Intrusión
8 de julio de 2025, 7:33
El ambiente del pasillo que conducía al despacho de Snape mordía con un frío húmedo que se colaba bajo la túnica, pero el silencio que se extendía entre Eve y Snape era infinitamente más gélido. Cada eco de sus pasos sobre la piedra pulida por siglos rebotaba como un latido irregular, amplificando el vacío de palabras. La advertencia de Dumbledore resonaba en el cráneo de Eve con la persistencia de un mal augurio tallado: "Voldemort no conoce su existencia… y no debe conocerla." Sin embargo, lo que la había dejado petrificada, helándole la sangre en las venas, no fueron esas palabras, sino la visión fugaz, brutal, durante el forcejeo: la serpiente y el cráneo de la Marca Tenebrosa retorciéndose bajo la tela en el brazo de Snape. Una confirmación muda y aterradora.
Mortífago.
—Todos arrastramos un pasado y nuestros secretos, señorita Riddle —la voz de Snape cortó el silencio como un filo embotado, arrastrando su apellido con un desprecio que lo convertía en veneno puro—. Pero los suyos… —empujó la pesada puerta de roble de su despacho con un chirrido ominoso— no abandonarán este lugar sin que yo los diseccione primero.
Eve cruzó el umbral sintiendo cómo la atmósfera cambiaba. El aire se espesaba, cargado con el olor penetrante a hierbas secas y algo metálico, como sangre vieja. Las estanterías, abarrotadas de frascos de vidrio que contenían líquidos burbujeantes y libros viejos capturaban y distorsionaban la luz verdosa de las velas flotantes, proyectando sombras danzantes. Snape se volvió hacia ella, su silueta negra recortada contra aquel paisaje siniestro. Su varita apareció en su mano con un movimiento fluido, demasiado natural, demasiado amenazante. Eve contuvo el aliento, los músculos tensos como cuerdas de arco.
—Confío en Dumbledore —murmuró, más para sí misma, buscando un ancla en el maremoto de sus miedos—. Pero jamás entenderé por qué él confía en usted.
Una mueca, apenas un estiramiento de los finos labios de Snape, se dibujó en su rostro. No era una sonrisa; era la sombra de algo antiguo y amargo.
—Rece, señorita Riddle —susurró, su voz un susurro de seda rasgada—, rece con todas sus fuerzas para que su querido progenitor siga ignorando su existencia. Esa ignorancia es su único escudo.
—¿Qué… qué va a hacer? —La pregunta le salió entrecortada. El suelo de piedra pareció inclinarse bajo sus pies, amenazando con tragársela.
—Lo que debo —respondió él, saboreando cada sílaba con una frialdad calculada—. Entraré en su mente. Su amado padre encontraba un perverso deleite en ese acto, preludio habitual de la muerte. Pero hoy… —hizo una pausa deliberada, sus ojos negros clavados en los de ella, buscando el miedo— hoy no es día de muertes. Solo de verdad.
El corazón de Eve dio un vuelco salvaje. Antes de que pudiera articular una protesta, rechistar o siquiera retroceder, la varita de Snape se alzó como un látigo negro.
—¡Legeremens!
El hechizo no fue un simple empujón mental. Fue una estocada de hielo ardiente que le atravesó las sienes, abriéndose paso a la fuerza por sus defensas más íntimas. Memorias estallaron contra su voluntad, proyectadas como fragmentos de vidrio roto: Alice envolviéndola en un abrazo tibio bajo un aguacero implacable; el relámpago escarlata de la cicatriz de Harry Potter quemándose en su visión durante un sueño febril; el susurro grave de Dumbledore en su oído, "Eres la única, la única que puede sentir la sombra de sus planes…". Y luego, algo más profundo, más vulnerable: la imagen de ella misma, muy niña, escondida en un armario oscuro, ahogando sollozos en un trapo mientras fuera resonaban gritos… un recuerdo que jamás, jamás, habría mostrado.
Snape rompió la conexión con un gesto brusco de su varita, como si arrancara un gusano. Un leve tic agitó su párpado inferior.
—¿Sentimentalismos baratos, señorita Riddle? —preguntó, pero su voz, aunque afilada, carecía del filo de hielo absoluto que ella esperaba. Había algo… un tono ronco, casi de sorpresa contenida.
—¡Es repugnante! —Eve tragó saliva con dificultad, notando el temblor incontrolable de sus manos, la humedad fría en la nuca—. Violar así…
—La verdad rara vez es delicada —murmuró él, y esta vez, no hubo advertencia, ni pausa dramática. Solo un destello de maligna decisión en sus ojos antes de que la varita volviera a apuntar—. ¡Legeremens!
El segundo asalto fue una violación brutal. No fue un cuchillo, fue un taladro. Vio a Voldemort, una sombra informe y sedienta acechando en sus sueños más profundos. Oyó su propia voz, frágil pero firme, prometiendo a Dumbledore proteger al niño que vivía… Y, enterrado bajo capas de negación, surgió el miedo más primitivo: el temor a ser descubierta, el terror a que su sangre se revelara, el pánico a terminar como él, un monstruo consumido por la oscuridad. Snape no solo veía; empujaba, hurgaba en las heridas con una precisión cruel.
Cuando el hechizo cesó de golpe, Eve jadeaba, apoyada contra la fría pared de piedra, el sabor a cobre de la sangre en su lengua donde se había mordido. Snape estaba ahora peligrosamente cerca, tan cerca que el olor a pergamino, hierbas amargas y algo inconfundiblemente suyo – una mezcla de tinta y tierra húmeda – la envolvió. Su aliento, cálido y rápido, rozó su mejilla helada.
—Ahora lo sé todo —susurró, su voz un roce áspero contra el silencio cargado. Pero su mirada, fija en los ojos desorbitados de ella, no reflejaba el triunfo esperado. Había algo turbio allí, una perturbación, una chispa de algo que podía confundirse… casi con humanidad.
Eve lo miró, desafiante a pesar del temblor que la recorría. Se sentía desnuda, expuesta hasta la médula. Él conocía sus miedos más íntimos, su misión secreta, la fractura en su alma. Y, en un rincón oscuro de su ser, un alivio perverso brotó: ya no tenía secretos que guardar ante este hombre. Era una liberación envenenada. Él parecía estudiar su rostro, como si buscara algo más en sus ojos, su varita ahora baja, ofreciendo una tregua precaria. Pero la proximidad era electrizante. Esos ojos negros, profundos como pozos de medianoche, le resultaban cada vez más fascinantes, un imán contra el que su voluntad luchaba en vano. Una idea loca, peligrosísima, cruzó su mente: devolverle la intrusión. Acceder a su fortaleza mental. ¿Qué oscuridades guardaba Severus Snape?
Él tampoco podía desviar la mirada. Una inquietud desconocida, un zumbido bajo su piel, lo mantenía clavado. Ahora que había hallado los recovecos de su mente, sabía la verdad de su lealtad, de su miedo… ¿Por qué entonces esa necesidad visceral de levantar nuevas murallas? Confiar en ella era un riesgo calculado que Dumbledore ya había tomado. Pero permitir que ella lo conociera a él… eso era impensable. Una rendija en su armadura.
El silencio se espesó, denso como la niebla del lago. Ni un suspiro, ni el chisporroteo de las velas parecían romperlo. Inmóviles, clavados el uno en el otro, separados solo por un palmo de aire cargado. La respiración de Eve era agitada, sus labios entreabiertos revelaban el brillo húmedo de su interior. La proximidad de Snape la electrizaba, un nudo de nervios y algo más, algo cálido y prohibido que crecía en su estómago. Quería que aquel instante suspendido no terminara. Sin que él pareciera consciente de ello, su mirada descendió, lenta, imparable, desde sus ojos asustados hasta posarse en sus labios. En ese preciso instante, un escalofrío idéntico, un choque de corriente, recorrió los cuerpos de ambos. El aire crepitó con una tensión palpable, magnética. Sus cabezas se inclinaron un milímetro, un movimiento infinitesimal e involuntario hacia el abismo…
Pero no llegaron a tocarse. Como si un resorte interno se disparara, Snape se separó bruscamente, como si la piel de ella quemara. Dio un paso atrás, su rostro se transformó en una máscara de indiferencia glacial, más impenetrable que nunca. Su voz, cuando habló, fue plana, cortante, el arma perfecta para borrar lo que casi sucedió.
—Si pretende evitar que le hurte sus pensamientos, señorita Riddle, deberá aplicar una decidida mejora en su oclumancia —espetó, mirando por encima de su hombro como si ella ya no estuviera allí—. Le espero mañana. A las cinco en punto. No tolero impuntualidad.
Eve salió del despacho como un autómata, las piernas temblando bajo su peso. No dijo una palabra. Su mente era un torbellino de sensaciones encontradas y preguntas sin respuesta. ¿Qué demonios había pasado en aquel minuto eterno de silencio? Mientras se alejaba por el corredor frío, rumbo a la seguridad relativa de su habitación, un estremecimiento persistente, mitad repulsión mitad excitación, la recorría al recordar el calor de su aliento, la intensidad de su mirada fija en sus labios. Se martirizaba mentalmente, repitiéndose con furia cuánto lo despreciaba, ese espía, ese mortífago que ahora la conocía mejor que nadie. Le asaltaban los insultos cáusticos, las réplicas ingeniosas que debería haberle lanzado. Pero se había quedado muda, paralizada. Demasiado tarde. Juró que no volvería jamás a esa cita. Y, sin embargo, lo que más la aterraba no era el odio, sino esa punzada inconfundible, ese deseo absurdo y abrasador que la había invadido al ver sus ojos tan cerca. "¿Besar a Snape?" El pensamiento la sacudió con náuseas. "Menos mal que no pasó", se dijo, apretando los puños hasta que los nudillos blanquearon. Porque si sus labios hubieran encontrado los de él, no habría sabido cómo justificar esa traición a sí misma.
Mientras, dentro del despacho sumido en penumbra, el profesor Severus Snape permanecía de pie, rígido como la estatua de un emperador olvidado. El gran oclumante, el maestro de la mentira emocional, batallaba contra una imagen que se negaba a ser desterrada: sus labios entreabiertos, ligeramente húmedos, iluminados por la tenue luz esmeralda. ¿Qué fuerza insensata se había apoderado de él? ¿Cómo había permitido que su control, forjado en años de peligro y traición, se resquebrajara de forma tan… estúpida? Sus malditos ojos, traidores, se habían fijado en ellos como un imán. Dominaba el miedo, el odio, el dolor. Había engañado al mismísimo Señor Tenebroso. ¿Por qué entonces un simple reflejo, una atracción animal e inexplicable hacia esa chica, había brotado de un lugar más allá de su mente racional? Él controlaba sus impulsos. Siempre. ¿Qué oscuro sortilegio, qué falla en su propia armadura, estaba ocurriendo?
Pasaron largos minutos antes de que lograra sepultar el recuerdo, empujándolo hacia las catacumbas más profundas de su ser, bajo estratos de hielo calculado y autodesprecio. "No pasó nada", se martilló mentalmente. Una debilidad momentánea, un lapsus provocado por la fatiga y la tensión de la intrusión. La curiosidad malsana que Eve Riddle le despertaba había sido satisfecha, diseccionada. Ahora que no guardaba secretos para él, su interés – cualquier interés – se desvanecería con la rapidez del humo. Con esa certeza frágil como el cristal anclándose en su mente, se dirigió a su dormitorio adyacente. Se arrojó sobre la cama estrecha, sin desvestirse, buscando el sueño ligero y vigilante del soldado, el que no perdona. Pero incluso en la frontera de la inconsciencia, el brillo de unos labios húmedos bailaba en la oscuridad, desafiando sus capas de hielo.