Capítulo 9: No me toques si no piensas quedarte
7 de julio de 2025, 12:28
Han pasado tres días.
Tres días sin ella.
Tres días de niebla mental, magia inestable y un pulso que late fuera de ritmo.
Yo no duermo.
Yo no como.
Yo espero.
Como un animal encerrado en un cuerpo que ya no me obedece.
Y cuando su olor aparece de nuevo, no necesito verla.
Sé que ha vuelto.
La detecto antes de que cruce la puerta.
Verbena, furia, algo mojado. Lluvia.
Y otra cosa:
Decisión.
Granger entra a la habitación empapada, ojos fijos en mí.
—Estás peor —dice, sin preámbulos.
—¿Por qué volviste?
—Porque me necesitas.
—¿Y si ya no puedo controlarlo?
Ella se acerca.
—Entonces no lo hagas.
El silencio que sigue no es cómodo.
Es una cuerda tensa entre nuestros cuerpos.
Ella da dos pasos más.
Y yo retrocedo uno.
Pero el lobo… el lobo avanza.
—Dime que no vas a huir —le gruño. Literalmente gruño.
—No pienso huir.
—Dime que sabes lo que estás haciendo.
—No tengo idea. Pero estoy acá.
Yo la miro como si fuera luna llena y mi maldición al mismo tiempo.
Y entonces no puedo más.
Cruzo el espacio entre nosotros en un segundo.
La beso.
No es suave.
No es dulce.
Es todo lo que contuve. Todo lo que dolió. Todo lo que quise desde el primer día en esa sala archivada.
Ella responde.
Dioses, responde.
Su cuerpo choca contra el mío como si también hubiera estado aguantando algo que ya no puede sostener.
Mis manos en su cintura.
Sus uñas en mi espalda.
Yo muerdo su cuello. No con colmillos. Con boca. Con hambre.
Ella gime. Bajo. Contra mi oído.
—¿Esto es lo que no podías controlar?
—Esto es lo que me mata.
La empujo contra la pared.
Ella me deja.
Se ríe entre jadeos.
—Malfoy…
—Cállate.
Le arranco el suéter.
Ella deshace los botones de mi camisa como si fueran una injusticia personal.
Hay marcas en mi piel.
Magia. Cicatrices. La mordida original.
Ella las toca.
Y por poco me derrumbo.
—No me mires así —le digo.
—¿Cómo?
—Como si no te importara si me rompo.
Ella susurra:
—No me importa. Siempre que lo hagas conmigo.
Eso me destroza.
Y me reconstruye.
La cama no existe.
El suelo. La pared. Su boca.
Mi cuerpo temblando.
El suyo reclamando cada espacio que había imaginado.
No hay vergüenza.
No hay pausa.
Solo nosotros.
Desnudos, salvajes, inevitables.
Y cuando entro en ella, no lo hago con calma.
Lo hago con furia.
Lo hago con todo el dolor de siete años sin tocarla.
Ella no dice mi nombre. Lo grita.
Y cuando mis colmillos bajan —por instinto, por reflejo, por locura— ella gira el rostro.
Me ofrece el cuello.
Voluntaria.
Yo no la muerdo.
Pero dejo mi boca ahí.
Como promesa.
Como amenaza.
Como testamento.
Cuando terminamos, no hay palabras.
Solo el sonido de su respiración sobre mi pecho.
Su cabello enredado entre mis dedos.
Mi cuerpo aún vibrando.
Ella murmura:
—Esto no fue una buena idea.
—Fue la única idea.
Ella levanta la cabeza.
—¿Y ahora?
Yo no sé.
Pero digo:
—Ahora… no me dejes solo con esto.
Ella no responde.
Solo se queda.
Y por primera vez en días, mi cuerpo deja de temblar.