En la sombra de la serpiente
8 de julio de 2025, 7:33
La noche envolvía Wiltshire como un sudario húmedo y frío. Severus Snape avanzaba a grandes zancadas por el sendero empedrado que conducía a la ominosa silueta de la Mansión Malfoy, su capa ondeando como una sombra viva a sus espaldas. No era una reunión cualquiera. El aire mismo parecía vibrar con una malevolencia concentrada, una advertencia sorda que resonaba en sus huesos. Voldemort pediría cuentas, lo sabía. Había tejido una red de medias verdades y omisiones cuidadosas alrededor de Eve Sanders –o Riddle, ese apellido que aún resonaba como un mal presagio en su mente–, pero la última visión de la joven, tan vívida y perturbadora, podía haber dejado un eco en la propia conciencia del Señor Tenebroso. Su mente, fría y calculadora, ya trazaba estrategias, buscando las palabras precisas que fueran un escudo y no un puñal contra sí mismo.
Con un golpe seco y silencioso de su varita, deshizo los intrincados encantamientos que protegían la mansión. La pesada puerta de roble se abrió sin un chirrido, engulléndolo en un vestíbulo opulento y helado, donde el mármol brillaba con un fulgor fantasmal a la luz de las antorchas. Desde la sala principal, un murmullo gutural, una cacofonía de susurros y risas estridentes, se filtraba como un veneno. Reconoció la voz rasposa de Yaxley, el tono servil de Pettigrew, y sobre todas ellas, ascendiendo como un cuchillo sobre piedra, la risa de Bellatrix Lestrange. Una risa que no transmitía alegría, sino la promesa de dolor y el éxtasis de infligirlo. Todos los importantes estaban aquí. El riesgo era máximo.
Sin permitir que ni un músculo de su rostro delatara la alerta que tensaba cada fibra de su ser, Snape cruzó el umbral. La sala, iluminada por un fuego bajo en la chimenea que proyectaba sombras danzantes y grotescas, estaba repleta. Los Mortífagos, encapuchados o con las máscaras descorridas, formaban un semicírculo expectante alrededor del trono improvisado donde, reclinado con una serenidad reptiliana, se encontraba Lord Voldemort. Sus ojos rojos, como carbunclos encendidos, se fijaron en Snape al instante, atrapándolo en su gélida intensida
—Severus… —la voz, apenas un susurro serpentino, cortó el murmullo como una hoja afilada—. Empezaba a preocuparme de que las dulces atenciones de Dumbledore te hubieran… retenido. Ven. Te hemos reservado un asiento privilegiado. —Un gesto despectivo de su mano pálida indicó un sillón vacío, demasiado cerca del fuego y de su mirada.
—Mi señor. —Snape inclinó la cabeza en una reverencia que fue precisamente lo suficientemente profunda para denotar sumisión, pero no tanto como para rozar la servil humillación que Lucius Malfoy, sentado más atrás y visiblemente encogido, exhibía. Al sentarse, su mirada barrió fugazmente la sala. Se detuvo en Bellatrix. Ella no mostraba la tensión rígida de los demás. Su postura era relajada, casi indolente, una sonrisa cruel y satisfecha jugueteaba en sus labios, y sus oscuros ojos ardían con un fuego maligno clavados en él. Lo sabía. O creía saber algo. Su odio visceral hacia Snape, su desconfianza eterna hacia el "traidor" que jugaba a dos bandas, encontraba ahora, sin duda, un nuevo combustible. Esa satisfacción era una amenaza tangible.
—Traerás noticias… —continuó Voldemort, arrastrando las palabras, saboreando el silencio que se hizo aún más espeso—. Confío… en que sean… esclarecedoras.
Snape asintió una vez, un movimiento mínimo y controlado. "Confío", había dicho. Pero en sus ojos no había confianza, solo el frío escrutinio de un depredador evaluando a una presa potencialmente peligrosa.
El silencio se adueñó de la estancia, cargado de un miedo que olía a sudor frío y a incienso amargo. Snape mantuvo la respiración lenta, centrado, convirtiéndose en una estatua de mármol negro en su sillón.
—Y bien… —Voldemort reclinó la cabeza, jugueteando ociosamente con su larga y pálida varita entre sus dedos—. ¿Qué puedes contarnos de la… peculiar… señorita Sanders, Severus? Hizo una pausa teatral, dejando que el nombre resonara. Dejando aparte el hecho, claro está, de que fue capaz de frustrar ese… insignificante… intento de Lucius de entretener a Potter. La palabra "insignificante" fue un látigo que azotó el aire, haciendo estremecer visiblemente a Malfoy padre, cuya mirada se clavó en el suelo. Su caída en desgracia era un espectáculo público.
Snape sintió el peso de todas las miradas. La respuesta debía ser un acto de funambulista: insinuar desconfianza hacia Eve, presentarla como un peón molesto de Dumbledore, pero sin convertirla en un objetivo prioritario que obligara a Voldemort a actuar precipitadamente… o a exigirle su eliminación inmediata. Con una voz tan plana y fría como la superficie de un lago helado, respondió:
—La señorita Sanders es, efectivamente, la protegida personal de Dumbledore, mi señor. Una joven de talento… inusual, pero marcada por una persistente inoportunidad. Permitió que un leve desdén se colara en su tono. Su alineación con Potter es evidente. Sugeriría mantenerla bajo observación, pero considerarla, por ahora, una variable más dentro del predecible campo de Dumbledore.
Voldemort no se movió durante un instante eterno. Luego, con una velocidad sobrenatural, se irguió. Su silueta, alta y esquelética, se recortó amenazadora contra el resplandor del fuego. Avanzó un paso, luego otro, hasta quedar de pie frente a Snape, mirándolo desde una altura que parecía abismal. El desprecio emanaba de él como un halo gélido.
—Severus… viejo amigo… —susurró, y la palabra "amigo" sonó como la peor de las blasfemias—. Creo que el don de la inoportunidad… Hizo una pausa deliberada, sus ojos rojos escarbando en los de Snape, buscando cualquier fisura, cualquier destello de mentira— …no es el único que debería inquietarnos respecto a la señorita Sanders, ¿verdad?
El corazón de Snape dio un vuelco violento contra sus costillas. Lo sabía. El velo se rasgaba. Manteniendo una calma que le costaba gotas de sudor frío en la nuca, respondió con la misma frialdad calculada:
—Sí… mi señor. Admitirlo era el único camino. Negarlo ahora sería suicida.
—Entonces… ¿Premonición? —La pregunta fue un silbido mortal. La punta de la varita de Voldemort se posó, con una presión amenazadora, justo bajo la mandíbula de Snape, fría como el acero de una daga. Un recordatorio instantáneo de la fragilidad de la vida bajo aquel dedo.
Snape sintió el peligro como una garra alrededor de su garganta. Jugó la carta de la incertidumbre, una defensa débil pero necesaria:
—No puedo afirmar su alcance o control, mi señor. Es un fenómeno… caótico. Esporádico.
El rostro serpentino de Voldemort se contrajo en una mueca de furia contenida.
—Eres inteligente, Severus. Demasiado inteligente para darme migajas. La presión de la varita aumentó. Esa respuesta no me complace… y tú lo sabes. No me hagas dudar de tu lealtad… ni de tu utilidad.
—Mi señor,yo… —No hubo tiempo para más.
—¡CRUCIO!
La palabra maldita, pronunciada con un delebre sádico, retumbó no solo en la sala, sino en la misma médula de Snape. No fue un golpe, fue una explosión. Un fuego blanco, puro y absoluto, estalló en cada nervio, en cada articulación, en cada célula de su cuerpo. Era como si sus huesos se convirtieran en vidrio molido, sus músculos en metal fundido. Un grito ahogado, bestial, le desgarró la garganta, pero su entrenamiento ocultista, su dominio férreo sobre el dolor físico y su orgullo indomable le impidieron derrumbarse o suplicar. Se convirtió en una estatua convulsa, los nudillos blancos aferrados a los brazos del sillón, los dientes apretados hasta que le sangraron las encías. Los segundos se alargaron en una eternidad de agonía. Percibió, como a través de un velo de tormenta, las figuras inmóviles de los Mortífagos, el terror petrificado en sus rostros, la lección brutal que se impartía. Y, nítida como un relámpago en la oscuridad, la risa ahogada, extática, de Bellatrix. Ella saboreaba cada espasmo, cada gota de su sufrimiento.
Cuando el hechizo cesó, fue como si le arrancaran el esqueleto. El dolor no desapareció; se transformó en una pulsación sorda, profunda, un latigazo que recorría su sistema nervioso, dejándolo tembloroso, con la boca seca y un sabor metálico. Cada músculo protestaba, cada respiración era una hazaña. Pero se obligó a enderezarse en el sillón, a mantener la cabeza erguida, a apretar las manos para disimular el temblor. Mostrar debilidad era firmar su sentencia de muerte.
—Bellatrix, querida… —La voz de Voldemort sonó ahora casi amable, un contraste grotesco—. Puedes refrescarle un poco la memoria a nuestro… valioso… infiltrado, contándole lo que tu sobrino Draco tuvo la fortuna de presenciar esta misma noche en los terrenos del castillo.
Draco. El nombre fue la pieza que encajó. La visión de Eve al salir de su despacho. El chico merodeando. Había bajado la guardia, confiado en la privacidad de la noche. Un frío más intenso que el del Crucio lo recorrió. Comprendió la totalidad de la trampa. Pero la comprensión también trajo un atisbo de ventaja: ahora sabía exactamente cuánto sabía el Señor Tenebroso. Su mente, agudizada por el dolor y la adrenalina, comenzó a trabajar a una velocidad vertiginosa. Solo había un camino. El de la media verdad estratégica.
—No será necesario, mi señor, —intervino antes de que Bellatrix pudiera abrir su boca venenosa. Su voz sonó ronca, pero sorprendentemente firme. Inclinó la cabeza en un gesto de sumisión forzada—. Permitidme… permitidme que os lo explique. Por favor.
Voldemort lo observó, un destello de interés frío en sus ojos rojos.
—Habla. La orden fue un filo.
—Es cierto, mi señor. La señorita Sanders posee el don de la premonición. Admitiendo una verdad a medias. Sin embargo, su ignorancia es su mayor debilidad… y nuestra mayor ventaja. Hizo una pausa, midiendo el efecto. Antes del… incidente presenciado por Draco, la interrogué en mi despacho. Mi desconfianza, como os informé, surgió tras su intervención en el partido de Quidditch. Pude acceder a su mente… —dejó caer las palabras con cuidado— …y descubrí que está sumida en la confusión. No comprende la naturaleza de sus visiones, las vive como pesadillas incontrolables, fragmentos sin sentido que la aterran. No es una profetisa consciente; es una víctima de su propio don.
Voldemort no apartó la mirada, pero Snape percibió un minúsculo relajamiento en la tensión del aire.
—¿Pretendes conmoverme, Severus? ¿O salvarla con tus palabras? —preguntó, aunque la sospecha en su voz había menguado ligeramente.
—No, mi señor. La negativa fue tajante. Permitidme continuar. Dumbledore, al estar al tanto de esta capacidad, me ha encomendado específicamente su vigilancia. Él busca descifrar y controlar su don para sus propios fines. Snape vio el destello de comprensión, de oportunidad, cruzar los ojos rojos. Jugó su carta maestra: Esta posición única me permite, si vos me lo ordenáis, ser el filtro. Puedo controlar la información que ella recibe, manipular sus visiones, o al menos su interpretación, y asegurarme de que Dumbledore solo conozca aquello que a vos os interese que conozca. Puedo convertir su don… en vuestro instrumento.
Hubo un silencio prolongado. Voldemort se volvió lentamente, su espalda larga y encorvada hacia Snape, contemplando las llamas danzantes. La tensión en la sala era palpable, como el aire antes de un rayo. Snape contuvo el aliento, cada latido de su corazón resonando con el dolor residual del Crucio. Su vida, su misión, todo pendía de la siguiente palabra.
Finalmente, Voldemort se giró de nuevo. Una sombra de lo que podía pasar por aprobación cruzó su rostro inhumano.
—Entiendo… —murmuró, arrastrando las sílabas—. No me desagrada la idea, Severus… Una pausa calculadora. …y encaja con mis designios de un modo… satisfactorio. El alivio que sintió Snape fue tan intenso como el dolor anterior, pero igual de bien oculto. Había pasado la prueba. Por ahora.
Voldemort elevó la voz, dirigiéndose al círculo de Mortífagos, reafirmando su dominio tras el interludio de tortura.
—Bien. Prosigamos con el asunto primordial. — Su tono recuperó la frialdad estratégica.— Como os exponía antes de la… interrupción… me enfrento a una ironía del destino: mi varita y la de Potter comparten el mismo núcleo. Son hermanas. Podemos herirnos, sí, pero no infligir la muerte final. Para eliminarlo, necesito una varita más poderosa. Una que no tenga lazos fraternales con la suya. Y todos conocéis cuál es la suprema…
—La Varita de Saúco… —dijo Snape, como si la conclusión se le revelara en ese mismo instante, reforzando su papel de leal estratega.
—Estás en lo cierto, Severus —confirmó Voldemort con un asentimiento casi imperceptible—. La Varita del Destino. Y actualmente, reside en manos de…
—…Dumbledore. — completó Snape.
—Exactamente. Voldemort hizo una pausa, dejando que la magnitud del objetivo impregnara la sala. El fallido intento de Lucius de distraer a Potter nos ha privado de una ventana de oportunidad para actuar contra el viejo sin interferencias. Por tanto, debemos idear otra vía para apoderarnos de la varita. Sus ojos rojos se posaron de nuevo en Snape, cargados de un nuevo significado. Y teniendo en cuenta a la señorita Sanders… tus funciones adquieren una nueva dimensión, Severus. Contrólala. Domina su don. Pronto recibirás instrucciones precisas sobre cómo su… situación… puede servir a este propósito superior.
—Sí, mi señor. Snape inclinó la cabeza. —el peso de la nueva tarea, aún más peligrosa y perversa, se añadía a la carga que ya soportaba.
—En cuanto al propio Albus Dumbledore… —Voldemort dejó caer el nombre como una losa—. Veamos… ¿Quién entre vosotros anhela el honor de liberar al mundo de su hipocresía? Lucius… —su voz se volvió un látigo— …trae al chico.
Lucius Malfoy se levantó como un autómata, su orgullo reducido a cenizas. Regresó momentos después, empujando suavemente, pero con firmeza desesperada, a Draco hacia el centro del círculo. El rostro del joven Malfoy estaba despojado de toda su habitual arrogancia. Bajo la luz mortecina, solo se veía palidez, unos ojos desorbitados por el terror puro y una boca ligeramente abierta en un jadeo silencioso. Parecía un cervatillo acorralado por depredadores.
—Bien, bien… Draco —Voldemort se acercó al muchacho, colocando una mano huesuda y fría sobre su hombro. Draco se estremeció visiblemente—. A ti te confiaré este honor supremo. Considéralo tu iniciación definitiva en nuestras filas… —su voz era suave, casi paternal, pero impregnada de una malicia glacial. —…y también la oportunidad para que tu familia, cuya reputación tu padre ha… manchado… recupere su lugar a mi lado.
—¡Pero, mi señor! —la protesta de Lucius brotó de sus labios, un grito ahogado de paternidad desesperada al ver el pánico absoluto en los ojos de su hijo.
—¡SILENCIO! —el rugido de Voldemort hizo temblar los cristales de las ventanas. Lucius retrocedió como si lo hubieran golpeado—. Ven, Draco. Hijo. —la palabra "hijo" sonó como una burla cruel—. Tenemos mucho que discutir… sobre tu futuro como Mortífago.
Mientras Voldemort guiaba a un Draco paralizado hacia una sala contigua, Snape aprovechó la distracción general para levantarse con un esfuerzo sobrehumano que disimuló tras una máscara de cansancio habitual. Cada movimiento le recordaba el fuego residual del Crucio en sus nervios. Tenía que regresar a Hogwarts. Tenía que informar a Dumbledore. Y tenía que lidiar con… ella.
El aire en los pasillos de Hogwarts era gélido, cargado de un silencio tan denso que parecía absorber hasta el eco de sus propios pasos. Eve Sanders caminaba sin rumbo, arrastrada por una inquietud que le corroía las entrañas. Las sombras alargadas de las antorchas parpadeantes bailaban en las paredes de piedra, burlándose de su desasosiego. Cada latido de su corazón marcaba una pregunta obsesiva: ¿Dónde está? ¿Está vivo? La imagen de Severus Snape marchándose bajo la noche cerrada, envuelto en esa capa de peligro que siempre lo rodeaba, la atormentaba. Sus pies, casi por voluntad propia, la condujeron por tercera vez en esa interminable noche al rincón sombrío donde se alzaba la puerta de piedra de sus aposentos.
Se detuvo frente a ella, abrazándose los brazos contra el frío que no era solo de la piedra. El recuerdo del beso, furioso y confuso, surgió como una llamarada en su mente, seguido de un escalofrío de vergüenza y anhelo. Esperar. La idea la tentaba, pero la duda la paralizaba. ¿Qué podría decirle? ¿Cómo mirarlo después de aquello? Todo parecía un enredo sin salida, un precipicio que solo prometía más caos. Respiró hondo, el vaho blanquecino mezclándose con la penumbra. Quizás solo un minuto más...
Severus Snape sintió cómo cada paso resonaba como un martillazo dentro de su cráneo. El viaje de regreso desde la Mansión Malfoy había sido una prolongación de la tortura; cada aparición le desgarraba los nervios ya destrozados por el Crucio. El dolor no era un simple recuerdo, era una presencia viva: un fuego sordo que palpitaba bajo su piel, una rigidez metálica que le atenazaba los músculos, un temblor apenas contenido en sus manos ocultas bajo la capa. Respirar era un esfuerzo consciente. Apenas a unos metros de su puerta, el mundo giró ligeramente. Se detuvo bruscamente, apoyando una mano en la fría pared para no caer, la frente perlada de un sudor frío que nada tenía que ver con el esfuerzo físico. Cerró los ojos, luchando contra una oleada de náuseas. Casi estoy...
Al abrirlos, enfocó con dificultad la entrada a sus aposentos. Y allí, emergiendo de las sombras como una aparición que su mente agotada apenas podía procesar, estaba ella. Eve. De pie, inmóvil, esperando. La luz mortecina de una antorcha lejana esculpía su figura, revelando la palidez de su rostro, las ojeras profundas bajo unos ojos oscuros y enormes, abiertos por una preocupación tan intensa que casi le dolió físicamente a Snape. Alguien lo había esperado. Alguien se había preocupado por si volvía. Por un instante fugaz, más breve que el parpadeo de una luciérnaga, algo cálido y desconocido, profundamente ajeno a su existencia, brotó en el desierto de su pecho. Fue tan intenso como aterrador.
Pero la realidad, fría y cortante como el acero de una daga, cayó sobre él. La reunión con Voldemort, el Crucio, la peligrosa misión que ahora envolvía a Eve como una soga, y sobre todo, el error monumental, la debilidad imperdonable que había sido ese beso... Todo gritaba una única orden: ALEJARLA. La compasión, la conexión, eran veneno en su mundo. El frío, su viejo escudo, se apoderó de él con una ferocidad renovada.
Con un esfuerzo sobrehumano que le tensó cada músculo dolorido, se irguió, apartándose de la pared. Avanzó hacia ella con pasos que pretendían ser firmes pero que delataban una leve torpeza, una rigidez que hablaba de sufrimiento contenido. Su voz, cuando la encontró, era una hoja de hielo afilada, deliberadamente diseñada para cortar y alejar:
—No… —la palabra salió más ronca de lo que pretendía; aclaró la garganta con un sonido áspero— No deberías estar aquí, profesora Sanders. El uso formal del apellido fue el primer muro, levantado a toda prisa.
—¡Severus! —el alivio en su voz fue un suspiro palpable, un destello de vida que se apagó instantáneamente al ver su palidez cadavérica, la tensión dolorosa en su mandíbula, el abismo de frialdad en sus ojos negros. Sin pensar, impulsada por un instinto que venía de un lugar profundo de preocupación, dio un paso adelante, alargando una mano hacia su brazo—. ¿Estás...?
Él se retiró como si hubiera tocado fuego, un movimiento brusco que le provocó un espasmo de dolor que reprimió con fuerza.
—Señorita Riddle, —el cambio de apelativo fue un golpe bajo, un recordatorio cruel del peligro que su apellido representaba y del abismo que debía existir entre ellos— Será mejor que se vaya.— su tono era glacial, implacable. —La situación ya es lo suficientemente… enrevesada… —hizo una pausa infinitesimal, buscando la palabra más hiriente— …como para que usted añada su… sentimentalismo innecesario a la mezcla.— la miró directamente, sus ojos eran pozos oscuros e impenetrables. —Mañana, el profesor Dumbledore la ilustrará sobre lo que requiera saber. Ahora, márchese. —era una orden final, sin espacio para la réplica. —Puedo valerme por mí mismo.— la última frase sonó como un desafío, un intento desesperado por afirmar un control que sentía resquebrajarse.
Eve se quedó petrificada. Las horas de angustia, de imaginarse lo peor, de luchar contra la duda y la esperanza, se estrellaron contra el muro de su desprecio calculado. El dolor fue repentino y físico: un puñalazo helado bajo el esternón que le robó el aire. Abrió la boca, intentando formar una palabra, una pregunta, una protesta, pero solo encontró un vacío desolador. Un nudo enorme, ardiente y doloroso, le cerró la garganta, ahogando cualquier sonido. Sintió el calor repentino y humillante de las lágrimas presionando detrás de sus ojos, un velo acuoso que distorsionó su visión de su rostro impasible. No. No aquí. No delante de él. Bajó la cabeza con brusquedad, su largo cabello cayendo como una cortina de derrota para ocultar el temblor de su barbilla y las primeras lágrimas que traicioneramente surcaron sus mejillas. No hubo palabras. Solo un leve quejido ahogado, un sonido animal de dolor, escapó de sus labios antes de que diera media vuelta, torpe y desesperada, y se lanzara a correr por el pasillo. Sus pasos apresurados, resonando contra la piedra, fueron el único testimonio de su huida, su figura consumida rápidamente por la oscuridad voraz del corredor, dejando atrás un silencio aún más profundo y cargado.
Snape la vio desaparecer, la rigidez de su postura no cedió ni un milímetro. Permaneció inmóvil, como una estatua de dolor y determinación, hasta que el último eco de sus pasos se desvaneció en la nada. Solo entonces, cuando la certeza de su soledad fue absoluta, dejó escapar un jadeo largo y tembloroso. Una mano, temblorosa a pesar de su esfuerzo, se aferró al marco de piedra de su puerta. La había protegido. La había empujado fuera del camino de la tormenta que se avecinaba. Pero el sabor en su boca no era de alivio, sino de ceniza y una amargura profunda, tan punzante como el dolor residual del Crucio. Sabía, con una certeza que le heló el alma más que el frío del pasillo, que acababa de infligir una herida que tal vez nunca sanaría. "Era necesario," susurró el espía en el silencio de su mente, mientras la sombra de la serpiente y la imagen del rostro deshecho de Eve se fundían en una sola pesadilla. "Siempre es necesario." Con un último esfuerzo, empujó la pesada puerta y se adentró en la oscuridad acogedora y solitaria de sus aposentos, dejando el pasillo sumido en un silencio roto solo por el fantasma de unas lágrimas no vistas.