El plan de Draco Malfoy
26 de julio de 2025, 15:28
La luz del amanecer, fría y grisácea como el fondo del lago Negro, se filtraba por las altas ventanas de la sala común de Slytherin, pintando franjas pálidas sobre las alfombras de piel de serpiente. Draco Malfoy estaba hundido en un sillón de cuero oscuro, inmóvil pero vibrando por dentro. La impaciencia era un fuego lento bajo su piel, alimentado por noches enteras de insomnio. Desde que la Marca Oscura le quemó el brazo y la orden resonó en sus oídos como un silbido de muerte, el sueño lo había abandonado. "Debes hacerlo. Por la familia. Por el honor. Por Él."
Ahora, sentado en la quietud del amanecer, el nerviosismo era un nudo en su garganta. No solo pensaba en el acto en sí, apuntar su varita a Dumbledore y pronunciar las palabras fatales, sino en las terribles consecuencias del fracaso. La ira del Señor Tenebroso no tendría límites si fallaba, y ni siquiera el éxito garantizaba su seguridad dentro de un Hogwarts alerta y defendido. Necesitaba algo más, una ventaja decisiva, una fuerza abrumadora que asegurara el resultado y, de paso, lo protegiera. La imagen del Armario Evanescente, oxidado y olvidado en la Sala de los Menesteres, había surgido en su mente como un faro en la tormenta. Esa era la clave: la puerta secreta para que los mortífagos entraran. Esa era su garantía, su coartada perfecta ante el Señor Tenebroso.
Su plan era engañosamente simple en apariencia, pero requería precisión de relojero: verificar la conexión con su gemelo en Borgin y Burkes, reparar cualquier fallo, asegurar su funcionamiento impecable y, cuando llegara el momento, abrir la puerta a la muerte. Traer refuerzos oscuros directamente al corazón del castillo no solo aumentaría exponencialmente sus posibilidades de éxito; el caos que generarían sería su mejor escudo, su distracción perfecta. "Sin posibilidad de error, mi Señor," ensayó mentalmente, intentando dar firmeza a una voz que temblaba por dentro. "Hogwarts caerá desde dentro."
La cita era dentro de pocas horas, durante su tiempo libre después de la primera clase, en el lugar más desolado que conocía: la Casa de los Gritos. El tiempo se le escapaba entre los dedos como arena húmeda.
Mientras tanto, en la torre de Gryffindor, el alba apenas empezaba a dorar los bordes de las cortinas. Harry Potter estaba de rodillas frente a su baúl, revuelto como si un Erumpent hubiera pasado por allí. Libros, pergaminos y prendas de ropa volaban a su espalda en su búsqueda desesperada.
– ¿Qué demonios buscas a estas horas, Harry? – La voz ronca y adormilada de Ron Weasley surgió desde la cama de cuatro postes. Se frotó los ojos, irritado por el estrépito.
– ¡El Mapa del Merodeador! – gruñó Harry, sin levantar la vista, sus dedos palpando frenéticos el fondo del baúl.
– ¿Y tiene que ser a las siete de la mañana? – protestó Ron, hundiendo la cabeza en la almohada. – Algunos intentamos dormir…
– ¡Aquí está! – la exclamación de Harry fue un susurro triunfal. Encontró el trozo de pergamino inmaculado bajo un montón de calcetines.
– Genial – masculló Ron, dándose la vuelta. – Ahora, por el amor de Merlin, déjame dormir… – pero el silencio solo duró un par de minutos. La curiosidad, más poderosa que el sueño, lo venció. Se incorporó, apoyándose en un codo. – ¿Para qué lo quieres, Harry? ¿Tan temprano?
Harry lo miró, sabiendo que a Ron no le gustaría la respuesta. Su intuición sobre Snape y la profesora Sanders no había hecho más que crecer desde la noche anterior, alimentada por una inquietud sorda que resonaba con la cicatriz.
– Pretendes espiar a Sanders y a Snape otra vez, ¿verdad? – Ron adivinó, con un deje de resignación en la voz.
– Si ya lo sabes, ¿para qué preguntas? – replicó Harry, desplegando el mapa con manos temblorosas.
– Harry, tiene que haber otra explicación – insistió Ron, aunque sin demasiada convicción. – Quizás discutían sobre algún alumno… o sobre ingredientes de pociones… o…
– ¿O tenían su primera discusión de pareja? – cortó Harry con sarcasmo mordaz. La idea le resultaba absurda y perturbadora a partes iguales.
– Antes me creería que Sanders es una mortífaga – dijo Ron con un escalofrío visible, su expresión de repulsión reflejando el temor que ambos compartían.
– No lo sé, Ron – admitió Harry, su tono grave. – Pero ayer en la cena volvió a pasar. Sentí… como si Él estuviera cerca. Y hablando de cena, creo que va siendo hora de que te levantes, o McGonagall nos servirá de desayuno hoy. – Cortó la conversación bruscamente. Necesitaba concentrarse.
Después de un desayuno que Harry apenas probó, y tras soportar una clase de Transformaciones que se le hizo eterna, llegaron las preciadas dos horas libres. Hermione arrastró a Ron hacia la biblioteca con la amenaza velada de los deberes pendientes. Harry, en cambio, se dirigió como un poseído hacia la Lechucería, con el mapa del Merodeador en el bolsillo y la capa de invisibilidad bajo el brazo. El aire frío de la torre oeste le golpeó la cara al abrir la puerta. Se sentó en los escalones de piedra helada, apartando mecánicamente una pluma de búho. Con un movimiento rápido, sacó el Mapa del Merodeador.
– Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas – murmuró, tocando el pergamino con la punta de su varita.
Al principio, todo parecía normal. Los diminutos puntos etiquetados como "Severus Snape" permanecían inmóviles en su despacho, probablemente sumergido en sus libros de artes oscuras. "Eve Sanders" se movía con paso tranquilo por el patio, quizás rumbo a su despacho. Harry suspiró, empezando a sentir el frío de la piedra calarle los huesos. Iba a pronunciar las palabras para desactivar el mapa cuando un movimiento captó su atención. El punto con el nombre "Draco Malfoy" se desplazaba con rapidez inusual, no hacia los calabozos ni a la biblioteca, sino directamente hacia los límites del castillo, en dirección al Gran Lago… y más allá, hacia el ominoso Sauce Boxeador.
El corazón de Harry comenzó a latir con fuerza contra sus costillas. Siguió el trayecto de Malfoy con la punta del dedo, conteniendo la respiración. El punto avanzó inexorable, sorteando el invernadero tres, bordeando el lago… y al llegar a la base del imponente árbol, simplemente… desapareció.
¡La Casa de los Gritos! La certeza fue un golpe eléctrico. Solo había una manera de desaparecer así frente al Sauce Boxeador: usando el pasadizo secreto. Harry estaba tan absorto en las líneas de tinta que no oyó los suaves pasos que ascendían la escalera de caracol. Solo al percibir una sombra alargada sobre el pergamino alzó la vista, sobresaltado. En el mapa, el punto de "Eve Sanders" estaba ahora a escasos metros de él.
– ¡Travesura realizada! – farfulló Harry, casi atragantándose con las palabras, y guardó el mapa con un movimiento brusco que rozó el pánico, escondiéndolo en lo más profundo de su bolsillo.
– ¿Estudiando el paisaje, señor Potter? – la voz de la profesora Sanders era calmada, pero su mirada aguda recorrió la escena: Harry sentado en el suelo frío, solo, en la lechucería a primera hora de la mañana. Una ceja se arqueó ligeramente.
– No, profesora… solo… pensaba – tartamudeó Harry, sintiendo el calor subirle al rostro. Su mano permanecía clavada en el bolsillo, aferrada al pergamino. La desconfianza hacia ella se enconaba como una herida.
Eve Sanders lo observó un momento más. Percibió la tensión en sus hombros, el pulso acelerado visible en su cuello. Había interrumpido algo, estaba claro. Pero, a diferencia de Snape, no sentía la necesidad, ni el derecho, de husmear en la privacidad de un alumno. Cada cual tiene sus secretos, pensó.
Harry, desesperado por distraerla, tuvo una idea repentina. Con un movimiento rápido, sacó la mano del bolsillo, pero en lugar del mapa, extrajo una foto desgastada: James y Lily Potter, jóvenes y radiantes, saludando desde el pasado. Se la mostró sin que ella pidiera explicaciones.
– Oh – murmuró Eve, su expresión cambiando al instante. La comprensión y una punzada de lástima nublaron su mirada analítica. Conocía la historia de Harry, por supuesto, pero ver la imagen tangible de sus padres, tan vivos en la foto, era distinto. Se acercó un paso, contemplando los rostros felices. Jamás había visto una foto de ellos. James Potter, con su pelo rebelde y su sonrisa desafiante. Lily Evans, con su melena roja y esos ojos verdes… tan familiares.
– Te pareces mucho a ellos, Harry – dijo Eve, su voz más suave, casi maternal. La amabilidad genuina en su tono tomó a Harry por sorpresa, pero no bastó para disipar sus sospechas. Respondió con una sonrisa forzada, deseando que el suelo se lo tragara. Quería irse, ahora.
Ella le devolvió la foto con cuidado, como si fuera algo frágil y precioso. Una sombra de tristeza cruzó su rostro.
– Te dejo con tus pensamientos – dijo con una sonrisa pequeña y comprensiva, antes de girarse y continuar su ascenso por la torre, sus pasos resonando suavemente en la piedra.
En cuanto su figura desapareció en el recodo de la escalera, Harry se puso en pie como impulsado por un resorte. El corazón le martilleaba como un tambor de guerra. ¡Malfoy! ¡La Casa de los Gritos! No había tiempo para buscar a Ron y Hermione. Cada segundo contaba. Cogió la Capa de Invisibilidad, se la echó sobre los hombros y desapareció del mundo visible. Bajó las escaleras de tres en tres, cruzó pasillos desiertos a toda velocidad, esquivando fantasmas distraídos con la agilidad de quien conoce cada piedra del castillo. Llegó jadeando al Sauce Boxeador. Contuvo la respiración, localizó el nudo que paralizaba las furiosas ramas, lo golpeó con un trozo de rama caída y se deslizó como una sombra por el túnel oscuro y polvoriento que conducía a la mansión maldita.
En la Casa de los Gritos, el aire era denso con el polvo de siglos y un frío que calaba hasta los huesos. Draco Malfoy no estaba solo, pero la presencia que ocupaba la habitación no era la que él esperaba, ni la que deseaba. Toda su preparación mental, sus ensayos de orgullo y determinación para impresionar al Señor Tenebroso, se desvanecieron como humo al ver a su tía.
Bellatrix Lestrange se erguía en el centro de la habitación desvencijada, su figura esquelética envuelta en negros harapos, su pelo negro y enmarañado como un nido de serpientes. Sus ojos oscuros, febriles, lo escrutaron con una mezcla de desdén y perversa diversión.
– Draco, corazón – su voz era un cuchillo arrastrado sobre piedra, cargada de burla – ¿De verdad te creías tan importante, tan especial, como para que el mismísimo Señor Tenebroso se dignara a presentarse ante un mocoso asustado como tú?
Draco apretó la mandíbula, la humillación quemándole las mejillas, pero también, en lo más profundo, un alivio enfermizo. Frente a Bellatrix, al menos, tenía una mínima posibilidad. Frente a Él... Trago saliva con fuerza.
– Tengo… tengo un plan – comenzó, forzando su voz para que no temblara. – Un plan para entrar en Hogwarts. Para cumplir la orden del Señor Tenebroso sin fallo.
Bellatrix inclinó la cabeza, como un pájaro de rapiña interesado.
– ¿Oh? Habla, sobrinito. No me hagas perder el tiempo.
Draco le contó, con la mayor precisión que pudo, sobre el Armario Evanescente. Su descubrimiento, su conexión con Borgin y Burkes, su estado, su plan para repararlo y usarlo como puerta de entrada para los mortífagos. Habló de cubrirse las espaldas, pero enfatizó, una y otra vez, cómo esto aseguraba el éxito, cómo eliminaba cualquier riesgo de interferencia o escape para Dumbledore. "Será una invasión directa al corazón del castillo, tía," dijo, intentando imitar su tono fanático. "Nada podrá detenernos una vez que estemos dentro."
A medida que hablaba, una sonrisa lenta, cruel y genuinamente entusiasmada, se extendió por el rostro demacrado de Bellatrix. La idea de violar la seguridad de Hogwarts, el bastión de Dumbledore, la electrizó.
– ¡Inteligente, Draco! ¡Muy inteligente! – su risa, aguda y desquiciada, llenó la habitación vacía, haciendo eco en las paredes carcomidas. – ¡Al Señor Tenebroso le encantará! ¡Una puerta secreta directa al vientre del león! ¡Podremos desangrarlo desde dentro! – se acercó más, su aliento fétido llegando a Draco. – Se lo contaré inmediatamente. Si Él da su bendición… – sus ojos brillaron con anticipación sádica – … nos reuniremos para planear la… fiesta de bienvenida. – su risa estalló de nuevo, un sonido que helaba la sangre.
Harry Potter, invisible bajo su capa, había llegado justo para oír esa risa y las últimas palabras. Se había deslizado silenciosamente por los pasillos ruinosos, guiado por las voces, y ahora se encontraba junto a la puerta entreabierta de la habitación. El corazón le latía con tanta fuerza que temía que lo delatara. La voz de Bellatrix lo había paralizado, transportándolo de inmediato al Departamento de Misterios. ¡Está aquí! ¡Y Malfoy está con ella!
– El Señor Tenebroso estará orgulloso de ti, Draco – continuó Bellatrix, su tono burlón. – Mucho más de lo que jamás lo estuvo de tu… lamentable padre – la última palabra fue un escupitajo. Su risa, aún más estentórea y desquiciada, resonó en la habitación.
Antes de que Draco pudiera reaccionar, o Harry pudiera procesar completamente la implicación de esas palabras sobre Lucius, Bellatrix giró sobre sus talones. Un estallido de oscuridad absoluta, más densa que la noche, la envolvió por un instante. Cuando se disipó, solo quedaba el eco de su risa maníaca flotando en el aire enrarecido y el olor a podredumbre y magia oscura.
Harry, pegado a la pared fría bajo su capa, contuvo la respiración. Esperó, inmóvil, los oídos aguzados, mientras Draco permanecía en el centro de la habitación, visiblemente afectado por el insulto a su padre y la partida de su tía. Finalmente, con un hombro caído y un suspiro que Harry apenas oyó, Draco se dirigió hacia la salida.
Solo cuando los pasos de Malfoy se perdieron en la distancia, Harry se permitió respirar. El frío que sentía no era solo del edificio. Lo que había presenciado confirmaba sus peores temores con una claridad aterradora: Draco Malfoy era un mortífago. Había jurado lealtad a Voldemort. Y ahora, con la ayuda de Bellatrix, estaba tramando algo. La urgencia de advertir a Dumbledore, de encontrar a Ron y Hermione, era un grito en su mente. La partida había comenzado, y las apuestas eran mortales.