
—Iremos mas tarde a verlos...
—Trata de estar tranquila querida...
—¿Por que tanta rui... oh... mas tarde los visitó..
—San Mungo. Sala de maternidad— declaró Hércules con voz firme al arrojar los polvos flu.
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Las llamas esmeralda los envolvieron, y un instante después, emergieron en la recepción del hospital. Hércules apenas logró sostener a Walburga al aterrizar, asegurándose de que no se tambaleara. Su respiración era agitada y sus uñas se clavaban en su antebrazo con un agarre que delataba la intensidad del dolor.
—Señorita Black, la llevaremos a una habitación. Respire profundamente y relájese— dijo una sanadora que se acercó de inmediato, con expresión profesional pero apremiante.
Walburga le dedicó una mirada que podría haber despojado a un basilisco de su veneno. Pero antes de que pudiera soltar un comentario mordaz, un nuevo espasmo la hizo morderse el labio con fuerza, obligándola a inclinarse ligeramente hacia Hércules.
Sin más demora, la guiaron por los pasillos hasta una habitación privada. Hércules no soltó su mano en ningún momento, sintiendo cómo sus dedos se aferraban a él con una fuerza inesperada.
Alphard permanecía cerca, con el rostro tenso de preocupación, mientras que Pollux e Irma se quedaron fuera. No hicieron el menor esfuerzo por disimular su falta de emoción ante la inminente llegada de su nieto, observando la escena con distanciamiento aristocrático.
El tiempo dentro de la habitación se volvió una mezcla de gritos, instrucciones de la sanadora y la tensa impaciencia de Hércules. El sudor perlaba la frente de Walburga, pero su expresión era feroz, como si desafiara al propio dolor a doblegarla.
Hércules se inclinó ligeramente hacia ella, manteniendo su voz baja y firme.
—Lo estás haciendo bien.
Walburga, jadeante, volvió la cabeza hacia él con los ojos encendidos de desafío.
—Claro que lo estoy haciendo bien— espetó entre dientes, su orgullo ardiendo incluso en medio del tormento—No soy una maldita sangre sucia.
Hércules apenas alzó una ceja, procesando el comentario, "Okay, ignoraré que indirectamente insultó a mi madre y a mi mejor amiga."
A pesar del sudor, del dolor, de la tensión en su cuerpo, Wally seguía siendo exactamente la misma.
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El tiempo se estiró en la habitación como si el universo entero contuviera la respiración. Los gritos de Walburga aún resonaban en las paredes, mezclándose con las instrucciones apremiantes de la sanadora y el murmullo de Alphard, que intentaba mantener la calma. Hércules no había soltado la mano de Walburga en ningún momento, sintiendo cómo sus dedos se aferraban a él con una fuerza casi sobrehumana.
Cada segundo parecía eterno. Cada espasmo, cada jadeo, cada gota de sudor que resbalaba por la frente de Walburga marcaba el paso del tiempo con una intensidad desgarradora. Y entonces, de repente, tras lo que pareció una agonía infinita, un llanto rompió el aire.
No fue un sonido tímido ni frágil. Fue un llanto fuerte, decidido, como si el recién nacido quisiera dejar claro desde su primer aliento que pertenecía a este mundo.
Hércules sintió cómo su pecho se apretaba. Un nudo se formó en su garganta, y por un instante se olvidó de respirar. Sus ojos se dirigieron de inmediato a la sanadora, quien envolvía con cuidado al bebé en mantas negras y plateadas.
Walburga, agotada pero con la frente en alto, alargó los brazos con ansiedad. Su respiración seguía entrecortada, pero su mirada ardía de emoción contenida. Cuando la sanadora le depositó al pequeño bulto en los brazos, su expresión cambió. Se suavizó de una manera casi imperceptible, y por primera vez en horas, sonrió.
—Míralo, Hér...— susurró, su voz más suave de lo que jamás la había escuchado —Es nuestro hijo.
Hércules se inclinó hacia ella, su mirada fija en el diminuto rostro envuelto en las mantas. Su piel era pálida, su cabello oscuro y suave, aún húmedo. Sus ojos estaban cerrados, su expresión tranquila, ajena al caos que había precedido su llegada al mundo.
Walburga rozó con un dedo la mejilla de su hijo, y el bebé se removió levemente en sus brazos, como si reconociera su toque.
—Es perfecto— murmuró ella, con una mezcla de orgullo y alivio.
Hércules tragó con dificultad, sintiendo una emoción que no había anticipado. Con cuidado, deslizó una mano sobre la pequeña cabeza del bebé, sintiendo el calor de su piel.
—Bienvenido al mundo, Cygnus Black— dijo en voz baja, y su tono llevaba un peso que solo él entendía.
Walburga suspiró y apoyó la cabeza contra su hombro, exhausta pero satisfecha. Hércules deslizó un brazo por sus hombros, sin soltar su otra mano.
A unos pasos de distancia, Alphard observaba la escena con una expresión imposible de descifrar. Sus ojos oscuros estaban fijos en su sobrino, y aunque no dijo nada, Hércules pudo notar la forma en que su mandíbula se tensaba, como si luchara contra una emoción que no se permitía mostrar.
Entonces, el sonido de la puerta abriéndose interrumpió el momento.
—¿Ha nacido?— la voz de Pollux resonó con su habitual frialdad.
Irma entró detrás de él, su porte rígido, su expresión imperturbable. Sus ojos escudriñaron a su hija y al bebé en sus brazos, evaluando cada detalle.
Walburga no se molestó en mirarlos de inmediato. En cambio, presionó un suave beso sobre la frente de su hijo antes de levantar la vista, su expresión volviendo a endurecerse.
—Sí. Ha nacido un heredero digno de la casa Black.
Pollux asintió, aparentemente satisfecho con la respuesta.
—Espero que lo eduques bien— fue todo lo que dijo, antes de girarse con su túnica ondeando detrás de él.
Irma le dirigió una última mirada al bebé antes de seguir a su esposo fuera de la habitación.
Hércules sintió que su mandíbula se apretaba, pero no dijo nada. Miró a Walburga, preguntándose si aquello la había afectado, pero ella simplemente bufó con desdén.
—Lo que importa es que Cygnus está aquí— dijo, con su orgullo intacto —Y hará que el linaje Black brille más que nunca.
Hércules la observó en silencio.
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El sol ya se había alzado sobre el horizonte cuando la habitación en San Mungo finalmente encontró un poco de calma. Walburga descansaba en la cama con Cygnus acurrucado en sus brazos, envuelto en las mantas. La intensidad del parto había dejado su rostro pálido y su cabello algo revuelto, pero sus ojos oscuros aún brillaban con orgullo y determinación. Hércules se encontraba sentado a su lado, con una mano apoyada en el borde de la cuna, observando con fascinación al recién nacido. Alphard permanecía cerca, con los brazos cruzados, velando por su hermana y su sobrino con una mezcla de preocupación y alivio.
Aprovechando que Walburga finalmente se había dormido, Hércules y Alphard decidieron salir a buscar algo de comida. Después de una madruga tan intensa, ambos necesitaban recuperar fuerzas. Dejaron la habitación en silencio y se dirigieron a la cafetería del hospital. La conversación fue mínima, pero había un entendimiento implícito entre ambos. Tomaron un desayuno rápido y regresaron con el café aún caliente en las manos.
Al abrir la puerta de la habitación, encontraron a dos figuras imponentes dentro: Sirius II y su esposa, Hasper Black. Sirius II, un hombre alto con una presencia dominante, observaba a su sobrina nieta, con una expresión difícil de descifrar. A su lado, Hasper mantenía una postura más relajada, pero sus ojos evaluaban cada detalle con un aire de desaprobación silenciosa.
—Un niño fuerte— declaró Sirius II, con su voz grave resonando en la habitación —Espero que esté a la altura del linaje que lleva en su sangre.
Walburga, aún algo agotada, alzó la barbilla con desafío.
—Lo estará— aseguró, sosteniendo la mirada de su tío abuelo sin vacilar.
Satisfecho con la respuesta, Sirius II asintió y dirigió su mirada a Hércules.
—Y tú, espero que entiendas la responsabilidad que has asumido con este niño— añadió con un tono que dejaba claro que la conversación no era meramente cordial.
Hércules sostuvo su mirada sin vacilar.
—Lo entiendo perfectamente.
Los tío-abuelos de Walburga no se quedaron mucho tiempo, pero su presencia marcó el inicio de una serie de visitas a lo largo del día.
Primero llegaron Cygnus II y su esposa, Violetta Black, los abuelos de Walburga. Cygnus II, aunque de carácter serio, no pudo evitar que un destello de orgullo cruzara su rostro al ver a su bisnieto.
Violetta, por otro lado, se acercó con una sonrisa contenida y acarició con delicadeza la mejilla del bebé.
—Es un niño hermoso— susurró —Tiene el porte de un Black.
Más tarde, hicieron su aparición Belvina Burke de soltera Black y su esposo, Herber Burke. Belvina, con su aire altivo pero afable, observó al recién nacido con una expresión evaluadora antes de sonreír levemente.
—No se puede negar que es un verdadero Black— comentó con un tono casi divertido.
Herber, por su parte, se limitó a asentir en silencio.
Arcturus II y su esposa, Lysandra Black fueron los siguientes en llegar.
Lysandra, con su elegancia innata, se inclinó ligeramente sobre la cuna y dijo con voz melodiosa —Espero que crezca con la sabiduría y la fortaleza necesarias para hacer honor a su nombre.
Arcturus II se mostró menos expresivo, pero su presencia por sí sola era suficiente para demostrar la importancia del momento.
Lycoris y su hermano Regulus I Black aparecieron juntos, conversando en voz baja entre ellos antes de dirigirse a Walburga.
—Parece que la próxima generación de los Black ha comenzado con fuerza— murmuró Lycoris, con una sonrisa casi imperceptible.
Regulus I solo asintió, observando al bebé con detenimiento.
La visita de Cassiopeia Black fue breve pero significativa. Se acercó a la cuna, con un movimiento sutil, deslizó un pequeño amuleto de plata entre las mantas del bebé.
—Para la protección del linaje— dijo simplemente antes de retirarse.
Más adelante, Calidora Longbottom de soltera Black y su esposo, Harfang Longbottom, llegaron con una actitud menos formal.
Harfang, con una sonrisa franca, se inclinó sobre la cuna y dijo en tono animado.
—Parece que la casa Black ha ganado un futuro líder.
Lucretia Black apareció más tarde junto a su novio, Ignatius Prewett.
Ella tomó la mano de Walburga con un gesto inusualmente afectuoso.
—Felicidades, prima— dijo en voz baja.
A lo largo del día, llegaron cartas de felicitaciones y regalos. Dorea Potter de soltera Black y su esposo, Charlus Potter, enviaron una misiva cálida desde su luna de miel, acompañada de un elegante sonajero de plata encantada.
Charis Crouch de soltera Black y su esposo, Casper Crouch, también enviaron felicitaciones y prometieron visitarlos pronto en la casa Black, con su pequeño hijo, Bartemius.
Pero lo que más sorprendió a la familia no fueron las felicitaciones de los magos influyentes ni los regalos de los allegados, sino la llegada inesperada de cartas provenientes de los Black renegados, aquellos cuyas existencias apenas eran mencionadas en los círculos más puristas de la familia.
Phineas Black II, aquel anciano erudito que había sido desheredado décadas atrás por defender los derechos de los muggles, envió una carta breve pero elegante, escrita con la misma caligrafía refinada de los Black.
Felicitaba a Walburga con un tono medido, sin rencor ni ironía.
"Recibe mis más sinceras felicitaciones por el nacimiento de tu hijo. No hay alegría más grande ni responsabilidad más profunda que la de guiar una nueva vida en este mundo.
Que tu hijo crezca con sabiduría, con la astucia de sus ancestros, pero también con la capacidad de cuestionar aquello que otros aceptan sin dudar. Que encuentre fortaleza en sus raíces, pero que no se vea encadenado por ellas. Que su nombre sea una insignia de honor, no un peso que lo arrastre a la sombra de quienes lo precedieron.
El linaje de los Black ha dado al mundo mentes brillantes y espíritus implacables, pero rara vez corazones generosos. Tal vez en él resida la posibilidad de algo distinto.
Mis mejores deseos para ti y para el niño".
Marius Black, el tío al que muchos fingían no recordar, despojado de su apellido por la vergüenza de haber nacido squib, mandó una nota sencilla pero sentida. No tenía la pomposidad de los Black ni la arrogancia de los magos de sangre pura, pero en esas líneas se leía un cariño sincero:
"Que tu hijo traiga luz a tu vida, como alguna vez tú trajiste a la mía al no mirarme con desprecio".
El paquete de Cedrella Weasley (de soltera Black) fue, sin duda, el regalo más significativo. A pesar de haber sido desterrada de la familia por casarse con Septimus Weasley, su afecto por algunos de sus parientes no se había desvanecido. Dentro del paquete había ropitas de bebé hechas a mano, finamente bordadas con runas protectoras. Acompañando el presente, una carta cálida y firme:
"Ninguna tradición, por antigua que sea, debería justificar el abandono de la familia. Sé que aún llevas el orgullo de los Black, pero espero que, por el bien de tu hijo, encuentres en tu corazón el amor que a menudo se nos ha negado. Que nunca se sienta solo, como tantos de nosotros lo estuvimos."
Recibieron regalos y cartas de al menos otros dos o tres squib mas de la familia.
Las cartas fueron leídas con asombro y cierta incomodidad. "¿Cómo se habían enterado los renegados del nacimiento?" Nadie en la familia tenía una respuesta clara, pero Hércules sí tenía sus sospechas.
Sabía que, a pesar de las apariencias, algunos Black mantenían comunicación con los desterrados. Más aún, estaba al tanto que tras la muerte de Arcturus Black III en 1991, se había apartado una bóveda en Gringotts, destinada a algún descendiente de los squib de la familia. Si algún día un niño de sus líneas despertaba su núcleo mágico, tendría recursos propios.
El día transcurrió entre visitas y felicitaciones, pero en el centro de todo, en la habitación del hospital de San Mungo, Walburga se mantenía firme con su hijo en brazos. Sus dedos, delicados pero fuertes, acariciaban la mejilla del bebé mientras lo observaba con un orgullo feroz, con la determinación de una madre que no permitiría que nada ni nadie lo dañara.
Cuando la noche cayó sobre Londres, la habitación quedó en penumbra, iluminada solo por la tenue luz flotante de un hechizo nocturno. Hércules se sentó junto a la cama, su mirada perdida en la pequeña cuna donde su hijo dormía plácidamente. Sus pensamientos eran un torbellino de posibilidades, futuros inciertos y promesas que aún no sabía si podría cumplir.
Alphard, siempre leal, estaba a su lado, observándolo en silencio. No había palabras necesarias entre ellos en ese momento. Solo el sonido pausado de la respiración del bebé y la certeza de que, de alguna forma, este niño cambiaría todo.
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Dos días después, por orden de Sirius Black II, El Profeta publicó una noticia que sacudió a la alta sociedad mágica:
"Ha nacido el nuevo heredero de la Noble y Ancestral Casa Black".
El artículo, escrito con la formalidad característica del diario, detallaba el nacimiento de Cygnus Black III, primogénito de Walburga Black, destacando la importancia de su linaje y su futuro como uno de los magos más influyentes de su generación.
Sin embargo, lo que realmente causó revuelo fue el anuncio de que Sirius Black II lo reconocía públicamente como el heredero de la familia, desplazando así a Arcturus III quien hasta ese momento ostentaba ese título por derecho.
La reacción en la familia no se hizo esperar. Arcturus III y su esposa, Melania, se sintieron profundamente ofendidos por la decisión del patriarca. Para ellos, era un insulto directo que pasaran por alto a Arcturus y a su propio hijo, y su nieto Orión Black, quien hasta ese momento había sido considerado el legítimo sucesor de la familia.
—Esto es una humillación— habría dicho Melania en la intimidad de su habitación, con el ceño fruncido y la mandíbula tensa —¿Cómo pretende mi suegro ignorar años de tradición para otorgarle el título a ese?
Arcturus III, aunque más contenido en sus emociones, compartía la misma indignación. Toda su vida había sido preparado para ser el líder de la familia, y aunque ya había asumido que su padre seguía manejando los asuntos con mano firme, jamás imaginó que le arrebataría la posición de esa manera. Para él, esto no era solo una cuestión de orgullo: era un desafío a su autoridad.
—Mi padre está cometiendo un error— dijo con frialdad, cerrando el ejemplar de El Profeta con un chasquido seco —Pero no permitiré que esto quede así.
La tensión dentro de la familia se hizo evidente. Algunos apoyaban la decisión de Sirius Black II, considerándola una jugada estratégica para fortalecer la línea de sucesión con una nueva generación, mientras que otros veían esto como una ofensa imperdonable a Arcturus III y una amenaza al equilibrio de poder en la casa Black.
Walburga, por su parte, se mantuvo firme. Para ella, no había discusión alguna: su hijo era el heredero, y eso no iba a cambiar. Tenía el respaldo de su tío abuelo, y eso era todo lo que importaba.
Hércules, en cambio, observaba en silencio el desarrollo de los acontecimientos. Conocía demasiado bien la historia de los Black.
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Agosto 1942
El verano se extendía cálido y luminoso sobre Londres, pero en el interior de la ancestral casa de los Black, el tiempo parecía transcurrir en un eterno crepúsculo. Las paredes de piedra oscura absorbían la luz del sol que apenas se filtraba a través de los altos ventanales, y los pesados cortinajes de terciopelo mantenían una penumbra constante. La única iluminación provenía de los candelabros flotantes y de las lámparas encantadas, cuya luz dorada titilaba sobre los marcos ornamentados de los retratos ancestrales.
La antigua mansión, tan acostumbrada al silencio y a la solemnidad, ahora resonaba con los tenues llantos del recién nacido y las voces contenidas de aquellos que venían a presentar sus respetos.
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Dorea y Charlus Potter fueron de los primeros en visitar a Walburga y al bebé. La pareja llegó a Grimmauld Place con la elegancia discreta que los caracterizaba, sin pomposidad ni exceso de ceremonias. Dorea, envuelta en una túnica azul oscuro que contrastaba con su pálida piel, recibió al pequeño con una suavidad casi reverente. Sus dedos, largos y delicados, acariciaron la diminuta mejilla del bebé mientras lo sostenía con la seguridad de quien ya había mecido en brazos a otros niños antes. En su rostro se dibujó una sonrisa genuina, aunque su mirada tenía un matiz de melancolía que pocos habrían notado.
—Es un niño hermoso, Wally— murmuró con afecto —Se parece a ti.
Walburga, sentada con porte regio en un sillón de respaldo alto, asintió con orgullo.
—Cygnus es un Black. No podría ser de otra manera— respondió, aunque su voz se suavizó apenas al mirar a su hijo dormido.
Charlus, de pie junto a Hércules, observaba la escena con una sonrisa divertida. A diferencia de su esposa, nunca había desarrollado la habilidad de moverse con la gracia innata de la aristocracia mágica. Su postura era relajada, y había algo en su expresión que desentonaba con la solemnidad del entorno, como si en cualquier momento pudiera soltar un comentario irreverente.
—Espero que este pequeño no herede la rigidez de la familia— susurró Charlus a Hércules, inclinándose apenas hacia él.
Hércules, que llevaba gran parte de la tarde en un discreto silencio, desvió la mirada del bebé y fijó sus ojos verdes en el rostro de Charlus. En sus labios apareció una leve sonrisa.
—Eso dependerá de quién lo guíe— respondió, con un tono enigmático.
Mientras la conversación avanzaba y la tarde se deslizaba entre el murmullo de voces, Hércules volvió a observar a su hijo. Cygnus dormía plácidamente en los brazos de Dorea, ajeno a las expectativas que ya pesaban sobre él. Hércules no podía evitar preguntarse qué clase de hombre llegaría a ser.
La visita de los Potter fue solo el inicio de un desfile constante de felicitaciones y atenciones provenientes de las familias de los Sagrados Veintiocho. Como dictaba la tradición en la alta sociedad mágica, el nacimiento de un heredero en una casa tan influyente como la de los Black no podía pasar desapercibido. Las cartas llegaron en pergaminos gruesos y perfumados, sellados con lacre y grabados con los escudos familiares, cada una más elaborada que la anterior.
Algunas familias, queriendo demostrar su cercanía o asegurar futuras alianzas, acompañaron sus palabras con obsequios costosos.
Los Greengrass, conocidos por su elegancia discreta, enviaron un juego de túnicas infantiles confeccionadas con seda élfica, encantadas para ajustarse automáticamente al crecimiento del niño. Su carta, firmada por Lord Greengrass, felicitaba a Walburga y le aseguraba que Cygnus estaba destinado a llevar con orgullo el legado de los Black.
Los Yaxley, en cambio, optaron por un regalo con más peso simbólico: un antiguo amuleto de ónix y plata, grabado con runas protectoras. Se decía que el objeto había pertenecido a un antepasado que había servido en la Corte de Merlín, y según la carta adjunta, aseguraría que, él joven Cygnus nunca se desviara del camino de la grandeza.
Los Rosier enviaron un lujoso juego de pequeñas figuras de plata, cada una representando a un animal heráldico de las familias más prominentes de sangre pura. El águila de los Lestrange, la serpiente de los Malfoy, el dragón de los Carrow y, por supuesto, el grifo de los Black.
Los Nott, siempre reservados pero astutos en sus alianzas, enviaron una cuna de madera de nogal negro, exquisitamente tallada con hechizos antiguos de protección. Según la misiva que la acompañaba, la cuna había sido encantada por generaciones para asegurar un descanso tranquilo y un desarrollo fuerte para cualquier niño que durmiera en ella.
No todas las felicitaciones provenían de viejas familias aliadas. Algunas cartas eran meras formalidades, enviadas por quienes buscaban mantener las apariencias, mientras que otras llevaban entre líneas un aire de expectativa.
Mientras las cartas y los regalos se acumulaban en Grimmauld Place, Walburga las revisaba con la eficiencia de quien sabe que el protocolo es tan importante como la magia misma. Había pasado horas escribiendo respuestas, expresando gratitud con la medida justa de cortesía y poder.
Hércules, por su parte, observaba todo en silencio, con su hijo en brazos.
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Charis, llegó junto a su esposo, Casper Crouch, y su hijo de apenas tres meses, Bartemius.
La mujer, elegante como siempre, tenía una expresión de genuino interés en su mirada.
Walburga la recibió con cortesía, aunque sin la calidez que había mostrado con Dorea.
—Cygnus y Bartemius serán de la misma generación— comentó Charis, observando con orgullo a su hijo —¿Te imaginas? Quizás crezcan juntos, irán a la misma casa en Hogwarts. (Slytherin)
Walburga asintió, pero no respondió. No era el momento de pensar en Hogwarts.
No todavía.
Las visitas y la constante atención que requería su hijo mantenían a Walburga ocupada. No es que hubiera olvidado a Hércules, pero Cygnus acaparaba cada minuto de su tiempo. Cada llanto, cada movimiento del bebé la llamaba, y ella respondía con devoción absoluta. Era su hijo, su heredero, y aunque aún era un bebé indefenso, ella ya velaba por él como una leona protegiendo a su cachorro.
Hércules observaba todo en silencio. No estaba molesto, ni siquiera celoso. Entendía el amor de Walburga por su hijo, pero también sabía que su tiempo se agotaba. Cada día que pasaba lo acercaba más a su despedida. No sabia cuando seria, pero sentía que se acercaba el día de su partida.
A simple vista, parecía el mismo de siempre: sereno, seguro, inmutable.
Pero Alphard, siempre atento a los cambios sutiles en su cuñadito, notó la tensión en su postura, la forma en que sus pensamientos parecían divagar más de lo usual.
—¿Todo está bien?— preguntó Alphard en una de las noches en las que ambos se encontraron en la biblioteca de la casa Black.
Hércules tardó en responder. Sus dedos pasaban con calma por la encuadernación de un viejo tomo de genealogía mágica, pero su mente estaba muy lejos.
—Sí...— dijo al fin —Solo que el tiempo nunca se detiene.
No era una mentira, pero tampoco era toda la verdad. Y Alphard, aunque no insistió, supo que algo importante estaba por suceder.