ID de la obra: 369

Un nuevo curso en Hogwarts

Het
R
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planificada Maxi, escritos 137 páginas, 65.874 palabras, 22 capítulos
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Lo sabe, lo sabes, lo sé

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El sueño había sido una tregua breve y agitada. Dos horas de un letargo superficial donde las sombras de las confesiones del director bailaban con la imagen de unos ojos oscuros, cargados de un dolor ancestral. Ahora, los primeros rayos del sol, pálidos y fríos, se filtraban por los altos ventanales de la torre de Ravenclaw, pintando de plata el polvo flotante. Un silencio inusual, denso como la niebla del lago, aún envolvía el castillo de Hogwarts. Eve Riddle se incorporó en su cama, las sábanas frías enrolladas en sus piernas. No sentía el agotamiento físico de otras mañanas, pero su reflejo en el espejo le devolvía una imagen espectral: ojeras profundas, piel cetrina, una palidez que hablaba de noches en vela y almas en conflicto. Y en su pecho, justo bajo el esternón, persistía aquella punzada afilada, como la hoja de un puñal oxidado clavándose lentamente, robándole el aliento en pequeñas, dolorosas bocanadas. Con movimientos mecánicos, como un autómata herido, se vistió. Las palabras de Dumbledore resonaban en su mente, formando patrones terribles y, a la vez, esclarecedores. Ahora entendía la ciega confianza del director en un hombre envuelto en sombras. Comprendía la frialdad calculada de Severus Snape, no como un escudo de indiferencia, sino como la coraza de un guerrero que había forjado su armadura en el fuego de un amor perdido y un odio infinito. Ese hombre, pensó Eve con un estremecimiento que no era de miedo, sino de una terrible admiración mezclada con culpa, no solo es capaz de odiar sin límites... amó así también. Y ese amor, o su fantasma, aún lo consume. La revelación la golpeó de nuevo. Ella, impulsada por una curiosidad insaciable y una atracción que no entendía, había hurgado en esa herida abierta. Había violado su confianza, su santuario mental. Se maldecía por ello, una y otra vez, la amargura llenándole la boca. Pero, de forma absurda, ilógica, esa travesura no había matado lo que sentía por él. Todo lo contrario. Le había costado horrores admitirlo, luchando contra la razón que gritaba que era imposible, peligroso, una locura. Seguía sin poder racionalizarlo, sin encontrar una razón tangible más allá de un magnetismo visceral, una conexión que parecía tejida en un nivel más profundo que el pensamiento. Pero la certeza era absoluta, un peso cálido y aterrador en su pecho: lo amaba. Esa mañana, el fantasma de Lily Evans no solo acechaba al profesor de defensa contra las artes oscuras. Eve también sentía su presencia etérea, una sombra alargada que se interponía entre ella y Severus. Y, peor aún, llevaba grabados a fuego en su memoria los sentimientos de él hacia Lily, percibidos en su intrusión mental. Un amor puro, devastador, eterno. Un sentimiento contra el que ella no podía, ni debía, competir. Era como intentar apagar el sol con las manos. Faltaba media hora para que el bullicio habitual invadiera los pasillos. Hogwarts empezaba a despertar, con los primeros estudiantes cruzando los corredores con sueño y los profesores dirigiéndose al Gran Comedor. Eve no había pisado el salón principal. Había vagado por pasadizos y galerías vacías durante gran parte de la mañana, sus pasos resonando en la piedra fría, su mente dando vueltas obsesivamente en torno a una sola idea: encontrar a Snape. Hablar. Explicar. Disculparse. No esperaba perdón, ni siquiera comprensión. Solo necesitaba decirle que lo sentía, que entendía, en la medida de lo posible, la magnitud de su transgresión. Tras descartar su despacho, el aula de defensa y los lugares más evidentes, una frágil esperanza la guió hacia la sala de profesores. El aire dentro estaba quieto, cargado con el olor a papel viejo, tinta y polvo de tiza. Severus Snape estaba allí, sentado en un sillón de cuero desgastado junto a la chimenea apagada. No leía el libro que sostenía abierto en sus manos; su mirada perdida atravesaba las páginas, sumergida en un océano de recuerdos amargos y cálculos sombríos. Sabía que su presencia allí, a esa hora, era inusual. También sabía que cualquier colega que entrara, por sorprendido que estuviera, no osaría interrumpir al temible profesor Snape mientras fingía concentrarse en un texto. Era una barrera eficaz. Un refugio momentáneo. Contaba con que ella no lo buscaría allí. Y si lo hacía... quizás ya sería demasiado tarde para la conversación que ambos sabían inevitable. Justo cuando ese pensamiento cruzaba su mente como una serpiente negra, la puerta se abrió con un chirrido suave. —Severus… —La voz de Eve fue un susurro, apenas audible sobre el silencio de la habitación, cargado de una vulnerabilidad que le dolió a ella misma pronunciarla. Con la lentitud calculada de un depredador, Snape alzó la mirada. No la miró a ella. Sus ojos negros, impenetrables, se fijaron en el gran reloj de péndulo que colgaba de la pared opuesta. El tic-tac resonó como un latido fúnebre en la tensa quietud. Luego, sin una palabra, sin un gesto que reconociera su presencia más allá de la mera existencia física, se levantó. Su capa negra ondeó como las alas de un cuervo al pasar junto a ella, su intención de abandonar la sala tan clara como el cristal de las ventanas. —Severus… por favor— La súplica de Eve fue un hilo de voz, un intento desesperado de anclarle que fue tan efectivo como intentar detener una sombra. Su mano se alzó, vacilante, pero solo rozó el aire frío que dejó a su paso. El sonido del portazo que siguió fue un golpe seco, un disparo que resonó en sus huesos y la dejó sola, temblando en medio de la habitación vacía. Eve cerró los ojos con fuerza, apretando los párpados hasta ver estrellas. Luchaba ferozmente contra la marea de emociones que amenazaba con arrastrarla: rabia contra sí misma, ira por su impotencia, una culpa devoradora, el amor que se retorcía como una serpiente herida, y un deseo punzante, absurdo, de correr tras él. Todo era demasiado. Demasiado para soportarlo con solo dos horas de sueño inquieto y el estómago vacío desde la víspera. Una debilidad física extrema se apoderó de ella, haciéndola sentir transparente, frágil como el primer hielo del invierno. Entonces, llegó. Como si la tensión emocional hubiera abierto una compuerta en su mente. Un dolor repentino y agudo, cada vez más familiar, le atravesó las sienes. No era físico. Era una invasión. Su respiración se convirtió en jadeos cortos y superficiales. Sus piernas, de repente hechas de gelatina, cedieron. Se dejó caer de rodillas sobre la fría piedra, las manos buscando apoyo en el suelo. Lo conocía. Era la misma sensación que había tenido frente a Snape, pero entonces él había sido un ancla. Ahora estaba sola. Y débil. Muy débil. Cerró los ojos con fuerza, y la oscuridad se pobló de imágenes. Primero, solo una silueta masculina, indefinida, recortada contra un fondo de caos. Luego, la imagen ganó claridad: la silueta, alta y amenazante, alzaba una varita larga y pálida hacia un cielo oscurecido por formas innombrables. Sus labios se movían, pronunciando palabras que el sueño o el terror le impedían descifrar, pero que resonaban con un poder antiguo y corrupto. La visión empezaba a desvanecerse, difuminándose en la niebla mental, cuando de repente se materializó un rostro. No una silueta, sino un rostro. Pálido como la cera, carente de todo rastro de humanidad, con unos ojos… ojos que no eran ojos, sino rubíes incandescentes, hendiduras rojas que la traspasaron, buscando algo en lo más profundo de su ser. Y entonces, una voz. No en sus oídos, sino dentro de su cráneo, siseante, fría como el mármol de una tumba, impregnada de una curiosidad perversa y un poder infinito que pronunció, con una claridad aterradora: "Tu eres Eve Sanders." Severus Snape avanzaba por los pasillos inferiores de Hogwarts, su capa ondeando tras él como una bandera negra, su mente disciplinadamente enfocada en la lección sobre conjuros defensivos que impartiría a los desdichados de séptimo año. No podía permitirse divagar. No hoy. No después de... La repentina punzada en su antebrazo izquierdo, justo en la Marca Tenebrosa, fue tan intensa que lo hizo detenerse en seco. Un dolor agudo, ardiente, que no provenía de la piel, sino de más adentro. De la conexión maldita. Y, como en las ocasiones anteriores, su mente, antes de siquiera poder resistirse, fue arrancada de su cuerpo y proyectada hacia ella. Hacia Eve. Con una maldición sorda brotando de sus labios, sin vacilar ni un instante, dio media vuelta y retrocedió a grandes zancadas, su corazón golpeándole las costillas con un ritmo de guerra. La puerta de la sala de profesores se abrió de un violento empujón, golpeando la pared con un estruendo que hizo temblar los retratos dormidos. — ¡Eve! — El grito de Snape, ronco, cargado de una urgencia que nadie en Hogwarts le había oído jamás, llenó la estancia. Sus ojos negros barrieron la habitación y la encontraron allí, en el suelo, cerca de la chimenea. Arrodillada, pálida como la muerte, sus ojos verdes desmesuradamente abiertos, reflejando un pánico puro, primitivo. Se abalanzó hacia ella, cayendo de rodillas a su lado, sus manos grandes agarrando sus fríos hombros con una fuerza que no pretendía ser suave. — ¿Eve? ¿Qué has visto? — Su voz, al repetir la pregunta, perdió volumen pero ganó en intensidad, en un filo de acero y un miedo apenas contenido que contrastaba brutalmente con la escena fría de minutos antes. La veía temblar, sentir el terror emanando de ella en ondas casi palpables. — ¡Dime! ¿Qué es lo que has visto? — Insistió, sacudiéndola suavemente, obligando a sus ojos perdidos a enfocarse en los suyos. Ella parpadeó, luchando por tragar saliva, por encontrar aire en sus pulmones colapsados. Sus labios temblorosos se movieron. —Lo sabe… — El sonido fue apenas un susurro ronco, el eco de una voz ahogada. — Él… él lo sabe… El frío que recorrió la espina dorsal de Snape fue glacial. No necesitaba preguntar quién. Solo había un "Él" capaz de provocar ese terror. — ¿Qué ha visto, Eve? — Preguntó, apretando aún más sus hombros, su mirada clavada en la suya, exigiendo la verdad. — ¿Qué exactamente? — —No… no lo sé… — Tartamudeó, sacudiendo la cabeza, las lágrimas empezando a desbordar sus ojos y a trazar caminos húmedos por sus mejillas. — Sabe… que… que estaba en su mente… — Un sollozo le cortó la frase. — Dijo… dijo mi nombre… Eve Sanders… — pronunció el nombre como si fuera una sentencia de muerte. El rostro de Severus Snape se transformó. Toda la urgencia, el miedo momentáneo, se congelaron en una máscara de puro horror y fría determinación. Su mente, entrenada para la duplicidad, calculó las implicaciones con velocidad letal. Lo sabe. Sabe que no és solo premonición.. ¡Un fallo catastrófico! — ¡Mierda, Riddle! — La maldición salió como un latigazo, cargada de una furia dirigida tanto a sí mismo como a la situación. Se levantó de un salto, su figura alta y negra recortándose contra la luz de la ventana, emanando peligro. — No debí…— Se interrumpió, mordiendo la frase. El daño estaba hecho. — Informa a Dumbledore. Ahora. De todo. Debo ir. — Las palabras eran órdenes cortantes, militares, pronunciadas con una frialdad que hacía que el aire se helara a su alrededor. Se giró hacia la puerta. — ¡Severus, no! — El grito de Eve fue desgarrador, surgiendo de lo más hondo de su terror. Se arrastró hacia él, agarrándole con fuerza desesperada el brazo de la túnica. — ¡Por favor! No vayas… ¡Te matará! ¡Esta vez te matará! — Su voz se quebró en un nuevo sollozo. Snape se detuvo, pero no se volvió. Su espalda era un muro impenetrable. Cuando habló, su voz era gélida, plana, como si ya estuviera a kilómetros de distancia. — Mi vida, Riddle, dejó de ser importante hace mucho tiempo. — Un simple hecho. Una verdad demoledora. Con un movimiento brusco, pero no violento, se zafó de su agarre. Le dio la espalda completamente, un rechazo físico que fue como una puñalada. — ¡Imbécil! — El grito de Eve estalló, cargado de toda la desesperación, la rabia y el amor que la consumían. Las lágrimas corrían libremente ahora. — ¡Sí lo es! ¡Para mí sí lo es! ¡Importa! — — Deja de decir estupideces y haz lo que te he dicho. — La réplica fue glacial, cortante, sin un ápice de emoción. Dio un paso hacia la puerta. Fue entonces cuando ella lo soltó. Las palabras que llevaba semanas, quizás meses, ahogando en su garganta, brotaron impulsadas por el pánico absoluto, por la certeza de que lo perdería para siempre en ese instante. Un grito desde el abismo: — ¡No! ¡Qué parte es la que no entiendes, cretino insensible! — Su voz se quebró, ahogada por los sollozos, pero la siguiente frase la dijo con una claridad desgarradora, arrojando al suelo las últimas briznas de su orgullo, su dignidad, su esperanza: — ¡Te amo! — Severus Snape se detuvo. No fue un alto brusco, sino una congelación total. Se convirtió en una estatua de ébano y lana, de espaldas a ella, inmóvil. No hubo giro. No hubo un suspiro, ni un cambio en la tensión de sus hombros. Nada en su postura rígida, en su silencio absoluto, dio a entender que hubiera escuchado. Para Eve, ese silencio fue más devastador que cualquier insulto, cualquier rechazo vocalizado. Fue el vacío. La confirmación de su peor temor: su amor era invisible, insignificante, un estorbo más en su camino ya sembrado de espinas. Pero oculto tras la cortina de su cabello lacio, en la sombra que su perfil agudo proyectaba contra la pared, en el rostro que Eve no podía ver, se libró una batalla titánica. Al escuchar esas dos palabras – "Te amo" – no fue el rechazo lo que lo atravesó como una maldición Crucio. Fue el dolor. Un dolor agudo, punzante, que le recordó a la noche en que Lily murió. No le dolió que ella lo dijera. Ni siquiera le dolió que no fueran las palabras de Lily, o que él no pudiera corresponderlas de la forma que ella merecía. Le dolió, con una intensidad que le arrancó el aliento, no poder girarse. No poder decirle, aunque solo fuera con una mirada, con un susurro, que esas palabras, imposibles, peligrosas, locas, habían encontrado un eco en el páramo helado de su corazón. Que él también... aunque se lo negara a sí mismo con furia, aunque lo hiciera vulnerable hasta el punto de la muerte, aunque una parte de él la odiara por haber arrancado su máscara y hurgado en sus heridas más sagradas... sentía. Y ese sentimiento, ahora, era la mayor amenaza para ambos. Para la misión. Para cualquier atisbo de futuro. No podía permitírselo. El papel del espía despiadado, leal solo a la oscuridad, debía continuar. Hasta el amargo final. Incluso si ese final era hoy. Incluso si con ello perdía... esto. Esto que acababa de florecer en medio de las ruinas y que ya sentía arrancado de cuajo. Sin una palabra, sin un último vistazo, sin el más mínimo signo de haberla escuchado, Severus Snape cruzó el umbral de la sala de profesores y desapareció en el pasillo, tragado por las sombras del castillo. Eve se quedó allí, arrodillada en el suelo frío, el eco del portazo resonando en sus oídos como un disparo de gracia. La impotencia la paralizó. Luego, las lágrimas, contenidas hasta entonces por el shock y la desesperación, brotaron en un torrente incontrolable. Cubrieron su rostro, nublaron su visión, ahogaron su razón. El silencio de Snape, esa negación absoluta, ese muro de hielo, dolía infinitamente más que cualquier grito, cualquier insulto. Le arrancaba algo vital. Pero, en medio del huracán de dolor, una chispa de instinto de supervivencia – por él, no por ella – se encendió. Él se jugaba la vida. Lo había ido a enfrentar, sabiendo el peligro, por la información que ella había filtrado involuntariamente. Por ella. Debía actuar. Por mucho que cada fibra de su ser gritara para desplomarse, para hundirse en la desesperación, debía hacer lo que él le había ordenado. Lo único que podía hacer por él ahora. Con un esfuerzo sobrehumano, se levantó. Sus piernas aún temblaban, pero la urgencia le inyectó una fuerza prestada. Salió de la sala de profesores como un alma perseguida, sin ver a los pocos estudiantes que empezaban a llenar los pasillos, sin oír sus murmullos curiosos. Corrió. Subió escaleras, torció pasadizos, impulsada solo por el pánico y la necesidad. Llegó jadeante a la gargola que guardaba la entrada al despacho del director. La contraseña, caramelos de limón, salió de sus labios entrecortada, ininteligible la primera vez. Lo repitió, gritando casi. La estatua giró, revelando la escalera caracol. Subió los peldaños de dos en dos y empujó la pesada puerta de roble sin llamar, entrando como un vendaval. Albus Dumbledore estaba de pie junto a su escritorio, examinando un extraño instrumento de plata. Se giró, sorprendido por la entrada violenta, sus ojos azules chispeando tras sus gafas de media luna al ver el estado de la joven. — ¡Albus! — El grito de Eve fue un aullido de angustia. Jadeaba, las lágrimas aún manchaban su rostro, el pánico le hacía brillar los ojos de forma febril. — ¡Él lo sabe! ¡Sabe mi nombre, sabe que estuve en su mente… y Severus…! ¡Debes detenerlo, por favor! ¡Va a morir! — — Querida niña… — La voz de Dumbledore era un bálsamo de calma deliberada, un contrapunto a su histeria. Se acercó con sus pasos pausados, sus manos levantadas en un gesto tranquilizador. — Respira. Con calma. ¿Qué ha ocurrido? Cuéntamelo todo. — Entre sollozos, temblores y frases entrecortadas, Eve vomitó la historia. Su visión: la silueta, la varita alzada, el rostro céreo, los ojos rojos abrasadores. La voz siseante pronunciando su nombre como un hechizo maldito. Su colapso. La llegada de Snape. Su terrible certeza: "Él lo sabe". La partida suicida de Severus. Se culpaba a sí misma, una y otra vez, por la intrusión mental que inició todo, por no controlar la conexión, por ser el catalizador que lo enviaba directo a la muerte. Dumbledore escuchó con una atención absoluta, su rostro serio, las arrugas alrededor de sus ojos marcándose profundamente. No ocultó su preocupación. Pero cuando Eve habló de la partida de Snape, de su certeza de que sería ejecutado, el director negó lenta, firmemente, con la cabeza. — Eve, — dijo suavemente, pero con una autoridad que atravesó su histeria — no puedo interferir en los deberes de Severus ante Lord Voldemort. Él es un agente doble de una destreza incomparable. Sabe, mejor que nadie, los riesgos que corre y cómo maniobrar en ese abismo. — Hizo una pausa, buscando sus ojos. — Tienes que confiar en él. En su habilidad. En su frialdad. Es su arma más afilada. Eve lo miró, la desesperación luchando con un débil atisbo de esperanza que las palabras del director intentaban plantar. Tragó saliva, sintiendo un nudo de vergüenza y necesidad mezclarse en su garganta. Había que decirlo. Era relevante. Era todo. — Lo amo, Albus. — La confesión salió en un susurro ronco, teñido de timidez, pero también de una terrible preocupación que iba más allá de su propia seguridad. — A Severus. Lo amo. — Dumbledore no pareció sorprendido. Un suspiro profundo, cargado de un peso milenario, escapó de sus labios. Sus ojos, llenos de una pena infinita y una comprensión demasiado aguda, se posaron en ella. — Lo sé, querida, — murmuró, su voz grave como el roce de las hojas en otoño. — Y eso… eso es precisamente lo que más me inquieta. — Se acercó un paso más, su mirada volviéndose intensa, urgente. — Si Tom Riddle llegó a ver más allá en tu mente durante esa conexión… si percibió esto, este sentimiento hacia Severus… o si llega a percibirlo en el futuro… Hizo una pausa dramática, cargada de ominosas posibilidades. — Entonces, querida, Severus Snape no solo enfrentará el peligro habitual del espía… correrà un peligro mortal. Porque Voldemort jamás perdonaría su traición. La habitación, llena de los suaves sonidos de los aparatos de Dumbledore, pareció sumirse en un silencio sepulcral después de sus palabras. El peso de lo no dicho, del amor convertido en la mayor vulnerabilidad, en la más peligrosa de las armas contra el hombre que amaba, cayó sobre Eve como una losa de plomo.
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