Algo se Avecina
30 de julio de 2025, 13:29
El portal del retrato de la Dama Gorda se abrió de golpe, sacudiendo la apacible atmósfera de la sala común de Gryffindor. Harry Potter irrumpió como un vendaval, jadeando, el rostro desencajado bajo una palidez fantasmal. Su expresión, una máscara de preocupación extrema, congeló el murmullo de la sala. Ron y Hermione, sumergidos en sus libros en un rincón cercano a la chimenea, levantaron la cabeza sobresaltados.
—¡Harry! —exclamó Hermione, cerrando de un portazo su pesado volumen de Runas Antiguas al ver el estado de su amigo.—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
Harry intentó hablar, pero las palabras se ahogaron en su garganta seca. Se apoyó contra la pared, tratando de recuperar el aliento que el sprint desde el séptimo piso le había arrebatado.
—V-Vi a Draco… — logró articular entre jadeos.
Ron, que había estado a punto de quejarse por la interrupción, frunció el ceño al ver la genuina angustia en los ojos de Harry.
—¿Malfoy? ¿Qué, te escupió un sapo de camino aquí o qué? No exageres, anda.
—No, Ron —la voz de Harry adquirió una seriedad que heló el ambiente.
—Es mucho peor. Después de clase, eché un vistazo al Mapa… Malfoy desapareció. Justo frente al Sauce Boxeador.
—Desapareció… —repitió Ron, confundido, como si las palabras no encajaran.
—Entró en la Casa de los Gritos, Ron —dijo Hermione, sus ojos oscureciéndose de comprensión inmediata. Un escalofrío visible recorrió su espalda.
—Exacto —confirmó Harry, enderezándose. La adrenalina aún le hacía temblar las manos.—Lo seguí con la capa. Llegué tarde… demasiado tarde. Pero no estaba solo.
—¿Quién…? —empezó a preguntar Ron, pero la expresión de Harry le dio la respuesta antes de que pudiera formularla.
—Bellatrix Lestrange —susurró Harry, el nombre saliendo como un susurro cargado de veneno. El recuerdo de su risa estridente aún resonaba en sus oídos.—Escuché… le dijo que el Señor Tenebroso estaría orgulloso de él. ¿Lo entendéis? —su mirada saltó de Ron a Hermione, desesperado por hacerles comprender la magnitud. —¡Eso significa que…!
—¡No puede ser, Harry! —protestó Hermione, llevándose una mano a la boca, sus ojos muy abiertos. Negar lo evidente era un último acto de incredulidad.—¡Es solo un crío! ¡No puede…!
—¡Sí, Hermione! —la interrumpió Harry, su voz cortante.—Es uno de ellos. Draco Malfoy es un Mortífago. Igual que su padre. Y están tramando algo dentro de Hogwarts.— la palabra "dentro" la enfatizó, cargándola de todo el peligro que implicaba.
Hermione tragó saliva, su rostro perdiendo aún más color. La lógica implacable de Harry se imponía a su negación—. Harry… debes informar a Dumbledore. Ahora mismo.
—Eso haré —afirmó Harry, girándose hacia la salida con determinación renovada, aunque una sombra de duda cruzó su mente. ¿Le creería Dumbledore sin pruebas concretas? No importaba. Tenía que intentarlo.
La escalera de caracol giratoria se detuvo con un suave chasquido frente a la puerta de la gárgola de piedra. Harry pronunció la contraseña con voz tensa y la puerta se abrió silenciosamente. La escena que encontró no era la esperada. Albus Dumbledore no estaba sentado tras su majestuoso escritorio. En su lugar, la profesora McGonagall, con su habitual compostura pero una expresión ligeramente preocupada, ordenaba montones de pergaminos con precisión. La sorpresa fue mutua.
—Buenas tardes, señor Potter —dijo McGonagall, ajustándose las gafas. Su mirada escrutadora recorrió el rostro aún pálido y agitado del muchacho—. ¿Puedo ayudarte en algo?
—P-Profesora —farfulló Harry, descolocado—. Necesitaba hablar con urgencia con el director. Es… es vital.
Minerva suspiró, un gesto de cansancio fugaz cruzando su rostro.
—Lo siento, Potter. El director se ha ausentado por asuntos personales imprevistos. No regresará hasta dentro de un par de días, como mínimo.
—¡Pero es urgente, profesora! —la desesperación teñía la voz de Harry.—¡De verdad, es de vida o muerte!
—Me temo que eso no será posible —insistió McGonagall, su tono firme pero no carente de compasión.—¿Puedo tomarle un mensaje? ¿O hay algo que yo pueda hacer?
Harry dudó. La figura imponente y justa de McGonagall inspiraba respeto, pero ¿creería sus acusaciones sin Dumbledore? ¿Y si Snape o Sanders…? Mientras su mente sopesaba los riesgos, permaneció en silencio, la tensión palpable en sus hombros rígidos, sus puños inconscientemente apretados.
La profesora McGonagall, experta en leer el lenguaje corporal de sus alumnos, especialmente de uno tan expresivo como Potter, percibió el nerviosismo extremo.
—Harry—dijo, bajando ligeramente la voz, un raro uso de su nombre de pila—¿Qué es lo que sucede? ¿Qué te tiene tan alterado?
—Es difícil de explicar, profesora —comenzó Harry, eligiendo sus palabras con cuidado, evitando mencionar el mapa o la capa.—Siento… sé que algo malo está pasando. Que Él… Quien-Usted-Sabe… está ganando fuerza. Y no es solo un presentimiento. Draco Malfoy… está con ellos. Están planeando algo. Aquí.
—Señor Potter —la voz de McGonagall se volvió gélida, su postura se erigió aún más recta.—Acusar a un alumno de ser… de pertenecer a ellos… es una imputación gravísima. Requiere pruebas irrefutables.
Antes de que Harry pudiera articular una respuesta, un frío repentino invadió la estancia. En el umbral de la puerta abierta, como sombras surgidas de las mismas piedras del castillo, aparecieron las figuras de Severus Snape y Eve Sanders. Se habían encontrado en el rellano, un silencio cargado y un cruce de miradas, el único saludo entre ellos. La leve sonrisa de Eve murió en sus labios al captar la intensidad de la escena. Snape, en cambio, se había petrificado al oír el nombre de Malfoy salir de los labios de Potter. Su rostro, habitualmente impasible como una máscara de cera, se transformó en un instante. Una rábia oscura, profunda y peligrosa, iluminó sus ojos negros como la brea.
—¿Pruebas? —la voz de Snape cortó el aire como un látigo, fría, afilada, cargada de un desprecio que hizo estremecer a Harry hasta la médula. Se había adentrado en el despacho sin pedir permiso, su mirada clavada en Potter como un puñal.
Harry se paralizó. Hablar con McGonagall era una cosa. Hacerlo delante de Snape y Sanders, a quienes desconfiaba visceralmente, era exponerse al enemigo. El miedo y la ira se enredaron en su garganta.
—Simplemente… lo sé —mintió, desafiante, sosteniendo la mirada glacial de Snape. Era mejor que revelar sus fuentes.
—Simplemente lo sabe… —Snape imitó el tono de Harry con una sorna venenosa, avanzando un paso.—Una vez más, nos asombra con sus portentosas… intuiciones, Potter. La arrogancia y la insolencia parecen ser un legado familiar. Supera incluso a su padre.
El golpe bajo, calculado para herir, encontró su blanco. Harry dio un paso adelante, el rostro encendido, la ira superando el miedo.
—¡No hable de mi padre! ¡O…!
—¿O qué, Potter? —Snape se inclinó ligeramente, su voz un susurro cargado de amenaza.
—¡Basta! —La voz de McGonagall retumbó, autoritaria, interponiéndose físicamente entre el profesor y el alumno. Su mirada, llena de reproche hacia Snape y de preocupación hacia Harry, zanjó momentáneamente el enfrentamiento.—Señor Potter —se dirigió a Harry, su tono más controlado pero firme.—Le sugiero encarecidamente que regrese a su sala común. Ahora.
Harry sintió la humillación y la impotencia quemarle las mejillas. Sus puños temblaban a sus costados. Un último vistazo a Snape, cuyos ojos negros brillaban con satisfacción malévola, y a Sanders, cuyo rostro era un estudio de cautelosa observación, y giró sobre sus talones. Salió del despacho sin una palabra más, la puerta cerrándose tras él con un golpe sordo que resonó en el silencio cargado que dejó.
Minerva McGonagall respiró hondo, tratando de recuperar la compostura. La acusación de Potter era escandalosa, pero la reacción visceral de Snape… y la presencia de Sanders, cuya lealtad y conocimiento de la situación real eran una incógnita… La directora en funciones decidió aplazar cualquier acción.
—Profesores —dijo, rompiendo el silencio incómodo, su voz recuperando su tono profesional.—Les he llamado para informarles que el próximo fin de semana deberán cubrir conjuntamente la supervisión de la visita a Hogsmeade.
Snape soltó un bufido de desprecio
—Olvídalo, Minerva. A menos que desee ver su preciada Copa de las Casas teñida de los colores de Slytherin por falta de puntos de Gryffindor antes de que empiece el viaje.
—Lo lamento, Severus —replicó McGonagall, inflexible.—No hay alternativa. Informen a sus alumnos que deben entregar las autorizaciones firmadas en su próxima clase. Pueden retirarse.
Eve asintió en silencio. La idea de pasar horas enteras en Hogsmeade junto a Snape, después de semanas de tensión insoportable y conversaciones reducidas a monosílabos y reproches silenciosos, era una perspectiva agridulce. Sabía que él aún luchaba contra sus sentimientos. Hasta que no lo superara, el muro entre ellos permanecería. Pero en ese momento, otra preocupación, más inmediata y peligrosa, ocupaba su mente: ¿Cuánto sabía Harry Potter? ¿Y de dónde había sacado la información sobre Draco? La perspicacia del muchacho, combinada con la visceral animadversión de Snape hacia él, pintaba un cuadro preocupante. Si Snape menospreciaba todo lo que significaba algo para él… y Potter provocaba una reacción tan intensa… ¿Cuán importante era realmente Potter para Snape, para provocar tanto odio aparente?
Snape apenas lanzó una mirada a Eve al salir del despacho de Dumbledore, un imperceptible movimiento de cabeza hacia las escaleras que descendían hacia su dominio: el despacho del profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. Eve lo siguió, la tensión entre ellos, ya palpable, se espesó como una niebla tóxica con cada paso. El aire se volvió más frío, más pesado, cargado con el peso de lo no dicho, de lo negado, de lo peligrosamente deseado.
El despacho de Snape reflejaba al hombre: austero, ordenado hasta la obsesión, dominado por estanterías de libros oscuros encadenados y vitrinas que guardaban artefactos de poder inquietante.
—Empecemos, Riddle —la voz de Snape rompió el silencio, áspera, intentando recuperar la normalidad académica, fingiendo que el altercado en el despacho del director y la pesada carga emocional no existían.—Hoy practicará Legeremancia. Le permitiré acceder a mi mente. Pero no se haga ilusiones. Todo lo que percibirá será únicamente lo que yo elija mostrarle. Un desierto, si así lo deseo.
—No albergaba la menor duda al respecto, profesor —respondió Eve, su voz serena, aunque sus ojos no abandonaban los de él, buscando una grieta en su armadura.
—Cuando esté lista, pronuncie el encantamiento. Concéntrese. El objetivo hoy es mantener el control de su propia conciencia mientras accede, sin desmayarse ni perder el conocimiento. —explicó con tono didáctico forzado. —Esta vez mantendré mis barreras levantadas. No verá nada. Pero debe informarme inmediatamente si siente el menor signo de pérdida de control, de dolor de cabeza punzante, de visión borrosa. ¿Entendido?
—Entendido.
—Bien. Proceda.
Eve alzó su varita
—¡Legeremens! —el hechizo salió como un susurro, sin fuerza, sin efecto visible.
Snape esbozó una mueca de desdén.
—¿A eso le llama hechizo, profesora? La concentración es clave. Inténtelo de nuevo. Con convicción.
Eve inspiró profundamente, tratando de acallar el torbellino interno: las dudas sobre Potter, el recuerdo de la rabia de Snape, el peso de sus propios sentimientos…
—¡Legeremens! —esta vez, la palabra tuvo más fuerza.
Durante un instante fugaz, un vacío absoluto se apoderó de la conciencia de Eve. Nada. Ni pensamientos, ni emociones, ni imágenes. Solo un abismo negro y silencioso. Pero fue breve. Su falta de concentración, su mente dividida, hizo que la barrera impenetrable de Snape la rechazara como una ola contra un acantilado. Volvió a la realidad con un leve tambaleo.
—Solo dura unos segundos… y es solo un vacío —murmuró, frustrada.
—La concentración, Riddle —repitió Snape, su voz gélida, aunque sus ojos oscuros parecían percibir su agitación interna.—De la cual hoy, al parecer, andamos escasos.
—Estaba pensando… —comenzó Eve, pero Snape la interrumpió.
—Sé perfectamente en qué estaba pensando, profesora —dijo, un destello de algo más complejo que el desdén cruzó sus ojos negros.—Acceder a la mente ajena exige cerrar la propia puerta a las distracciones. Y usted ha dejado la suya abierta de par en par.
—Entonces, ¿por qué no me complaces con las respuestas? —retó Eve, acercándose un paso, desafiante.
Un músculo palpito en la mandíbula de Snape.
—Lo que pienso no es de su incumbencia. Y lo que siento… —hizo una pausa deliberada, su mirada recorriendo su rostro con una intensidad que hizo que Eve contuviera el aliento—… no le complacería en absoluto.
—¿Ah, sí? —la voz de Eve bajó a un susurro cargado de insinuación. Avanzó otro paso, reduciendo la distancia peligrosamente.—¿Y qué cree que me complacería, profesor? —continuó ella con provocación.
—¡No empieces con tus estúpidos juegos de palabras, Riddle! —estalló él, pero su voz carecía de la fuerza habitual. Era una defensa débil, un último parapeto antes de la rendición.
—Bien —sonrió Eve, un brillo triunfal en sus ojos.—Ahora podemos entendernos. ¿Será necesario incomodarte cada vez para que dejes caer la farsa y me hables como a una igual y no como a una de tus alumnas?
—Veo que, en parte, ya estás complacida —replicó Snape, con una ironía que sonaba forzada, casi vulnerable. Su respiración se había acelerado apenas perceptiblemente.—¿Podemos reanudar la clase o tienes alguna pregunta personal más que hacer?
Eve no retrocedió. La satisfacción de haber roto su fachada era dulce, pero quería más. Quería llegar al núcleo
—¿Por qué ese trato con Potter? —preguntó, clavando sus ojos en los de él.— ¿Qué ganas con ello? Es solo un crio, listo, sí, demasiado listo para tu gusto, aparentemente. ¿Te importa tanto que necesitas atacarlo?
—¡Basta! —la voz de Snape fue un látigo, pero había un destello de pánico en sus ojos, rápidamente sofocado.— Lo trato como se merece. Y él no me importa lo más mínimo. —hizo una pausa, sus ojos ardiendo en la penumbra.—Y para complacerte un poco más… ¡tú tampoco!
Sabía que era mentira en el momento en que las palabras salieron de sus labios. La tensión eléctrica entre ellos, el deseo que lo consumía cada vez que ella estaba cerca, la lucha diaria por reprimir sus sentimientos… todo era demasiado real, demasiado poderoso para negarlo, aunque aceptarlo fuera traicionar la memoria de Lily. Su única defensa era la huida hacia adelante: la negación y la agresividad.
Las palabras no hirieron a Eve. Las vio por lo que eran: un último y desesperado grito de un hombre acorralado por sus propias emociones. Recordó la intensidad de sus besos, el temblor de sus manos en su piel, la mirada de anhelo que a veces no podía ocultar. Sabía que era peligroso, que jugaban con fuego, que había secretos oscuros entre ellos, pero no podía negar lo que sentía. Lo amaba. Con una intensidad que la asustaba y la electrizaba a partes iguales. Estaba decidida a derribar sus muros.
—Lo dudo mucho… —susurró Eve, su voz un hilo sedoso, insinuante. Estaba ahora a solo un suspiro de distancia, su aliento rozando su piel.
Lentamente, sin vacilar, cerró la mínima distancia que quedaba. Su búsqueda no fue tierna; fue brusca, demandante, cargada de todo el deseo y la frustración acumulados. Snape no opuso resistencia. Al contrario. Con un gruñido ahogado, casi de rendición, respondió con una intensidad que la sorprendió. Sus brazos la rodearon como cadenas, atrayéndola contra él. Besó como si estuviera sediento y ella fuera el único manantial en un desierto. Era un beso de batalla, de conquista y rendición simultánea, lleno de la rabia contenida y la pasión negada durante semanas.
—Curiosa forma de demostrar que algo no te importa...—murmuró Eve al separarse bruscamente, dejándlo con el sabor de ella en los labios y el vacío en los brazos. Su mirada era un desafío, satisfecha pero hambrienta de más.
Ella no pudo resistirse. Necesitaba más. Con un gemido ahogado, recuperó sus labios con una urgencia aún mayor. Esta vez fue Snape quien, con un esfuerzo sobrehumano, la separó de él, recuperando una fracción de control. Su respiración era agitada, su pecho subía y bajaba con fuerza.
—Curiosa forma de concentrarte —logró decir con voz ronca intentando ganar el enfrentamiento verbal.
—Cállate —ordenó ella sellando su boca con otro beso, profundo, húmedo, destinado a silenciar cualquier pensamiento racional.
Fue un torbellino. Besos que eran mordiscos, manos que exploraban con frenesí reprimido a través de las gruesas telas de las túnicas, respiraciones entrecortadas que se mezclaban con suspiros y gemidos ahogados. Era un duelo feroz entre el deseo de abandonarse por completo y la vocecilla interior que gritaba ¡Peligro! ¡Alto!. Cada avance hacia el abismo era seguido por un retroceso brusco, un intento de poner distancia que duraba apenas un instante antes de que la atracción magnética los volviera a unir con más fuerza.
Justo cuando la batalla parecía decidirse, cuando el deseo amenazaba con anular todas las advertencias y dejarse llevar parecía la única opción posible, Eve se quedó inmóvil. Su respiración, antes agitada por la pasión, se convirtió en un jadeo corto, rápido, de terror puro. Su cuerpo se tensó como una cuerda de arco. En sus ojos, antes oscurecidos por el deseo, apareció un horror absoluto, un pánico que la dejó paralizada.
Snape lo captó al instante.
—¡Mierda no! ¡Ahora no! —su voz era un ronco susurro de alarma.—¡No pienses! —añadió mientras maldecía la inoportunidad del momento.
Pero si algo era difícil en ese preciso instante era no pensar en nada. Siendo consciente de esto, Snape, actuó por instinto, la agarró con fuerza por los brazos y la condujo hacia el único sillón de la sala, un mueble gastado cerca de su escritorio. La hizo sentar, arrodillándose frente a ella, sus manos sujetando su rostro con una firmeza que buscaba anclarla a la realidad.
—¡Eve! Escúchame —su voz era urgente, intensa, muy cerca de su oído.—Relájate. Por todo lo que más quieras, relájate. Deja que fluyan las imágenes, pero no pierdas el control. No abandones tu mente. ¡Puedes hacerlo! ¡No le des la llave!
—No… no puedo… —gimió ella, sus ojos vidriosos, perdidos en un horror interno.
—¡Sí puedes! —insistió Snape, sacudiéndola suavemente, obligándola a mirarlo. Sus ojos negros, generalmente impenetrables, brillaban con una preocupación intensa y genuina.—Cierra los ojos. Concéntrate en mi voz. En este lugar. ¡En nada más! ¡Concéntrate!
Eve cerró los ojos con fuerza, apretando los párpados. Sintió el frío de sus manos en sus mejillas, un ancla en el torbellino. Luchó, con todas sus fuerzas, contra la corriente de pánico. Dejó que la imagen surgiera, pero trató de observarla como desde lejos, sin sumergirse. Vio a su padre, Tom Riddle, no con el rostro amorfo de su pesadilla recurrente, sino con una claridad aterradora. Estaba de pie, imponente, su varita de tejo empuñada con elegancia mortal. Sus labios se movían, pronunciando palabras que ella no podía oír, pero el significado era claro, transmitido por una sensación de convocatoria oscura, de llamado imperioso. Estaba convocándolos. A todos.
La visión se desvaneció tan rápido como había llegado. Eve abrió los ojos, jadeando, pero consciente, en despacho, con Snape arrodillado frente a ella, sus manos aún en su rostro. Su mirada se enfocó en él, llena de un terror recién nacido.
—Severus… —su voz era un hilo roto. —Os está llamando… Tu brazo…
En el mismo instante, como si sus palabras hubieran activado un interruptor, Snape sintió una quemazón aguda, un latido doloroso en el antebrazo izquierdo. Se apartó bruscamente de Eve, empujando la manga de su túnica. Allí, bajo la tela negra, la Marca Tenebrosa ardía con un negro siniestro, más nítida, más viva de lo que había estado en meses. Un mensaje inconfundible.
Levantó la mirada hacia Eve. Sus ojos se encontraron en un silencio cargado de comprensión y de un miedo compartido.
—No podemos seguir con esto, Eve —dijo Snape, su voz áspera, pero sin el desdén de antes. Era una declaración llena de resignación y de un peligro real.
Eve asintió, aún temblando, pero con los ojos secos. Sabía a qué se refería con el “esto”.
—Lo sé —susurró, mirando la marca que aún parecía palpitar bajo la tela del brazo de Snape.—Logré controlarlo.
—Esta vez —dijo él seriamente.—Pero arriesgamos demasiado. Tengo que irme.
Sin otra palabra, Severus Snape se giró y salió de su despacho a grandes zancadas, dejando a Eve Sanders sola en la penumbra, con el eco de sus besos aún en sus labios, el sabor del terror en su boca y la certeza de que la tormenta que se avecinaba era más grande y más oscura que cualquier conflicto entre ellos.