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El día se escurría lentamente por las paredes de la habitación del hospital. Jan lo sentía con cada célula del cuerpo, pero no era exactamente un movimiento. El tiempo aquí no fluía — se pudría. Hubo otra visita médica. Breve. Formal. El frío de la aguja bajo la piel, el sabor amargo de los medicamentos en la lengua, el plato de plástico con una comida sin rostro que daba náuseas, incluso a su estómago, acostumbrado a la dieta estricta del ballet. Intentó leer, pero las letras se le deshacían detrás de las gafas; la mente se negaba a formar palabras. La irritación dio paso a un sueño corto, inquieto, del que Jan despertó aún más vacío. Las paredes parecían caerle encima, demasiado bajas, recordándole que no era un descanso, sino un callejón sin salida. Nunca le gustaron los hospitales — ni de niño. Su olor siempre le provocó rechazo, esa sensación estéril, medicada, de falta de salida que se filtraba por la ropa y la piel, llenándole los pulmones con una angustia densa, sofocante. Pero ahora estaba ahí. Entre paredes blancas y luces frías. Últimamente, Jan notaba cómo había dejado de vivir. Había empezado a resistir. A esperar que algo, lo que fuera, sucediera. Los médicos explicaban su estado con una claridad cruel: agotamiento crónico, una lesión antigua en la rodilla que se había complicado, tensión acumulada, estrés sin fin que había terminado por bloquearle los músculos. En pocas palabras: corriste demasiado, Witkévitch. Siempre había creído que era capaz de mantener el control — incluso en febrero, cuando su vida habitual se fue al carajo, cuando el país donde había vivido toda su existencia se volvió un mundo cerrado, hermético. Incluso entonces, intentó mantenerse en pie. Pero ahora sentía rabia. Contra sí mismo. Contra su cuerpo, traidor, frágil, ya no como él lo recordaba. Contra París, ciudad ajena y fría, que ya no parecía un refugio, sino otra trampa. No podía aceptar su impotencia. Dolía más que cualquier herida física. — Monsieur Witkievitch, il faut se reposer, — dijo una voz suave por encima de su cabeza, con acento marroquí. Era una enfermera joven, que se acercó para acomodarle la almohada con ese tipo de cuidado inútil que solo consigue irritar más. — Je vais bien, — respondió Jan, seco, encogiendo el hombro. Se lo repitió por dentro: estoy bien. Lo superaré. Pero la mentira no se volvía verdad por repetirla.***
La tarde cayó sin ruido, sin aviso. En esta habitación, el tiempo no tenía contornos claros. Jan yacía de espaldas, sin apartar la vista del techo blanco, cegador. Sentía cómo las ideas intentaban ordenarse en una sola imagen, pero se deshacían, dispersas, en fragmentos sin forma. San Petersburgo le parecía ahora lejano y plano. Toda su vida anterior era como una foto vieja, descolorida: Nico, la sala de ballet, el último ensayo, donde al irse lanzó una mirada al salón vacío, donde aún alguien estaba de pie — un asistente, o quizá sólo el fantasma de su vida pasada. A veces el ballet no termina con la caída del telón ni con el gesto final del bailarín, sino con el silencio. Cuando ya todo está dicho — y repetirlo sería innecesario. El bailarín se va, sin mirar atrás, y tú te quedas solo en la sala — no como un dios que domina el espacio, sino como un hombre que ya no tiene con qué hablar. Porque el lenguaje se agotó. Escuchas la música, sí, pero ya no puedes responderle. Ni montarla. La vida que había construido se derrumbaba sin ruido. Como caen las escenografías — una tras otra, hasta que sólo quedas tú. Solo. El teléfono vibró en algún bolsillo de la bata del hospital — una vibración fina, irritante, como una mosca atrapada en un frasco. Jan estiró el brazo con dificultad y miró la pantalla. “Liza, exesposa.” Por supuesto. Ella tenía ese don: llamar en el peor momento. No contestó. Dejó el teléfono al borde de la mesilla y se incorporó con un breve suspiro. La rodilla crujió — vieja cabrona, traidora. Miró por la ventana, luego volvió a mirar el móvil. Él no la había llamado en un mes. Ella — tercera vez en dos días. — Qué terca eres, mujer — murmuró. — Un poco más y me mandas un vídeo haciendo pasta con jazz de fondo. El sonido se detuvo. Un segundo después llegó un mensaje de voz. “A ver, Witkévitch. O me escribes hoy o voy allá y te hago una lavativa con valeriana. ¿Estás vivo siquiera? Porque soñé que te morías. Aunque conociéndote, ya te peleaste y te liaste con el enfermero. Te abrazo. Stefano te manda saludos. Ah, y nuestro gato se comió el cable de la cafetera. Igual que tú: devora todo lo que puede freírme el sistema nervioso.” Jan soltó el aire. Las comisuras de sus labios temblaron. Quince años de matrimonio no pasan en vano. Dicen que las esposas son como los presidentes: no existen las ex. Estiró la mano hacia el cajón de arriba. Vacío. En el segundo — un bolígrafo, una servilleta y un caramelo de menta. Al menos un cigarro, ¿no? Pensó: “Quizá pedirle uno al vecino y salir al balcón. Aunque salir, ¿a dónde? Estoy aquí sentado como un abuelo.” “Te has liado con alguien…” Liza, lo tuyo… Tocó “responder”. Se quedó colgado en el silencio. Luego deslizó el dedo hacia un lado. Borró y pagó la pantalla. Y murmuró: — Bueno, al menos todavía no estoy muerto. Y fue entonces cuando, por primera vez, se sintió realmente viejo. No era cuestión de edad física, sino esa resistencia sorda en los músculos, ese cansancio del cuerpo que ya no quería obedecer. — Mañana a las 9:00 — la voz, baja pero firme, sonó en la habitación de forma repentina, casi sobresaltando a Jan. No había notado que alguien había entrado. Era el joven médico — Elio, al parecer. Estaba de pie en la puerta, completamente tranquilo, con la tablet en la mano, mirándolo de frente, seguro, sin parpadear. — Su primera sesión completa de rehabilitación. Jan no respondió enseguida. Observó detenidamente la mirada del médico, que no encajaba en absoluto con su apariencia: fría, estable, sin el menor rastro de compasión ni de lástima. — ¿Y si digo que no? — preguntó Jan, entrecerrando los ojos. Elio inclinó un poco la cabeza, sin que se le moviera un solo músculo del rostro. Su voz se mantuvo estable, con un tono apenas perceptible de desafío: — ¿Lo dirá? Jan exhaló despacio. Los labios querían decir "no", pero la lengua no lo dijo. Ese mocoso de ojos de cristal era lo único en esta realidad que no se deshacía en partes. No podía negarse. — Mañana a las 9:00 — repitió Elio y, dándose la vuelta, salió de la habitación sin cerrar la puerta. Jan lo siguió con la mirada, en silencio, sabiendo que volvía a quedarse solo. Y no consigo mismo, ni con lo que solía ser. Solo con un trozo de carne en el que ya no podía confiar, en una ciudad que no lo había esperado. Aquí, en París, lo curaban con la misma frialdad con la que se repara una máquina averiada, una que ya no sirve. Entonces vino el recuerdo: directo, preciso y doloroso. La oficina del director, con ese olor pesado a polvo y café cargado. El director, mayor y cansado, tardó en hablar. Se quitó las gafas, las limpió, buscaba las palabras. Finalmente levantó la vista y preguntó en voz baja: — ¿Está decidido? — Sí, — respondió Jan, con firmeza y sequedad. Puso la carta de renuncia sobre el escritorio. Firmó con la misma precisión con la que solía poner el punto final a una coreografía. — ¿Se deja un puente? — preguntó el director con cautela. Jan asintió brevemente. — Por si acaso. Aún creía que ese “por si acaso” no haría falta. Aún esperaba que fuera algo temporal, solo una pausa. Pero ahora, por primera vez en cuarenta y cinco años, Jan Witkiewicz no sabía quién era. Y por primera vez no estaba seguro de querer volver a saberlo. La voz dentro de él era baja, pero nítida y sin compasión: “¿Quién eres ahora? Sin luces. Sin poder. Solo este cuerpo, que ya no obedece.”