ID de la obra: 369

Un nuevo curso en Hogwarts

Het
R
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planificada Maxi, escritos 137 páginas, 65.874 palabras, 22 capítulos
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Clases y más clases

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La niebla matutina aún se aferraba a los altos ventanales de Hogwarts cuando Harry Potter, Hermione Granger y Ron Weasley se desplomaron contra la fría piedra del pasillo, justo frente al aula de Historia de la Magia. El aire olía a cera antigua y pergamino húmedo, un aroma familiar que anunciaba otra jornada de estudios. Ron, con la cabeza apoyada en la pared y los ojos entrecerrados, dejó escapar un gruñido que resonó en el silencio previo a la tormenta académica. – ¿Por qué han prolongado un año más esta asignatura? ¡La odio!– dijo Ron molesto, su voz cargada de la pesadez de quien ya anticipa el aburrimiento infinito. Hermione, impecable con sus libros ya ordenados bajo el brazo, lo miró por encima del hombro con esa expresión que combinaba paciencia infinita y una pizca de exasperación. – Ron, tú odias todas las asignaturas– le contestó con su particular tono de sabelotodo, un deje que solo ella podía lograr sin sonar completamente insufrible. – ¡Eso no es cierto!– protestó el chico, enderezándose un poco, su rostro teñido de un rubor defensivo. – Vaya, es verdad, olvidaba tu nueva afición a los Estudios Muggles– añadió Hermione irónicamente, una sonrisa fugaz jugueteando en sus labios. La luz grisácea del pasillo acentuaba el brillo burlón en sus ojos. – ¿Celosa Hermione?– preguntó Ron haciéndose el interesante, inflando un poco el pecho con una bravuconería que sabía inútil contra el intelecto de su amiga. – ¿Tanto se me nota?– dijo Hermione fingiendo preocupación, llevándose una mano al corazón con una teatralidad que hizo arquear una ceja a Harry. – ¿En serio?– preguntó Ron sorprendido, su expresión de esperanza momentánea fue casi patética. – No, Ron, solo te estaba vacilando– dijo ella incapaz de creerse el hecho de que su amigo no hubiera captado la ironía. Un suspiro leve escapó de sus labios. – Nunca entenderé las mujeres– murmuró Ron dirigiéndose a Harry el cual hacia un buen rato que no sabía cómo ocultar la risa. Harry ahogó una carcajada con un tosido, mirando hacia el techo abovedado para evitar la mirada reprobatoria que sabía que Hermione le dirigiría. En ese momento, como un barco fantasma surcando un mar de piedra, el espectro traslúcido del profesor Cuthbert Binns flotó silenciosamente frente a ellos. Su aparición, por delante y no a través de la pizarra como era su costumbre ancestral, fue tan inesperada que los tres amigos dieron un respingo. Binns parecía no percibir su existencia, sus ojos vidriosos fijos en un punto lejano más allá del tiempo. – Buenos días profesor Binns.– se apresuró a decir Hermione, su voz un poco más aguda de lo normal, rompiendo el hechizo de la sorpresa. Sin detenerse ni reconocer el saludo, el fantasma se desvaneció a través de la sólida puerta del aula. Los alumnos, aún un poco aturdidos, lo siguieron. El interior olía a polvo acumulado durante siglos y a la quietud de lo inalterado. Como siempre, compartían el espacio con los Slytherin. Los bancos de roble crujieron bajo su peso mientras se acomodaban, el ambiente se cargó de esa tensión silenciosa y mutuamente despreciativa que siempre flotaba entre las casas rivales. El monótono murmullo de fondo anticipaba la soporífera clase que se avecinaba. – Buenos días alumnos – la voz de Binns, plana y sin eco como su cuerpo, llenó la sala –, sacad vuestros libros, página 87. Hoy dejaremos apartada la historia y nos centraremos en ciertos objetos mágicos. – Una leve onda de sorpresa recorrió las filas; un cambio de tema era casi un milagro. – Antes de empezar a leer... ¿Quién de vosotros es capaz de decirme formas de teletransportarse de un lugar a otro en el mundo mágico?– preguntó el profesor, su mirada fantasmagórica barriendo la sala sin ver realmente a nadie. Como un resorte, el brazo de Hermione se disparó hacia el techo, un movimiento tan predecible que ni siquiera Draco Malfoy, sentado unos bancos más adelante, se molestó en girarse. – ¿Señorita Granger? – la voz de Binns sonó como si estuviera leyendo un nombre de una lista muy antigua. – Los trasladores, los polvos Flu y la Aparición– contestó altivamente Hermione, la satisfacción del conocimiento correcto brillando en sus ojos. – Bien, bien señorita Granger – concedió Binns con un asentimiento casi imperceptible –, pero se olvida de uno, poco conocido, ciertamente. Los Armarios Evanescentes, estos actúan como un pasaje entre dos lugares, pudiendo así transportar objetos de un lado al otro si ambos armarios están conectados. Actualmente solo se conoce el paradero de uno, dicen que se encuentra en Callejón Knockturn.– añadió el profesor con la misma cadencia con la que relataba las Guerras de los Goblins. Una chispa de curiosidad, más intensa que el habitual aburrimiento, encendió la mirada de Harry. ¿Transportar objetos… y quizás personas? – ¿También puede trasladar personas, profesor?– preguntó curioso Harry, inclinándose hacia delante en su asiento. – Efectivamente, señor Potter. – Binns pareció sorprenderse levemente de que alguien hiciera una pregunta de seguimiento. – Bien pues, pueden tomar nota – continuó, como si aquella interrupción no hubiera ocurrido –, para su próxima clase quiero un trabajo exhaustivo sobre las formas de teletransporte en el mundo mágico. Un murmullo colectivo de consternación se elevó desde los bancos, como un enjambre de abejas enfadadas. Los trabajos extras, especialmente los asignados por Binns, eran recibidos con el mismo entusiasmo que una dosis de poción para la tos de la señora Pomfrey. – Silencio por favor.– pidió el profesor Binns con una falta de convicción absoluta. Su mirada errante se posó, por azar o por cruel destino, en Neville Longbottom, que intentaba hacerse lo más pequeño posible en su asiento. – Señor Longbottom proceda con la lectura, página 87. La voz temblorosa de Neville se elevó, arrastrando las pesadas palabras del texto por el aula, sumiéndola de nuevo en su letargo habitual. Harry luchó por mantener los ojos abiertos, imaginando los peligrosos armarios conectando lugares oscuros. Las tres clases siguientes transcurrieron con una normalidad engañosa. Astronomía bajo un cielo encapotado que ocultaba las estrellas, una clase de Encantamientos donde Flitwick los hizo practicar un hechizo para hacer bailar los calcetines, con resultados variados y a menudo hilarantes, y Herbología, donde las Mandrágoras adolescentes emitían unos chillidos especialmente estridentes que resonaban en los tímpanos mucho después de salir de los invernaderos. Sin embargo, la sombra más densa la proyectó la clase después del almuerzo. Aunque Severus Snape ya no enseñaba Pociones, su presencia en los pasillos seguía siendo una nube negra, y su humor, según los rumores que corrían como el fuego en pólvora por Gryffindor, había empeorado notablemente. Su paso por los corredores era más rápido, sus negras vestiduras parecían arrastrar una oscuridad más profunda, y su mirada, siempre cortante, ahora parecía capaz de congelar la sangre. El motivo era un misterio inquietante, pero su malhumor era un hecho palpable que todos evitaban provocar. Con la tarde libre después de comer, una rara joya en su apretado horario, Harry, Ron y Hermione buscaron refugio en la única fortaleza que garantizaba cierta paz para avanzar el repentino trabajo de Binns: la Biblioteca. El silencio allí era espeso, roto solo por el susurro de páginas al pasar y el rasgueo ocasional de una pluma. La luz tamizada por los altos ventanales caía sobre las mesas de roble. El aire olía a cuero viejo, pergamino y a la tenue fragancia de las hierbas secas que Madame Pince utilizaba para ahuyentar a los insectos del papel. Se instalaron en una mesa apartada, rodeados por torres de libros de referencia. En una mesa contigua, casi escondido entre pilas de volúmenes igualmente antiguos y siniestros, estaba Draco Malfoy, flanqueado como siempre por Crabbe y Goyle, que parecían más muebles corpulentos que compañeros de estudio. Malfoy hojeaba un libro con una intensidad inusual, su rostro pálido concentrado, sus dedos largos pasando las páginas con rapidez nerviosa. Harry lo observó un instante. La biblioteca, bajo el ojo vigilante y desconfiado de Madame Pince, cuya mirada aguda barría constantemente la sala como un buitre buscando carroña, no era lugar para confrontaciones. La concentración fue un bien escaso. Ron jugueteaba con su pluma, Hermione mordisqueaba el extremo de la suya mientras sus ojos escudriñaban índices a velocidad vertiginosa. De repente, un suspiro triunfal, ahogado pero intenso, rompió el silencio de su mesa. Hermione se tapó la boca instintivamente al ver la mirada de águila que Madame Pince les lanzó desde su puesto. – ¡Creo que he encontrado algo! Mirad, el Armario Evanescente…–añadió ella mostrándoles un libro abierto con ilustraciones detalladas. La imagen mostraba un armario alto, oscuro, de madera maciza y con extraños grabados apenas visibles, emanando una inquietud palpable incluso desde el papel amarillento. Ron se inclinó, sus ojos azules se abrieron como platos al reconocer la talla familiar, los contornos. – ¡Harry, no te suena esta imagen!– exclamó Ron en un susurro aún más forzado. –Yo he visto este armario antes, ¡en la Sala de Menesteres!– añadió, el entusiasmo haciendo que su voz temblara. Recordaba el polvo, la sensación de espacio oculto, la forma peculiar de aquel mueble abandonado. Una chispa de emoción, mezclada con urgencia, encendió los ojos de Harry. El misterio se hacía tangible. – ¿Vamos a ver?– preguntó Harry, ya medio levantándose de su silla. – ¡Ni se os ocurra! – exclamó Hermione, su voz un silbido de serpiente enfadada, mientras tiraba del brazo de Harry para que volviera a sentarse. Su expresión era de alarma genuina. –Según pone aquí – señaló un párrafo denso con un dedo acusador –, estos armarios están profundamente relacionados con las artes oscuras, ¡muchos usados históricamente por Mortífagos para moverse en secreto! Y las consecuencias por un mal uso o una mala conexión entre ellos pueden ser… – tragó saliva – …mortales. ¡Desintegración, transporte incompleto, quedarse atrapado en el limbo entre lugares! – Bajó aún más la voz, casi un susurro. – Y lo peor de todo, es que el trabajo es para pasado mañana!– dijo ella seria, su sentido del deber académico chocando frontalmente con la curiosidad aventurera de sus amigos. – En serio Hermione, tienes que poner en orden tus prioridades. – dijo resoplando Ron, hundiéndose en su silla con frustración. –Solo queríamos echar un vistazo… por curiosidad…¡y nos irá bien para hacer el trabajo! – ¡Iremos luego! – insistió Hermione, su tono era el de un general dictando órdenes. – Si queréis que os ayude con esto… – señaló el libro y sus apuntes esparcidos –, más vale que no os mováis de aquí. Prioridades, Ron. Conocimiento primero, merodear después. –¡Esta bien! – cedió Ron, lanzando una mirada de desesperación a Harry. –Eres peor que Madame Pince.– le contestó, hundiendo la cabeza entre las manos. En la mesa contigua, Draco Malfoy no había movido un músculo aparentemente, absorto en su propio libro. Pero bajo su fachada de concentración, cada palabra pronunciada por el trío de Gryffindor había caído en su mente como una semilla en tierra fértil. Los ojos de Hermione, siempre tan seguros, reflejaban un miedo real. El libro que mostraba… el Armario en la Sala de Menesteres… Si lo que la sangre-sucia decía era cierto… Un plan, nebuloso pero lleno de promesa, empezó a formarse en su mente. Con un movimiento repentino y fluido, Draco cerró su libro, recogió sus pergaminos con una elegancia forzada y, sin una mirada atrás hacia sus acompañantes ni hacia nadie más, se levantó y abandonó la mesa. Crabbe y Goyle permanecieron sentados, intercambiando miradas de absoluta perplejidad, como muebles torpes olvidados a los que nadie había dicho que se movieran. Draco iba a comprobar los hechos. Inmediatamente. Y lo haría sin compañía. Bien entrada la noche, cuando las antorchas de los pasillos proyectaban sombras danzantes y alargadas, Eve Riddle se dirigía nuevamente hacia su clase particular. El aire frío y húmedo del castillo nocturno envolvía sus pasos silenciosos. Su expresión, antes un mapa de confusión y dolor, se había endurecido en una máscara de determinación fría. Había pasado horas luchando contra sus propios demonios, analizando la situación desde todos los ángulos posibles, incluso los más despiadados. Había asimilado la cruda realidad y se había concienciado a fondo para el inevitable encuentro con Snape. Sabía cómo reaccionaría él: un muro de hielo, evitación, negación absoluta, una indiferencia que cortaría como un cuchillo. Pero su orgullo, ese fuego interno que nunca se apagaba, se rebelaba. No estaba dispuesta a aceptar ese trato humillante, ese fingimiento. No cuando la proximidad física era inevitable, no cuando sus vidas estaban entrelazadas por el peligroso juego de espías que jugaban. Si él había decidido enterrar lo sucedido bajo toneladas de sarcasmo y distancia, ella le obligaría a mirar al menos los escombros. "A lo hecho, pecho", se repetía, un mantra de pragmatismo forzado. Evidentemente, "aceptar" no significaba abrazar los sentimientos; esos eran un lujo peligroso que había sepultado en lo más profundo de su corazón. Respiró hondo, el aire frío llenando sus pulmones como un preparativo para la batalla, y llamó con decisión a la pesada puerta de roble. – Pase– dijo Snape con su habitual sequedad, una voz que parecía salir de las mismas sombras. Dentro, Snape estaba preparado. Las palabras de Dumbledore resonaban en su mente. Actuar como si nada hubiera ocurrido, como si la vulnerabilidad mostrada, el contacto, no hubieran existido, era la única estrategia viable. Era, lo admitía en la soledad de sus pensamientos más oscuros, una forma cobarde de protegerse, de apartarla antes de que ella pudiera profundizar más en las grietas de su armadura. Pero sobre todo, temía a Eve, y mas su imprevisibilidad. ¿Se sometería a su farsa? ¿O lo confrontaría? ¿Qué usaría para derribar sus defensas esta vez? Necesitaba estar listo para cualquier cosa. Eve cruzó el umbral del despacho, un espacio bañado en la luz tenue de las lámparas de aceite que hacía brillar los libros encuadernados en piel oscura. Intentó no venirse abajo. Fuera, en la soledad de su habitación, había logrado cierto orden mental, una frialdad calculada. Pero aquí, en esta habitación impregnada de su esencia, la tarea se volvía hercúlea. Su presencia física era un imán que atraía sus emociones reprimidas. Debía mantener la sangre fría a cualquier precio. Por su orgullo, por su supervivencia, y sobre todo, para no revelar ni un ápice de lo que realmente pensaba y de lo que empezaba a sentir por él con una intensidad aterradora. – Cierre bien la mente, señorita Riddle – dijo Snape seria y rápidamente cuando la vio aparecer en el marco de la puerta, levantándose de su silla como un espectro surgiendo de las sombras – Porque le aseguro que no tengo ningun interés en presenciar lo que pasa por ella.– su mirada era una advertencia gélida, un desafío lanzado antes de que pudiera pronunciar palabra. – Me alegra saber que estamos de acuerdo en algo.– apuntó irónicamente Eve mientras avanzaba unos pasos, ganando tiempo para construir el muro mental, para vaciar sus pensamientos de todo lo que no fuera puro control. El eco de sus pasos en la piedra resonó en el silencio tenso. – ¡Legeremens!– pronunció el profesor con su hábil movimiento de varita, un gesto rápido y preciso. No había preámbulos, no había charla posible. Era un ataque frontal. Snape se lanzó contra las defensas mentales de Eve con la fuerza de un ariete. Pero encontró… nada. Un vacío blanco, impenetrable. Eve mantenía su mente en blanco con una facilidad asombrosa, un esfuerzo concentrado pero que parecía costarle poco bajo la presión de su mirada. Era una revelación inquietante. Si podía sostener este escudo frente a él, con toda la carga emocional que flotaba entre ellos, quizás, solo quizás, podría hacerlo frente al Señor Tenebroso si la necesidad surgía. Un pensamiento que le traía un alivio fugaz y una punzada de algo más complejo. – Aceptable profesora. – Snape bajó su varita, su voz goteaba sarcasmo, pero había un destello de algo parecido al respeto profesional en sus ojos negros. – Avanza rápido. Pronto podré olvidarme de sus molestas visitas.– añadió con cierta cara de asco, un gesto exagerado que pretendía ocultar cualquier otra emoción. – No sabe lo feliz que me hace escucharlo.– sonrió forzadamente Eve al volver a notar cómo él usaba sus agrias palabras a modo de protección contra ella. Cada insulto, cada muestra de desprecio, era un ladrillo más en el muro que levantaba entre ellos. Y a ella le dolía reconocer que aún podía sentir el impacto de esos ladrillos. – Aceptable, profesora – dijo él, desviando bruscamente el rumbo de la conversación, decidido a seguir un guión estructurado que evitara las peligrosas derivas emocionales –, usted sabrá que hay formas de evitar un hechizo para leer la mente, ¿me equivoco?– Era una afirmación, no una pregunta real. Sabía que lo sabía. – Por favor…me ofende– dijo ella, una ceja arqueada en un gesto de desafío burlón. – Demuéstrelo. Acompáñeme. – Ordenó, sin dar opción a réplica. Ambos abandonaron la relativa seguridad del despacho, sus siluetas alargadas deslizándose por los pasillos fríos y poco transitados a esta hora. El destino era la Sala de los Menesteres, un lugar lo suficientemente grande y versátil como para poner a prueba sus habilidades sin testigos indeseados. El silencio solo era roto por el crujido de sus ropas y el eco distante de algún cuadro dormido. Al girar por un pasadizo particularmente oscuro, cerca de su objetivo, un ruido áspero e inesperado los detuvo en seco: el chirrido metálico de una puerta pesada cerrándose. Una puerta que no debería estar allí todavía, que no debería haber sido usada. En un instante, reflejo de años de peligro y cautela, Snape cortó el paso de Eve con su brazo extendido y la empujó con fuerza contra la fría piedra de la pared, sumergiéndola en la sombra de una columna cercana. La proximidad fue repentina, violenta, incómoda. Eve sintió el roce de la lana áspera de su túnica, el calor de su cuerpo a través de las capas de ropa, el olor a tinta y a algo esencialmente masculino que la desorientó por un segundo. Snape, por su parte, sintió la tensión de su cuerpo bajo su mano, el rápido latido que podía casi percibirse a través del hombro que sujetaba con firmeza. Era una situación cargada de una electricidad peligrosa, ajena al contexto de vigilancia. Però por contexto necesaria. – Quieta.– le susurró agarrándola por el hombro, su voz un hilo de aliento cálido cerca de su oído que hizo que un escalofrío involuntario recorriera su espina dorsal. Su mirada, intensa y alerta, estaba fija en el extremo del pasillo. – Malfoy...– dijo Eve con un bajo hilo de voz al distinguir la figura esbelta y la cabellera rubia platino del chico emerger de la misma puerta que acababa de hacer ruido. Draco parecía absorto, una mezcla de satisfacción y profunda concentración en su rostro. – Mejor que no se percate de nuestra presencia. ¡Protego Totalum!– pronunció Snape con un rápido movimiento de varita, tejiendo una barrera de invisibilidad y silencio alrededor de ellos. Era como si una burbuja de cristal opaco los encapsu6lara, distorsionando ligeramente la visión del pasillo. Draco Malfoy pasó a escasos metros, ensimismado en sus pensamientos, sin sospechar siquiera que dos profesores estaban inmóviles en la oscuridad, observándolo. Su marcha hacia el Gran Comedor fue rápida, decidida. Cuando sus pasos se desvanecieron, Eve rompió el silencio. – ¿Qué es lo que andará buscando Malfoy en la Sala de Menesteres?– preguntó Eve, recuperando el aliento y apartándose prudentemente de la pared y de Snape, dudando profundamente de que él le fuera a revelar cualquier cosa sobre los movimientos del hijo de Lucius. – Luego me encargaré yo de eso.– dijo Snape enfatizando en el yo, dejando claro que era un asunto suyo, no de ella. La voz de Severus cortó el aire como un cuchillo, disipando el hechizo con un movimiento brusco de su varita. Por un instante fugaz, tan breve que podría haber sido imaginación, sus ojos se encontraron. Demasiado cerca. El espacio entre ellos vibraba con una tensión eléctrica, casi palpable. El calor del cuerpo del otro, el ritmo acelerado de la respiración, el modo en que sus pupilas se dilataron levemente antes de que él reaccionara. Severus retrocedió con rapidez, como si el simple roce del aliento ajeno lo quemara. La distancia que abrió entre ellos fue física, deliberada, pero no borró lo que había sucedido: ese segundo en el que el mundo pareció detenerse. —Vamos—gruñó, más áspero de lo necesario, como si la rudeza pudiera borrar el momento. La Sala de los Menesteres, fiel a su nombre, había respondido a su necesidad no expresada. En lugar del caos habitual, se reveló ante ellos como un espacio amplio y diáfano, con el suelo de piedra pulida y paredes altas y desnudas. Era un escenario perfecto, impersonal, para un duelo. La luz, fría y clara, parecía emanar de las propias paredes. El ambiente era tenso, el aire quieto y cargado de expectación. Ambos ocuparon sus posiciones, separados por varios metros. Snape, erguido, impasible, su varita sostenida con la precisión de un cirujano. Eve, también erguida, pero con una ligera inclinación hacia adelante, lista como un felino, una sonrisa pequeña y desafiante jugando en sus labios. Este duelo iba más allá del entrenamiento de Oclumancia. Era una continuación de su conversación interrumpida, un diálogo de poder y voluntades, de agresiones verbales transformadas en hechizos. Y Eve Riddle no iba a desaprovechar la situación. – ¿Preparada Riddle?– preguntó Snape, su voz resonando con frialdad metálica en el amplio espacio. – Cuando quiera.– contestó Eve con una ligera sonrisa que no alcanzaba sus ojos, que brillaban con concentración pura... y un atisbo de provocación. – Le advierto profesora, no voy a contenerme. ¡Legeremens!– empezó Snape sin piedad, lanzando el primer ataque mental como un dardo envenenado. – ¡Protego!– dijo Eve, su escudo se materializó como un muro invisible que desvió la intrusión. Su voz sonó clara, desafiante, y cargada de una ironía deliberada. – No, ciertamente no es la primera vez que no se contiene conmigo, profesor. ¡Expulso! – lanzó ella, un hechizo azulado que salió disparado hacia él, no para herir, sino para probar sus reflejos. Snape esquivó el hechizo con un movimiento fluido de su varita, pero un leve tic apareció cerca de su ojo izquierdo. La insinuación había encontrado su marca. – ¡Créame, estará mucho mejor callada! ¡Silencius! – lanzó él con brusquedad, un rayo de luz plateada que pasó rozando la oreja de Eve, estrellándose contra la pared tras ella con un chasquido sordo. – Falló profesor… – dijo Eve, sin perder la compostura, aunque un latido acelerado traicionaba la adrenalina. Una sonrisa traviesa y peligrosa jugueteó en sus labios. – Ayer, no parecía molestarle que no estuviera callada. ¡Expelliarmus! – lanzó ella, el hechizo de desarme salió con fuerza pero Snape se apartó con elegancia, la luz roja impactando contra el suelo lejos de él. Su comentario, una clara referencia a sus gemidos del día anterior, era un desafío directo a su negación. – Usted también falló… – replicó Snape con un deje de desdén, pero su voz sonó más ronca, su mandíbula apretada. En un movimiento casi demasiado rápido para seguir, su varita describió un arco. – ¡Basta de insolencias! ¡Invertestatil! – pronunció con fuerza, la ira palpable en cada sílaba. El hechizo, un chorro de cuerdas gruesas y serpentinas de luz violácea, golpeó a Eve en el pecho y los brazos con la fuerza de un látigo. Las cuerdas mágicas la envolvieron con rapidez, tirando de sus extremidades y lanzándola varios metros hacia atrás. Cayó pesadamente sobre el duro suelo de piedra, el aire saliendo de sus pulmones con un jadeo que recordó, involuntariamente, otros sonidos ahogados. Quedó inmovilizada, atrapada contra el frío piso. Snape se acercó unos pasos, mirándola desde arriba. Su voz era un susurro cargado de superioridad y una irritación que iba más allá del duelo mágico. – Demasiado lenta en su defensa, profesora… – dijo, sus ojos negros relampagueando con una furia fría ante su persistente provocación. Eve, desde el suelo, levantó la cabeza. Un rizo oscuro se le había escapado y caía sobre su frente. No parecía enfadada, sino desafiante, incluso divertida por la reacción que había provocado. Una sonrisa verdadera, aunque dolorida, curvó sus labios. Miró directamente a Snape, sosteniendo su mirada con intensidad. – Y usted… demasiado rápido en terminar, profesor… – dijo ella, su voz baja pero cargada de un significado inequívoco, dejando claro que no hablaba del combate. Era un golpe bajo, una puñalada precisa a su orgullo masculino y a su negativa a reconocer lo sucedido. Snape no dio tregua. Antes de que Eve pudiera incorporarse del todo, su varita apuntó como un dardo venenoso. – ¡Legeremens! – lanzó, aprovechando su vulnerabilidad física. Pero encontró… nada. Eve, aún en el suelo con las cuerdas recién disueltas, no había perdido la compostura mental. El dolor del impacto se desvanecía rápidamente ante una certeza más profunda: había asimilado lo ocurrido entre ellos. Recordarlo no le quemaba con vergüenza o arrepentimiento; lo que la hería era la muralla de hielo que él levantaba, esa obstinada negación que convertía algo intenso en algo sórdido. Y en esa amarga lucidez, encontraba su fuerza. Mantuvo su mente en un blanco impenetrable, deliberado y frío. No era solo defensa; era un dominio absoluto sobre sus propios recuerdos y emociones. Una sonrisa forzada, casi desafiante, se dibujó en sus labios mientras sostuvo la mirada gélida de Snape. Él podía derribarla con magia, pero no penetraría su ser. Ahora, la ventaja era suya. – Suficiente por hoy señorita Riddle – dijo Snape secamente, bajando su varita con un gesto brusco. La tensión en el aire era casi palpable, una mezcla de magia gastada, adrenalina y emociones peligrosamente cercanas a la superficie. – Puede irse.– La orden era clara, un intento de poner fin al enfrentamiento antes de que algo más, algo incontrolable, estallara. Eve se levantó del suelo, alisando su túnica con un gesto que pretendía ser de despreocupación, pero que no podía ocultar del todo el golpe recibido. No era el momento de retirarse. No después de haberlo hecho sangrar emocionalmente, aunque fuera con sus palabras. Lo miró directamente, buscando sus ojos negros en la penumbra de la sala. – ¿Hasta cuando piensas fingir que no ocurrió nada?– preguntó Eve seriamente, su voz baja pero cargada de una intensidad que cortaba la frialdad reinante. Era la pregunta que había hervido dentro de ella desde que él había dejado su habitación. Snape ya se encaminaba hacia la puerta, su espalda rígida como una tabla. Necesitaba espacio, aire, perder la privacidad opresiva de la sala. – ¿No es capaz de mantener la boca cerrada, verdad Riddle?– dijo él sin volverse, su tono era un látigo, una última defensa desesperada. Abrió la puerta y salió al pasillo iluminado por antorchas, un espacio público donde la intimidad forzada se rompía. Eve lo siguió instintivamente, impulsada por una rabia fría y una necesidad imperiosa de respuestas. No iba a dejarlo escapar otra vez. Quería ver, aunque fuera por un segundo, detrás de la máscara del profesor despiadado. Quería la sombra del hombre que había mostrado vulnerabilidad, aunque fuera para rechazarla. – ¡¿Hasta cuándo?! – insistió con rabia ella desde el linde de la puerta, su voz elevándose ligeramente, desafiando el riesgo de que alguien pudiera escucharlos en el pasillo desierto pero no vacío. Snape se detuvo. No se volvió, pero su espalda se tensó aún más. La pregunta, cargada de esa rabia que él entendía demasiado bien, resonó en el silencio del corredor. Cuando habló, su voz fue un susurro áspero, cargado de una irritación que iba más allá de la fachada, una sinceridad forzada por el enfado: – Hasta que tú dejes de recordármelo a cada momento. – Fue una admisión velada, un reconocimiento de que algo existía, que su fingimiento era precisamente eso: un esfuerzo constante por enterrar un recuerdo que ella no dejaba descomponerse. Eve aprovechó la brecha, avanzando un paso fuera de la sala. – Dejaré de hacerlo si aceptas la situación – dijo ella, su voz más baja ahora, pero igualmente intensa. – Deja de tratarme como si fuera una de tus alumnas, no necesitas fingir nada conmigo, ya somos mayorcitos Severus y estamos los dos metidos en esto. – Hizo una pausa, el uso de su nombre de pila fue un golpe calculado, una invitación a la igualdad que siempre le negaba. – No te estoy pidiendo nada más. – añadió, intentando hacerlo reaccionar, apelando a la lógica, al pragmatismo de dos adultos atrapados en una red de lealtades mortales. Solo pedía que dejara la farsa del desprecio absoluto. Severus Snape no respondió de inmediato. Permaneció quieto, como una estatua negra recortada contra la luz titilante de las antorchas. Luego, muy lentamente, se volvió. Sus ojos negros, profundos como pozos sin fondo, se encontraron con los de ella. Esas palabras, esa petición directa de autenticidad, incluso si solo era la autenticidad del reconocimiento, le habían hecho reflexionar. Durante unos breves, eternos segundos, la máscara del profesor despiadado se resquebrajó. En sus ojos hubo un destello de conflicto, de cansancio, quizás incluso de un dolor antiguo reavivado. Se replanteó la situación con una rapidez vertiginosa. ¿Era posible? ¿Quitar esa coraza, aunque fuera solo la capa del desprecio fingido, frente a ella? ¿Era seguro? ¿Para quién? Y, en el fondo de su ser, la pregunta más peligrosa: ¿lo deseaba? Pero una decisión así, tan repentina y trascendental, no podía tomarse en un pasillo frío, bajo la presión de su mirada. Necesitaba la oscuridad de sus propios pensamientos, la soledad para meditarlo, para sopesar los riesgos inmensos. Dudó. Profundamente. Así pues, sin responder a esas últimas palabras de Eve, sin una señal de asentimiento o negación, Severus Snape giró sobre sus talones. Sus pasos, firmes y rápidos, resonaron en el silencio del corredor vacío, alejándose de ella, llevándose consigo la posibilidad de una respuesta. Su figura alta y oscura se fundió con las sombras al final del largo pasillo, desapareciendo como si nunca hubiera estado allí. Una retirada sin palabras, pero elocuente en su ambigüedad. Eve Riddle permaneció en el umbral de la Sala de Menesteres, la puerta entreabierta a su espalda. Cerró los ojos con fuerza, frunciendo el ceño. Una oleada de decepción agria la inundó, mezclada con una rabia impotente por esa marcha sin respuesta. Pero no había arrepentimiento. Había dicho lo que necesitaba decir. Había plantado la semilla. Respiró hondo, el aire frío calmando levemente el fuego interno. Cuando abrió los ojos, había recuperado parte de su compostura. Sin mirar hacia donde él había desaparecido, giró y se alejó en dirección opuesta con sus pasos firmes sobre la piedra marcando su propia retirada. Ambos, demasiado inmersos en su particular y dolorosa lucha, en la intensidad de ese intercambio cargado de historia no dicha y emociones prohibidas, habían perdido una vez más la cautela. Esas últimas palabras, pronunciadas con rabia y desesperación en la intimidad forzada del pasillo – "No necesitas fingir nada conmigo, ya somos mayorcitos Severus y estamos los dos metidos en esto.", "No te estoy pidiendo nada más" –, no solo habían retumbado en los oídos y la mente atormentada del profesor. En la misma columna de sombras profundas donde, no hacía mucho, los dos profesores se habían escondido al percatarse de la presencia de Draco Malfoy, tres figuras permanecían petrificadas, agazapadas, conteniendo la respiración. Harry Potter, Ron Weasley y Hermione Granger.
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