El Testigo Silencioso (Eriol) - Fragmento 1
8 de julio de 2025, 12:57
El traqueteo rítmico del tren se detuvo con un suave chirrido, anunciando una parada en una estación de paso. Mi mente, generalmente un remolino de ideas y análisis, se relajó por un momento mientras sorbía un té humeante, dejando que mi mirada divagara por el paisaje que se extendía más allá de la ventana. La plataforma bullía con la energía nerviosa de los viajeros, pero fue una figura solitaria, sentada en un banco de madera, la que capturó mi atención. Una niña.
No aparentaba superar los once años. Su tez era pálida, casi translúcida bajo la luz del sol que se filtraba por la ventana del tren, y su semblante, a primera vista, irradiaba una despreocupación casi infantil, como si el ajetreo del viaje no la afectara en absoluto. Su cabello, largo y de un tono rubio claro, caía en ondas suaves, y sus ojos, de un azul intenso que parecía reflejar el cielo, observaban el mundo con una curiosidad serena. Su vestimenta era... ecléctica, una mezcla de prendas que no parecían combinar bajo ninguna lógica convencional, pero que en ella adquirían una extraña singularidad.
Pero fue una acción en particular la que realmente capturó mi atención. Un gato, un atrevido minino de pelaje atigrado, se había colado en la estación, moviéndose con la sigilosa confianza de un explorador en territorio desconocido. La niña lo observó con una intensidad sorprendente, sus grandes ojos azules siguiendo cada uno de sus movimientos.
Y entonces, inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera considerando un enigma complejo, y murmuró, con una seriedad que contrastaba cómicamente con su edad: «Señor gato, usted es malo por no haberme traído un dulce». Mientras tanto, sus dedos, con una peculiar concentración, contaban una y otra vez, como si llevara la cuenta de un secreto invisible.
Una leve sonrisa, involuntaria, se curvó en mis labios. Tuve que contener una risa. ¿Qué clase de niña hablaba con tal formalidad y expectativa a un felino callejero? Era una nota discordante en la sinfonía ordinaria de la estación, una pequeña anomalía que despertó en mí una punzada de curiosidad. ¿Quién era esta pequeña persona que parecía operar bajo sus propias reglas, en un mundo donde los gatos eran potencialmente portadores de golosinas?
Poco después, vi cómo se levantaba y se unía a la fila para abordar el tren. Un boletero le entregó un ticket, indicándole su vagón. La observé subir, su figura delgada perdiéndose entre la multitud.
Mi té se había enfriado, y la singularidad de aquella niña se quedó grabada en mi mente. Era un enigma que, de alguna manera, sentía que no tardaría en desentrañar.
El tren reanudó su marcha. Varias horas habían transcurrido desde mi encuentro con ella en la estación, y ahora, bajo el manto de la noche, regresé a mi propio compartimento. Era un espacio de calma y discreción que mis guardianes y yo habíamos preparado. Rubymoon y Spinel ya me aguardaban, sentados frente a una pequeña mesa donde una cena ligera nos esperaba. El aroma de la comida, aunque apetitoso, no lograba desviar mi atención de la extraña presencia que había sentido desde que el tren comenzó a moverse.
—Amo Eriol, debo informarle —comenzó Spinel, su voz grave resonando en el pequeño espacio—, que una presencia inusualmente fuerte se ha manifestado en los vagones traseros. Es... caótica.
Rubymoon, con su habitual pragmatismo, asintió. —Y usted no es de los que pierden el tiempo con trivialidades, amo. Si Spinel lo menciona, es porque algo realmente lo ha perturbado.
Asentí, mi mirada fija en la taza de té. —Lo sentí. Una energía densa, casi... desesperada. No es común en un viaje como este. —Justo en ese instante, el vagón se sumió en la oscuridad. Las luces se apagaron de golpe, no por una falla, sino por una interrupción antinatural. Un frío sutil se deslizó por el compartimento, y un sonido, apenas un murmullo al principio, comenzó a crecer.
Era un canto. Una melodía extraña, llena de un lamento que helaba la sangre, proveniente de no muy lejos. La presencia que Spinel había detectado se intensificó, y los tres sentimos cómo se acercaba a nuestro vagón, con una desesperación palpable, casi golpeando la puerta, intentando forzar su entrada.
—No permitiré que interrumpa nuestra cena, ni mucho menos la paz de este viaje —murmuré, la calma en mi voz contrastando con la creciente tensión en el aire. Con un movimiento fluido, evoqué mi báculo. Su luz tenue iluminó el compartimento, y de su interior, extraje una carta. La sostuve en alto, su brillo se intensificó.
—Borra la existencia de aquellos que interrumpen el silencio —declaré con voz firme, la autoridad llenando cada sílaba. Y con un grito resonante, exclamé: —¡Desaparición!
La carta giró en el aire con una velocidad vertiginosa, y una ráfaga de energía pura se dirigió directamente hacia la puerta de nuestro vagón. Un instante de silencio absoluto, y luego, un débil suspiro, apenas audible, se disipó en la nada. El ser, la presencia que había intentado irrumpir, había sido borrado.
Pero la quietud fue efímera. Aunque la primera presencia había sido borrada, una segunda se sintió. Y el canto... el lamento no había cesado. De hecho, parecía haberse intensificado, volviéndose más claro, más cercano.
—Amo Eriol, no deberíamos perder el tiempo con esto —dijo Rubymoon, su tono denotando una ligera impaciencia—. Es una distracción.
Spinel asintió con un gruñido bajo. —Sí, amo. Es una energía residual. No vale la pena.
Mi mirada se clavó en la dirección de la voz. Era una melodía infantil, aunque teñida de una profunda tristeza. Y algo en ella... algo me resultaba extrañamente familiar. No podía decir qué, pero había una resonancia, un eco que me atraía.
—No —respondí, mi voz más firme de lo que esperaba—. Esa voz... es la de una niña. Y me parece familiar. Debemos ir.
Nos adentramos en el siguiente vagón, y luego en el que le seguía, persiguiendo el eco de aquel canto. El espectáculo que se desplegaba ante mis ojos era desolador: cuerpos yacían inertes en el suelo, algunos retorcidos en posturas antinaturales, otros simplemente desplomados como muñecos rotos. No había rastro de sangre, ni de violencia física aparente, solo una quietud inquietante.
—Amo Eriol —preguntó Spinel, su voz teñida de perplejidad mientras saltaba por encima de un cuerpo—, esto no tiene ninguna lógica. ¿Cómo es posible que el tren siga en movimiento si todos están en el mismo problema, tirados o dormidos?
Rubymoon interrumpió, su voz más aguda. —¡Seguro fue la presencia que el amo Eriol erradicó! Pero también tiene que ver mucho con la que está cantando. Debemos apresurarnos a encontrarla para saber qué está pasando.
Mi mirada se mantuvo fija en el siguiente vagón. —El siguiente vagón ya es el fin de la búsqueda —mencioné, mi voz resonando con una certeza inquebrantable—. Ahí el resonar es muy fuerte.
Nos acercamos a la puerta del vagón, y el canto de la niña se hizo ensordecedor, casi físico. La presencia era abrumadora, y un calor intenso, sofocante, emanaba de ella, como si el aire mismo estuviera ardiendo. Era una fuerza que intentaba repeler, una barrera invisible de energía.
Con un movimiento fluido, evoqué mi báculo. Su luz tenue iluminó la puerta, y de su interior, extraje una carta. La sostuve en alto, su brillo se intensificó.
—Aquellos que encierran la oscuridad deben permitir dejarle ir —dicté con voz firme, la autoridad llenando cada sílaba. Mi voz se convirtió en un eco que resonó por todo el vagón, y con fuerza, exclamé: —¡Llave!
La carta giró nuevamente de frente a nosotros, en el medio del vagón, y unas grandes e intensas luces brotaron de ella, dirigiéndose directamente a la cerradura de la puerta. Con un estruendo metálico, la cerradura se rompió, cediendo, y la puerta se abrió de par en par, permitiéndonos el paso.
Al cruzar el umbral, el canto se transformó en una melodía más clara, casi un tarareo, y la escena ante mis ojos era... inquietante. Ahí estaba la pequeña niña que había conocido en la estación, de cabello rubio y ojos azules, sus grandes ojos fijos y el rostro perdido, con movimientos aleatorios y torpes, como si el marionetista la hubiera dejado libre, pero aún no hubiera soltado del todo los hilos de su creación.
Rubymoon la observó con una mezcla de asombro y una extraña ternura. Vio en ella una libertad, una inocencia que no había presenciado en mucho tiempo, sin rastro de burla o juicio. Entonces, con una decisión repentina, se unió al baile de la niña.
Rubymoon, con un largo vestido de gala oscuro y entreabierto de las piernas que dejaba notar sus largas piernas blancas, un corsé que le hacía ver una figura más pequeña, como una abeja, y una delicada corona de flores adornando su inmenso cabello oscuro, danzó junto ala niña en lo que parecía un tipo de sol oscuro, un tango de la muerte que solo ellas dos podían entender.
Mientras ellas bailaban, mi mirada terminó postrada ante la colosal forma de esa niebla oscura. Era un gigantesco dragón, algo majestuoso, que había surgido de la energía turbulenta que rodeaba a la niña. Entonces, al son del baile, la niebla embistió a Rubymoon, y esta la eludió con destreza, saltando y dando un giro a estilo ballet hasta llegar a mí otra vez.
—¿Qué hacemos, amo? —preguntó Rubymoon, su voz teñida de urgencia mientras se recomponía a mi lado—. Pelear aquí sería lastimar a las personas dormidas y, lo que es peor, dañar a la niña.
Spinel, con su imponente forma de puma, se preparó para la acción. —Con mi fuego azul, acabaría rápido con ese ser.
Negué con la cabeza, mis ojos fijos en la criatura de niebla. —Cualquier ataque directo dañaría el tren y alteraría su curso. Llamaría demasiado la atención. No podemos arriesgarnos a eso. Hay que balancear la luz y la oscuridad.
Rubymoon me miró, su expresión grave. —Amo Eriol, si piensa usar esa carta, le generará una inestabilidad incluso a usted. Se necesita una gran potencia mental para controlarla.
Spinel asintió con determinación. —Rubymoon y yo podemos fusionarnos con su báculo para amplificar la carta que usará, amo. Así no se extenuará.
Levanté mi gran báculo, sintiendo la energía fluir a través de él. Rubymoon y Spinel fueron cubiertos por unas alas de energía pura, que se extendieron y se volvieron una niebla brillante. Esta energía se empezó a fusionar con mi báculo, y este tomó una nueva forma, con unas alas que recordaban la silueta de un sol y una luna entrelazados. Liberé la carta de mi mano derecha, y esta empezó a girar en el medio delbáculo en el aire.
—La luz y la oscuridad no pueden bailar solas —declaré, mi voz retumbando con una majestuosidad que llenaba el espacio—. Ambas se necesitan para un perfecto tango, una resonancia fuerte.
Y con un grito que estremeció el aire, exclamé: —¡Equilibrio!
Invocada al poder de la carta, todo a su alrededor empezó a armonizarse. Aquella niebla en forma de dragón comenzó a desdibujarse y a menguar su intensidad hasta desvanecerse por completo junto a la niña. El aire, antes denso y opresivo, se sintió de repente más liviano, como si un velo pesado se hubiera levantado. Conforme la resonancia mágica se iba disipando, la niña lentamente empezó a recuperar su razonamiento, sus movimientos volviéndose menos erráticos, sus ojos, aunque aún distantes, con un atisbo de conciencia.
Bajé el bastón, sintiendo cómo la inmensa energía que me habían brindado mis guardianes se había consumido por completo. Una punzada de agotamiento me recorrió, y tuve que sostenerme con firmeza del báculo, que ahora se sentía extrañamente pesado en mis manos. Mis guardianes, liberados de la fusión, regresaron a su forma más básica, visiblemente exhaustos pero aliviados.
—Ya hemos concluido, amo —dijo Spinel, su voz grave pero con un matiz de urgencia—. El amo ya no tiene poder. Debemos regresar a nuestro vagón principal. Los cuerpos de los pasajeros comienzan a agitarse, a despertar de su letargo, y no queremos levantar sospechas.
Rubymoon, con la respiración entrecortada, interrumpió. —¿Y qué haremos con la niña? ¿La dejaremos aquí?
Con la poca fuerza que me quedaba, mi voz apenas un murmullo, respondí: —El destino es caprichoso y la volveremos a ver. Nuestro camino se cruzará de nuevo. Pero por mientras, debemos retirarnos. Ella se dará cuenta de lo sucedido y también retornará a su dormitorio. No podemos permanecer más tiempo.
Entonces, con un último vistazo a la niña que ahora yacía inmóvil entre los cuerpos que comenzaban a despertar, regresamos a nuestro vagón.
El resplandor de los intensos rayos del sol se posó sobre mi rostro, señalando el despertar de mi largo sueño.
A mi lado estaban mis dos guardianes en su forma aún más básica, con la apariencia de niños, ambos profundamente dormidos tras el extenuante trabajo nocturno de erradicar esa oscuridad. Me levanté para prepararme y tomar una ducha.
Mi camarote, por mi propia voluntad, había mutado para replicar con exactitud mi cuarto en la vieja Inglaterra, con sus paredes tapizadas de libros y el suave aroma a pergamino y pino que tanto amo, como una canción familiar que me envolvía.
Luego de mi aseo, pasé a vestirme para dirigirme al vagón de comida a desayunar y dejar que mis seres siguieran durmiendo. Ellos tardarían en despertar por completo y recuperar su forma original.
Luego de mi aseo, pasé a vestirme.Tomé mis lentes y, con cuidado, acobijé a mis seres que yacían bien dormidos. Ellos tardarían en despertar por completo y recuperar su forma original.
Fijé mi camino hacia el vagón de comida, pero mientras me dirigía, pasé por unos cuantos vagones y noté una fuerte presencia de seguridad. Lo más seguro era la presencia de alguno de esos condes presumidos que quieren imponer su influencia.
Al llegar al vagón comedor, la escena era la habitual: un bullicio de voces y el tintineo de cubiertos. Elegí una mesa apartada, con la intención de observar sin ser observado, y me serví un desayuno ligero. Fue entonces cuando la vi de nuevo. La misma niña de la estación, Luna, sentada sola junto a una ventana, con su cabello rubio ligeramente despeinado y sus ojos azules fijos en el paisaje.
La observé mientras comía. Sus movimientos eran pausados, casi rituales. Noté cómo, en ocasiones, susurraba algo a los platos de comida, como si les contara secretos o les diera instrucciones. Sus labios se movían apenas, y a veces, una leve sonrisa aparecía en su rostro, una expresión que no parecía dirigida a nadie en particular. Su atuendo, una vez más, era una combinación peculiar de colores y texturas que desafiaba cualquier norma de la moda, pero que en ella resultaba curiosamente auténtico.
Llevaba unos huaraches de diferentes colores, un short corto con un intenso colorido de parches de muchos animales, y, en un detalle que revelaba su peculiar lógica, dos pares de calcetas de colores distintos, haciendo mención a un arcoíris. Su blusa, de manga larga y blanca, tenía un corte en el medio que daba la ilusión de un vestido más corto, dejando ver parte del short. Al parecer, llevaba un broche o protector, o quizás algo musical, aunque no logré distinguirlo con claridad. Era evidente que no le importaba la opinión de los demás, un rasgo que, en este mundo, era tan raro como valioso.
Mi concentración en la niña fue interrumpida por un cambio abrupto en la atmósfera. Una mujer de semblante militar entró solemne, anunciando la llegada de Lucius Malfoy, acompañado de su hijo. Aquel hombre de notable título, cuya vestimenta y reputación infundían respeto y temor, no parecía temer a nada.
A su lado, su hijo caminaba con la cara agachada, como si la vergüenza o el deseo de no estar junto a su padre lo doblegaran. Junto a ellos, sus posibles lacayos los seguían hacia el lado más exclusivo del vagón, donde los grandes señores desayunaban. Mi mirada se posó en Lucius, quien ya observaba a la niña, que seguía desayunando y jugueteando con su comida.
Entonces, la mirada de ella se desvió hacia los recién llegados, y con una curiosidad intensa, observó al hijo de Lucius con un gran interés, como si fuera un muñeco exquisitamente tallado por un gran artesano.
Comprendí que Lucius le había prestado una gran atención a ella. Mientras ellos se dirigían a desayunar, yo, perplejo ante las travesuras de esta niña, no había notado que llevaba consigoaunlaniebla oscura, aunque en menor tamaño, suficiente para cubrir todo su cuerpo. El tono de color era muy débil, lo más seguro es que Lucius la hubiera percibido. Entendí que en cualquier momento este hombre la buscaría.
De pronto, absorto en mis pensamientos, noté que un hombre se había acercado a ella. El encuentro fue tan rápido que solamente pude percibir cómo le entregó un broche de cabello. Habrán pasado unos pocos segundos cuando la inocencia infantil se transformó en una expresión de horror; su rostro se volvió pesimista, dejó de hacer sus movimientos involuntarios y pasó a comportarse como una dama, procediendo a terminar su desayuno. No entendí por qué ese cambio tan repentino; tal vez se debió al broche. Aquel hombre desapareció de una forma como si se hubiera esfumado.
Acto seguido, noté que Lucius se había levantado de su mesa y se acercaba hacia ella. Antes de llegar, había sacado su varita en forma de serpiente, evocando un ser como una sombra, dándole indicaciones para que se postrara junto a la niña como si fuera su camuflaje. Y sabía que estaba en peligro, que ella misma lo intuía. Cuando Lucius llegó a su mesa, en el momento en que ella se levantó, estaba de pie frente a él.
No podíaevocar mis cartas ni mi baculo porque podría revelar mi presencia; un duelo mágico entre magos no me convenía.
En mi mesa, una rosa con espinas de color azul llamó mi atención. La tomé, juntando mis dos dedos, y empecé a conjurar: "Detén y siniestro camino que no debe fusionarse con el camino de otro". Así, la flor se transformó en una daga.
La conversación ya había empezado y ella se veía tensa, pero por unos instantes sonrió y el aura que la rodeaba había aumentado. Era como si sus emociones se alteraran en algún tipo de evento negativo.
Me dirigí hacia ella y, con una actitud decidida, moví la daga hacia la sombra, dejándola prensada debajo de la mesa. Sutilmente, interrumpí la situación extendiendo mi mano y diciendo: —Debemos partir pronto, señorita Luna. Nos aguardan en el siguiente vagón, y la impuntualidad es una afrenta —le dije de la forma más amable posible y sonriéndole.
—Conde Malfoy —sutilmente respondí—, quizás yo también deba disculparme por mi abrupta interrupción. Fue una descortesía de mi parte. Digamos que ambos somos culpables por la premura de nuestros asuntos. Pero si me disculpa, debo llevarme a la señorita Luna; nos esperan, y usted sabe que detesto la impuntualidad. Con su permiso, nos retiramos.
La tomé de la mano, abriéndonos paso entre la multitud del vagón comedor. Nos dirigimos rápidamente hacia mi compartimento. Percibí que la joven intentaba voltear, pero le advertí que no lo hiciera; una sombra nos seguía de cerca y no había tiempo para analizarla. Al instante, ella se aferró a mí. Al llegar a mi vagón, coloqué mi mano izquierda sobre la cerradura y, al invocar mi símbolo, la puerta se abrió de par en par. Nos adentramos velozmente, y allí nos aguardabanmis dos guardianes.
La invité a pasar y cerré la puerta con rapidez. Luna, sorprendida y perpleja, comenzó a realizar movimientos involuntarios. Su rostro reflejaba una mezcla de asombro y confusión al darse cuenta de que este camarote no era como los demás; el vagón había sido modificado por magia a mi voluntad, replicando mi cuarto en Inglaterra.
—¿Cómo sabía mi nombre? —preguntó ella.
—Tu collar hacía alusión a ese nombre —le respondí—, a la vez que su vestimenta tenía varios parches de luna.
Nuestra conversación fue interrumpida por mis dos guardianes, quienes se presentaron en su forma básica. Cada uno lo hizo a su manera, añadiendo un toque enigmático para Luna.
—Amo, aquella sombra nos estaba persiguiendo —me interrumpió Rubymoon con amabilidad.
Sutilmente, decidí invocar las formas reales de mis seres nuevamente. Ambos se posicionaron a mi lado. Mientras evocaba mi báculo, ellos se transformaron, y los ojos de Luna se abrieron con asombro ante el gran destello que este cambio provocaba en mis seres. Golpeé el piso tres veces, y un resplandeciente símbolo de Sol y Luna se manifestó ante todos.
—Luna, te pido amablemente que de nuevo tomes mi mano porque nos vamos a otro lugar fuera del peligro.
Mientras Luna tomaba mi mano izquierda, yo sostenía una de mis cartas en mi mano derecha y, con un murmullo muy bajo, expresé:
—¡Pasado guía, presente impulsa, futuro atrae! En este solsticio de mi voluntad, ¡concédanme cruzar la distancia sin moverme! ¡Que mi ser se desplace, instantáneo, a mi destino! ¡Así sea! —Y exclamé: —¡Retorno!
Todos fuimos teletransportados a un nuevo lugar, dejando atrás el tren y el peligro de la sombra de Lucius.