ID de la obra: 369

Un nuevo curso en Hogwarts

Het
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planificada Maxi, escritos 63 páginas, 10 capítulos
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Otro juego peligroso

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La última luz del día agonizaba tras los vitrales góticos cuando Eve se detuvo frente a la pesada puerta de roble del despacho de Severus Snape. Una angustia fría, ajena a la habitual inquietud, se enroscaba en su estómago. El instinto, ese radar interno que rara vez fallaba, le gritaba que algo siniestro se cernía en la penumbra. Respiró hondo, el aire cargado de olor a polvo de libros antiguos, pergaminos y tinta. Recordó la última vez: la tensión palpable, el desafío, la manera en que él había hurgado en sus recuerdos como quien busca un arma. Sabía que al cruzar ese umbral se despojaría de toda armadura, convirtiéndose en la mujer más vulnerable del mundo frente a sus ojos penetrantes. Pero en esa misma vulnerabilidad ardía una llama de desafío. Si ese era el juego que entretenía al profesor, ella lo jugaría hasta el final. Su orgullo, tallado a fuego, se lo exigía. No se rendiría cuando le tocaba mover ficha. Golpeó la madera con nudillos que apenas temblaron. —Señorita Riddle... ¿ansiosa por empezar? —La voz de Snape, cargada de un sarcasmo como hiel, la recibió antes de que la puerta terminara de abrirse. Su silueta alta y delgada se recortaba contra el fuego bajo de la chimenea. Eve cruzó el umbral, la puerta cerrándose tras ella con un chasquido definitivo. Una sonrisa lenta, cargada de insinuación, se dibujó en sus labios.—¿Acaso esperaba lo contrario, profesor? La última vez se lo dejé bastante claro, ¿no le parece?—añadió a medio camino entre la insinuación y el sarcasmo. Un minúsculo parpadeo, casi imperceptible, traicionó a Snape. No esperaba esa réplica, ese desafío abierto. El juego perdía su gracia cuando la presa mostraba los colmillos. Temiendo que ella lo dejara sin palabras, recurrió a la táctica más segura: la severidad profesional.—Me temo, señorita Riddle, que su... encuentro involuntario con Lucius Malfoy hoy no nos favorece en absoluto. Hacer que interviniera para ayudar a Potter fue una imprudencia por mi parte y ahora la ha dejado expuesta. Espero que no se fijen en usted, no nos conviene.—Su tono era gélido, un muro de hielo.— Concéntrese. El control de su mente es ahora más urgente que nunca. ¡Legeremens! El súbito cambio de tema fue una pequeña victoria para Eve, pero la mención de Harry Potter la desconcertó. ¿No lo detestaba Snape? ¿Qué oscuro propósito se escondía tras su aparente desdén? Intentó apartar la pregunta, pero el hechizo ya golpeaba su mente como un ariete. —¡Señorita Riddle! —la voz de Snape la sacudió como un látigo mientras luchaba por reconstruir sus barreras mentales, rotas por el primer embate.— Como le dije, mis motivaciones no son de su incumbencia —añadió con dureza."— ¡Haga.lo.mejor! ¡Legeremens! Esta vez, Eve apretó los dientes, centrando toda su voluntad en una imagen de acero bruñido. El hechizo chocó contra ella, una presión inmensa, pero logró mantenerlo a raya, aunque el esfuerzo le dejó un fino sudor en la sien. —Adecuado, señorita Riddle —concedió Snape, aunque sin calidez—.Espero que bajo verdadera presión no se desmorone como castillo de naipes. —¿Está intentando provocarme, profesor Snape? —La voz de Eve recuperó aquel tono bajo, cargado de un significado que iba más allá de las palabras, mientras un destello de desafío brillaba en sus ojos. Snape la observó, un arco perfecto entre ceja y ceja.—¿Es eso lo que desea, señorita Riddle? —preguntó, siguiendo el hilo del juego con una mezcla de incredulidad y algo más... una curiosidad peligrosa. —Adelante... —susurró Eve, mordiéndose suavemente el labio inferior, un gesto calculado, una invitación silenciosa. La provocación era clara, un guante arrojado al rostro de su autocontrol. Para Eve, era más que un juego; era un territorio inexplorado que la aterraba y atraía por igual. Snape se sintió, por un instante, en desventaja. Conocía sus secretos, sus miedos, y sin embargo, ella seguía siendo un enigma capaz de sorprenderlo... de una manera perturbadoramente placentera. Decidido a desentrañar esa nueva capa, a encontrar el resquicio en su nueva defensa, lanzó el hechizo con renovada fuerza.—¡Legeremens! Eve cerró los ojos. Ahora era el momento de la venganza. Tenía a Snape justo donde quería. En lugar de resistir, abrió una compuerta mental, ofreciéndole no un recuerdo íntimo, sino una fantasía: ella y él, en el mismo despacho oscuro donde estàban, pero sin túnicas que los separaran, solo piel y sombras, su respiración entrecortada mezclándose. Veamos cómo manejas esto, Severus, pensó con un vértigo temerario. Si su mente ya estaba desnuda ante él, ¿qué más daba mostrarle el cuerpo que la habitaba? Era un riesgo calculado, una apuesta a que el hombre bajo la capa de espía sucumbiría y perdería ese poder que tenía sobre ella. Percibió un cambio infinitesimal en su expresión, una tensión repentina en la mandíbula, una oscuridad más profunda en sus ojos. Suficiente. Con un esfuerzo de voluntad que la dejó temblorosa, vació su mente, convirtiéndola en un espejo liso. Snape cortó el hechizo bruscamente. Eve lo miró, expectante, el silencio cargado como la calma antes del trueno. Un rubor apenas visible teñía sus pómulos huesudos.—Y bien, profesor Snape —dijo, saboreando cada palabra, la voz un susurro rasgado—, ¿he... mejorado? Las imágenes, vívidas y ardientes, bailaban detrás de los ojos de Snape. La osadía, la imprevisibilidad de ella lo sacudió. Ella escapaba constantemente a sus cálculos, a su control férreo, y esa cualidad, como un imán perverso, lo atraía con más fuerza cada vez. Un recuerdo sepultado emergió: la primera sesión de Legeremancia. No había sido solo un momento de debilidad. Desde el principio, creyéndose el maestro del juego, había intentado racionalizar esa chispa, ese magnetismo, jugando con fuego para dominarlo. Pero las brasas habían prendido. El juego había terminado. La atracción era una bestia real, rugiente, y era mutua. Lo sabía con una certeza que lo aterraba. Ella lo volvía débil, permeable, vulnerable. Era un defecto fatal en su armadura. Y por eso, en ese instante de pánico visceral, la odió. La odió con la misma intensidad con que deseaba catar sus labios. —¡Basta de juegos! —su voz sonó como un cristal roto, áspera, evitando su mirada—. ¡Márchese! ¡Ahora! La frialdad cortante de su voz, la palidez repentina bajo su tez cetrina, la inquietud que emanaba de su rígida postura... todo confirmó a Eve la tormenta que rugía dentro de él. Era un espejo de su propio conflicto. Esa atracción prohibida, esa pulsión que intentaba ahogar con rabia y miedo, también la consumía a ella. La llenaba de una frustración agria, de un odio hacia sí misma por sucumbir. Quería gritarle que no estaba sola en ese infierno, que ambos naufragaban en el mismo mar de deseo y culpa. Sus ojos, oscuros como pozos sin fondo, buscaron los suyos con una intensidad desesperada. Casi sin darse cuenta, o quizás movida por un impulso irrefrenable, dio un paso adelante. Luego otro. La distancia entre ellos, antes segura, se redujo a un espacio cargado de electricidad, apenas el ancho de un suspiro. El aire olía a tinta, a hierbas secas y a la tensión explosiva que los envolvía. Su respiración se hizo audible, entrecortada. —Yo no estoy jugando, Severus —la voz de Eve fue un hilo de seda rasgado, apenas audible, pero cada sílaba pesaba como plomo. Su nombre, pronunciado así, era un desafío y una confesión. La tentación de rendirse, de dejarse arrastrar por la corriente que tiraba de ellos con fuerza de marea, fue casi física. Tanto tiempo había pasado desde que alguien había logrado desarmarlo así, que había olvidado el sabor amargo-dulce de la rendición. Eve lo arrastraba hacia un precipicio donde el control era un recuerdo lejano, y perderlo significaba la muerte. Pero su cuerpo, traidor, no respondía a los gritos de alarma de su mente. Sentía el calor que irradiaba ella, apenas a un palmo de distancia. La intensidad de su mirada, clavada en la suya, era como un hechizo de revelación que amenazaba con exponer cada emoción, cada cicatriz, cada deseo oscuro que había enterrado durante décadas. Ahora, esas cosas pugnaban por salir, empujando contra el dique de su autocontrol. Un deseo feroz, primitivo, le recorrió las venas como fuego líquido, erizando su piel bajo la túnica, acelerando su corazón hasta un ritmo salvaje que resonaba en sus oídos. ¡No puedo! ¡No debo! El pensamiento fue un grito ahogado en la marea de sensaciones de Severus Snape. Sus puños se cerraron con tanta fuerza que las uñas se clavaron en las palmas. El peso de sus juramentos, la sombra alargada de Voldemort, la vida de Potter, la misma existencia de Eve... todo lo que pendía de un hilo se interpuso como un muro de hielo. Un solo error y ambos estamos muertos. Pero Eve estaba ahí. Tan cerca. Tan desafiante. Podía sentir el leve aroma a jazmín de su piel, el temblor apenas contenido de sus manos, el ritmo acelerado de su respiración que delataba que ella también luchaba, que también naufragaba. En la profundidad de sus ojos, más allá del deseo, vio el reflejo exacto de su propio terror, su propia batalla perdida. La revelación lo golpeó con la fuerza de un encantamiento aturdidor. No estaba solo. Ese conocimiento, en lugar de aterrarlo, rompió el último dique. Snape apretó la mandíbula hasta doler, un último intento fútil por recuperar la cordura. Pero fue su cuerpo el que actuó. Una mano, movida por un impulso más fuerte que la razón, se alzó. No para apartarla, sino para atravesar ese último centímetro de espacio prohibido. Sus dedos ásperos rozaron la línea de su mandíbula, un contacto eléctrico que hizo estremecer a ambos. El aire explotó. —No sabes lo que estás haciendo —logró articular, pero su voz, intentando firmeza, se quebró en una nota de fragilidad desnuda, de pánico y anhelo. Eve no retrocedió. Sus ojos, inmensos y oscuros, lo sostuvieron. En ellos, Snape leyó la respuesta: Sí, lo sé. Y aún así... La distancia se evaporó. Fue como si un imán los uniera. Sus labios se encontraron en un contacto inicialmente tímido, un roce de prueba que duró menos que un latido. Y entonces, la tensión acumulada, la rabia, el miedo, el deseo reprimido, estallaron con la fuerza de una caldera a presión. El beso se volvió voraz, desesperado. Snape la atrajo hacia sí con una fuerza brusca, un brazo rodeando su cintura como un hierro, la otra mano hundiéndose en su cabello. Sus labios, duros y exigentes, reclamaron los de ella con una urgencia que rozaba el dolor. Eve respondió con igual intensidad, sus manos aferrándose a los pliegues negros de su túnica, tirando de él, buscando más contacto, más piel, más de esa conexión electrizante que los consumía. Snape la empujó contra la fría piedra de la pared, su cuerpo aprisionándola, eliminando cualquier espacio entre ellos. El mundo exterior se desvaneció. Solo existía el sabor de ella, el calor compartido, el gemido ahogado que escapó de la garganta de Eve cuando su lengua encontró la suya, un sonido que vibró en lo más profundo de Snape. Fue ese sonido, esa rendición vocal, lo que los alcanzó como un hechizo de hielo. Un relámpago de realidad en medio del huracán. Se separaron bruscamente, como si se hubieran quemado. El aire entre ellos quedó cargado, pesado, roto solo por sus respiraciones agitadas y el crepitar lejano del fuego en la chimenea. El terror, frío y racional, inundó a Eve. ¿Qué habían hecho? Las consecuencias, como sombras gigantes, se alzaron amenazantes en su mente. Snape retrocedió un paso, sus ojos negros, aún oscuros de deseo pero ahora nublados por el pánico, escudriñando su rostro como buscando una respuesta, una explicación, una salvación. Negó con la cabeza, un movimiento casi imperceptible, pero la expresión de horror absoluto en su rostro fue suficiente. Eve no esperó a que encontrara palabras. Cualquier cosa que dijera en ese momento sería un cuchillo. Giró sobre sus talones, abrió la puerta con mano temblorosa y huyó al pasillo frío y oscuro. El chasquido de la puerta al cerrarse no registró en Snape. Estaba paralizado, intentando borrar el fuego de sus labios, el sabor de ella, la sensación de su cuerpo contra el suyo. Pero entonces, una punzada aguda, como una daga de hielo clavándose en su antebrazo izquierdo, lo arrancó brutalmente del estupor. La Marca Tenebrosa ardía con un dolor familiar y aterrador. En el centro del fuego interno, un nombre resonó con claridad escalofriante en su mente: Eve. El pánico por ella superó al pánico por sí mismo. Salió disparado de su despacho, su corazón martilleando contra las costillas. Al doblar la esquina del pasillo desierto, la encontró. Tendida en el suelo de piedra, inerte, como un trapo abandonado. Su cuerpo se tensó como un arco. Se arrodilló a su lado con movimientos torpes, sus manos buscando un pulso en su frío cuello. Estaba allí, constante. Entonces, sus labios, pálidos, se movieron. Un susurro ronco salió de ellos: —...Y dime, Lucius... mi fiel servidor... ¿Quién es esa mujer? Una pausa imaginaria, luego la respuesta, en el mismo tono vacío, robótico: —Eve Sanders, mi Señor... —Bien, bien, Lucius... —la voz de Voldemort, filtrada a través de la inconsciencia de Eve, era una serpiente de hielo deslizándose por la espina dorsal de Snape—. Veamos qué tiene que contarnos Severus sobre ella... en persona. El horror lo paralizó por un segundo. Luego, el instinto de protección, más fuerte que el miedo, tomó el mando. Con movimientos rápidos y decididos, levantó el cuerpo inerte de Eve en sus brazos. Era más ligera de lo que parecía. No podía llevarla a la enfermería; Pomfrey preguntaría, y los rumores serían letales. Solo había un lugar. Sin perder un segundo, se dirigió a la gárgola que guardaba el despacho del director, murmurando la contraseña más reciente que recordaba. Las escaleras giratorias subieron con una lentitud exasperante. Al llegar arriba, la puerta se abrió antes de que llamara. —¿Qué ha sucedido, Severus? —La voz de Albus Dumbledore, grave pero calmada, resonó en la habitación circular. Sus ojos azules, agudos como lancetas, tomaron en la escena: Snape, demudado, cargando el cuerpo inconsciente de Eve Sanders. Sin ceremonias, Snape la depositó con cuidado en el sofá cercano a la chimenea. Se volvió hacia Dumbledore, y en sus ojos oscuros, habitualmente impenetrables, el director vio algo que lo alarmó profundamente: un pánico desnudo, una desesperación que solo había presenciado una vez antes, hace muchos años, en una noche de lluvia y profecías fatídicas. —Van tras ella, Albus —la voz de Snape era ronca, urgente—. Voldemort. Quiere saber. Ella... mientras estaba inconsciente... pronunció su nombre. Mi estúpida acción para salvar a Potter la ha puesto en el tablero. Debo ir. Ahora. —Hizo un movimiento hacia la puerta, pero la mirada de Dumbledore lo detuvo. Dumbledore observó el rostro de su espía, la palidez cadavérica, la tensión en cada músculo, la sombra de terror en sus ojos. Conocía demasiado bien esa expresión. La había visto una vez, grabada a fuego en su memoria, cuando un Snape mucho más joven, destrozado por el remordimiento y el miedo, irrumpió en este mismo despacho: —¡Él la matará, Albus! ¡A Lily! ¡El Señor Tenebroso... ¡Debe esconderlos! ¡Por favor!—el joven Snape, demacrado, con los ojos desorbitados por el horror, se desplomó de rodillas. —La profecía... no se refería a una mujer... sino a un niño nacido a finales de julio— afirmó el director. —¡Pero él cree que es el hijo de Lily! ¡Los matarà! ¡Esconda... esconda a todos! ¡Se lo suplico! —¿Qué me darás a cambio, Severus? —preguntó, su voz baja pero imbuida de una seriedad absoluta, acercándose un paso. —¡Lo que usted quiera! —la respuesta de Snape fue instantánea, abatida Dumbledore frunció el ceño, el peso de las decisiones pasadas y presentes oprimiéndole el pecho. Sabía que la batalla de Severus no era solo contra el poder oscuro, sino contra los demonios de su pasado y ahora, aparentemente, contra un nuevo fantasma en su presente. Entonces se detuvo frente a él. Sus ojos escudriñaron el rostro angustiado. Veía más allá del miedo por Eve; veía la huella del beso, la confusión, la conexión peligrosísima que se había forjado. Si Voldemort, el maestro Legeremante, percibía siquiera un atisbo de esto en la mente de Snape durante la reunión, ambos - Severus y Eve - estarían condenados. Y con ellos, quizás, la última esperanza. —Severus —dijo el director, su voz un susurro cargado de advertencia—, espero que recuerdes exactamente quién eres y dónde estás. Mantente en tu sitio. Ve. —La orden final fue clara, pero sus ojos azules transmitían una preocupación más profunda: No falles. No por ella. No por ti. Snape tragó saliva. La advertencia de Dumbledore era un baño de realidad glacial. Su rostro, siempre un máscara, había delatado demasiado. Esa era la razón por la que se aislaba, por la que construía muros de hielo. Un instante de debilidad, una grieta en su fachada ante el Señor Tenebroso, y la muerte sería un regalo comparado con lo que les esperaría. Con un esfuerzo sobrehumano, apretó los puños, respiró hondo y reconstruyó la máscara del espía, capa por capa de hielo y desdén. Asintió una vez, bruscamente, y salió del despacho como una sombra, rumbo a su cita con el infierno. Mientras tanto, en el sofá, Eve comenzó a emerger de las tinieblas. Un zumbido agudo en sus oídos, un sabor metálico en la boca, y una náusea punzante en el estómago la acompañaban. Parpadeó, tratando de enfocar. Las formas doradas y los objetos extraños del despacho de Dumbledore nadaban ante sus ojos. Intuyó una figura alta cerca, envuelta en azul y plateado. —Severus… —la palabra escapó de sus labios antes de que su mente consciente pudiera detenerla, un hilo de voz cargado de una necesidad que resonó en el silencio de la torre. La simple sílaba, ese nombre pronunciado con esa intimidad inconsciente, confirmó todas las sospechas de Dumbledore. No había duda. No era odio, ni siquiera simple atracción física. Había algo más profundo, más peligroso, un vínculo que amenazaba con desbaratarlo todo. Un problema de dimensiones catastróficas. —Señorita Riddle, ¿cómo se encuentra? —preguntó Dumbledore, su voz cálida pero firme. No obtuvo respuesta inmediata; ella seguía luchando contra la niebla.— ¿Puede recordar qué sucedió? —insistió, acercándose un poco, su mirada analítica escaneando su rostro pálido. Eve apretó los párpados, intentando ordenar los fragmentos rotos.— No... yo solo... salía de... —Una imagen: la puerta negra del despacho de Snape cerrándose a sus espaldas. Otra: un destello rubio platino al doblar una esquina.— ...y vi... vi a Draco... Draco Malfoy. —La imagen del joven Malfoy, sus ojos claros abiertos como platos, mirándola fijamente desde la penumbra de un nicho, se fijó en su mente.— Luego... un dolor... aquí —llevó una mano temblorosa a su sien—, como un rayo... y luego... nada. —Sacudió la cabeza, como si pudiera desalojar la bruma. —¿Draco Malfoy? —La voz de Dumbledore perdió un ápice de su calma habitual, adoptando una gravedad nueva.— ¿Está absolutamente segura, Eve? Eve cerró los ojos, concentrándose. El rostro pálido, los ojos asustados pero curiosos, el brillo del pelo bajo la luz de la luna que entraba por una ventana alta...— Sí —afirmó, con más fuerza esta vez, abriendo los ojos para encontrarse con los penetrantes azules del director—. Sí, estoy segura. Lo vi. Me observaba. Dumbledore frunció el ceño, las arrugas de su rostro profundizándose como surcos de preocupación.— Si eso es cierto, señorita Sanders, entonces el peligro se ha multiplicado. Lucius Malfoy no dudará en usar cualquier información que su hijo le proporcione para socavar la posición de Severus ante el Señor Tenebroso. Y el propio Draco... —Dejó la frase en el aire, pero el significado era claro: Draco era ahora un peón involuntario pero potencialmente letal en el tablero de Voldemort. El entendimiento golpeó a Eve con la fuerza de un puño. ¡Severus!— ¡Severus tiene que saber! —Se incorporó bruscamente, ignorando el mareo repentino—. ¡Tenemos que advertirle! ¡Antes de que llegue allí! ¡Si Voldemort...! Dumbledore alzó una mano serena, pero su expresión era sombría.— Me temo, Eve, que ya es demasiado tarde para eso. Severus está... en camino. —La elección de palabras fue deliberada.— Confío en su habilidad para sortear las tormentas, incluso las más inesperadas. Intente calmarse. —Su tono era tranquilizador, pero Eve vio la sombra de inquietud en sus ojos azules. Ni siquiera Dumbledore podía estar seguro. Eve se dejó caer de nuevo en el sofá, la realidad de la situación aplastándola como una losa. El pánico, frío y agudo, se extendió desde su estómago. Su mente era un torbellino de imágenes horribles: Snape bajo la mirada penetrante de Voldemort, Draco relatando lo que vio, Lucius sembrando dudas... Y todo por culpa de ese momento de locura, de esa conexión que ahora sentía como una cuerda al cuello para ambos. El deseo que la consumía se mezclaba con un miedo paralizante. No solo temía por sí misma. Temía, con un terror visceral, por él. Y ese temor, más que cualquier otra cosa, le confirmó lo profundamente que había caído.
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