La Sombra de un Nombre
8 de julio de 2025, 7:33
El aire en los pasillos de Hogwarts era tan frío como el mármol de las tumbas, y las sombras danzantes de las antorchas parecían entrelazarse en patrones inquietantes sobre las paredes de piedra milenaria. Eve Sanders avanzaba con pasos silenciosos, sintiendo el peso de las miradas invisibles de los retratos. Cada susurro del viento entre las grietas, cada crujido lejano, le recordaba que este castillo, pese a su majestuosidad, guardaba secretos más profundos y peligrosos que los de Avignon. Las escaleras, caprichosas como serpientes de piedra, cambiaban de rumbo bajo sus pies, desafiando toda lógica cartesiana. Cuando finalmente alcanzó la relativa seguridad de su puerta, apoyó la frente contra la madera fría. Una oleada de recuerdos franceses, agrios como vinagre, la asaltó.
Avignon. El nombre resonaba en su mente como un tañido fúnebre. No era solo el rigor de sus enseñanzas arcanas o la disciplina espartana; era la opresión de ser la protegida de Grey. Alice Grey, la directora, una bruja de mirada tan penetrante como sus varitas de ébano, la había criado entre pergaminos y pócimas, velando por ella con una ferocidad que rayaba en la obsesión. "Huerfana de padre antes de nacer, de madre al nacer," le repetían como un estribillo triste. Su infancia fue un tapiz tejido con hilos de misterio y soledad. En los pasillos de Avignon, los otros alumnos retrocedían como si llevara una plaga invisible. Los profesores no enseñaban; observaban. Tomaban notas en silencio, midiendo cada movimiento, cada chispa de magia que surgía de sus dedos. Se esperaba la perfección, la impecabilidad absoluta, como si su vida dependiera de ello. Y quizás dependía. Siempre supo que le ocultaban algo, una verdad monstruosa que dormía bajo la superficie de su apellido prestado.
Hacía seis meses, el sueño se había vuelto su enemigo. Fragmentos de una memoria ajena irrumpían en su mente: el perfume borroso de una mujer de cabello oscuro (¿su madre?), la sensación de seguridad que se desvanecía como humo... y él. Un hombre de facciones afiladas, palidez espectral y unos ojos rojos que ardían en la oscuridad como carbones malditos. Una presencia tan magnética como aterradora. Cada sueño era una punzada, una revelación forzada: Tom Riddle. Lord Voldemort. Tu padre. El conocimiento había caído sobre ella como una losa, destrozando cualquier ilusión de normalidad. Hogwarts era su último refugio, su única esperanza de respuestas. Pero, ¿podía confiar en Dumbledore? El anciano mago era un bastión contra las tinieblas, sí, pero también un maestro de los secretos. Y los secretos, como las Sombras de los Desvanes, podían estrangular.
La voz serena pero imborrable del director resonó en su memoria, fresca como si acabara de oírla...
—¿En qué puedo ayudarla, señorita? — Dumbledore se había reclinado en su silla de alto respaldo, los dedos entrelazados. La luz de la luna bañaba su barba plateada, pero sus ojos azules, tras los cristales de media luna, eran agujas de curiosidad y cautela clavadas en ella.
—Riddle, Eve Riddle — La palabra había salido de sus labios como un latigazo, cargada de un peso ancestral. Vio, o creyó ver, un minúsculo parpadeo en la mirada del anciano. Un instante de reconocimiento helado, rápidamente sepultado bajo una calma impenetrable.
—Director... — continuó ella, evitando sus ojos, sintiendo el mármol frío del suelo bajo sus zapatos— La señora Alice Grey, mi tutora... directora de Avignon... falleció hace un mes. En su testamento... dejó esto para usted. — Su mano, apenas temblorosa, extendió el sobre de pergamino, el sello roto como una herida abierta.
Estimado Sr. Dumbledore,
Escribo desde la sombra de una tumba cercana, sabiendo que estas palabras solo llegarán a usted cuando mi voz ya se haya apagado. La joven portadora de esta misiva lleva una carga que ni los muros de Avignon pudieron contener para siempre. Es Eve Riddle. Última descendiente de sangre de Tom Riddle.
Durante años, la he protegido e instruido, velando no solo por su seguridad, sino por el ocultamiento de su verdadero linaje. Es una hechicera de poder inusitado, marcada, sin embargo, por la misma sombra que consumió a su progenitor. Hasta hoy, solo usted y yo conocíamos su identidad. Este secreto ha sido su escudo, pero las grietas comienzan a aparecer.
Hace meses, Eve inició un despertar involuntario. Visiones fragmentadas, ecos de un pasado que nunca vivió conscientemente, la asaltan: una mujer de cabello oscuro (su madre, Merope, que murió al darle a luz) y... Él. Sus ojos rojos la vigilan desde el abismo de sus sueños. Temo profundamente que esta conexión, nacida de la sangre y la oscuridad compartida, sea un puente que Él, consciente o no, pueda cruzar. Ella no es inmune a su influencia. Las mentes, Albus, especialmente las unidas por un lazo tan perverso, pueden resonar.
Se la confío a usted. Guíela. Protéjala. El destino de Eve Riddle puede ser la clave que abra o cierre las puertas del abismo en la batalla final contra su padre. Está más cerca de su esencia de lo que nadie sospecha. Mantenga su identidad oculta. Revelarla sería firmar su sentencia de muerte, y quizás la de muchos otros.
Con la sombra de la urgencia,
Alice Grey
Dumbledore dejó descender la carta con una lentitud ceremonial. Sus ojos, ahora nublados por una tristeza profunda y un conocimiento terrible, se posaron de nuevo en Eve. Ella aguantó la mirada esta vez, desafiando la vergüenza que le quemaba las mejillas. La culpa por existir, el miedo a lo que llevaba dentro, eran una armadura pesada.
—Señorita Riddle... — Su voz era un susurro de seda sobre acero — Comprendo el peso que lleva. Pero escúcheme bien: usted no es su padre. Lo veo en su aura, en la lucha que libra dentro de sí. La oscuridad que lo consumió no es su destino. — Hizo una pausa, dejando que las palabras calaran. — En Hogwarts, será la profesora Eve Sanders. Este muro de piedra y encantamientos será su fortaleza. Aquí encontrará seguridad... y respuestas.
—Gracias, director — La respuesta fue un hilo de voz, un alivio frágil.
Los ecos lejanos de estudiantes riendo la arrancaron del recuerdo. Respiró hondo y se encaminó hacia el despacho del director. La gárgola grotesca que custodiaba la entrada pareció observarla con ojos de piedra burlones. Abrió la boca para pronunciar la contraseña...
—Buenas noches, señorita Sanders. —
La voz, fría como la hoja de un cuchillo de hielo, la hizo girar. Severus Snape emergió de las sombras como un fantasma vestido de negro. Su mirada, oscura e impenetrable, la escudriñó con la intensidad de un legilimante.
—Bue... buenas noches, profesor Sna— El intento de cortesía murió en sus labios. Un dolor como un puñal al rojo vivo le atravesó la sien derecha. Fue tan repentino y violento que dio un paso atrás, golpeándose contra la fría pared de piedra, la mano crispada sobre la frente. Una imagen fugaz, distorsionada, de ojos rojos ardiendo en la oscuridad, parpadeó en su mente antes de desvanecerse, dejando solo el agudo sufrimiento físico.
Snape no se inmutó, pero sus ojos negros se estrecharon infinitesimalmente. —¿Se encuentra bien, profesora? — preguntó, su tono plano como una losa, pero cargado de una sospecha que iba más allá de la simple cortesía. Parecía estar midiendo su reacción, analizando cada espasmo.
—Sí... no ha sido nada... un mareo pasajero — farfulló Eve, enderezándose con esfuerzo, sintiendo un temblor rebelde recorrerle las piernas. El dolor cedía, pero el miedo que lo acompañaba se instalaba en su pecho.
—Lo dudo — Snape se acercó un paso, su silueta alargada envolviéndola. Su voz bajó a un susurro venenoso que solo ella podía oír. —Mi desconfianza hacia usted, señorita Sanders, no es un capricho. Ignoro qué juego juega Dumbledore al traerla aquí bajo un velo de "novedosos métodos de enseñanza". Es una farsa demasiado endeble para estos muros. — Sus ojos, negros y gélidos, se clavaron en los de ella, buscando una grieta, una verdad. — Su presencia desprende... preguntas. Y créame, no descansaré hasta desentrañar qué se oculta detrás de ese nombre prestado.
Eve tragó saliva. Una chispa de ira, nacida del miedo y la frustración, le dio un valor momentáneo. —Curioso, profesor Snape. — Su voz sonó más firme de lo que esperaba. — A menudo, quienes más insisten en desenmascarar secretos ajenos son los que guardan los propios bajo llaves más profundas. Quizás usted esconde más que yo.
Un destello de algo indefinible – ¿sorpresa? ¿advertencia? – cruzó los ojos de Snape. No replicó. Solo esbozó una mueca fría, casi un esbozo de sonrisa que no llegó a sus ojos. Con un giro brusco de su capa que agitó el aire frío del pasillo, se fundió en las sombras de las que había surgido, dejando tras de sí un silencio cargado y el aroma persistente de ingredientes de pociones.
La falsa seguridad de Eve se evaporó al instante. ¿Qué fue eso? Nunca antes una visión había venido acompañada de un dolor tan físico, tan real. ¿Había sido provocado por Snape? ¿O era... Él? La posibilidad la heló hasta los huesos. Sacudió la cabeza, intentando despejar el miedo. Dumbledore la esperaba. Necesitaba lucidez.
El despacho del director era un remanso de luz cálida y objetos curiosos. Dumbledore la recibió con una sonrisa que parecía disipar parte de la oscuridad que la rodeaba.
—Buenas noches, Eve. ¿Cómo ha sido su primer día navegando entre nuestras turbulentas aguas estudiantiles? — Su tono era ligero, pero sus ojos escudriñadores.
—Bien, director. Bastante... revelador — respondió Eve, eligiendo sus palabras con cuidado mientras tomaba asiento frente al enorme escritorio. El aroma a limón y caramelo de las golosinas era extrañamente reconfortante.
—La percibo alterada — observó Dumbledore, reclinándose. — ¿Algo ha perturbado su noche?
Eve titubeó. La imagen de Snape, su voz gélida, el dolor punzante... ¿Contárselo? Pero algo la detuvo. La intensidad en los ojos del profesor de Pociones había sido más que hostilidad; había sido... conocimiento. Como si sospechara algo concreto. —Nada de importancia, Albus — mintió, forzando una sonrisa. — Solo los nervios del primer día. Las clases comienzan mañana y... temo no estar a la altura de Hogwarts.
Dumbledore sonrió, un destello de comprensión en sus ojos azules. —Tenga fe en sí misma, Eve. Su formación en Avignon fue excepcionalmente rigurosa. Está más que preparada. — Su voz transmitía una calma contagiosa. — Recuerde nuestro acuerdo. Su identidad debe permanecer oculta. Es su escudo más fuerte. Aquí, dentro de estas paredes ancestrales, encontrará protección. Confío en cada miembro de este personal con mi vida... y con la suya. — Su mirada se volvió grave. — Si las visiones... o cualquier otra cosa relacionada con su... conexión... se intensifican, debe avisarme de inmediato. La vigilancia es nuestra mejor arma.
—Sí, director — asintió Eve, sintiendo el peso de la responsabilidad.
—Hasta mañana, entonces. Que descanse, profesora Sanders. —
Eve se levantó y caminó hacia la puerta, el alivio mezclado con una inquietud persistente.
—Eve... — la llamó Dumbledore cuando su mano ya estaba en el pomo. Ella se volvió. El anciano mago la miraba con una expresión extrañamente serena. —Confío en Severus Snape con la misma profundidad con la que confío en los cimientos de este castillo. Su exterior puede ser... espinoso. Pero no permita que sus púas la intimiden. Su lealtad es inquebrantable.
—Lo tendré en cuenta, Albus — respondió Eve, pero las palabras resonaron con hueco en su interior. ¿Confiar en Snape? Después de aquel encuentro cargado de veneno y desconfianza mutua, era imposible. La mirada de Snape no había sido solo intimidación; había sido una advertencia, una promesa de escrutinio implacable. Y ese dolor de cabeza... ¿Había sido una coincidencia? ¿O una señal de algo mucho más siniestro? Decidió aparcar la duda. La fatiga pesaba sobre sus párpados como plomo. Mañana traería un nuevo día, nuevas clases, nuevos ojos observándola. Necesitaba descansar. Pero mientras caminaba de regreso a sus aposentos, las sombras de los pasillos parecían alargarse, y el susurro de la piedra antigua sonaba ahora como un nombre maldito: Riddle.