ID de la obra: 333

El Silencio De Luna

Gen
PG-13
En progreso
1
El trabajo participa en el concurso «Harry Potter: El Capítulo Perdido»
Fechas del concurso: 26.06.25 - 13.08.25
Inicio de la votación: 12.07.25
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Emparejamientos y personajes:
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planificada Mini, escritos 24 páginas, 6 capítulos
Descripción:
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Capitulo 2: La Noche de la Melodía Robada

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En la oscuridad de mi camarote en movimiento, me había deslizado en el reino de los sueños. Allí, una escena grotesca se desarrollaba ante mis ojos cerrados. Una figura vagamente humanoide, con la pintura facial desdibujada de un payaso y una sonrisa que parecía tallada en hueso, manipulaba con hilos invisibles a una marioneta andrajosa. El pequeño ser, vestido con harapos que alguna vez pudieron ser un vestido, se movía con una torpeza sin vida, sus extremidades bamboleándose sin gracia. Una punzada de tristeza, fría y profunda, atravesó mi corazón dormido, y en mi sueño, sentí el amargo sabor de las lágrimas correr por mis mejillas. Un nombre se formó en mis labios oníricos, un susurro incomprensible que se perdía en el vacío. Lentamente, la macabra visión comenzó a desvanecerse, el payaso y su marioneta alejándose hasta que la negrura lo engulló todo. Fue en ese instante de oscuridad absoluta cuando un ruido estridente, proveniente de algún lugar cercano a mi vagón, me sacudió del duermevela. Me levanté lentamente, sin prisa. Al fin y al cabo, la vida me daba igual; había perdido el interés en vivir hace mucho. Con cada segundo que pasaba, mi mente se volvía más activa, más lúcida. Los ruidos y los gritos, antes distantes, ahora resonaban con una claridad escalofriante dentro de mi cabeza, como si el tren mismo se quejara. Pero entre el estruendo, algo más se filtró: un sonido que no era humano ni de objetos rotos. Era un tipo de aullido, o quizás un gemido quejoso, como el de un lobo o un gato, pero con una cualidad tenebrosa, casi espectral. Una respiración extraña, un ruido gutural y perturbador. La curiosidad, una emoción que rara vez me visitaba, me impulsó. Decidí abrir la puerta de mi camarote y buscar el origen de aquellos acontecimientos. Seguí los ruidos extraños, que se hacían más intensos con cada paso, hasta el siguiente vagón. Al cruzar el umbral, sentí una presencia abrumadora, como si algo invisible se posara sobre mí. Mi cuello y mi espalda se volvieron increíblemente pesados, una presión inmensa que amenazaba con empujarme al suelo. Me resistí, mis músculos tensos, aunque no comprendía la naturaleza de esa fuerza. Era una sensación completamente nueva, algo que nunca antes había experimentado. Pero en lugar de miedo, una extraña alegría, una locura incipiente, comenzó a burbujear en mi interior. ¡Estaba sintiendo algo! Después de tanto tiempo, mi cuerpo y mi mente reaccionaban.  La emoción fue tan intensa que, de repente, la pesadez desapareció. Me sentí ligera, como si me hubieran quitado un yugo de encima, y una euforia fría me invadió. Grité como nunca lo había hecho antes; un inmenso rugido salía de mi ser que podría ser engañoso y muy turbulento. Sentí pulsaciones en mi estómago, como si un órgano que había estado muerto de repente renaciera. Mis huesos crujieron con un espasmo, y el miedo, esa emoción tan familiar, se había transmutado en algo más grande, algo que superaba la alegría o incluso el amor.  Mi mente se volvió increíblemente clara, nítida como nunca antes. No había temor, no había pánico, solo un impulso arrollador. No sabía qué era esto, pero de alguna forma, mi mente intentaba conectar esta sensación con algún evento pasado, sin éxito. Estaba tan feliz, danzando en ese vagón sin percatarme de los cadáveres que pisaba.  Era como un tango, una invitación a bailar un antiguo ritual pagano. No importaba nada más. Exclamé, con una felicidad desbordante: —¡Sí, soy feliz! Y si muriera ahora mismo, no me importaría, aunque los cuervos arrancaran mis ojos o los gusanos empezaran a comer mi cuerpo. No importa, ¿por qué? ¡Porque estoy sintiendo algo! Siento la alegría por fin, después de tanto tiempo. No sé qué sea esto, pero ¡oh, Dios mío! Sea lo que sea, que siga, que no se vaya. Después de unos minutos de intenso baile y de clamores que se habían transformado en un desesperado júbilo, la alegría comenzó a desvanecerse. Las pulsaciones en mi estómago se atenuaron lentamente, a medida que la densa niebla que cubría ese vagón se esfumaba, revelando la cruda realidad. La euforia se convirtió en desesperación, mi danza frenética en un arrastre lánguido. Sentí cómo mi cuerpo, mis brazos, mis pies, empezaban a perder la vitalidad, regresando al caos del que siempre huía. Mi mente volvió a susurrar la cruda y fea realidad, el triste descontento de saber que vivo y que nunca podré ser feliz. Pero no importaba. Con tal de sentirme viva de nuevo, perseguí la niebla y me adentré en el siguiente vagón. Mi sorpresa, sin embargo, no fue lo que esperaba, sino una escena que desafiaba la lógica, una nueva aberración que se desplegaba ante mis ojos. Al abrir la puerta para entrar al vagón contiguo, la niebla que había estado persiguiendo se había disipado, dejando a la vista un panorama de desorden. Un par de cuerpos yacían inertes en el suelo; estuvieran muertos o desmayados, me era indiferente. No había vuelta atrás, así que proseguí mi camino por el vagón. Tras unos cuatro pasos, las luces de todos los vagones se encendieron, revelando la magnitud del desastre. Fue entonces cuando percibí algo singular. En medio del caos, una armónica yacía en el suelo, desprendiendo un brillo peculiar, de un color negro mate o un cromado de intensidad inusual. Una extraña sensación de conexión me embargó, y sin dudarlo, me aproximé y la tomé.  En el instante en que mis dedos tocaron el frío metal, un aluvión de sensaciones me inundó, un vínculo instantáneo, como si el objeto me hubiera convocado. Guardé el objeto en un pliegue de mi ropa. Comencé a notar que aquellos cuerpos sin vida, que había considerado muertos o inconscientes, comenzaban a agitarse, como si emergieran de una pesadilla.  Decidida, empecé a caminar hacia el siguiente vagón, anhelando un escape perfecto. Pero una mano se asió a mi pie derecho. Me giré. El cuerpo que había estado inerte profería un murmullo; quizás el golpe había afectado su garganta, dejando su voz apenas audible, pero su mano se aferró a mi tobillo.  Con la pierna que tenía libre, le propiné una patada contundente en la cabeza, dejándolo inerte. Entonces, huí a toda prisa, sorteando el desorden, hasta regresar a mi camarote y asegurar la puerta tras de mí. Llegué a mi camarote, respirando con dificultad, pero con una mezcla de terror y una sensación arrolladora. ¿Había sido cautivada por la sorpresa, o simplemente sobrecogida por la vida? No lo sabía, pero de nuevo, había sentido. El haber tomado aquel objeto en mis manos fue un acto de desafío, un "tómalo y vete" sin importar las repercusiones. Mi corazón aún palpitaba con fuerza, rememorando cada instante de lo ocurrido en los vagones, y no me lamentaba; al contrario, si pudiera reiterarlo, lo haría con júbilo. Entonces, extraje de entre mis ropas la armónica. Apenas ahora percibía que su resplandor no era solo el de un metal pulimentado, sino el de una luna llena, con incrustaciones de lapislázuli y ónix, y unas piedras rojas que parecían rubíes. Además, ostentaba grabados rúnicos y, lo que más me fascinó, la figura de un sol y una luna. ¡Era hermosa! Incluso para mí, en medio del desconcierto de aquel "robo" o quizás un presente del destino, me sentí dichosa. Estaba hipnotizada por el majestuoso objeto cuando, de repente, un par de golpes en la puerta de mi camarote me sacaron de mi ensimismamiento y lo guardé rápidamente entre mis ropas. —Voy enseguida —respondí, mi voz sonando más tranquila de lo que mi corazón agitado sugería. Al abrir, me encontré con un tipo de rostro adusto, que me miró con una expresión poco amable. —Estamos revisando los camarotes —dijo, con voz grave—, ya que a un invitado muy importante que viaja en nuestro tren se le ha perdido un objeto de alto valor. Si nos permite revisar su camarote, podremos descartar que aquí se encuentre. Su compañero lo interrumpió, con un tono más suave: —Oye, pero te has dado cuenta, es solamente una chica y está completamente sola. Y se nota que acaba de despertar, ¿no ves cómo tiene esa mirada páliday aparte su piel está densa porque se ve que la acabamos deinterrumpir. El primer tipo, ignorando a su compañero, me preguntó: —Estimada señorita, ¿acaso no ha sido testigo de los ruidos que llegaron a suceder hace un par de minutos? —Disculpe, ¿qué ruidos? —respondí, simulando un bostezo, como si no supiera de qué hablaban. El tipo resopló, impaciente: —No perdamos tiempo aquí. Se ve que la chica está en su quinto sueño y no sabe de lo que estamos hablando. Cerré la puerta y me quedé alerta, consciente de que el artefacto que había tomado debía ser el de alto valor que rastreaban, quizás con propiedades mágicas. Sin pensarlo dos veces, comencé a analizar cuidadosamente la armónica, tratando de descubrir qué tipo de poder ocultaba. Sin embargo, no encontré nada inusual. Manipular dicho instrumento allí, con ellos tan cerca, sería atraer la atención de quienes lo perseguían. Decidí que lo mejor era proseguir con mi descanso. Al amanecer, estaría mucho más cerca de la escuela que me había invitado a formar parte de sus instancias. Me desperté tarde; el reloj en la pared del camarote marcaba exactamente las once de la mañana. Me levanté, me aseé y me di un baño rápido para cambiarme, pues debía dirigirme al comedor para el almuerzo. La noche, extensa y desvelada, me había dejado un valioso artefacto cuyo enigma aún me aguardaba. En el vasto comedor central, una profusión de manjares se extendía: desde panes exóticos, quizás irlandeses o ingleses, hasta espaguetis italianos de hebras alargadas, cuyo aroma a tomate, salpicado de ingredientes ignotos, invitaba al paladar. Lo más extravagante, sin embargo, era un enorme jabalí expuesto, destinado a que la multitud congregada lo contemplara y se regocijara con su suculenta carne. Mi preferencia, no obstante, se inclinaba por algo más ligero; la grasa rara vez formaba parte de mi régimen. Cogí unos cubiertos, un vaso y un plato, y me serví lo que consideré más liviano, lo que bien podría ser un desayuno adecuado: dos huevos cocidos, presentados con la maestría de un chef para incitar a su consumo. Yo fui la elegida, la presa de aquel manjar que, en su presentación, se erigía como cazador. Me dirigí a la zona de bebidas y solo distinguí tres opciones: un whisky de aroma intenso, una suerte de ponche con una fragancia peculiar que preferí no probar, y la inmutable agua natural. Así que opté por el agua. ¡Un infante bebiendo whisky! Por los dioses, no deseaba verme como aquellos individuos que terminan postrados tras una puerta o contra una pared, sumidos en el sopor y el arrepentimiento de sus existencias. Me senté junto a una ventana, degustando con parsimonia y contemplando el panorama que se sucedía. De repente, un estruendoso impacto franqueó las entradas del coche comedor y una proclama trascendental se oyó. Una mujer de apariencia distinguida, con melena corta y de tono ceniciento, la espalda erguida, y la mirada y el semblante siempre hacia adelante, con una compostura casi marcial, pareció inspirar profundamente y proclamó: —¡El señor conde Lucius Malfoy, ante ustedes! Ante dicho anuncio, las personas se conmovieron, como si todas se vieran obligadas a simular asombro y brindar un aplauso a aquel individuo. Entonces, como si una espesa bruma se hubiera materializado en esa puerta, una figura majestuosa comenzó a surgir: de considerable altura, con cabellera larga, rubia y muy lisa, y un semblante gélido.  Parecía un individuo muy distinguido, tal vez de esos caballeros de la alta alcurnia, de gran ascendencia en cualquier ámbito. Vestía una extensa capa de aterciopelado resplandor, y, a su lado, un joven infante de una altura aproximada de 1.55 cm, similar a mi estatura presente. Ese niño tendría alrededor de doce años, con cabellera corta y dorada, unos ojos penetrantes y un rostro angelical, pero con una expresión de pavor o, tal vez, una advertencia tácita: "no me mires porque te puedo dañar". Ambos ingresaron al comedor y ocuparon sus asientos en la mesa más suntuosa y privilegiada del vagón. Mi atención se clavó en Lucius y su hijo. Una fuerza inasible parecía mantener mis ojos fijos. La intensidad con la que los observaba era palpable, y en mi mente una pregunta insistente resonaba: ¿Dónde había visto antes esas vestimentas? Más allá de la indumentaria, una sensación aún más inquietante me invadió: ¿Por qué sentía que ya lo conocía? Un inmenso déjà vu me asaltó, y por un instante, mi conciencia se desdibujó en una especie de ensoñación: la figura de un payaso ataviado con ropas oscuras y una máscara dorada cubriendo su rostro danzó efímeramente en mi visión periférica. Sumida en esa experiencia casi onírica, una voz me interrumpió. Una mano tocó mi hombro con delicadeza. —Disculpe, señorita —articuló el desconocido con una afable sonrisa—, pero parece que se le ha caído esto. Con un semblante algo perplejo, desvié mi mirada de los Malfoy y, al observar al individuo, musité: —Ah, muy amable, gracias. En su palma, el hombre depositó unas sencillas pinzas para el cabello, un objeto tan trivial que contrastaba con la vorágine de mis pensamientos. Completamente desconcertada por haber recibido aquel objeto, examiné las pinzas. No eran mías, eso era evidente. Alguien se había equivocado. Por puro instinto, giré la cabeza, escrutando el comedor en busca de la persona que me las había entregado, pero no encontré a nadie. Era como si un espectro se hubiera materializado brevemente para luego desvanecerse entre las sombras de los comensales. Al no hallar rastro de aquel individuo, mi atención regresó a las pinzas. Fue entonces cuando noté algo inusual: un pequeño papel estaba cuidadosamente enrollado y sujeto a ellas. Con curiosidad, lo deslicé y lo abrí. La caligrafía era elegante, de esas antiguas y fluidas letras cursivas. Leí el escueto mensaje: "Tu mirada abruma hasta a los mismos muertos y puede exponernos ante quienes no deben conocernos". Comprendí que aquello era un aviso, algo que no debía desestimarse. Instintivamente, apreté ambas manos con una fuerza intensa, y mi atención se volcó en el artefacto que había tomado esa misma noche. Con resolución, decidí apurar mi comida y mi bebida, de forma pausada, sin levantar sospechas. Justo cuando hacía el ademán de levantarme de la mesa para abandonar el vagón, una voz elegante me detuvo. —Oh, señorita —dijo Lucius Malfoy, interponiéndose con una cortesía forzada—. Mis sirvientes me han informado que sus ojos se han posado con particular insistencia en la figura de mi hijo, casi con la intensidad de quien contempla una presa. —Una leve risa helada escapó de sus labios—. Uno podría incluso imaginar que alberga intenciones de secuestro o, quizás, la esperanza de obtener alguna clase de recompensa. —Su tono se suavizó ligeramente—. En honor a su evidente distinción, pues su delicadeza al saborear su alimento no pasa inadvertida, me gustaría extenderle una invitación a nuestro vagón privado, ubicado en la siguiente sección. Sería un placer contar con su compañía y la de mi hijo. Una descarga eléctrica recorrió mi cuerpo. La inminencia del peligro, de verme acorralada por la imponente presencia de Lucius y su inesperada invitación, me conmovió hasta lo más profundo, revelando una nueva y punzante experiencia.
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