Potter contra Malfoy
4 de agosto de 2025, 8:58
La noche, fría y silenciosa, había envuelto Hogwarts como un manto húmedo. Las antorchas parpadeaban en los pasillos desiertos, proyectando sombras danzantes que parecían acechar a Harry, Ron y Hermione mientras regresaban a toda prisa a la Sala Común de Gryffindor después de la cena. El Gran Comedor, con su bullicio habitual, había parecido extrañamente vacío sin dos figuras clave: la severa silueta de Severus Snape y la presencia más reciente, pero inquietante, de la profesora Eve Sanders. La ausencia de Dumbledore, aún en sus misteriosos viajes, pesaba como una losa, y la memoria de lo presenciado en su despacho vacío hacía que la coincidencia de las otras dos ausencias resonara como una campana de alarma en la mente de Harry.
—¡Rápido, el mapa! —susurró Harry, ya hurgando en su baúl antes de que el retrato de la Dama Gorda se cerrara completamente tras ellos.
La urgencia le quemaba las entrañas. No podía ser casualidad. Ron y Hermione se apiñaron a su lado, sus rostros pálidos reflejaban la misma inquietud. El aire en la sala común, normalmente acogedor, se sentía cargado de presagios.
Con un movimiento familiar, Harry desplegó el pergamino ajado sobre una mesita baja.
—¡Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas! —El mapa se desplegó como una ciudad viva bajo la luz del fuego. Sus dedos se dirigieron como flechas hacia el despacho de Snape. La sorpresa les golpeó como un puñetazo.
—¿Ella? —Ron farfulló, señalando el nombre *Eve Sanders* brillando solitario dentro de los confines del despacho del profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras—. ¿Qué hace allí? ¿Y dónde diablos está Snape?
Harry recorrió febrilmente los pasillos y salas del mapa, su mirada escudriñando cada rincón.
—No está. Al menos, no donde podamos verlo —dijo. Una fría certeza se instaló en su estómago. Snape fuera del castillo, en una noche como esta, era una idea peligrosa.
Hermione frunció el ceño, su mente analítica trabajando a toda velocidad.
—Nadie con dos dedos de frente se atrevería a entrar en el despacho de Snape sin su permiso, Harry. Así que solo hay dos opciones: o ella sabe que él está fuera... o él le ha permitido estar allí —hizo una pausa dramática, el fuego iluminando la preocupación en sus ojos—. Y francamente, no sé cuál de las dos me asusta más.
—Voy a por la capa —anunció Harry, dando media vuelta. La necesidad de acción, de hacer algo, era abrumadora.
—¿Estás completamente loco? —Hermione se interpusó, bloqueándole físicamente el paso—. ¡Es una temeridad! Snape podría volver en cualquier momento, o ella podría... hacer algo. ¡Y sin Dumbledore aquí para mediar!
—¿Y qué sugieres, Hermione? —replicó Harry, su voz cargada de frustración—. ¿Esperar sentados dos días a que Dumbledore vuelva? ¿Mientras Snape y Sanders hacen quien sabe qué?
—No, pero podemos ser estratégicos —insistió ella, tratando de apelar a la razón—. Esperemos a que Snape reaparezca en el mapa. Así sabremos dónde está, hacia dónde se dirige... podríamos anticiparnos. Ir a ciegas es regalarse.
Durante lo que parecieron horas interminables, los tres jóvenes se mantuvieron en vela, sus ojos pegados al intrincado dibujo del mapa. El fuego crepitaba, el único sonido en la tensa quietud. Los nombres de los profesores permanecían inmóviles en sus aposentes. Solo Filch, con su gata la Señora Norris siguiéndole como una sombra siniestra, recorría sus rutinas habituales. Y Eve Sanders. Su nombre se movía con una inquietud peculiar. No iba a ningún sitio concreto, sino que vagaba por los pasillos del castillo, especialmente aquellos cercanos a las mazmorras. Una y otra vez, su punto de luz pasaba frente a la entrada del despacho de Snape, como un halcón dando vueltas sobre su presa.
—Es como si lo estuviera esperando, ¿no os parece? —Ron bostezó, frotándose los ojos con fuerza. La monotonía empezaba a vencer a la adrenalina.
En ese preciso instante, otro nombre se movió, captando la atención de Harry como un imán: Draco Malfoy, deslizándose fuera de la Sala Común de Slytherin. Harry se incorporó bruscamente, toda su fatiga evaporada.
—¿Se dirige al... tercer piso? —Hermione entrecerró los ojos, confundida—. ¿A estas horas?
—Dadme el mapa —ordenó Harry, su voz repentinamente fría y decidida. Ya estaba recogiendo la capa de invisibilidad—. Voy a seguirle. No pienso quedarme aquí otra vez mientras Malfoy trama algo. La última vez esperé demasiado... esta vez sabré qué se trae entre manos.
—¡Entonces vamos contigo! —Hermione se puso en pie, dispuesta, aunque el miedo brillaba en sus ojos.
Harry negó con la cabeza con firmeza.
—No, Hermione. Si pasa algo, si Snape aparece o... o lo que sea, alguien tiene que avisar a McGonagall inmediatamente. No podemos arriesgarnos a que nadie sepa dónde estamos los tres.
—Harry tiene razón —asintió Ron rápidamente, demasiado rápido, evitando la mirada fulminante de Hermione—. El alivio de no tener que enfrentarse a Malfoy en la oscuridad era palpable en él.
Sin perder un segundo más, Harry envolvió la capa alrededor de sus hombros, se desvaneció ante sus ojos y salió por el agujero del retrato, el mapa del Merodeador apretado contra su pecho bajo la tela plateada. El camino hasta el tercer piso fue un viaje a través de un mundo de sombras y ecos amplificados. Cada susurro del viento, cada crujido de la piedra antigua, le hacía tensarse. El mapa le guió sin error: la diminuta etiqueta de Draco Malfoy avanzaba con determinación hacia esa zona deshabitada.
Al final del largo y oscuro pasillo del tercer piso, Harry vislumbró la figura esbelta y pálida de Draco. Avanzaba con cautela, la cabeza girándose constantemente, los hombros tensos. Estaba nervioso, hipervigilante. Harry contuvo el aliento, intentando que sus propios pasos fueran más ligeros que el aleteo de un fantasma. Pero la misma quietud que favorecía a Malfoy lo traicionó. Cuando Draco se detuvo bruscamente, escuchando, el silencio que siguió fue tan absoluto que el leve roce de la túnica de Harry contra una pared sonó como un trueno.
Draco se giró como un resorte, su varita ya apuntando hacia la nada de donde provenía el sonido, sus ojos plateados escudriñando la oscuridad con una mezcla de miedo y furia.
—¡Petrificus Totalus! —gritó, un rayo de luz roja disparándose de su varita.
Por instinto puro, Harry saltó a un lado, arrancándose la capa mientras su propia varita trazaba un arco defensivo.
—¡Protego! —El escudo invisible paró el hechizo con un chispazo azul, revelando su posición.
—Potter… —El nombre salió de los labios de Draco como un veneno, su rostro contorsionado por el asco y una rabia repentina. La sorpresa inicial se transformó en odio puro al ver a su némesis.
—Lo sé, Malfoy —replicó Harry, avanzando un paso, su propia voz cargada de desafío—. Sé que estás metido en algo. Sé lo que eres ahora. Pero sea lo que sea, no vas a salirte con la tuya. No esta vez. —Su mirada no se apartaba de la varita de Draco.
—¡Desaparece, asqueroso sangre sucia! —rugió Draco, y un estallido cegador de luz amarilla – un Fulminatus mal dirigido – salió de su varita, impactando contra una armadura cercana con un estrépito metálico que resonó en el pasillo. Harry se lanzó detrás de una robusta columna de piedra, la piedra pulverizada llovió sobre su cabeza.
—¡Expelliarmus! —gritó Harry desde su refugio, pero el hechizo solo golpeó la wall opuesta, dejando una marca negruzca.
Lo que siguió fue un duelo frenético y desesperado. Rayos de luz de todos los colores – rojos, verdes, amarillos – cruzaron el pasillo como luciérnagas mortales. Los gritos de los hechizos ("¡Levicorpus!", "¡Furnunculus!", "¡Impedimenta!") chocaban contra el silencio nocturno y las paredes centenarias. Harry esquivaba, rodaba, se protegía tras las columnas. Draco atacaba con ferocidad, impulsado por el pánico y el rencor. Harry solo pensaba en detenerlo, en descubrir la verdad, en defenderse. Ambos estaban demasiado concentrados en su batalla privada, en el odio que los consumía, para notar la aparición silenciosa de dos nuevas etiquetas en el mapa que Harry había dejado caer en la confusión: Severus Snape había reaparecido en el castillo, cerca de las mazmorras, y se movía rápido. Y Eve Sanders había dejado de vagar; ahora se dirigía también hacia el tercer piso.
La rabia de Draco era palpable, un aura visible de odio que deformaba sus rasgos juveniles. Viendo a Harry momentáneamente expuesto tras un bloqueo fallido, Draco levantó su varita no con la intención de desarmar o inmovilizar, sino con una postura de puro rencor, apuntando directamente al corazón de Harry. Sus labios se curvaron en una mueca de triunfo maligno.
—¡Cruci—!
El horror de escuchar el comienzo de la Maldición Imperdonable, la certeza de lo que Draco intentaba hacerle, destrozó los últimos vestigios de control de Harry. El miedo se transformó instantáneamente en una ira ciega y defensiva. Sin pensar, sin elegir, un hechizo que había leído, marcado como "para enemigos", surgió de sus labios con la fuerza de un latigazo:
—¡Sectumsempra!
Un silbido siniestro cortó el aire. Draco fue lanzado hacia atrás como si un gigante invisible lo hubiera golpeado. Cayó al suelo de piedra con un golpe sordo. No gritó inmediatamente; hubo un segundo de silencio aterrador antes de que la sangre empezara a brotar a borbotones de múltiples cortes profundos e invisibles que aparecieron en su pecho, brazos y rostro. Un charco oscuro y brillante comenzó a formarse rápidamente a su alrededor, reflejando la luz de las antorchas con un brillo macabro.
Harry se quedó paralizado. El sonido de su propia respiración jadeante era el único ruido en el mundo. Miró su varita como si fuera un objeto extraño, repugnante. ¿Qué había hecho? La ira que lo había poseído se evaporó, dejando un vacío helado lleno de puro terror y desconcierto. No se reconocía. Avanzó hacia Draco, sus piernas temblorosas. El chico yacía retorciéndose débilmente, un gemido ahogado escapando de sus labios ensangrentados. La sangre manaba, empapando su túnica de Slytherin. Harry no sabía qué hacer, cómo detenerlo. El libro no decía nada sobre contrarrestar aquel hechizo. La impotencia lo ahogaba.
De las sombras más profundas del pasillo, surgió una figura alta y negra, moviéndose con una rapidez felina. Severus Snape no corrió; se deslizó hasta el lado de Draco. Ni siquiera miró a Harry al principio. Su atención estaba completamente centrada en el muchacho moribundo a sus pies. Se arrodilló en el charco de sangre sin inmutarse, su propia túnica negra absorbiendo la oscuridad del líquido. Sacó su varita con un gesto preciso.
—Vulnera Sanentur… —Su voz era un susurro grave y rítmico, casi una canción fúnebre. La varita trazó movimientos complejos sobre las heridas invisibles—. Vulnera Sanentur… —La sangre que brotaba con fuerza empezó a remitir, como si una mano invisible la empujara hacia atrás hacia las heridas—. Vulnera Sanentur… —Los cortes profundos comenzaron a cerrarse, cosiéndose desde dentro hacia fuera, dejando solo cicatrices rojas y brillantes sobre la piel pálida de Draco. Su respiración, que había sido un jadeo agonizante, se hizo más profunda y regular. La consciencia volvía lentamente a sus ojos, llenos de dolor y confusión.
Harry retrocedía paso a paso, el coraje de Gryffindor abandonándolo por completo. El horror de lo que había hecho, combinado con la presencia escalofriante de Snape, lo dejaba temblando. Solo deseaba desaparecer, huir de aquella pesadilla. Pero la voz de Snape, fría como el mármol de las tumbas, lo clavó en el sitio.
—Lo he subestimado, señor Potter —dijo Snape levantándose con elegancia, limpiando distraídamente su varita con un paño que sacó de sus ropas. Finalmente, sus ojos negros, profundos como pozos sin fondo, se clavaron en Harry. Había una furia contenida en ellos, pero también algo peor: un desprecio absoluto—. Veo que no se limita a alardear de sus dotes especiales. También disfruta poniéndolos en práctica contra sus compañeros. Con notable... eficacia. —Su mirada recorrió deliberadamente el cuerpo ahora cicatrizado, pero aún débil, de Draco.
—¡No pretendía hacer eso, profesor! —La voz de Harry sonó estrangulada, débil. Apartó la mirada, incapaz de sostener la intensidad de aquellos ojos oscuros ni de mirar a Draco—. ¡Solo me defendía! ¡Él iba a... iba a lanzarme la Maldición Cruciatus!
Snape esbozó una mueca que no tenía nada de sonrisa.
—No cabe duda de que es hijo de su padre. Mentiroso. Arrogante. Siempre con una excusa a mano para su violencia. —Avanzó un paso hacia Harry, y su voz, aunque apenas un susurro, resonó con una peligrosa intensidad. Perdía su habitual control glacial—. ¿Quiere acaso probar sus nuevos y peligrosos dotes contra mí, Potter? Sabe —añadió, cada palabra cargada de veneno antiguo—, su padre, el gran James Potter... nunca me atacaba sin que fueran al menos cuatro contra uno. Cobardía disfrazada de bravuconería. Un rasgo de familia, al parecer.
Las palabras sobre su padre golpearon a Harry como latigazos. El miedo retrocedió, barrido por una ola de ira hirviente y justificada. Apretó los puños con tanta fuerza que las uñas se clavaron en las palmas. Levantó la cabeza lentamente, sus ojos verdes, ahora brillando con una luz propia, encontrándose directamente con los negros abismos de Snape. El aire chisporroteaba con odio mutuo.
—Severus… —La voz de Eve Sanders, tranquila pero firme, cortó la tensión como un cuchillo. Apareció desde la penumbra de un nicho cercano, su figura esbelta recortada contra la piedra. No parecía sorprendida, ni asustada. Simplemente estaba allí, observando la escena con una calma que resultaba inquietante.
Snape se irguió bruscamente, como si un resorte se tensara dentro de él. La máscara del profesor impasible volvió a cubrir su rostro en un instante, ahogando la tormenta personal que acababa de desatarse. Solo un leve tic en su mandíbula delataba la furia contenida. Miró a Eve, luego a Harry, y finalmente de nuevo a Draco, que intentaba incorporarse con dificultad.
—Señorita Sanders —dijo Snape, su voz recuperando su tono seco y autoritario, aunque aún con un borde afilado—. Acompañe al señor Potter de vuelta a la sala común de Gryffindor. Asegúrese de que llega... incólume. —El énfasis en la última palabra era una advertencia sutil. Luego, giró su mirada gélida hacia Harry—. Y por cierto, Potter... por el uso de magia oscura prohibida y el ataque salvaje a otro estudiante... se ha ganado usted un mes de castigo. Empezando mañana. Detalles en su debido momento. —La amenaza flotaba en el aire: había más consecuencias, pero eso era solo el principio.
Sin una palabra más, Eve hizo un gesto casi imperceptible a Harry. Él, todavía temblando por la montaña rusa de emociones – el horror, la ira, el miedo residual –, recogió mecánicamente su capa y el mapa, evitando mirar a Draco o a Snape, y siguió a la profesora. Sus figuras se fundieron con las sombras del largo pasillo, dejando atrás el escenario del desastre.
Solo entonces Snape se volvió completamente hacia Draco Malfoy. El chico estaba ahora de pie, tambaleándose, su rostro marcado por las nuevas cicatrices y una palidez espectral. El dolor y la humillación brillaban en sus ojos.
—Te lo advertí, Draco —dijo Snape, su voz baja pero cortante como el filo de un cuchillo. No había compasión, solo una fría realidad—. No más estúpidas bravuconadas. No más juegos de niños. —Se inclinó ligeramente, sus ojos negros atrapando los plateados de Draco, que intentaban desviarse—. Juré por ti. Pronuncié el Juramento Inquebrantable. Mi vida por la tuya si fracasas. No pongas a prueba la solidez de esa magia... ni mi paciencia.
—Yo... yo no te pedí que lo hicieras —murmuró Draco a la defensiva, su voz débil pero cargada de resentimiento juvenil.
Snape soltó un bufido corto, casi despectivo.
—Sé que tienes miedo, Draco. Ese miedo te hace torpe, te hace vulnerable, te lleva a cometer errores como este. —Su mirada se volvió ligeramente menos glacial, pero no más cálida. Era la mirada de un estratega evaluando una pieza valiosa pero defectuosa—. Concéntrate en tu tarea. Cumple con tu tarea. Y yo... te ayudaré a lograrlo. —hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras cayera—. Porque no querrás que el Señor Tenebroso sepa que estás fallando... ¿verdad? Que estás jugando a los duelos con Potter mientras su misión pendula en el aire. Su descontento... es algo que ni tú ni yo podemos permitirnos.
Draco palideció aún más, si cabía. El miedo al Señor Tenebroso era más profundo, más visceral, que cualquier herida física. Tragó saliva con dificultad y asintió, un movimiento casi imperceptible de su cabeza, más un gesto de derrota y asentimiento forzado que de aprobación genuina.
—Bien —dijo Snape secamente—. Ahora, vete. A tu cama. Necesitas descansar. Las heridas están cerradas, pero el cuerpo recordará el trauma. El sueño ayudará... a recuperar las fuerzas. —Su tono era de despido, no de preocupación.
Draco Malfoy dio media vuelta y se alejó cojeando ligeramente por el pasillo, su figura encorvada, llevándose consigo el peso del fracaso, el dolor persistente y el terrorífico recordatorio de las consecuencias de fallar. Las cicatrices del Sectumsempra, líneas rojas y crueles sobre su piel, eran solo el signo visible del precio que estaba pagando. El castillo, silencioso a su alrededor, parecía observarlo con indiferencia mientras se dirigía hacia las profundidades de Slytherin, donde ni siquiera su propia cama prometía un verdadero descanso. Snape lo observó irse, su expresión impenetrable, antes de desaparecer él mismo en la oscuridad, como una sombra que nunca había estado realmente allí.