ID de la obra: 339

Solo quería vivir

Slash
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Midi, escritos 8 páginas, 2 capítulos
Descripción:
Dedicatoria:
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Acto I. Posición 1. Demi-plié — Un cuerpo ajeno

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Notas:
París, hospital de la Salpêtrière. Mañana. Jan Witkévitch. Se despertó por el dolor. La mañana, pálida, ya llenaba la habitación, deslizándose suave por las paredes sin rostro. El dolor en el cuerpo era denso, espeso; entre las articulaciones alguien había atornillado clavos de hierro, y ahora se oxidaban hacia adentro, lentamente, con fricción insoportable. El dolor se movía, subía por el cuerpo, enganchándose más con cada gesto. La rodilla latía sorda, la espalda tirante como una cuerda, y en el pecho, justo detrás de las costillas, algo se desplegaba lentamente, como un resorte viejo y oxidado. Intentó mover el brazo — nada. Sólo un eco apagado. El hombro no respondía, era algo aparte de él, ajeno y sin sentido. Los pulmones intentaron inhalar más hondo — pero el aire se atascó en el pecho con dolor y con la imposibilidad de respirar. «Mierda.» Los dedos se deslizaron sobre la sábana — fría, demasiado lisa, ajena. Apoyó la nuca contra la almohada dura, volvió a pasar la mano por la tela: una sintética muerta que raspaba la piel, recordándole que no era su cama, ni su casa. No era la vida que él quería ni la que conocía. Echó la cabeza hacia atrás, la hundió contra el tejido y se quedó mirando el techo — blanco, cegador, con una telaraña de grietas finas. Lo odiaba. Odiaba esa neutralidad de hospital, ese olor estéril a impotencia. París. Hospital. Enfermedad. Absurdo. Esas palabras resonaban en su cabeza, como si anunciaran una lista de apellidos ajenos en el tablón de ensayos. No debía estar aquí. No ahora. No en este punto ridículo, inútil, de la vida. Debería estar en la sala, bajo la luz fuerte de los focos, con la voz ronca marcando correcciones, dando órdenes duras y precisas. Diciendo su eterno: «¡Otra vez!», «La pausa también es música», y «¡No mantienes la vertical!» Y en cambio, estaba acostado — roto y de sobra. El cuerpo, que una vez fue preciso y adiestrado al límite, ahora se deshacía y recordaba un piano desafinado con el pedal flojo. El pijama del hospital le apretaba los hombros. Los dedos se cerraron sobre la sábana — manos de viejo, sin apoyo ni fuerza. Jan Witkévitch, cuarenta y cinco años. Ex maître de ballet, fuera de ritmo. Un hombre que ya no sabía a quién le servía, ni si se necesitaba a sí mismo. — Buenos días, Monsieur Witkievitch. Jan se estremeció. La voz era suave, masculina, con esa precisión medida tras la que se adivina un profesional frío. Jan giró la cabeza con dificultad, cada milímetro le crujía en las vértebras. En el marco de la puerta estaba un médico joven — demasiado joven y demasiado impecable, pulido hasta el brillo. Bata blanca como de quirófano, los cordones de las zapatillas tirantes, perfectos. Dedos finos, sujetando con cuidado una tablet. El rostro — liso, de porcelana. Ojos grandes, transparentes, casi de cristal, como los de un niño. «Un chico», pensó Jan, con una sonrisa seca, mental. A estos los había visto por cientos — en el cuerpo de ballet, en los palcos aterciopelados: callados, firmes, espalda recta y mirada vacía. Los llamaban “conejitos”. Chicos bonitos, puestos para distraer. — No ha muerto. Felicidades — dijo él. — ¿Dónde estoy?.. — la voz le salió áspera, ajena. — Hospital de la Salpêtrière. Lo trajeron con una compresión intercostal, atrapamiento nervioso — echó una mirada rápida a la tablet —, tiene una antigua lesión en la rodilla, complicación en la zona lumbar, inflamación, agotamiento crónico. Y, posiblemente... — entrecerró los ojos, se le marcó apenas una sonrisa — una deformación del orgullo. Jan alzó una ceja. En el pecho, un nudo de irritación. Miró al joven médico en silencio, con esa expresión particular con la que solía poner en su sitio a un bailarín que olvidaba estirar el empeine. Pero no dijo nada. Cerró los ojos. San Petersburgo había quedado atrás. Con los trajes, las gasas, la orquesta y la música que ya no sonaba. Ahora, en lugar del escenario — la cama. En lugar de sus órdenes — una enfermera. Y el silencio pegajoso del hospital. — Elio Conti, llevaré su rehabilitación — se presentó el “conejito”, con tono alegre. Jan esbozó una sonrisa breve, sin abrir los ojos. — Lo siento por ti. (Dios mío. ¿Quién lo dejó acercarse a mí? ¿Se acabaron los médicos en este sitio?) — Estoy acostumbrado. Jan abrió los ojos por fin. Elio seguía allí, sin moverse. — ¿Usted ha tenido lesiones? — preguntó sin despegar los ojos de la tablet. — Solo morales — murmuró Jan. — Son peores — concluyó el médico. Jan intentó volver a sonreír, pero el rostro no obedecía. Cerró los ojos de nuevo. En un costado, la rabia vieja palpitó con más fuerza. — No gasten recursos. Cremación directa — y a casa. — No — contestó Elio, con calma. — Empezaremos con masaje. Se dio la vuelta, asintió brevemente y salió. Sin cerrar la puerta. La atmósfera en la habitación se volvió más densa aún. En algún lugar, al otro lado del muro, pitó un monitor — sonido corto, apagado, y luego silencio. Una puerta se cerró con un golpe seco. — Se fue. Corazón. El número veintitrés este mes — dijo una voz femenina, cansada, sin matices. No hubo respuesta. Sólo pasos suaves, indiferentes, pasaron por el pasillo. Jan entreabrió los ojos. El techo era el mismo — blanco, liso. Veintitrés. «Buena estadística. Da para montar una obra. “Muerte y hospital. En tres actos.” Con orquesta, por supuesto — que toquen mientras se van.» Volvió a cerrar los ojos. Le pinchó el pecho. La muerte aquí sonaba como ruido de fondo. No un evento. Un murmullo detrás de la pared. Alguien se fue. Y Jan se quedó. A solas consigo. Con su cuerpo, que de pronto era ajeno. Traidor. Yacía escuchando el silencio leve del pasillo, sin querer pensar en lo que vendría después. El recuerdo llegó de golpe — la maleta junto a la puerta, los trajes marcados en el armario, las fotos bajo la cama. Recordó su cara en el espejo — el reflejo vacío de alguien que había perdido todo lo que consideraba esencia. No hubo portazo. No desafío. Simplemente salió, sin mirar atrás. «Ya no eres dios», resonó en su cabeza. El cuerpo era ligero — pero no libre. No. Vacío. Nadie lo detuvo entonces. Y tampoco había nadie para hacerlo. Ahora yacía aquí, en París, en una ciudad ajena, en un hospital que no eligió. Y por primera vez en muchos años, Jan Witkiewicz no sabía quién era. Ni si quería saberlo.

***

El día se escurría lentamente por las paredes de la habitación del hospital. Jan lo sentía con cada célula del cuerpo, pero no era exactamente un movimiento. El tiempo aquí no fluía — se pudría. Hubo otra visita médica. Breve. Formal. El frío de la aguja bajo la piel, el sabor amargo de los medicamentos en la lengua, el plato de plástico con una comida sin rostro que daba náuseas, incluso a su estómago, acostumbrado a la dieta estricta del ballet. Intentó leer, pero las letras se le deshacían detrás de las gafas; la mente se negaba a formar palabras. La irritación dio paso a un sueño corto, inquieto, del que Jan despertó aún más vacío. Las paredes parecían caerle encima, demasiado bajas, recordándole que no era un descanso, sino un callejón sin salida. Nunca le gustaron los hospitales — ni de niño. Su olor siempre le provocó rechazo, esa sensación estéril, medicada, de falta de salida que se filtraba por la ropa y la piel, llenándole los pulmones con una angustia densa, sofocante. Pero ahora estaba ahí. Entre paredes blancas y luces frías. Últimamente, Jan notaba cómo había dejado de vivir. Había empezado a resistir. A esperar que algo, lo que fuera, sucediera. Los médicos explicaban su estado con una claridad cruel: agotamiento crónico, una lesión antigua en la rodilla que se había complicado, tensión acumulada, estrés sin fin que había terminado por bloquearle los músculos. En pocas palabras: corriste demasiado, Witkévitch. Siempre había creído que era capaz de mantener el control — incluso en febrero, cuando su vida habitual se fue al carajo, cuando el país donde había vivido toda su existencia se volvió un mundo cerrado, hermético. Incluso entonces, intentó mantenerse en pie. Pero ahora sentía rabia. Contra sí mismo. Contra su cuerpo, traidor, frágil, ya no como él lo recordaba. Contra París, ciudad ajena y fría, que ya no parecía un refugio, sino otra trampa. No podía aceptar su impotencia. Dolía más que cualquier herida física. — Monsieur Witkievitch, il faut se reposer, — dijo una voz suave por encima de su cabeza, con acento marroquí. Era una enfermera joven, que se acercó para acomodarle la almohada con ese tipo de cuidado inútil que solo consigue irritar más. — Je vais bien, — respondió Jan, seco, encogiendo el hombro. Se lo repitió por dentro: estoy bien. Lo superaré. Pero la mentira no se volvía verdad por repetirla.

***

La tarde cayó sin ruido, sin aviso. En esta habitación, el tiempo no tenía contornos claros. Jan yacía de espaldas, sin apartar la vista del techo blanco, cegador. Sentía cómo las ideas intentaban ordenarse en una sola imagen, pero se deshacían, dispersas, en fragmentos sin forma. San Petersburgo le parecía ahora lejano y plano. Toda su vida anterior era como una foto vieja, descolorida: Nico, la sala de ballet, el último ensayo, donde al irse lanzó una mirada al salón vacío, donde aún alguien estaba de pie — un asistente, o quizá sólo el fantasma de su vida pasada. A veces el ballet no termina con la caída del telón ni con el gesto final del bailarín, sino con el silencio. Cuando ya todo está dicho — y repetirlo sería innecesario. El bailarín se va, sin mirar atrás, y tú te quedas solo en la sala — no como un dios que domina el espacio, sino como un hombre que ya no tiene con qué hablar. Porque el lenguaje se agotó. Escuchas la música, sí, pero ya no puedes responderle. Ni montarla. La vida que había construido se derrumbaba sin ruido. Como caen las escenografías — una tras otra, hasta que sólo quedas tú. Solo. El teléfono vibró en algún bolsillo de la bata del hospital — una vibración fina, irritante, como una mosca atrapada en un frasco. Jan estiró el brazo con dificultad y miró la pantalla. “Liza, exesposa.” Por supuesto. Ella tenía ese don: llamar en el peor momento. No contestó. Dejó el teléfono al borde de la mesilla y se incorporó con un breve suspiro. La rodilla crujió — vieja cabrona, traidora. Miró por la ventana, luego volvió a mirar el móvil. Él no la había llamado en un mes. Ella — tercera vez en dos días. — Qué terca eres, mujer — murmuró. — Un poco más y me mandas un vídeo haciendo pasta con jazz de fondo. El sonido se detuvo. Un segundo después llegó un mensaje de voz. “A ver, Witkévitch. O me escribes hoy o voy allá y te hago una lavativa con valeriana. ¿Estás vivo siquiera? Porque soñé que te morías. Aunque conociéndote, ya te peleaste y te liaste con el enfermero. Te abrazo. Stefano te manda saludos. Ah, y nuestro gato se comió el cable de la cafetera. Igual que tú: devora todo lo que puede freírme el sistema nervioso.” Jan soltó el aire. Las comisuras de sus labios temblaron. Quince años de matrimonio no pasan en vano. Dicen que las esposas son como los presidentes: no existen las ex. Estiró la mano hacia el cajón de arriba. Vacío. En el segundo — un bolígrafo, una servilleta y un caramelo de menta. Al menos un cigarro, ¿no? Pensó: “Quizá pedirle uno al vecino y salir al balcón. Aunque salir, ¿a dónde? Estoy aquí sentado como un abuelo.” “Te has liado con alguien…” Liza, lo tuyo… Tocó “responder”. Se quedó colgado en el silencio. Luego deslizó el dedo hacia un lado. Borró y pagó la pantalla.

Y murmuró: — Bueno, al menos todavía no estoy muerto. Y fue entonces cuando, por primera vez, se sintió realmente viejo. No era cuestión de edad física, sino esa resistencia sorda en los músculos, ese cansancio del cuerpo que ya no quería obedecer. — Mañana a las 9:00 — la voz, baja pero firme, sonó en la habitación de forma repentina, casi sobresaltando a Jan. No había notado que alguien había entrado. Era el joven médico — Elio, al parecer. Estaba de pie en la puerta, completamente tranquilo, con la tablet en la mano, mirándolo de frente, seguro, sin parpadear. — Su primera sesión completa de rehabilitación. Jan no respondió enseguida. Observó detenidamente la mirada del médico, que no encajaba en absoluto con su apariencia: fría, estable, sin el menor rastro de compasión ni de lástima. — ¿Y si digo que no? — preguntó Jan, entrecerrando los ojos. Elio inclinó un poco la cabeza, sin que se le moviera un solo músculo del rostro. Su voz se mantuvo estable, con un tono apenas perceptible de desafío: — ¿Lo dirá? Jan exhaló despacio. Los labios querían decir "no", pero la lengua no lo dijo. Ese mocoso de ojos de cristal era lo único en esta realidad que no se deshacía en partes. No podía negarse. — Mañana a las 9:00 — repitió Elio y, dándose la vuelta, salió de la habitación sin cerrar la puerta. Jan lo siguió con la mirada, en silencio, sabiendo que volvía a quedarse solo. Y no consigo mismo, ni con lo que solía ser. Solo con un trozo de carne en el que ya no podía confiar, en una ciudad que no lo había esperado. Aquí, en París, lo curaban con la misma frialdad con la que se repara una máquina averiada, una que ya no sirve. Entonces vino el recuerdo: directo, preciso y doloroso. La oficina del director, con ese olor pesado a polvo y café cargado. El director, mayor y cansado, tardó en hablar. Se quitó las gafas, las limpió, buscaba las palabras. Finalmente levantó la vista y preguntó en voz baja: — ¿Está decidido? — Sí, — respondió Jan, con firmeza y sequedad. Puso la carta de renuncia sobre el escritorio. Firmó con la misma precisión con la que solía poner el punto final a una coreografía. — ¿Se deja un puente? — preguntó el director con cautela. Jan asintió brevemente. — Por si acaso. Aún creía que ese “por si acaso” no haría falta. Aún esperaba que fuera algo temporal, solo una pausa. Pero ahora, por primera vez en cuarenta y cinco años, Jan Witkiewicz no sabía quién era. Y por primera vez no estaba seguro de querer volver a saberlo. La voz dentro de él era baja, pero nítida y sin compasión: “¿Quién eres ahora? Sin luces. Sin poder. Solo este cuerpo, que ya no obedece.”
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