Capítulo 2: Las Luces de Lectonia y un Pequeño Engaño
3 de julio de 2025, 12:33
Capítulo 2: Las Luces de Lectonia y un Pequeño Engaño
El aire, antes cargado del misticismo silencioso del Cementerio de los Dedos, comenzó a llenarse con una nueva sinfonía. El canto de grillos nocturnos, el suave tintineo de campanillas lejanas y el murmullo de voces humanas se unieron para formar la melodía del pueblo. Las luces que Sabrina había visto a lo lejos ahora brillaban con más fuerza, invitándolos a acercarse. Cada farol, que colgaba de postes de madera con intrincados tallados, emitía un resplandor cálido y ambarino, pintando el camino con destellos dorados que danzaban sobre las hojas caídas. El camino se ensanchó y se volvió más liso, transformándose en un sendero de adoquines pulidos por innumerables pasos a lo largo de los siglos.
Sabrina, con su pequeña mano sujetando firmemente su bastón de rama, sintió cómo una ola de alivio y emoción la invadía. El Señor Búho, posado cómodamente en su hombro, agitó suavemente sus alas y exclamó con satisfacción: "¡Lectonia a la vista, pequeña bruja! El viaje ha valido la pena." Habían logrado cruzar el enigmático Cementerio de los Dedos, y ahora, ante ellos, se extendía la promesa de Lectonia, un lugar que Sabrina imaginaba lleno de sabiduría y, lo más importante, las herramientas necesarias para la delicada tarea que les aguardaba: la curación de su abuela.
Al adentrarse por las puertas de Lectonia, Sabrina quedó completamente maravillada. El pueblo no era como ningún otro que hubiera visitado. Las casas, construidas con piedras de colores suaves y techos puntiagudos de tejas musgosas, parecían sacadas de un libro de cuentos. Algunas ventanas brillaban con una luz interna que revelaba figuras borrosas moviéndose dentro, mientras que otras mostraban objetos curiosos, como globos terráqueos flotantes o pequeñas criaturas aladas zumbando suavemente.
El aroma que impregnaba el aire era una mezcla deliciosa y compleja: a pan recién horneado, a hierbas dulces, a la frescura de la lluvia reciente y a un toque sutil de pergamino viejo y tinta, como si el conocimiento mismo tuviera su propio perfume en este lugar.
Las calles de Lectonia no eran bulliciosas, sino que tenían un ritmo pausado y melodioso. La gente caminaba con calma, algunos llevando libros gruesos bajo el brazo, otros observando el cielo con telescopios portátiles. Había brujas y magos de todas las edades, algunos con sombreros puntiagudos decorados con estrellas brillantes, otros con túnicas fluidas que ondeaban con cada paso. Sabrina vio a una anciana con un gato parlanchín sentado en su cabeza, dándole consejos sobre la mejor manera de cruzar la calle. Más allá, un joven aprendiz de mago intentaba hacer levitar una manzana, que se tambaleaba y caía repetidamente con un suave "plop". Todo era mágico y, a la vez, sorprendentemente cotidiano.
"Este lugar es asombroso, Señor Búho," susurró Sabrina, sus ojos redondos brillando con admiración. "¡Mira todos los detalles!" Y detalles había por doquier. En las esquinas de las calles, había pequeños altares con linternas mágicas que cambiaban de color lentamente, proyectando sombras danzantes sobre los adoquines.
Algunas puertas tenían aldabas con forma de grifos diminutos o de libros abiertos, y los buzones parecían pequeños cofres del tesoro. En el centro de la plaza principal, una fuente de piedra tallada con figuras de dragones y unicornios lanzaba chorros de agua que brillaban con motas de luz estelar.
Sabrina se dio cuenta de que cada tienda en Lectonia tenía un encanto único. Había una que parecía una torre de libros, con estantes que se extendían hasta el techo y una escalera en espiral que desaparecía en las alturas. Otra tenía un escaparate lleno de varitas de diferentes maderas y colores, cada una con un brillo singular.
Más adelante, un puesto callejero vendía pequeños amuletos de la suerte hechos con plumas de colores y piedras pulidas. La pequeña bruja no pudo evitar sentirse como si hubiera entrado en un sueño.
"¿Por dónde empezamos, Señor Búho?" preguntó Sabrina, con una mezcla de emoción y una pizca de abrumación. "Necesitamos algo para el Drago... algo que no lo lastime, pero que nos permita pasar." El Señor Búho ladeó su cabeza, sus grandes ojos fijos en la fachada de una tienda particular, que se distinguía de las demás por su tenue brillo violeta y una delicada inscripción dorada sobre la entrada: "El Rincón del Sabio Errante".
"¡El Rincón del Sabio Errante... Este es el lugar, Sabrina!" graznó el búho, dando un pequeño empujón con su pico hacia la dirección de la tienda. Sabrina confió en el instinto de su amigo y se dirigieron hacia el lugar. La puerta, de madera oscura y pesada, se abrió con un suave crujido al sentir la aproximación de Sabrina. Dentro, el aire estaba impregnado de un aroma a sándalo y un eco de susurros antiguos. Estantes repletos de objetos extraños y maravillosos se alzaban hasta el techo, cubiertos de polvo brillante y motas de luz mágica. Había esferas de cristal que giraban lentamente, plumas de aves míticas, pequeños pergaminos enrollados con sellos de cera y frascos de cristal llenos de polvos de colores que brillaban con luz propia.
Detrás de un mostrador de madera pulida, un anciano de barba larga y blanca y ojos astutos miraba por encima de unas gafas posadas en la punta de su nariz. Llevaba una túnica azul profundo bordada con constelaciones. "Buenas noches, pequeña bruja," dijo con voz tranquila y profunda, casi como un murmullo del viento. "Pareces tener una misión importante en mente."
Sabrina, sintiéndose un poco intimidada pero también alentada por la sabiduría que emanaba del anciano, le explicó su dilema. "Mi abuela Elara está enferma, y necesito ir a la Cueva del Drago para conseguir un ingrediente especial. Pero temo al Drago. Necesito algo para... disuadirlo, sin hacerle daño."
El anciano escuchó con atención, acariciando su barba pensativamente. "Ah, el Drago de la Cueva. Una criatura de gran poder, pero de corazón noble, si sabes cómo hablarle," comentó. "No necesita ser derrotado con fuerza. Lo que necesitas es algo que calme su espíritu, que lo invite a la introspección y que le muestre que no eres una amenaza, sino una buscadora de conocimiento." Se dio la vuelta y, con pasos lentos y deliberate, se dirigió a un estante oscuro en la parte trasera de la tienda. De allí, tomó una pequeña caja de madera de cedro, finamente tallada con símbolos antiguos.
Al abrirla, un suave resplandor esmeralda brotó del interior. Dentro, sobre un lecho de seda púrpura, había un Cristal de la Serenidad, una gema que latía con una luz suave y rítmica, y un pequeño Frasco de Polvo de Estrellas Durmientes. "El Cristal de la Serenidad calmará la mente del Drago, y el Polvo de Estrellas Durmientes lo hará soñar con cielos tranquilos y vastos, adormeciendo su vigilancia sin causarle dolor," explicó el anciano. "También, te daré este Amuleto del Eco Armónico. Cuando lo sostengas y cantes una melodía suave, el sonido reverberará de tal manera que el Drago escuchará solo paz y armonía en tu voz."
Sabrina examinó los objetos con asombro. Eran perfectos. Preguntó por el precio, y el anciano, con una sonrisa bondadosa, le dio un precio justo, añadiendo: "El conocimiento y la sabiduría no tienen precio, pequeña bruja. Pero estos objetos sí requieren de una pequeña contribución para que El Rincón del Sabio Errante pueda seguir compartiendo su magia." Sabrina, agradecida, pagó con las pocas monedas que su madre le había dado para emergencias.
"Ahora," dijo el anciano, "pareces cansada de tu viaje. Hay una posada acogedora al final de esta calle, 'El Caldero Sonriente'. Sirven la mejor sopa de calabaza con especias mágicas de toda Lectonia. Te hará bien descansar y reponer fuerzas antes de continuar."
Sabrina le agradeció nuevamente y, con los objetos mágicos guardados cuidadosamente en su canasta, se dirigió a "El Caldero Sonriente". El lugar era tan acogedor como su nombre sugería. Las paredes de madera estaban adornadas con tapices de escenas de cuentos de hadas, y una gran chimenea crepitaba alegremente en un rincón, esparciendo un calor reconfortante. El aroma de la sopa prometida llenaba el aire, haciendo que el estómago de Sabrina gruñera suavemente.
Se sentó en una mesa de madera junto a una ventana, desde donde podía observar el ir y venir de los habitantes de Lectonia. Una bruja joven con gafas redondas estudiaba un mapa celestial, trazando líneas con su dedo sobre las estrellas. Un grupo de duendes, con gorros de colores brillantes, jugaba a las cartas, y cada vez que uno ganaba, su gorro cambiaba de color con un pequeño "pop".
Una mesera, con una sonrisa amable y mejillas rosadas, se acercó para tomar su orden. Sabrina pidió la sopa de calabaza y unas rebanadas de pan de hierbas, y para el Señor Búho, que lo miraba con expectación, un cuenco de bayas frescas. Mientras esperaban, Sabrina continuó su observación. Notó que en Lectonia, a diferencia de otros pueblos que había visitado, no había prisas ni ruidos fuertes.
La magia no era un secreto, sino una parte intrínseca de la vida cotidiana. Los niños jugaban con burbujas que flotaban en el aire sin reventar, y las flores en los alféizares de las ventanas cambiaban de color según el estado de ánimo de sus dueños.
La sopa de calabaza llegó, humeante y dorada, con un ligero brillo mágico que Sabrina no había visto antes. Las bayas para el Señor Búho eran de un rojo intenso y parecían crujir con energía. Ambos disfrutaron de su comida en silencio, saboreando cada bocado y sorbo. El estómago de Sabrina se sintió reconfortado y su energía, que había disminuido después de la travesía, comenzó a recuperarse.
Justo cuando Sabrina estaba terminando su último trozo de pan, un hombre se acercó a su mesa. Era alto y delgado, con un traje de terciopelo que parecía un poco gastado y una sonrisa demasiado amplia que no le llegaba a los ojos. Llevaba un sombrero de ala ancha que proyectaba una sombra sobre su rostro, y en su mano sostenía un objeto que parecía un pequeño cristal brillante.
"¡Buenas noches, pequeña viajera!" exclamó con una voz melosa y ruidosa, que contrastaba con la tranquilidad de la posada. "Soy el Gran Malabar y vendo los amuletos más poderosos de Lectonia. He notado tu noble misión, y me atrevo a decir que el Drago de la Cueva es una bestia formidable. ¡Pero no temas! Tengo justo lo que necesitas."
Sabrina, con su habitual amabilidad, lo escuchó atentamente. El hombre deslizó el cristal brillante sobre la mesa. "Este, mi querida, es el 'Ojo del Dragón Dormido'," dijo con un guiño cómplice. "Es un amuleto antiguo, ¡muy antiguo! Dicen que fue el primer ojo de un dragón de la noche, y tiene el poder de hacer que cualquier dragón caiga en un sueño profundo al instante. Es carísimo, claro, pero para ti, una joven tan valiente... ¡te lo dejaré a un precio especial!"
Sabrina miró el cristal. Parecía bonito, pero algo en las palabras del hombre no le sonaba bien. Recordó las palabras del anciano del Rincón del Sabio Errante: el Drago no necesitaba ser forzado a dormir, sino calmado y comprendido. Además, el brillo del cristal parecía un poco... falso, diferente al brillo orgánico del Cristal de la Serenidad que llevaba en su canasta.
El Señor Búho, que había estado observando al hombre con sus grandes ojos redondos, irrumpió con un fuerte y grave "¡Cuidado, Sabrina! ¡No todo lo que brilla es oro!" Luego, con una rapidez sorprendente, se lanzó desde el hombro de Sabrina y picoteó suavemente el cristal que el hombre había puesto en la mesa. El "Ojo del Dragón Dormido" rodó un poco, y al hacerlo, un pequeño trozo de su superficie se desprendió, revelando que el "cristal" no era más que un trozo de vidrio común pintado con un brillo.
El Gran Malabar palideció ligeramente y su sonrisa se desvaneció. "¡Oh, vaya! Un pequeño... accidente," tartamudeó, intentando recoger el objeto rápidamente.
Sabrina, aunque todavía un poco ingenua, entendió la advertencia de su amigo. Sus ojos se abrieron un poco con sorpresa, y luego se llenaron de una gentil pero firme decisión. "Gracias, Señor Malabar," dijo con voz clara. "Aprecio su oferta, pero ya tengo todo lo que necesito para mi viaje." Tomó el "Ojo del Dragón Dormido" y, con cuidado, se lo devolvió. "Quizás este 'accidente' sea una señal de que no es el amuleto adecuado para mí."
"¡Bien hecho, Sabrina! La astucia es más valiosa que cualquier brillo falso," graznó el Señor Búho, volviendo a posarse en el hombro de Sabrina con un aire de satisfacción. Era un protector silencioso pero eficaz.
Sabrina suspiró aliviada. "Gracias, Señor Búho," le susurró, dándole una suave caricia en su cabeza. "Casi me engaña. Siempre estás atento." La pequeña bruja se sintió afortunada de tener a su amigo con ella. Había aprendido una lección importante: no toda la magia que se ofrecía era genuina, y la confianza debía ganarse.
Después de un poco más de descanso y de asegurarse de que no había más "grandes malabares" acechando, Sabrina se sintió lista. Tenía el Cristal de la Serenidad, el Polvo de Estrellas Durmientes y el Amuleto del Eco Armónico. Se despidió de la amable mesera y salió de "El Caldero Sonriente" con una renovada determinación. La luna ya brillaba en lo alto, plateando los techos de Lectonia y proyectando largas sombras.
"Bueno, Señor Búho," dijo Sabrina, ajustándose su capa y mirando hacia el camino que se extendía más allá del pueblo. "Tenemos todo lo que necesitamos. Es hora de enfrentar el siguiente desafío. Nos espera el Bosque de los Ojos y Esqueletos." El Señor Búho, con un suave aleteo, respondió: "¡Por supuesto, Sabrina! Juntos, no hay desafío que no podamos superar." Y juntos, la pequeña bruja y su sabio compañero, se adentraron en la noche, listos para la siguiente etapa de su valiente misión.