Explicaciones
8 de julio de 2025, 7:33
El ocaso teñía los altos ventanales de Hogwarts de un rojo profundo, como sangre diluida en el cielo. Los últimos rayos de sol se aferraban a las gárgolas de piedra mientras el castillo se sumía en la penumbra creciente. En los pasillos, el murmullo de los estudiantes que se dirigían al Gran Comedor resonaba como un río subterráneo, cargado de risas juveniles, susurros de intriga y el roce de túnicas sobre la piedra antigua. El aire olía a velas de cera de abeja recién encendidas, hierbas secas y la promesa de la abundante cena. La luz dorada de las velas flotantes se reflejaba en las armaduras y los retratos inquietos, proyectando sombras danzantes y alargadas que parecían perseguir a los transeúntes, jugando con sus contornos en un ballet silencioso.
En la elevada mesa de los profesores, Eve Sanders intentaba relajarse, conversando con la profesora McGonagall y Hagrid. El cálido resplandor de las velas acentuaba las arrugas de sabiduría en el rostro de la jefa de Gryffindor y la bondad ruda en los pequeños ojos negros del guardabosques.
—Tu primer día ha sido bastante prometedor, querida —comentó McGonagall, inclinándose ligeramente hacia Eve mientras cortaba un trozo de salmón con precisión quirúrgica—. Los alumnos parecen haberte aceptado bien. —Su sonrisa era genuina, pero sus ojos agudos no perdían detalle—. Aunque, como siempre, algunos se sentirán tentados a... explorar los límites de un nuevo profesor. Especialmente los que prefieren el verde a cualquier otro color.
Eve esbozó una sonrisa irónica, llevando instintivamente una mano a su copa de agua de calabaza.
—Sí, los de Slytherin han sido particularmente... inquisitivos —respondió, dejando que su mirada se deslizara fugazmente hacia el extremo de la mesa donde el asiento de Snape permanecía vacío, como un trono de ébano abandonado. Una fría premonición le rozó la nuca.
Hagrid soltó una risa profunda que hizo temblar su barba.
—Bah, no te preocupes por eso, Eve. Ya se acostumbrarán. A Severus también le toma su tiempo aceptar novedades, pero hasta él cede ante lo inevitable. —Su mirada se volvió momentáneamente lejana, como recordando sus propios choques con el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras.
La calma relativa se quebró cuando las altas puertas del Gran Comedor se abrieron de nuevo. El director Albus Dumbledore entró con su habitual aura de serenidad impenetrable, su larga túnica plateada arrastrándose sin ruido sobre las losas. Tras él, como una sombra pegada a sus talones, Severus Snape se deslizó hacia su lugar. Su movimiento era fluido y silencioso, el de un depredador acostumbrado a la oscuridad. Ocupó el asiento inmediatamente a la derecha de Eve, un espacio que antes parecía neutral pero que ahora se cargó de electricidad estática. Eve sintió cómo cada músculo de su espalda se tensaba hasta doler, como si una cuerda invisible la atara a su silla. El aroma a tierra húmeda, hierbas amargas y algo indescriptiblemente oscuro que siempre rodeaba a Snape la envolvió, sofocante.
—Buenas noches, profesora Sanders —murmuró Snape, sin volver la cabeza ni un ápice, sus ojos negros fijos en su plato vacío como si pudiera leer augurios en su superficie lisa.
Sí, lo eran, pensó Eve con amargura, apretando levemente los dientes hasta sentir un leve crujir. Hasta que llegaste tú.
La cena transcurrió entre platos humeantes de estofado de carne, puré de patatas cremoso y pasteles de manzana dorados. Las conversaciones fluyeron alrededor, pero entre Eve y Snape se estableció un silencio denso, roto solo por el tintineo ocasional de los cubiertos. Lo que no pasó desapercibido, sin embargo, fue el intenso y constante intercambio de miradas furtivas, cortantes como dagas. Era un duelo mudo, un juego de desafíos silenciosos donde cada mirada lanzada era un golpe parado, cada desvío de ojos una retirada táctica. Eve mantenía la barbilla alta, desafiando la oscuridad en los ojos de Snape con una chispa de fuego propio. Snape, por su parte, observaba con la intensidad de un halcón, buscando cualquier grieta en su armadura, cualquier signo de debilidad.
—Tiene carácter la muchacha —susurró McGonagall a Hagrid, observando la escena con los ojos entrecerrados y una expresión que mezclaba preocupación y divertida curiosidad—. Más del que aparenta.
Hagrid gruñó suavemente, arqueando una de sus pobladas cejas.
—Y ya sabes cómo reacciona Severus cuando alguien le planta cara —murmuró, inclinándose—. Como un erizo acorralado. Pincha.
Finalmente, el último postre desapareció, y los estudiantes comenzaron a abandonar el Gran Comedor en un murmullo creciente, dejando atrás el aroma a comida y el crujir de las bancas. Los profesores se fueron levantando poco a poco. Eve fue de las últimas en hacerlo, una satisfacción apenas disimulada calentándole el pecho. Había seguido el consejo de Dumbledore: no se había dejado intimidar. De hecho, había descubierto un extraño y peligroso placer en hacer tambalear la impasible fachada de Snape, en ver un fugaz destello de algo que no era desprecio en sus ojos negros. Quizás solo sea sorpresa, pensó, pero es algo.
Se levantó, estirándose levemente. Dumbledore y Snape eran los únicos que quedaban en la mesa elevada, hablando en voz baja. Eve dio un paso, dispuesta a dirigirse a sus aposentos con esta pequeña victoria.
Y entonces, el mundo se desgarró.
Un dolor agudo, cegador, como si un cuchillo al rojo vivo le atravesara ambos lóbulos temporales, la derribó. No fue un simple mareo; fue una violación de sus sentidos. Su visión se nubló con manchas negras y rojas danzantes, los sonidos del Gran Comedor vacío se convirtieron en un zumbido distorsionado y agudo, y un sabor metálico inundó su boca. Los músculos de sus piernas se disolvieron. Cayó hacia atrás con un golpe sordo y pesado contra el frío suelo de piedra, su cabeza rebotando con un crujido que resonó en el silencio repentino.
—¡Profesora Sanders! —La voz de Dumbledore, normalmente tan serena, cortó el aire como un cuchillo, llena de una urgencia que Eve nunca le había oído. Sus pasos fueron rápidos al acercarse—. ¡Severus! ¡Llévala a mi despacho! ¡Ahora mismo!
Snape se había levantado de un salto, su rostro cetrino palideciendo aún más, pero su reacción fue instantánea, entrenada. Con movimientos bruscos pero sorprendentemente eficientes, se arrodilló junto a ella. Eve, apenas consciente, sintió un brazo fuerte rodear sus hombros y otro bajo sus rodillas. Fue levantada del suelo como si pesara poco más que una pluma. Era extraño, perverso: hacía apenas unos minutos, Snape habría preferido verla devorada por un hipogrifo antes que tocarla. Pero ahora, entre sus brazos, su cuerpo inerte parecía frágil, casi quebradizo. Su cabeza se balanceó contra su pecho, y él sintió, a través de la tela de su túnica, el calor anormal de su piel y el rápido aleteo de su corazón. Un instinto primario, enterrado bajo capas de cinismo, le gritó: ¡Peligro!
Y entonces, un susurro, débil como el roce de una telaraña, escapó de los labios pálidos e inconscientes de Eve:
—Potter… No… no sobrevivirá… otra vez…
Las palabras, cargadas de un terror absoluto y una certeza escalofriante, flotaron en el aire frío del comedor.
Dumbledore se quedó petrificado. Todo rastro de color desapareció de su rostro, sus ojos azules, normalmente tan llenos de chispas de sabiduría, se clavaron en el rostro inerte de Eve con una intensidad aterradora. Snape, por su parte, sintió un escalofrío glacial recorrerle toda la columna vertebral, como si alguien le hubiera vertido agua helada por la nuca. Esas palabras… ese nombre… ese tono de profecía desesperada. No sobrevivirá otra vez.
—¡Severus, a mi despacho! ¡Ahora! ¡Corre! —La voz de Dumbledore una orden inapelable que resonó con una autoridad que rara vez necesitaba mostrar.
Snape no discutió. No hubo comentario sarcástico, ni mirada de reproche. Solo acción. Se ajustó a Eve en sus brazos, y se dirigió hacia la puerta trasera de la mesa de los profesores con pasos largos y rápidos, casi corriendo. Su capa negra ondeaba tras él como las alas de un cuervo asustado. Subió las escaleras móviles con una agilidad sorprendente para llevar un peso, su mente un torbellino de preguntas y un miedo frío que se asentaba en su estómago. ¿Qué había sucedido? ¿Quién era ella realmente?
En el despacho circular de Dumbledore, iluminado solo por la luz suave de las lámparas de plata y el tenue brillo de los artilugios giratorios, Snape depositó a Eve con brusquedad, pero no sin cierto cuidado, sobre un sofá de terciopelo granate cerca de la chimenea apagada. Se enderezó, respirando con dificultad, no por el esfuerzo físico, sino por la conmoción. Casi de inmediato, un gemido débil salió de los labios de Eve. Sus párpados, finos como alas de mariposa, temblaron violentamente antes de abrirse por completo, revelando unos ojos verdes desorientados, vidriosos por el dolor residual.
—¿Dónde…? —murmuró, su voz ronca, apenas un hilo de sonido. Intentó incorporarse, pero un nuevo espasmo de dolor la hizo retroceder contra los cojines, llevándose una mano a la sien—. ¿Qué… qué pasó?
Dumbledore se había acercado silenciosamente. Se inclinó sobre ella, su larga barba plateada casi rozándole el regazo. La intensidad en sus ojos era abrumadora.
—Eve —dijo, su voz grave y urgente, sin su habitual calidez—. ¿Qué viste? Dímelo. Ahora mismo.
Ella parpadeó, confundida, mirando alrededor como si no reconociera el lugar. La luz de las lámparas se reflejaba en el sudor frío que perlaba su frente.
—Yo… no vi nada —balbuceó, frotándose las sienes con fuerza, como si pudiera expulsar el dolor—. Solo… oscuridad. Y un dolor… terrible. Como si mi cabeza… fuera a estallar.
Snape, que se había apartado hacia la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho como una armadura, se volvió bruscamente. Su perfil se recortaba, afilado, contra la luz tenue.
—Esa es una mentira, o una omisión peligrosa —afirmó con una frialdad que hacía que el aire se helara—. Esto no es la primera vez que le ocurre. Ayer, en los pasillos, cerca de la Sala de los Menesteres. Tubo un episodio similar. Se detuvo, palideció como la muerte. —Su mirada negra la taladraba—. Y hoy, durante clase de d'Estudios Muggles … también le afectó. ¿Cuándo fue exactamente? ¿Cuándo qué miro o qué hizo?
Dumbledore giró lentamente la cabeza hacia Snape, sus cejas plateadas levantadas en un arco de severa preocupación.
—¿Ayer? ¿Por qué no me lo dijiste, Eve? Te pedí expresamente que vinieras a verme si ocurría cualquier cosa fuera de lo común.
Eve cerró los ojos, apretándolos con fuerza. Una lucha interna se libraba en su rostro. El miedo, la vergüenza, la confusión.
—Iba… iba a hacerlo, director —murmuró, evitando su mirada—. Pero después… el dolor pasó. Pensé… que era solo estrés. Migraña. Nada importante. No llegué a desmayarme. —Hizo una pausa, tragando saliva. Su mirada se posó involuntariamente en Snape, en sus ojos oscuros que parecían verlo todo—. Pero… hoy… sí fue peor. Y pasó cuando… —Su voz se quebró.
—¿Cuándo qué, profesora Sanders? —La voz de Snape era como un latigazo, cortante y exigente. Había dado un paso hacia el sofá, su sombra cayendo sobre ella.
—Cuando miré… la cicatriz de Harry Potter —confesó finalmente, las palabras saliendo en un susurro avergonzado, como si fuera una traición—. Me quedé mirándola sin razón … y entonces… el dolor empezó. Como un relámpago.
Un silencio espeso, pesado como el plomo, llenó el despacho. Solo el suave tictac del extraño reloj de péndulo de plata sobre el escritorio de Dumbledore rompía la quietud. Snape respiró hondo, un sonido audible en la tensión. Sus ojos oscuros, siempre tan impenetrables, brillaron con una comprensión repentina, seguida de una ola de desconfianza tan intensa que casi podía palparse en el aire.
—Creo —dijo Snape, su voz más baja que nunca, pero cargada de un peligro glacial— que ha llegado el momento, Albus. El momento de una explicación completa. Y convincente. Algo que justifique por qué debería confiar en la señorita Sanders. Algo que explique por qué su mirada sobre la cicatriz de Potter provoca esto. —Hizo un gesto brusco hacia Eve, que se había encogido en el sofá, abrazándose a sí misma—. Por qué pronostica su muerte.
Dumbledore suspiró, un sonido profundo que parecía venir de los siglos de peso que cargaba. Se enderezó, su figura alta y delgada proyectando una sombra alargada. Su mirada se posó primero en Eve, llena de una pena infinita, y luego se volvió hacia Snape, enfrentando directamente la tormenta en sus ojos negros.
—Tienes razón, Severus. La verdad es debida. —Hizo una pausa, como si las palabras que iba a pronunciar fueran físicamente pesadas—. Sanders no es su verdadero nombre. Es… una protección. Un velo. —Otra pausa. El aire pareció espesarse, volverse difícil de respirar—. Riddle, Severus. Su nombre es Eve Riddle.
El efecto fue instantáneo y devastador. Riddle. La palabra resonó en el despacho como un disparo. Snape se quedó absolutamente paralizado. No fue el petrificus totalus; fue algo peor. Fue como si todo el aire hubiera sido succionado violentamente de la habitación, dejándolo en un vacío helado y silencioso. Su rostro, ya pálido, se volvió completamente lívido, como el mármol de una tumba. Sus ojos oscuros, siempre tan controlados, se dilataron con un horror absoluto y primigenio. Riddle. No era un apellido común. Era una maldición. Era su apellido. Su mente, aguda y letal, trabajó a toda velocidad, conectando piezas que no quería creer, que no podía creer: la extraña familiaridad que le había causado desconfianza desde el principio, la intensidad de su magia, su reacción a Potter… a la cicatriz… ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué juego perverso es este?
—¿Estás diciendo… —Su voz sonó extraña, áspera, como si las palabras le rasparan la garganta al salir— …que ella es…? —No podía terminar la frase. No podía darle forma a la monstruosidad.
—Sí —confirmó Dumbledore con una sencillez brutal. Su mirada no se apartaba de Snape, midiendo cada reacción—. Y es un secreto que Voldemort no conoce. Un secreto que debe permanecer así. Su vida, y quizás mucho más, depende de ello.
Snape sintió que el suelo literalmente cedía bajo sus pies. Una oleada de náusea lo sacudió. Riddle. Hija de… ¿Él? ¿O…? Las implicaciones eran demasiado vastas, demasiado horribles. Miró a Eve, que había levantado la cabeza al oír su verdadero nombre pronunciado en voz alta. Sus ojos verdes, ahora llenos de un miedo animal y una culpa profunda que no entendía, lo miraron fijamente. Buscó dentro de sí la repulsión instantánea, la ira justificada, el odio ardiente que siempre asociaba a ese apellido… pero no llegó. Solo encontró una confusión abismal y un dolor punzante, agudo, que le recordó a otra mirada verde llena de miedo. Lily. La similitud, aunque superficial, fue un puñal retorcido en una herida que nunca cicatrizaba.
Esa sensación – la ausencia del odio esperado, la presencia de un pánico incomprensible y el fantasma de Lily – lo invadió por completo, abrumándolo. El despacho, con sus libros, sus artilugios, sus secretos, de repente le pareció una prisión sofocante. No podía quedarse allí. No podía mirar a esos ojos verdes llenos de culpa ajena. No cuando cada fibra de su ser le gritaba que el mundo se había torcido de una manera irreparable.
Sin una palabra, un sonido, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta con paso mecánico. Su capa ondeó tras él como un estandarte de derrota.
—¡Severus! —La voz de Dumbledore lo detuvo en seco, como un muro invisible. No era una súplica; era una orden cargada de advertencia—. Esto también te concierne. Profundamente. Si Voldemort descubre su existencia… si descubre lo que ella es, lo que puede sentir… —Su voz se endureció—. Será un peligro catastrófico. Para ella. Para Potter. Para todos nosotros.
Snape se detuvo, pero no se volvió. Su espalda, rígida, era una línea de tensión pura.
—Entonces —dijo, su voz apenas un susurro ronco, lleno de un desprecio helado— no debería estar aquí. Es una amenaza ambulante. Una bomba de tiempo…
—No hay otra opción —respondió Dumbledore con una firmeza inquebrantable—. Voldemort está ganando fuerza. Lo presentimos. Pero Eve… Eve lo siente de una manera diferente. Más profunda. Más directa. Su dolor hoy, su visión… son ecos de su ascenso, de sus planes. No podemos ignorar esta conexión. Es una ventana, Severus. Una ventana peligrosa, pero crucial.
Snape apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos crujieron. El sonido fue grotesco en el silencio.
—¿Hay algo más? —preguntó, su voz gélida, sin mirar atrás—. ¿Alguna otra bomba que estés guardando, Albus? ¿Algún otro fragmento de oscuridad que hayas traído a este castillo?
—Llévala a tu despacho. Ahora, Severus. — La orden era cortante, inapelable. — Utiliza la Oclumancia. Averigua si al ver lo que Él ve... Él puede sentirla a ella en retorno. Necesitamos saber si es una ventana de una sola dirección... o si le hemos dado acceso a Hogwarts.
Snape comprendió al instante. Una sombra fría, casi cruel, cruzó sus ojos oscuros. La repulsión se mezcló con un deber brutalmente claro.
—Invadiré su mente. Buscaré rastros de Él... o de Su percepción hacia ella. — No era una pregunta, era la aceptación de una tarea abyecta pero necesaria. Su voz era un susurro gélido.
Dumbledore asintió con gravedad.
—Hazlo.
Snape asintió, un movimiento brusco y seco de la cabeza. La frialdad era un escudo, pero por debajo hervía un caos de emociones encontradas. Sin embargo, antes de girar completamente el pomo de la puerta de roble, se detuvo. No se volvió, pero su voz, baja y cargada de una amargura que iba más allá del resentimiento cotidiano, llenó el espacio entre ellos:
—Recuerde, Albus —dijo, cada palabra tallada en hielo—. Lo que le dije hace años. No somos piezas de su ajedrez. Ni ella… ni yo. —Hizo una pausa infinitesimal—. Los movimientos que haga ahora… tendrán consecuencias que ni siquiera usted puede prever.
Y sin esperar respuesta, sin mirar atrás, se volvió hacia Eve. Su expresión era una máscara de piedra. La tomó del brazo con una firmeza que rozaba la brutalidad, levantándola del sofá.
—Camine —ordenó, su voz un susurro sibilante—. O la arrastraré.
La guió, casi empujándola, hacia la puerta y luego hacia las escaleras ocultas que descendían a las entrañas más profundas y frías del castillo.