ID de la obra: 369

Un nuevo curso en Hogwarts

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planificada Maxi, escritos 63 páginas, 10 capítulos
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Extremos

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Los días en Hogwarts tejían una ilusión de normalidad que Eve Riddle sabía frágil. La luz del amanecer, pálida y persistente, se filtraba cada mañana por los altos ventanales de la torre, pintando patrones cambiantes en las piedras milenarias. Aunque despertaba con un nudo de angustia en el pecho – eco constante de su verdadera identidad –, la rutina de sus clases de Estudios Muggles actuaba como un bálsamo temporal. Sumergirse en explicar los intrincados mecanismos del mundo no mágico, en desmontar prejuicios ante las caras expectantes de sus alumnos, le proporcionaba un ancla. Era una fuga meticulosamente construida, un personaje que interpretaba con creciente soltura. La mayoría de los estudiantes respondían con respeto, incluso con entusiasmo, ante sus lecciones sobre tecnología muggle, sistemas políticos o expresiones culturales. Cada sonrisa de comprensión, cada pregunta genuina sobre un "teléfono móvil" o la "democracia parlamentaria", era un pequeño triunfo que le ayudaba a sepultar, aunque fuera por horas, el peso del apellido que llevaba como una maldición. Eve se aferraba a esa normalidad con uñas y dientes. Intentaba borrar, en el fragor de explicar el funcionamiento de internet o el impacto de la revolución industrial, el recuerdo de la noche extraña en el despacho de Severus Snape. El incidente no se había repetido, pero su sombra era alargada, un susurro persistente en los márgenes de su conciencia que la obligaba a un esfuerzo constante de control. Hoy, frente a sus alumnos de sexto año, respiró hondo. El tema era delicado: "La Percepción de la Sangre en las Sociedades Mágica y Muggle: Análisis Comparativo". Confiaba en que Draco Malfoy mantendría su altanería bajo control, y hasta ahora, Harry Potter no había mostrado señales de haber conectado los extraños sucesos recientes con ella. —Buenos días. Sacad vuestros ejemplares de Culturas Entrelazadas: El Mundo Muggle a Través del Espejo Mágico —anunció, su voz clara resonando en el aula silenciosa. Se acomodó en su silla de profesora, un trono de madera oscura que aún le parecía prestado.— Señorita Granger, lea el primer apartado del capítulo cinco, por favor. El que aborda los conceptos de 'pureza' y su evolución histórica. —Sí, profesora —asintió Hermione, levantándose con su característica precisión. Su voz fluyó, llena de convicción, describiendo cómo las nociones de "sangre pura" en el mundo mágico encontraban paralelismos inquietantes en ideologías de exclusión del mundo muggle, como el racismo científico del siglo XIX o los movimientos eugenésicos. El texto era provocador, diseñado para fomentar un debate crítico. Fue al final, durante la discusión guiada, cuando Harry Potter levantó la mano. No era su habitual gesto de duda; su expresión era aguda, inquisitiva, sus ojos verdes fijos en ella con una intensidad que hizo que el aire se espesara alrededor de Eve. La cicatriz de Harry parecía palidecer levemente bajo su flequillo. —¿Sí, señor Potter? —preguntó, manteniendo una calma estudiada mientras alzaba la mirada de las notas que tomaba. —Profesora Sanders —comenzó Harry, con una entonación cargada de espectativa—. Hablando de orígenes... ¿es usted... hija de muggles? ¿Cómo influye su propia experiencia en cómo enseña esta asignatura? La pregunta impactó como un sortilegio no verbal. No era mera curiosidad académica. Había una sospecha en su tono, un hilo conductor que Eve temió reconocer: el dolor compartido de sus cicatrices, su reacción defensiva previa, y ahora, la naturaleza misma de la asignatura que impartía. El instinto de protegerse se alzó como un escudo de hielo. —Señor Potter —respondió, su voz gélida, cortando el murmullo que empezaba a surgir—, considero que mi linaje familiar personal es un asunto que no incumbe a la dinámica objetiva de esta clase. Estudios Muggles se centra en comprender una cultura, no en diseccionar la herencia de quien la enseña. —Fingió una sorpresa educada, pero la frialdad de sus ojos desmentía cualquier ofensa superficial. Harry palideció ligeramente, retrocediendo ante la dureza inesperada. —Lo siento, profesora. No pretendía ofenderla, era... solo curiosidad por el contexto. —Su excusa sonó débil, incluso para sus amigos. —Curiosidad mal dirigida —murmuró Draco Malfoy, apenas audible pero con un desprecio que cortaba como cuchillo, dirigido a su compañero de pupitre—. Claro que no contesta. Enseña sobre esa basura muggle porque es una sangre sucia ella misma. Es obvio. El silencio se hizo absoluto. La tensión, antes subterránea, estalló en la superficie. El insulto, lanzado en su clase, sobre su materia, fue una afrenta directa. Eve se levantó con lentitud deliberada. Cada movimiento fue calculado, su mirada, ahora cargada de una peligrosa calma, se clavó en Malfoy como un alfiler. —¿Acaso aún no ha comprendido, señor Malfoy, —preguntó, cada palabra una gota de veneno—, que mi tolerancia para su intolerancia y su desprecio por el tema central de esta asignatura es nula? ¿Quién piensa invocar esta vez para reprenderme? ¿Su padre? —Una sonrisa fría, desafiante, tocó sus labios—. Porque dudo mucho que desee volver a pedírselo personalmente al profesor Snape.  El rostro de Draco enrojeció de ira y humillación. —¡Mi padre se enterará de esto! —escupió, levantándose bruscamente, la silla chirriando contra el suelo de piedra—. ¡Y de cómo defiende a esos... muggles! ¡No lo dude! —Perfecto —asintió Eve, señalando la puerta con un gesto impecable, como despidiendo a un sirviente molesto—. Salga. Ahora. Y no olvide contarle todos los detalles a su padre. Especialmente mi defensa del mundo muggle. Con lujo de detalle. La salida de Malfoy, seguida de un portazo que hizo temblar un modelo a escala del motor de vapor que Eve usaba para ilustrar la revolución industrial, dejó un vacío electrizante. La clase continuó, pero Eve sintió la mirada de Harry clavada en su nuca, un peso constante, inquisitivo. La pregunta sobre sus orígenes, el insulto de Malfoy hacia los muggles y hacia ella como su profesora... todo había prendido una chispa de sospecha en esos ojos verdes. Apagarla no sería fácil. El camino hacia la oficina de Dumbledore parecía más largo que de costumbre. Los gárgolas de piedra se apartaron ante su contraseña, revelando la escalera giratoria. El despacho del director era un remanso de calidez aparente, lleno de artefactos susurrantes y el suave crepitar del fuego en la chimenea. Fawkes, el fénix, lanzó un trino suave desde su percha. —Ah, querida Eve —saludó Dumbledore, apartando unas extrañas gafas de medio luna que parecían examinar un mapa estelar en miniatura—. ¿Algún contratiempo? Tu aura proyecta... inquietud. Eve respiró hondo. La sabiduría serena de Dumbledore era un arma de doble filo; calmaba, pero también desarmaba. —Director... Harry Potter me preguntó hoy en clase si soy hija de muggles. —No hizo falta añadir más; Dumbledore entendía las implicaciones. Su mirada se volvió aguda detrás de los lentes. —No fue curiosidad ociosa. Había... algo en su expresión. Y tras lo de la cicatriz... Temo que empieza a conectar puntos. Dumbledore entrelazó sus largos dedos, apoyando las manos sobre el escritorio. —Harry posee una intuición extraordinaria, forjada en circunstancias extraordinarias —dijo, su voz grave pero calmada—. Pero no es tu enemigo, Eve. Ni representa un peligro inminente para tu secreto. Sé prudente, mantén la distancia profesional... pero no lo temas. El miedo nubla el juicio y atrae precisamente lo que se pretende evitar. Eve asintió, aunque una parte de ella se rebelaba contra la aparente sencillez del consejo. Evitar a Harry Potter en Hogwarts era como intentar evitar la niebla en las montañas escocesas. —Por cierto —añadió Dumbledore, su tono cambiando ligeramente, cargado de una preocupación sutil—, ¿cómo progresan tus sesiones de oclumancia con Severus? La pregunta fue como un golpe bajo. Eve apartó la mirada, hacia las chispas danzantes en la chimenea. —Prefiero... no recordarlas —confesó, mientras un nudo en la boca del estomago se firmó de golpe. Se mordió el labio, arrepentida del comentario espontaneo. Dumbledore forjo una media sonrisa, un sonido leve como el roce de hojas secas. —Severus es un maestro exigente, Eve. Su carácter es... espinoso. Pero bajo esa corteza reside un conocimiento profundo de las artes mentales y de los peligros que pretendes evitar. Aprender de él, aunque sea doloroso, es una fortaleza. —Su mirada azul era penetrante, casi paternal. —Confía en el proceso. Y confía en mi juicio al encomendarte a él. La duda, hiriente y persistente, surgió antes de que pudiera contenerla. —Pero Albus... él fue un mortífago. Le sirvió a él. —No necesitaba nombrar a Voldemort; su sombra llenaba el espacio entre las palabras. —¿Qué le hace confiar tan ciegamente en él? ¿Cómo puede estar seguro? Dumbledore se levantó lentamente, acercándose a la ventana que dominaba los terrenos del castillo bañados por la luz del atardecer. —Querida Eve —dijo, su voz suave pero llena de una convicción inquebrantable—, las personas son mosaicos complejos. Sus actos pasados, por oscuros que sean, no definen irrevocablemente su presente o su potencial futuro. La redención es un camino empedrado de elecciones difíciles. Severus ha elegido su camino, y yo elijo confiar en esa elección. La lealtad, como la magia, tiene muchas caras. Algunas... requieren tiempo para ser comprendidas. —Se volvió hacia ella, ofreciendo una sonrisa triste pero cálida mientras la acompañaba suavemente hacia la puerta. —Ahora, ve a tu próxima cita. Mantén la mente fría y el corazón resguardado. Eran casi las cinco. Cada paso hacia el despacho del profesor era un latido más acelerado en el pecho de Eve. El aire se volvía más frío, más seco, impregnado del olor a hierbas secas y piedra antigua. Aquél hombre. Snape. Era una fuerza desestabilizadora, un vórtice que amenazaba con arrastrar su frágil control. Aun recordaba la primera sesión... la proximidad insoportable, el impulso casi incontrolable que la había horrorizado después. No podía permitir que volviera a suceder. No podía permitir que él lo viera. Esta vez, decidió, sería diferente. Plantaría cara. No dejaría que su legilimencia escarbara sin resistencia. ¿Hasta dónde podía llegar? ¿Podría ver los pensamientos prohibidos que ella misma apenas admitía? Reunió todo su orgullo, todo el disimulo aprendido a la fuerza, y llamó a la puerta de roble macizo. —Pase —resonó la voz seca, como un látigo en el silencio del corredor. El despacho de Snape era una extensión de él mismo: austero, ordenado hasta la obsesión, iluminado tenuemente por velas verdes que proyectaban sombras alargadas. Él estaba tras su escritorio, pero no trabajaba. La esperaba. Su expresión era una máscara de hielo agrietado por una irritación palpable, más intensa que en encuentros anteriores. La atmósfera se cargó al instante. —Creí que mi advertencia de hace unos días había sido clara, profesora —dijo Snape sin preámbulos, su voz un susurro cargado de desdén. Sus ojos negros, profundos como pozos de brea, la escudriñaban sin piedad. Eve forzó una calma que no sentía. —¿Disculpe? —preguntó, alzando una ceja con estudiada inocencia, aunque sabía exactamente a qué se refería. —Draco Malfoy. —El nombre fue escupido como un veneno.— Jugar con fuego es un pasatiempo peligroso, señorita. Se lo advertí explícitamente. Su imprudencia hoy fue... llamativa. Ella enderezó la espalda, imbuyendo a su voz una frialdad que pretendía emular la suya. —Su queridísimo alumno —enfatizó la palabra con sarcasmo— tuvo la insensatez de faltarme al respeto, de manera vulgar y pública. Y eso, profesor Snape, como comprenderá, no se lo permito a nadie.  Snape se levantó con la fluidez silenciosa de una sombra. Avanzó hacia ella, no con pasos largos, sino con una lentitud calculada que era más amenazante que una carrera. —Mi 'queridísimo alumno', como usted tan cínicamente lo denomina —su voz era un hilo de seda envenenada—, es hijo de Lucius Malfoy. Un devoto servidor de su bondadoso padre —el sarcasmo era un cuchillo—. Y ahora, señorita Riddle, la tiene firmemente en su punto de mira. —Se detuvo a escasos centímetros, invadiendo su espacio, su aliento frío rozándole la piel.— Aléjese de Draco Malfoy. Por su propio bien. —La última frase fue una espada envainada en una amenaza apenas velada. Eve sostuvo su mirada, aunque cada fibra de su ser le gritaba que retrocediera. Sabía que en este duelo verbal, había perdido la primera estocada. —Acepto su... consejo, profesor —cedió, la derrota amarga en la boca. —Espero que esté preparada para algo más que consejos hoy, señorita Riddle —dijo Snape, sacando su varita de tejo con un movimiento rápido y letal. Su voz no dejaba lugar a dudas.— ¡Legeremens! Un torrente de imágenes y emociones irrumpió en su mente. La pregunta punzante de Harry, la satisfacción fría al expulsar a Malfoy, la cálida pero inquietante charla con Dumbledore... Eve luchó, construyendo murallas mentales con la fuerza de la desesperación. Concentró toda su voluntad en vaciar su mente, en no pensar en él, en la proximidad peligrosa, en esos ojos oscuros que parecían ver demasiado. Durante unos segundos, creyó estar lográndolo. La intrusión de Snape parecía encontrar resistencia. —Adecuado, señorita. Un progreso... marginal —concedió Snape, aunque su tono denotaba más desdén que aprobación. Pero entonces, sus ojos se estrecharon, percibiendo una grieta en sus defensas.— Pero mis asuntos con el director no son de su incumbencia. —Su voz se volvió un susurro cortante.— Veamos qué más oculta esa mente tan... agitada. ¡Legeremens! El segundo ataque fue más potente, más invasivo. Eve sintió el pánico arañarle por dentro. Lo odiaba. Odiaba su arrogancia, su voz gélida, su poder para reducirla a un libro abierto. Y en el clímax de ese odio abrasador, una imagen se filtró, traicionera e incontrolable: sus ojos. Esos ojos negros, profundos, intensos, que la observaban con una mezcla de desprecio y algo más indescifrable que la hacía temblar sin razón. Snape no era atractivo en el sentido mundano; era severo, demarcado por líneas de amargura. Pero emanaba poder, una fuerza cruda, una seguridad letal y magnética que la atraía y repelía con igual violencia, un imán perverso. Una sonrisa lenta, cruelmente satisfecha, se dibujó en los finos labios de Snape. —¿Tanto me teme, señorita Riddle? —preguntó, la voz impregnada de un veneno dulce—. El miedo es un pésimo escudo para la oclumancia. Permítame... ilustrarle por qué. —Antes de que pudiera reaccionar, siquiera parpadear, él avanzó. Eve retrocedió instintivamente, pero la fría pared de piedra de las mazmorras detuvo su huida, golpeándole la espalda y cortándole la respiración. Snape no tenía prisa; cada paso hacia ella era una tortura calculada, un ejercicio de dominio. Levantó una mano, no con violencia, pero con una intención innegable, y rodeó su cuello con una presión apenas sugerente, suficiente para inmovilizarla, para hacerla sentir atrapada. Con la otra mano, apuntó la punta de su varita directamente entre sus ojos. La madera de tejo estaba fría contra su piel. —En este preciso instante, señorita Riddle —susurró Snape, su aliento rozando su oreja, su voz un zumbido hipnótico y peligroso—, con solo dos palabras inocuas, podría borrarla de la existencia. Avada Kedavra. Nada quedaría de usted. Ni un suspiro. —La amenaza no era abstracta; era tangible, carnal, impregnada del poder real que él poseía y que ella sabía que usaría si la ocasión lo ameritaba. El corazón de Eve estalló en su pecho, un tambor frenético que resonaba en sus propios oídos. Pero no era solo el ritmo salvaje del miedo. Era algo más profundo, más oscuro, más traicionero. Un calor húmedo e insidioso brotó en su bajo vientre, extendiéndose como lava por sus venas, alcanzando las puntas de sus dedos, debilitando sus rodillas. Sus labios se entreabrieron sin su permiso, atrapando un jadeo ahogado. Su respiración se volvió superficial, entrecortada. Un rubor abrasador, imposible de ocultar, subió desde su pecho, teñiendo su cuello y sus mejillas, una bandera de humillación y deseo involuntario. —¡¡Legeremens!! —pronunció Snape, la palabra un latigazo final. Quince segundos. Una eternidad. Snape no vio el terror paralizante que esperaba. Vio, con una claridad brutal y comprometedora, el torbellino que acababa de desencadenar: el calor, el temblor, la atracción prohibida mezclada con el odio, la vulnerabilidad física expuesta. Vio exactamente lo que ella más temía que viera. Apartó su varita de ella como si la madera se hubiera vuelto candente. Un silencio espeso, cargado de electricidad y vergüenza, cayó sobre ellos como un manto pesado. Eve podía saborear su propia humillación en el aire, ácida y ardiente. Sentía cómo sus mejillas ardían, cómo sus muslos se tensaban involuntariamente, cómo cada latido resonaba en el silencio. Esto no ha pasado. Esto no es real. El pensamiento desesperado chocó contra la realidad de la mirada de Snape. Sus ojos negros, siempre impenetrables, parecían haberse oscurecido aún más, volviéndose abismales. Sus fosas nasales se dilataron levemente, captando el olor de su miedo... y de algo más. Él también lo había sentido. Lo había visto todo. —Por hoy es suficiente —declaró él, su voz forzada hacia una neutralidad que sonaba falsa, rasposa. Giró bruscamente hacia su escritorio, dándole la espalda, un gesto de rechazo o de necesidad de distancia. Eve tragó saliva con dificultad. El sabor amargo de la humillación se mezclaba con otra cosa, un regusto picante, excitante, que se negaba furiosamente a nombrar. Al levantar la vista, sus ojos encontraron los de él reflejados en el oscuro cristal de un frasco cercano al escritorio. Un duelo mudo, cargado de rabia, vergüenza y una tensión insoportable. No te daré ese gusto, pensó con ferocidad salvaje, enderezando la espalda con una determinación que le quemaba por dentro. Giró sobre sus talones y salió, cerrando la puerta tras de sí con un portazo que retumbó como un trueno en los pasillos desiertos, demasiado fuerte, demasiado revelador. El silencio del despacho se volvió opresivo, tangible, cuando el eco del portazo se desvaneció. Snape permaneció inmóvil, de espaldas a la puerta, sus largos dedos tamborileando con un ritmo irregular sobre la superficie lisa de su escritorio de ébano. Sus ojos negros, fijos en la oscuridad de un rincón, no veían las sombras. Veían otras cosas: la dilatación de sus pupilas, el rubor traicionero en su piel, el temblor apenas contenido de sus labios entreabiertos. La respiración entrecortada que había sentido tan cerca... Un destello fugaz, primitivo y profundamente satisfecho, cruzó su mirada. Tan rápido como surgió, se extinguió, ahogado por un hábito de décadas de autocontrol férreo. Ella. Vulnerable. Afectada... por esto. Por él. La idea, por repulsiva que su mente consciente la declarara, llevaba un veneno dulce. Pero al instante siguiente, su expresión se congeló en una máscara aún más dura. El puño que no tamborileaba se cerró con fuerza sobre el escritorio, los nudillos blanqueando. Debilidad. Una distracción peligrosa, mortal. Las emociones eran grietas en la armadura, y él, mejor que nadie, sabía cuán rápido las grietas podían ensancharse hasta la destrucción. Un momento de estupidez por su parte. Nada más. Con un suspiro apenas audible, más un escape de aire forzado que un sonido, tomó su pluma de cuervo. Se sumergió en la pila de pergaminos de calificaciones esperando su veredicto. La tinta negra y espesa fluyó sobre el papel rugoso con trazos precisos, meticulosos, una extensión de su férrea voluntad. Cada "Aceptable" o "Supera las Expectativas" era un acto de dominio, un intento de borrar la imagen persistente que se adhería a los márgenes de su conciencia: el calor de su piel bajo su mano, el rápido latido que había sentido en su cuello, la mezcla de miedo y... eso en sus ojos oscuros. Apretó la mandíbula, concentrándose con furia en la tarea, ahogando el eco de su jadeo con el rasgar áspero de la pluma. Dentro de la fría privacidad de su habitación en la torre del profesorado, Eve se enfrentó al espejo del baño. La imagen que le devolvió apenas la reconoció. Labios ligeramente hinchados, como si hubieran sido presionados. Pupilas aún dilatadas, negras y profundas, revelando la agitación interna. Un rubor tenaz teñía sus mejillas y descendía por su cuello, una marca de fuego contra su palidez habitual. Eran las marcas físicas de una batalla librada en un campo que no entendía. El agua caliente de la bañera, perfumada con esencias calmantes, no logró disolver las sensaciones incrustadas en su piel. La presión fantasma de su mano en su cuello. El frío de la varita. El calor de su aliento. '¿Qué demonios te pasa?', se interrogó con rabia, clavando las uñas en sus propias palmas hasta dejar medias lunas rojas. Pero la respuesta, aterradora en su simplicidad, se alzaba como una sombra: aquel fuego que ardía en sus entrañas, que alimentaba su odio y su temor, llevaba otro nombre. Un nombre prohibido que ni siquiera en la soledad de sus pensamientos más íntimos se atrevía a pronunciar. Atracción. Deseo. Por él. El reloj de arena sobre la repisa marcaba el inexorable avance hacia la cena. Eve contempló la idea de faltar, de refugiarse en estas cuatro paredes. Pero sabía que sería una derrota, una bandera blanca que Snape interpretaría como miedo... o, peor aún, como una confirmación tácita de lo que había visto. No. Asistiría. Comería. Hablaría si era necesario. Actuaría como si el mundo no se hubiera deslizado sobre su eje en aquel despacho subterráneo. Y tal vez, si repetía el mantra con suficiente fuerza – No pasó nada. No siento nada. Lo desprecio –, llegaría a creérselo ella misma. El Gran Comedor era un torrente de sonido y movimiento cuando Eve cruzó el umbral. El murmullo de cientos de voces, el tintineo de cubiertos, el olor a comida caliente y velas de sebo, formaban una cacofonía reconfortante y abrumadora. Respiró hondo, sintiendo aún el eco del temblor que había intentado sofocar en su habitación. Con paso deliberadamente mesurado, como caminando sobre una cuerda floja, se dirigió a la Mesa Alta. Su asiento, una cruel casualidad o un designio burlón de Hogwarts, estaba justo al lado del que ocuparía él. La puerta trasera de los profesores se abrió con un leve crujido. No necesitó volverse. La atmósfera cambió sutilmente; una corriente fría pareció avanzar con él. Snape pasó junto a su silla, la negra túnica rozando apenas el respaldo de la suya con un susurro de lana fina. Se sentó con su característica economía de movimiento, los dedos largos y pálidos acomodando los cubiertos frente a él con una meticulosidad que rayaba en lo obsesivo. Ni una palabra. Ni una mirada de reconocimiento. El silencio entre ellos era un muro vivo. Eve apretó discretamente el tallo de su copa de cristal. El vino tinto dentro osciló, formando pequeñas olas que delataban el temblor que se negaba a desaparecer de sus manos. El incómodo mutismo se rompió cuando las grandes puertas del Comedor se abrieron de par en par. Albus Dumbledore hizo su entrada, sus largas vestiduras de un azul estrellado ondeando tras él. Un silencio respetuoso cayó sobre el salón mientras ocupaba su trono central. —¡Buenas noches a todos! —saludó, su voz cálida y poderosa envolviendo el espacio como un hechizo de bienestar. Sus ojos azules, brillantes y penetrantes, recorrieron la mesa. Se detuvieron, apenas un instante más de lo necesario, en Eve y luego en Snape. Una chispa de conocimiento, de percepción incómoda, brilló en ellos, como si pudiera ver la corriente eléctrica que vibraba en el aire entre ambos. La cena apareció en los platos dorados. Eve tomó un trozo de pan, notando cómo Snape, a su izquierda, cortaba su rosbif con una precisión quirúrgica, el cuchillo raspando el plato con un sonido minúsculo que le erizó la piel. Cuando la conversación general decayó hacia anécdotas triviales, Dumbledore hizo un movimiento casi imperceptible con su varita bajo el mantel. Un sutil Muffliato envolvió su extremo de la mesa en una burbuja de privacidad sonora. Sus ojos se posaron en Snape con interés genuino. —Por cierto, Severus, ¿cómo progresa la señorita Sanders en el dominio de la oclumancia? —preguntó, inocente como un niño, pero el brillo en sus ojos era demasiado agudo. Snape dejó su tenedor con delicadeza. Una sonrisa fría, cargada de malicia, se insinuó en sus labios. Giró ligeramente la cabeza hacia Eve, sus ojos negros capturando los suyos con la fuerza de un imán. —Creo, director, —dijo, su voz un susurro sedoso que solo ellos podían oír claramente—, que la señorita Sanders arde en deseos de asistir a mis clases. Su... entusiasmo es palpable. ¿Me equivoco, profesora? —El énfasis en "arde" fue una daga retorcida. Eve, que en ese preciso instante inclinaba la jarra de agua para servirse, sintió que sus manos, ya traicioneras, perdían todo control. El agua no cayó en su copa. Se derramó sobre el mantel blanco inmaculado, formando un charco oscuro y expansivo que se acercó peligrosamente al borde de la mesa. Un murmullo de sorpresa recorrió la sección no silenciada de la mesa alta. Ella se quedó paralizada, la jarra aún en la mano, la humillación subiéndole de nuevo al rostro como una llamarada. Luego, lentamente, giró hacia Snape. Su mirada, cuando lo encontró, ya no ocultaba nada: era puro odio, intenso y desnudo, un veneno prometido. Touché! Pensó ella. —Veo que la señorita Sanders no comparte tu entusiasta evaluación, Severus —observó Dumbledore suavemente, captando la tensión con una mirada que sabía demasiado. Eve forzó su voz, intentando recuperar un ápice de compostura mientras los elfos domésticos aparecían silenciosamente para limpiar el desastre. —La verdad, director, —admitió, la voz ligeramente ronca—, no me está resultando... sencillo. El profesor Snape es un instructor... exigente. Snape no apartó sus ojos de ella. —No lo crea, director. Su resistencia es... notable. —Hizo una pausa deliberada, saboreando el momento.— Simplemente requiere trabajar más... bajo una presión adecuada. —Las dos últimas palabras fueron un susurro cargado de significado, un eco deliberado de la escena en el despacho. Eve comprendió entonces, con una claridad cristalina, cuánto disfrutaba él con ese juego sádico. Cada palabra, cada mirada, era un movimiento calculado para desequilibrarla, para recordarle su vulnerabilidad, para reafirmar su dominio. Pero una chispa de desafío se encendió dentro de ella. Si esto era una partida, no pensaba seguir siendo solo el peón. Cuando los postres desaparecieron y los profesores comenzaron a levantarse, Snape se volvió hacia ella con lentitud deliberada. —Señorita Sanders… Eve se giró, enfrentándolo. Su expresión era ahora una máscara de hielo, imitando la suya. —¿Sí… profesor Snape? —El título fue un arma. —Al marcharse tan... apresuradamente de mi despacho —dijo él, su tono gélido, cortante—, olvidé mencionar que la espero mañana para otra sesión. La misma hora. La ira, fría y afilada, sustituyó a la humillación en las venas de Eve. —¿Se divierte con esto, verdad, Severus? —El uso de su nombre de pila fue un desafío calculado, un intento de igualar el terreno. Sus ojos negros centellearon peligrosamente. —Profesor Snape —corrigió con un énfasis glacial, recalcando la jerarquía que los separaba—. —Hizo una pausa infinitesimal, y luego, la media sonrisa más cruel que Eve había visto apareció en sus labios.— Y sí, señorita Sanders. No lo dude ni por un instante. Él se alejó, su túnica negra ondeando como las alas de un cuervo, dejándola plantada en medio del salón vaciándose. Eve lo observó hasta que desapareció por la puerta trasera.
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