Capítulo 13. Secuelas.
4 de julio de 2025, 21:51
Capítulo 13: Secuelas.
El sonido de una cerradura mágica deslizándose fue como un trueno para los oídos de Mike. Cada clic se sintió como si resonara dentro de su cráneo.
La puerta del ritual se abrió con lentitud y solemnidad.
—Ya basta de drama —dijo Augusta Longbottom desde el umbral, con una voz que quería sonar firme… pero que no ocultaba del todo su orgullo ni su alivio.
Mike alzó la vista hacia ella. Incluso su silueta parecía más imponente ahora, como si sus sentidos aún no pudieran filtrar bien la proporción y la perspectiva. Detrás de ella, la luz del pasillo entraba como un río, cegadora por un instante.
—¿Están enteros? —preguntó Augusta, cruzando los brazos.
Neville fue el primero en intentar levantarse. Sus piernas temblaron como si no fueran suyas. Tuvo que apoyarse en la pared, respirando con fuerza. Mike lo imitó y se levantó con lentitud, pero sintió cómo cada músculo se contraía demasiado, cómo cada paso se sentía mal calculado. Como si la señal de "caminar" llegara tarde a sus piernas.
—¿Qué les pasa? —preguntó Augusta, arqueando una ceja.
—Todos los sentidos activados a la vez… —gruñó Mike mientras daba un paso y su equilibrio tambaleó como un ciervo recién nacido—. Es como… vivir con el volumen al máximo.
Neville dio otro paso, chocó con una silla invisible en su percepción, y soltó una maldición entre dientes. Ambos se miraron con una mezcla de risa y desesperación.
—Vamos, patéticos héroes —dijo Augusta, con un leve gesto de la varita que hizo que la sala ritual se disipara lentamente, como si fuera un sueño olvidado—. No han comido en cinco días, y lo que necesitan ahora es grasa, azúcar y pan caliente.
Los condujo al comedor como una pastora escoltando a sus dos corderos aturdidos. Cada paso por los pasillos familiares era una odisea. El roce de la túnica en la piel les causaba cosquillas incómodas. Las luces parpadeantes hacían que entrecerraran los ojos. El sonido de sus propias pisadas parecía ensordecedor.
—¿Así se siente tener superpoderes? —murmuró Mike.
—Esto no son superpoderes —contestó Neville, aferrándose al marco de la puerta—. Es tener todos los sentidos gritando a la vez.
—Bienvenidos a la hipersensibilidad —agregó Augusta con una sonrisa apenas visible.
Al llegar al comedor, la mesa ya estaba servida. Pan dorado, sopa humeante, carne de res al horno, frutas frescas, jugo de calabaza y pastel de melaza.
El olor… oh, el olor. Los golpeó como una ola.
Neville casi se arrodilla de agradecimiento.
—Si me muero ahora, al menos será con el estómago lleno —bromeó.
—Cállate y siéntate —dijo Augusta—. Y no se atraganten. Con los sentidos como están, hasta masticar puede parecer un campo de batalla.
Se sentaron. Torpes. Como si el cuerpo tuviera mil nuevas reglas que aprender. Los cubiertos pesaban más. La sopa estaba más caliente de lo esperado. El pastel sabía tan intenso que les costaba identificar si era delicioso… o un poco demasiado.
Pero lo comieron todo.
Sin hablar demasiado.
Solo mirándose, respirando hondo, y entendiendo que la parte difícil no era el ritual.
Era lo que venía después.
Y lo harían juntos.
…….
1 de enero – Residencia Longbottom
La luz de la mañana entraba tímida por las cortinas del cuarto, pero para Mike era como si el mismísimo sol le estuviera gritando. Cada mota de polvo en el aire parecía un trazo en alta definición; el roce de las sábanas sobre su piel era como si cientos de pequeños alfileres le acariciaran los nervios. El más leve crujido de la madera debajo de su colchón resonaba como un trueno en su cráneo.
Y lo peor era la cabeza.Era como si el universo entero le hubiese sido volcado encima a presión, y sus pensamientos se
estrellaran unos con otros a la velocidad de la luz. Podía oler la tinta seca en el pergamino sobre el escritorio, la cera de una vela apagada hacía días, el perfume sutil del jabón que usó Neville la noche anterior.
Del otro lado del cuarto, Neville también gemía, acurrucado contra su almohada.
—¿Sigues vivo? —preguntó Mike, o creyó preguntar. Lo que en realidad salió fue una voz rasposa, temblorosa, como si hasta el habla necesitara calibrarse de nuevo.
—Me duele hasta el aire —respondió Neville, y Mike apenas pudo distinguir si lo dijo o si simplemente lo pensó tan fuerte que lo oyó.
Unos minutos después, Augusta entró al cuarto.
—Ya es hora. A comer.
—¿Nos odia? —dijo Mike, sin moverse.
Ella enarcó una ceja, luego hizo un movimiento de varita y una tenue neblina azul se expandió por la habitación, atenuando la intensidad de la luz y los sonidos. Ambos chicos suspiraron aliviados.
—¿Así que por fin notan los efectos secundarios? —dijo con tono severo, aunque sus ojos reflejaban cierto orgullo. —La sobrecarga sensorial es la fase final. De no haber completado los dos primeros rituales, ya estarían en San Mungo o peor. El cuerpo humano no está hecho para percibir tanto... al menos no sin preparación.
—¿Esto es normal? —preguntó Neville, arrastrando las palabras.
—Más de lo que quisieran. Pero podrán adaptarse. Su sistema nervioso necesita tiempo para recalibrarse. Aprenderán a atenuar sus sentidos por voluntad, como filtrar información innecesaria. Es una habilidad que requiere disciplina y tiempo.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Mike, incorporándose lentamente. Su equilibrio seguía siendo precario, como si su cuerpo no supiera qué hacer con tanta información a la vez.
—Eso depende de ustedes. Por eso les daré estos tres días para caminar, respirar y aprender a vivir con sus nuevos cuerpos. El 4 de enero regresan a Hogwarts... y no quiero que nadie sospeche nada extraño. ¿Entendido?
Ambos asintieron, aún tambaleantes, mientras Augusta los conducía al comedor. El simple trayecto por el pasillo fue un desafío: cada paso era una sinfonía de estímulos. Los cuadros en las paredes parecían más vivos, los ruidos de la casa más nítidos. Aún con el hechizo amortiguador, sentían el mundo entero vibrar alrededor de ellos.
El primer día, Mike y Neville apenas podían moverse sin tropezar con sí mismos. A pesar de la amortiguación sensorial que Augusta aplicó a la casa, el mundo aún parecía gritarles por cada poro. Mike dejó caer su tenedor más de una vez por no calcular bien su agarre, y Neville casi rompió un vaso al sostenerlo con demasiada fuerza. Sus cuerpos eran como instrumentos finos que aún no sabían tocar.
El segundo día, Augusta los llevó al invernadero. No para entrenar en combate —aún no—, sino para enseñarles a recuperar la coordinación. Tuvieron que trasplantar algunas flores y plantas pequeñas, afinar su percepción con tareas delicadas, y practicar ejercicios de equilibrio con los ojos vendados para forzarlos a confiar en su propio cuerpo, no solo en sus sentidos.
Cada movimiento era lento, medido. Mike sentía su piel vibrar con cada brisa, sus oídos distinguían incluso los latidos de Neville a su lado. Y sin embargo, a pesar de la intensidad, empezaban a encontrar momentos de quietud: un segundo de estabilidad, un instante en que su cuerpo respondía como antes, pero mejor.
El tercer día, Augusta los reunió en la biblioteca. Con una taza de té en la mano y mirada severa, les habló con la voz clara de una maestra endurecida por los años.
—Ya pueden caminar sin tambalearse —comenzó—, y pueden sostener una taza sin romperla o temblar. Eso es progreso, pero no deben confundirse: ahora están más débiles que cuando llegaron.
Ambos la miraron, sorprendidos.
—¿Más débiles? —preguntó Neville.
—Claro. Tienen un cuerpo más potente, más receptivo, pero aún no saben cómo usarlo. Es como si a un violinista amateur le entregaran un Stradivarius. ¿Creen que haría mejor música de inmediato? No. Probablemente lo arruinaría.
Mike frunció el ceño, procesando.
—Entonces... ¿cuáles son las ventajas reales?
Augusta apoyó la taza con suavidad.
—Su metabolismo es más eficiente. Sanarán más rápido, dormirán menos pero mejor. Su capacidad pulmonar, su resistencia muscular y su sistema inmunológico están por encima del promedio. Sus reflejos son superiores, sus sentidos pueden detectar cosas que otros ni notarían. Pero todo eso... solo servirá si entrenan. El cuerpo es una herramienta. El arma es la mente que lo guía.
Se levantó y caminó hacia la ventana.
—Aprenderán a escuchar a su entorno como si les hablara. Percibir mentiras en un cambio de ritmo del corazón. Anticipar movimientos en un duelo por el peso en los pasos. Reconocer venenos por el olor más leve o rastrear magia residual por el cambio sutil del aire. Pero eso tomará meses.
—¿Y si no lo logramos? —preguntó Mike, serio.
—Entonces serán como caballos desbocados: poderosos, veloces... y completamente inútiles en batalla.
El silencio se asentó como una manta densa.
—Por eso —agregó Augusta, mirándolos a ambos—, no se permitan retroceder. Cada entrenamiento que hagamos de ahora en adelante tiene que partir de esta nueva base. Tendrán que reaprender lo básico, redomarse. Pero si lo hacen bien... serán capaces de cosas que ni los aurores mejor entrenados podrían igualar a su edad.
Mike y Neville intercambiaron una mirada silenciosa. Dolor, cansancio, miedo... y una chispa de determinación mutua.
—Empezamos mañana —dijo Mike.
—Mañana regresan a Hogwarts —replicó Augusta—. Y van a actuar como si nada hubiera pasado. Pero en secreto, cada paso que den, cada hechizo que lancen... será una oportunidad de afinarse. El profesor Flitwick les ayudara a practicar allá.
Neville tragó saliva, asintiendo.
—Gracias, abuela.
Ella asintió con solemnidad, pero no sin una sombra de ternura en sus ojos.
—No me den las gracias. Gánense el derecho a vivir con lo que han elegido. Eso será suficiente.
……….
Bosque Prohibido – Medianoche, unos días antes de que los alumnos volvieran de las vacaciones de invierno.
La luz de la luna apenas traspasaba el dosel de ramas retorcidas que cubría el Bosque Prohibido. Los árboles crujían con el viento, y el suelo, cubierto de hojarasca húmeda, amortiguaba los pasos de Hermione y Ron, que avanzaban con linternas mágicas tenues y varitas listas, siguiendo una hilera inquietante de arañas que se alejaban del castillo.
—¿Aún estás segura de esto? —murmuró Ron, tragando saliva mientras apartaba con cuidado una telaraña del tamaño de su cabeza.
Hermione asintió, con el rostro tenso y el libro de bestias mágicas apretado contra el pecho.
—Son la única pista que tenemos. Y nadie más parece notarlas.
No llevaban la capa de invisibilidad —Mike no la había dejado—, así que avanzaban lo más sigilosamente posible, sabiendo que cualquier ruido podría atraer la atención de criaturas menos... cooperativas.
El bosque se volvía más oscuro y cerrado a cada paso. Ron resbaló al tropezar con una raíz, y Hermione lo sostuvo del brazo antes de que cayera.
—Gracias —susurró, y luego agregó en voz baja—. ¿Escuchaste eso?
Un chasquido seco se oyó a su izquierda. Luego otro. Ron levantó la varita.
—Esto es una pésima idea. Una de las peores. Justo ahora estaría comiendo pastel de calabaza en la sala común...
—Shhh. Mira —interrumpió Hermione, señalando al frente.
Las arañas se habían detenido. Y entonces, sin previo aviso, comenzaron a dispersarse por los árboles. Un silencio espeso cayó sobre ellos.
Hermione y Ron apenas tuvieron tiempo de reaccionar antes de que una forma enorme emergiera de entre los troncos: un cuerpo cubierto de pelos oscuros, patas que crujían con cada paso, y un par de ojos múltiples que brillaban a la luz de la varita. Ron se quedó paralizado.
—No... no puede ser...
—No te muevas —susurró Hermione, aunque su voz temblaba.
La criatura no atacó. Se limitó a observarlos. Y entonces habló, con una voz ronca, cavernosa.
—¿Por qué vienen, humanos?
Hermione tragó saliva.
—Nos dijeron que las arañas huían del castillo... Creímos que ustedes sabrían por qué.
Detrás del monstruo —una acromántula, supo Hermione en ese instante— surgieron más. Decenas. Tal vez cientos. Algunas colgaban de las ramas. Otras avanzaban en círculo, cerrándoles el paso.
La gran acromántula —más vieja, con patas temblorosas por la edad— no parecía hostil, pero tampoco del todo amistosa.
—Nosotros huimos... porque el viejo enemigo ha despertado.
—¿Qué enemigo? —preguntó Ron, su voz ronca.
—Lo que duerme en las piedras del castillo... Lo que acecha sin ser visto. No hablamos su nombre. Nosotros... no nos acercamos a ese lugar desde hace generaciones.
Hermione intercambió una mirada tensa con Ron.
—¿Hace cuánto lo han visto? ¿Saben qué es?
—No. Solo sabemos que donde él pasa, los nuestros mueren.
Las arañas empezaron a acercarse. Demasiado. El tono del anciano arácnido se volvió grave.
—No debieron venir.
Una de las acromántulas más jóvenes se lanzó sin previo aviso. Hermione gritó, Ron levantó la varita y lanzó un hechizo aturdidor que apenas desvió a la criatura. Otra avanzó desde el flanco derecho. El círculo se cerraba.
—¡Retrocede! —gritó Hermione, empujando a Ron hacia un claro—. ¡Lumos Maxima!
La explosión de luz los rodeó brevemente, desorientando a varias arañas. Pero no bastaría. Estaban rodeados.
Y entonces, un sonido familiar: pasos apresurados, ramas quebrándose, y una voz grave que retumbó entre los árboles.
—¡Aragog! ¡Basta! ¡Son amigos!
Era Hagrid.
Emergió entre las sombras, su abrigo de piel agitado por la carrera, y se colocó frente a los dos chicos. Las acromántulas se detuvieron. Aragog giró lentamente hacia él.
—Hagrid... tú trajiste humanos.
—No sabían, Aragog. Están buscando respuestas. Igual que tú cuando te escondiste aquí.
Hubo una pausa pesada. Luego, Aragog retrocedió lentamente.
—Por ti, los dejaremos marchar.
Hagrid asintió. No dio las gracias. Solo tomó a Hermione y Ron de los hombros y los empujó hacia el camino de regreso.
Caminaron sin hablar durante largos minutos, hasta que la espesura del bosque quedó atrás y vieron la silueta del castillo, imponente bajo la luna.
—¿Están bien? —preguntó Hagrid al fin.
Ron se dejó caer sobre una piedra, temblando.
—Nunca... nunca más. Ni una araña más en mi vida. Lo juro.
Hermione seguía en silencio, repasando mentalmente cada palabra que había oído. Sabía que no era suficiente. Pero también sabía que estaban cerca. Muy cerca.
—Gracias, Hagrid —dijo al fin, con la voz baja.
El guardabosques asintió, su rostro serio.
—No vuelvan a entrar sin mí. Esta vez tuvieron suerte.
Y así, bajo el cielo helado, volvieron al castillo. Habían seguido a las arañas buscando respuestas... y habían encontrado miedo. Un miedo antiguo. De una criatura sin nombre... que solo estaba comenzando a despertar.
………..
4 de enero – Estación King's Cross, Londres
La estación olía a demasiadas cosas a la vez: aceite quemado, pan recién horneado, el sudor de cientos de cuerpos, perfumes baratos, papel de periódico húmedo. Cada paso que Mike daba era un campo minado de estímulos que se clavaban como agujas en sus nervios. No había silencio. Todo era gritos, pasos, ruedas rodando, niños llorando, gatos maullando, un tren a lo lejos silbando como un dragón moribundo.
—No puedo... —murmuró Mike, apretando los dientes mientras se sujetaba del carrito con la jaula de Hedwig.
Neville iba a su lado, pálido como un fantasma, respirando por la boca como si el aire lo golpeara con cada inspiración.
—Nos vamos a desmayar antes de llegar al andén —logró decir entre dientes.
La travesía hasta el muro del andén 9¾ fue una tortura. Cada roce accidental de una persona los sobresaltaba, como si les hubieran arrojado una descarga eléctrica. Las voces eran demasiado agudas o demasiado graves, y el traqueteo del tren al llegar les perforó los tímpanos. Cruzar al otro lado del muro fue como atravesar una cortina de fuego helado.
Ya a bordo del Expreso de Hogwarts, no hablaron. Solo caminaron tambaleándose hasta el primer compartimiento vacío que encontraron. Mike cerró la puerta con manos temblorosas y se dejó caer en el asiento como si acabara de sobrevivir a una guerra.
—Esto es el infierno —murmuró.
—Peor —susurró Neville—. En el infierno hay menos ruido.
Ambos se quedaron en silencio unos minutos, jadeando levemente, concentrándose en regular su respiración. Mike cerró los ojos, tratando de suavizar los sentidos, como Augusta les había enseñado. Como si mentalmente bajara los diales de su percepción.
Alguien golpeó la puerta del compartimiento con suavidad.
Ambos se tensaron de inmediato. Pero la puerta se abrió con calma, y Daphne Greengrass asomó la cabeza. Su cabello rubio estaba peinado con una elegancia discreta, y traía una pequeña maleta de cuero a un lado. Sonrió levemente al verlos, aunque sus ojos se entrecerraron en duda.
—¿Puedo pasar? —preguntó—. El resto del tren parece una jungla, y francamente, después de la fiesta del solsticio, mamá dijo que ya puedo hablar con ustedes en público.
Mike asintió con una sonrisa débil, agradecido. Neville solo murmuró un "sí" apenas audible.
Daphne se sentó frente a ellos, pero los observó en silencio por unos segundos. Luego, con una ceja arqueada, preguntó:
—¿Por qué parecen a punto de vomitar o morir? ¿y porque Mike no lleva sus lentes?
Neville soltó una risa ahogada. Mike se recostó en el respaldo, cerrando los ojos.
—Es... complicado.
—Complicado como en "nos peleamos con una mantícora" o como en "jugamos con magia antigua de dudosa procedencia"?
Mike abrió un ojo.
—Más como "rituales de familia ancestral que nos reestructuraron el cuerpo y ahora percibimos todo de forma distinta y todavía no sabemos cómo lidiar con eso".
Daphne parpadeó. Una, dos veces.
—¿Y eso es literal o una metáfora muy elaborada para decir que tienen resaca?
—Literal —dijeron los dos al unísono.
Daphne se quedó en silencio. Luego suspiró, se quitó el abrigo y lo dobló cuidadosamente.
—Bien. Entonces supongo que tienen una excusa decente para parecer tan... frágiles.
—Gracias —dijo Neville con sarcasmo, apoyando la cabeza contra el vidrio.
—¿Eso significa que ahora pueden oler lo que desayuné hace cuatro horas? —preguntó Daphne, mirando a Mike.
Él ladeó una sonrisa.
—Sí. Debo decir que esperaba algo más que un desayuno de huevos con tocino para usted milady.
Daphne hizo una mueca.
—Encantador.
El tren empezó a moverse. Mike se aferró al asiento, sintiendo cómo cada vibración del motor se transmitía a través de sus huesos. Cerró los ojos y se concentró en el sonido de la voz de Daphne y sus latidos, en la familiaridad de Neville a su lado. Puntos de estabilidad en medio del caos.
A pesar de todo, estaban de regreso. Y tenían mucho por delante.
—¿Y bien? —preguntó Daphne con una media sonrisa—. ¿Van a contarme todo... o tengo que sobornarlos?
Mike sonrió por primera vez en horas.
—Te lo contamos. Pero prométeme que hablarás más bajo.
……………
La llegada a Hogsmeade fue como recibir una bofetada de caos y frío. Las voces, las pisadas sobre la nieve, el relincho de los thestrals... todo era como una tormenta sensorial sobrecargada. Mike y Neville se mantuvieron estoicos, pero caminaban con la torpeza de quienes han olvidado cómo moverse entre multitudes.
Ambos subieron al carruaje como si cada paso pesara el doble. En el trayecto, se obligaron a respirar por la nariz, ojos entrecerrados, tratando de ignorar los olores intensificados del barro congelado, el cuero de los asientos, incluso el sudor tenue del conductor.
Al llegar al castillo, los grandes portones y el calor del vestíbulo no ofrecieron el alivio esperado. Todo dentro de Hogwarts parecía más brillante, más ruidoso. El murmullo de los alumnos al reencontrarse se sentía como un enjambre de abejas metido en sus cabezas.
—Esto es un infierno —susurró Neville, mientras caminaban hacia la torre de Gryffindor.
—El peor lugar para acostumbrarnos... y también el único —murmuró Mike.
Fue en el vestíbulo de la sala común donde los encontraron.
—¡Harry! —La voz de Hermione fue como un estallido en su oído izquierdo. Mike giró, forzando una sonrisa.
Ella y Ron se acercaron rápido, cargando sus cosas y sonriendo... hasta que los vieron de cerca.
—¿Pero qué... qué les pasó? —preguntó Ron, mirando la palidez en sus rostros, los ojos vidriosos, los movimientos tensos.
—¿Están enfermos? —insistió Hermione—. ¿Fueron atacados?
Mike y Neville intercambiaron una mirada breve. Luego asintieron hacia un rincón más apartado del vestíbulo, donde podrían hablar sin oídos cercanos.
Ya a salvo de curiosos, Mike fue el primero en hablar.
—No estamos enfermos. Pero sí... diferentes. Hicimos algo. Algo complicado.
—¿Complicado cómo? —preguntó Hermione, entrecerrando los ojos con sospecha.
—Fue un ritual —dijo Neville con suavidad—. De la familia Longbottom. Uno antiguo.
Ambos Gryffindor se quedaron en silencio por un instante. Ron fue el primero en reaccionar.
—¿Un ritual? ¿De esos que hacen los locos en libros antiguos?
—No es magia oscura —dijo Mike rápido—. Es magia antigua. Se supone que ayuda a mejorar el cuerpo... y los sentidos.
—¿Se supone? —Hermione alzó una ceja—. ¿Ustedes no saben lo que hicieron exactamente?
—Sabíamos lo suficiente —contestó Neville, bajando la voz—. Y la abuela lo supervisó todo. No fue una locura irresponsable. Pero no podemos contarles todo.
—¿Por qué no? —Ron frunció el ceño.
—Porque son secretos de mi familia —dijo Neville con firmeza—. Y porque... no tienen entrenamiento para proteger su mente. No lo decimos por falta de confianza, sino por precaución.
Hermione cruzó los brazos.
—Eso es magia peligrosa. Lo sabes, ¿verdad? Ritual antiguo, cambio físico, alteración sensorial... eso roza el tipo de hechizos que los aurores investigan.
—Hermione, por favor —dijo Mike, tratando de sonar conciliador—. Lo hicimos con cuidado. No estamos malditos. Solo... nos estamos adaptando.
—Adaptándose a qué, ¿sentir todo al máximo? ¿Sufrir? ¿Eso te parece sensato?
—No lo entiendes —Neville levantó la voz un poco más de lo habitual, inusualmente molesto—. Esto era necesario. No es una mejora instantánea. Es una base. Ahora tenemos que trabajar el doble. Pero necesitábamos esa base.
—¿Y si les hubiera salido mal? —intervino Hermione—. ¿Y si uno de ustedes se quedaba... no sé, ciego o con el cerebro frito?
Mike cerró los ojos por un momento.
—Sabíamos los riesgos. Los aceptamos.
El silencio que siguió fue espeso. Hermione bajó un poco la mirada, claramente ofendida. Ron se cruzó de brazos, negando con la cabeza.
—No me gusta —dijo al fin—. Y no creo que Dumbledore lo aprobaría.
—No todo depende de él —murmuró Neville.
—Y ni siquiera estamos pidiendo que les guste —añadió Mike, con un deje de cansancio real en la voz—. Solo que lo acepten y dejen de gritar.
Hermione apretó los labios. Finalmente, asintió con frialdad.
—Bien. Pero no esperen que me quede callada si veo que esto los está dañando.
—Eso nunca lo esperaría de ti —respondió Mike, sin sarcasmo.
La conversación terminó sin reconciliación clara. Los cuatro subieron a la torre, y aunque compartían la misma casa, una grieta sutil se había abierto entre ellos. Pequeña, pero real. Una que, sin cuidados, podría crecer con el tiempo.
……….
El aula ya estaba vacía cuando Flitwick cerró la puerta con un movimiento suave de su varita. Caminó con pasos tranquilos hasta su escritorio, mientras Mike y Neville permanecían de pie, expectantes.
—Augusta Longbottom me escribió durante las vacaciones —comenzó con serenidad—. Me informó que ambos completaron los tres rituales físicos tradicionales de su familia.
Los dos chicos asintieron. Flitwick los observó con atención, midiendo el cansancio en sus ojos, la tensión en sus hombros, y la hipersensibilidad evidente en su lenguaje corporal.
—Puedo notar los efectos —dijo al fin—. Imagino que no ha sido fácil.
—Es como si todo fuera demasiado —dijo Mike—. No es que nuestros sentidos estén más fuertes… es que sentimos todo, al mismo tiempo.
—Exacto —respondió Flitwick, asintiendo con aprobación—. Es una confusión común pensar que estos rituales aumentan las capacidades. Pero en realidad, lo que hacen es eliminar los filtros naturales que el cuerpo y el cerebro aplican. Ustedes no están recibiendo más datos que antes… solo que ahora pueden procesarlo todo. Todo lo que siempre estuvo allí.
Neville se pasó una mano por la nuca, incómodo.
—Entonces, ¿esto es normal? ¿Sentir cada hebra de la túnica, escuchar hasta el zumbido más lejano?
—Sí —confirmó Flitwick—. Los rituales fueron diseñados para llevar el cuerpo a su estado más puro y funcional. El primero purificó sus sistemas internos: órganos, metabolismo, resistencia. El segundo optimizó su estructura física: músculos, huesos, reflejos. Y el tercero, que ya completaron, expandió su capacidad neurológica y sensorial. Pero este último ritual tiene dos fases. La primera fue la activación… lo que están sintiendo ahora. La segunda es el dominio. Y ahí es donde estoy dispuesto a ayudarles.
—¿Cómo lo hacemos? —preguntó Mike.
Flitwick caminó hasta un pequeño cofre y lo abrió, sacando varios instrumentos mágicos: viales con esencias, cajas con tejidos, y una serie de mecanismos que emitían luces o sonidos de distintas frecuencias.
—Primero, haremos unas pruebas rápidas para identificar sus sentidos dominantes. Eso me permitirá estructurar un entrenamiento específico para cada uno.
Tras unos quince minutos de pruebas...
—Muy bien —dijo finalmente, haciendo anotaciones en un pergamino—. Potter, tus sentidos más desarrollados son el olfato y el oído. Eres capaz de distinguir esencias complejas y patrones acústicos que la mayoría ignoraría. Longbottom, en tu caso, la vista y el tacto son tus fortalezas. Detectaste cambios de temperatura y textura mínimos, y tu percepción visual es excepcional.
Los chicos asintieron con una mezcla de cansancio y alivio.
—Lo que han activado no es un simple aumento de capacidades. Es la posibilidad de alcanzar su mejor estado físico, de salud y percepción. Pero falta lo más difícil: aprender a usarlo sin que los consuma.
—¿Eso tomará mucho tiempo? —preguntó Neville.
—Depende de ustedes. Por eso, además de nuestras sesiones, les recomiendo retomar algo que ya han practicado: rastreo con Hagrid. Es una actividad excelente para forzar al cuerpo a integrar sus sentidos sin sobrecargarse. Rastrear sin dejarse llevar por estímulos inútiles será el mejor entrenamiento que puedan recibir.
Mike sonrió con un atisbo de esperanza.
—¿Hagrid sabe?
—Le informé esta mañana —respondió Flitwick con una sonrisa cómplice—. Y aceptó con entusiasmo. Le agradan los desafíos... y ustedes son uno.
Los chicos rieron, más aliviados que antes.
—Gracias, profesor —dijeron casi al unísono.
—Recuerden —añadió Flitwick mientras recogía los instrumentos—: sentirlo todo no es una maldición. Es una ventaja. Pero solo si aprenden a decidir qué ignorar.
Mike y Neville se marcharon del aula en silencio, pero con una sensación renovada de propósito.
El entrenamiento comenzó la mañana siguiente, sin preámbulos. No hubo discursos motivacionales ni explicaciones teóricas. Solo un aula vacía con las ventanas cerradas, el aire denso por los encantamientos que flotaban en él, y la voz de Flitwick: “Empiecen”.
Desde el primer momento, Mike y Neville entendieron que no iba a ser fácil.
Cada sonido en la sala era una tormenta. El roce de la ropa, el estallido de la tiza contra la pizarra, incluso el ritmo de su propia respiración se volvía insoportable. Mike sentía los ecos de cada paso como golpes en el pecho, y el zumbido de la magia en el ambiente le hormigueaba por la columna. Neville, por su parte, notaba cada vibración del suelo, cada cambio ínfimo en la temperatura del aire, cada mota de polvo rozando su piel.
Flitwick los hacía conjurar hechizos mientras sus sentidos eran desbordados por estímulos: luces intermitentes, ráfagas de viento artificial, sonidos disonantes que aumentaban y desaparecían sin patrón alguno. Al principio, todo les salía mal. Las varitas temblaban en sus manos. Cada conjuro se torcía por falta de control, o por una distracción absurda, como el crujido de una gota cayendo desde el techo.
“Concéntrense”, repetía Flitwick con firmeza. “No en todo. En lo que importa.”
Las primeras semanas fueron frustración pura. Mike gritó más de una vez. Neville lanzó su varita al suelo en un arrebato. Era como si sus cuerpos fueran demasiado rápidos, demasiado receptivos, imposibles de contener.
Pero el entrenamiento siguió.
Fin del capítulo.