ID de la obra: 369

Un nuevo curso en Hogwarts

Het
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planificada Maxi, escritos 63 páginas, 10 capítulos
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Revelaciones

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El fin de semana descendió sobre Hogwarts como un manto pesado, teñido por la incertidumbre de las revelaciones nocturnas. En la fría penumbra de sus aposentos, Severus Snape yacía inmóvil sobre la cama, cada músculo protestando bajo el eco sordo de la maldición. El sueño, esquivo y superficial, no había sido un bálsamo, sino un interludio en el dolor. La rigidez se aferraba a sus huesos, un recordatorio tangible de la batalla librada en las sombras. Con un esfuerzo que le costó más de lo que estaba dispuesto a admitir, se obligó a incorporarse. La dosis calculada de analgésico y un baño de vapor apenas lograron disipar la niebla física; una inquietud más profunda, un zumbido en la sangre que atribuía sin dudar a la presencia de Eve, persistía como una sombra pegajosa. Antes que nada, antes incluso de enfrentar los estragos del día, debía ver a Dumbledore. Antes de que ella apareciera. La idea de encontrarla, especialmente bajo la mirada penetrante del director, le resultaba insoportable. El castillo, en las primeras luces del sábado, respiraba una calma engañosa. Los pasadizos de piedra resonaban con el vacío, solo perturbado por el susurro de su propia capa al arrastrarse con paso decidido hacia la Gárgola de Piedra. Caramelos de limón, murmuró, y la escalera de caracol se desplegó ante él, ascendiendo hacia el corazón del poder y los secretos. —Severus... — La voz de Albus Dumbledore, cargada de un alivio apenas velado, lo recibió antes de que traspasara completamente el umbral—. Te esperaba. Me inquietaba tu silencio tras la reunión. Snape entró, su figura oscura recortándose contra la luz matinal que bañaba el despacho lleno de artilugios. El aire olía a limón y pergamino antiguo, un contraste agudo con el hedor a muerte y miedo que aún le impregnaba las fosas nasales. —El momento se precipita, Albus — comenzó, su voz un hilo ronco pero firme, clavando sus ojos negros en los azules del anciano—. La reunión... fue significativa. Voldemort se nutre de cada ausencia que llenamos con miedo. Su fuerza crece, su séquito se multiplica. Los planes se desenvuelven con una claridad aterradora. Ya no busca meros enfrentamientos con Potter; anhela el instrumento definitivo. Quiere tu varita, Albus. La Varita de Saúco. Y ha elegido a Draco Malfoy como su instrumento de asesinato. Dumbledore no mostró sorpresa. Con una serenidad que siempre había exasperado a Snape, se levantó de su butaca y se acercó a la ventana, contemplando los terrenos bañados por un sol pálido e invernal. Su perfil, contra la luz, parecía esculpido en sabiduría y fatiga acumulada. —Era inevitable, Severus — asintió, su tono reflexivo, casi conversacional—. Que Voldemort deseara mi muerte era solo cuestión de tiempo. Si Draco... cuando Draco fracase, como es probable que ocurra, el Señor Tenebroso recurrirá a ti. Es la lógica implacable de su paranoia. Me queda poco, un año quizás... menos, probablemente. Tú mismo fuiste testigo de la maldición que contraje con el anillo de Gaunt. — Giró lentamente para enfrentar a Snape—. Cuando ese momento llegue, tú debes ser quien me quite la vida, Severus. Solo así, con ese acto supremo de traición a mis ojos y lealtad a los suyos, Voldemort te concederá su confianza absoluta. Es esencial para el plan. — Hizo una pausa, dejando que el peso de la orden se asentara en el aire gélido—. Y llegará el día, Severus, en que Harry Potter deba conocer una verdad. Pero debes esperar. Esperar hasta que Voldemort esté en su punto más vulnerable. Una arruga de confusión surcó la frente cetrina de Snape. —¿Qué verdad debe conocer Potter? ¿Más allá de la profecía? Dumbledore respiró hondo. —La noche en Godric's Hollow, cuando Lord Voldemort intentó matar a Harry y Lily se interpuso... la maldición rebotó. Pero al hacerlo, ocurrió algo inesperado, algo oscuro y profundo. Un fragmento del alma destrozada de Voldemort... se desgajó. Y al no tener un recipiente propio, se aferró a la única vida presente que pudo encontrar: la del bebé sobreviviente. Una parte de Voldemort vive dentro de Harry Potter. Esa es la fuente de su capacidad para hablar pársel, de las visiones que comparte con el Señor Tenebroso... esa conexión telepática que tanto nos ha servido y a la vez lo ha atormentado. El despacho pareció girar alrededor de Snape. La información, monstruosa en su implicación, resonó como un gong en su mente. Las piezas encajaban con un crujido siniestro. Lo que siempre había sido una sospecha vaga, una anomalía preocupante, adquiría ahora una dimensión horrenda. —Entonces... — La voz de Snape era apenas un susurro ronco, como si las palabras le arañaran la garganta—. Entonces, llegado el momento... ¿el chico debe morir? ¿Para destruir el fragmento de alma dentro de él? ¿Para destruir a Voldemort? — La revelación le abrió un abismo en el entendimiento. No era solo un sacrificio; era una ejecución calculada desde la cuna. —Sí, Severus — confirmó Dumbledore, sin apartar la mirada, su expresión grave pero imperturbable—. Harry debe morir. Y Voldemort debe ser su verdugo. Eso es esencial para la destrucción final del fragmento de alma que reside en Harry. Es la única manera. Un torrente de emociones contradictorias inundó a Snape: ira, desesperación, una renovada ola de dolor por Lily. —Lo ha mantenido con vida — acusó, la voz cargada de una amargura feroz—, lo ha criado, lo ha colocado en el camino del peligro una y otra vez... ¿solo para engordarlo como un cerdo para el matadero? ¿Para que muera cuando a usted le convenga? Dumbledore lo miró con una leve sorpresa, un destello de curiosidad en sus ojos azules. —No me digas, Severus, que después de todos estos años... ¿le has tomado algún afecto al muchacho? La pregunta, cargada de una ironía involuntaria, fue la chispa. Snape no respondió con palabras. En un movimiento brusco, casi violento, desenvainó su varita de las profundidades de su túnica. La alzó por encima de su cabeza con un gesto que era a la vez desafío y súplica, y con una voz quebrada pero llena de una fuerza ancestral, gritó: —¡Expecto Patronum! Un haz de luz plateada, pura y deslumbrante, estalló de la punta de la varita. Tomó forma, creció, se solidificó en el aire frío del despacho. No era un pájaro, ni un lobo, ni ningún otro animal común. Era una cierva. Majestuosa idéntica en cada detalle al Patronus que una vez había cobijado a Lily Evans. La criatura de luz danzó silenciosamente por la habitación, bañando las paredes en un resplandor etéreo, antes de disiparse como niebla bajo el sol. Era una declaración más elocuente que cualquier discurso. Era su corazón desgarrado, su lealtad eterna, su culpa y su redención, todo condensado en un solo acto de magia. Todo lo que había hecho, todo el peligro que había enfrentado, el odio que había soportado, había sido por ella. Por Lily. Para que su sacrificio no fuera en vano. Para proteger al hijo que tenía sus ojos. Esos ojos que ahora lo condenaban a presenciar el destino planeado para el niño. —Lily... — murmuró Dumbledore, su voz suave, teñida de una comprensión infinita y una tristeza antigua. La aparición del Patronus lo había golpeado con la fuerza de un recuerdo largo olvidado. —¿Después de todo este tiempo? Snape bajó la varita, su pecho subiendo y bajando con un ritmo acelerado. El resplandor plateado se reflejaba aún en sus ojos negros, profundos como pozos sin fondo. —Siempre — afirmó, la palabra saliendo como un juramento, un lamento, una verdad inmutable. —Siempre — repitió Dumbledore en un susurro. El peso de la lealtad de Snape, su dolor perpetuo, colgaba pesadamente en el aire. —Así que... — Snape tragó saliva, obligándose a volver al horror presente, al futuro que se cernía—. Llegado el momento, el chico debe morir. A manos de Voldemort. — Repitió la sentencia, necesitando oírla de nuevo, tal vez esperando, en vano, que hubiera algún error. —Sí, debe morir — confirmó Dumbledore, su voz recuperando su firmeza pragmática—. Y Voldemort ha de ser su verdugo. Esa parte es esencial, Severus. Absolutamente esencial. Una palidez cadavérica se extendió por el rostro de Snape, más intensa que la habitual. Las palabras del director no solo trazaban el futuro de Potter; excavaban en su propio pasado, desenterrando el dolor de la pérdida de Lily. Su recuerdo, siempre presente, pareció nublarse aún más, oscurecido por la monstruosidad del plan. Necesitaba aire. Necesitaba escapar de este despacho, de la mirada comprensiva de Dumbledore, del peso de lo revelado. Sin una palabra más, dio media vuelta y se dirigió hacia la escalera giratoria, sus pasos rígidos, su espalda una línea tensa de angustia contenida. —¡Severus! — La voz de Dumbledore lo detuvo en el borde mismo de la salida. Snape se inmovilizó, pero no se volvió—. ¿Qué sabe el Señor Tenebroso de la señorita Riddle? — La pregunta era directa, urgente—. Ella es nuestro as en la manga, Severus. No podemos permitirnos olvidarlo. Tú no puedes permitírtelo. Snape se volvió lentamente, solo lo suficiente para que Dumbledore viera el perfil de su rostro, endurecido por una mezcla de odio y algo más... ¿culpa? —¿Otra pieza en el tablero, Albus? — preguntó, su tono gélido—. Voldemort cree que posee el don de la premonición. Un don crudo, peligroso, pero valioso. Fui yo quien le sugirió que podría utilizarla. Que podríamos... manipular sus visiones, moldearlas para que sirvieran a sus propósitos. Para que crea que ve lo que él desea que vea.  Dumbledore asintió, un gesto calculado. —Es bueno saberlo. Si Voldemort llegara a dudar de tu lealtad, si perdieras tu posición... Eve y su conexión con su padre serían nuestra única ventana a sus planes. Es imperativo que ella aprenda a controlar sus visiones, Severus. A dominar ese poder y, lo que es más crucial, a soportar sus efectos sin desmoronarse. De ti depende su entrenamiento. Su preparación. —Albus, no... — comenzó Snape, una negativa instintiva brotando de su garganta. La idea de estar cerca de ella, de sumergirse en su mente después de lo ocurrido, le provocaba náuseas. —Severus. — La interrupción de Dumbledore fue cortante como una hoja, sin espacio para la discusión—. Es necesario. La seguridad de todos, el éxito de todo esto, depende de ello. No es una petición. Es una orden. Snape cerró los ojos por un instante. En el fondo de su alma atormentada, sabía que el viejo tenía razón. Su propia turbación, la peligrosa atracción que sentía hacia Eve, no podía nublar su juicio, no podía poner en riesgo la misión. Lo que Dumbledore pedía era lógico, estratégico. Mortalmente necesario. Y si cumplirlo significaba endurecer su corazón, erigir muros aún más altos, ser frío, distante, implacablemente cruel si era preciso... lo haría. Lo ocurrido la noche anterior había sido un error catastrófico, un momento de debilidad inaceptable. Debía ser enterrado, olvidado. Su importancia palidecía ante la oscuridad que se avecinaba. Asintió con la cabeza, un movimiento brusco y seco. En ese preciso instante, el chirrido de la escalera giratoria ascendiendo interrumpió la tensión del despacho. Unos pasos rápidos, ligeros pero desequilibrados, resonaron en la plataforma. La puerta se abrió de golpe y Eve Riddle irrumpió, sin aliento, su rostro pálido y marcado. —Albus, discúlpeme que me presente sin avisar, pero dadas las circunstancias, yo... — Su voz se quebró al instante. Sus ojos, normalmente vivaces y desafiantes, estaban enrojecidos, ligeramente hinchados, con profundas ojeras que hablaban de una noche sin descanso o llena de lágrimas. La sorpresa, seguida de un pánico instantáneo, la paralizó al ver a Snape. Su mirada se encontró con la suya, un choque eléctrico y doloroso que duró apenas un segundo antes de que Eve desviara los ojos con brusquedad, como si la vista de él le quemara. —Lo siento, no pensé... — tartamudeó, quedándose sin palabras, su postura encogida, vulnerable. —No pensó... en anunciarse, señorita Riddle — dijo Snape, recuperando instantáneamente su máscara. Su voz fue un látigo frío, su expresión un muro impenetrable de desdén. Se puso a la defensiva, usando la ira como escudo contra la turbación que la sola visión de ella le provocaba. —Pase, Eve, no debe disculparse — intervino Dumbledore con suavidad, intentando disipar la hostilidad palpable que Snape había inyectado en la habitación—. La estaba esperando. Su presencia es oportuna. —Si me disculpan — dijo Snape, aprovechando la distracción para dirigirse de nuevo a la puerta, su escape ahora doblemente necesario. —¡Severus! — Dumbledore lo detuvo una vez más, esta vez con un tono que exigía atención—. Ten presente lo que hemos hablado. Cada palabra. Ahora pondré al corriente a la señorita Riddle de lo que necesite saber. Snape no se giró. Permaneció de espaldas, una silueta rígida contra la luz de la escalera. Asintió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza, un gesto de aquiescencia forzada. Luego, sin otra palabra, descendió por la escalera giratoria, desapareciendo de la vista, dejando atrás un silencio cargado y la incómoda presencia de Eve frente a Dumbledore. Eve se quedó inmóvil en el centro del despacho, sintiendo el vacío que Snape había dejado y el peso de la mirada de Dumbledore. El director, con su habitual calma, comenzó a explicar la situación general, la creciente amenaza, la necesidad de vigilancia. Eve asentía, aparentemente comprensiva, pero su mente aguda detectaba las lagunas, las omisiones deliberadas. Albus no mencionó el destino planeado para Harry. No habló de la maldición que lo consumía. Y sobre todo, no reveló los verdaderos lazos que ataban a Snape a este juego mortal, ni la razón última de su obediencia casi fanática. La historia era incompleta, un rompecabezas al que le faltaban piezas cruciales. —Albus — se atrevió a preguntar, su voz más firme ahora, aunque aún temblorosa—, ¿qué es lo que usted y el profesor Snape ocultan? Hay... vacíos. Cosas que no encajan. Una sonrisa triste, llena de una antigua pena, se dibujó en los labios de Dumbledore.  —Eres perspicaz, Eve, como siempre. Pero debes entender que hay verdades cuyo momento de revelación aún no ha llegado, y otras cuyo peso no me corresponde a mí llevar. Hay caminos que deben recorrerse a ciegas, confiando en que la luz llegará al final. Cuando llegue el momento, comprenderás. Todo encajará. — hizo una pausa, su mirada azul perforando la niebla de dudas de Eve—. Eve, si la lealtad de Severus llegara a ser descubierta... si él cayera... la responsabilidad última de acabar con Voldemort recaería sobre ti y sobre Harry. Tu mente, tu control sobre tus dones... son nuestra última línea de defensa. Debes continuar tus clases con Severus. Debes dominar lo que hay dentro de ti. —Lo comprendo — murmuró Eve, bajando la cabeza. La orden resonaba como una condena. Clases con Snape. Ahora, después de todo. —Mantente en tu sitio, Eve — añadió Dumbledore, su voz adquirió una seriedad absoluta—. Por tu bien, y por el de todos. De lo contrario... las aguas se volverán mucho más turbulentas y peligrosas. Eve asintió. Las palabras "mantenerse en su sitio" resonaron en su mente con ecos ambiguos y aterradores. ¿Significaba eso mantener la fachada de la profesora distante, intercambiar frases cortantes y venenosas con Snape solo para demostrarle (¿o demostrarse a sí misma?) que no le afectaba? ¿O significaba algo más profundo, más desesperado? ¿Mantenerse físicamente lejos para no sucumbir al impulso de tocarlo, de gritarle, de hundirse en él? ¿Significaba estrangular cada latido rebelde de su corazón, extinguir cada chispa de atracción que amenazaba con convertirse en incendio? "Mantenerse en su sitio" sonaba a una sentencia de aislamiento emocional, una batalla perpetua contra sus propios instintos. Una batalla que, en el silencio de su mente, ya sentía perdida. Tras la agotadora confrontación en el despacho de Dumbledore, Severus Snape decidió que la única salvación posible era la huida. Los planes del Señor Tenebroso, recién revelados, eran a largo plazo; no habría movimientos este fin de semana. Necesitaba distancia. Necesitaba las paredes desnudas y el silencio sepulcral de su casa en Spinner 's End. Allí, entre los fantasmas de su pasado y el olor a polvo y pociones rancias, intentaría enterrar los acontecimientos de la última semana. Enterrar el calor de sus labios, el susurro de su nombre en la oscuridad, la vulnerabilidad que había mostrado y la que había visto en ella. Lo enterraría muy al fondo, bajo capas de hielo y desprecio, aunque el esfuerzo le destrozara el pecho por dentro. El recuerdo de Lily, ahora mancillado por la sombra de otra mujer y por el destino sangriento del hijo que protegía, sería su único faro, su única justificación en la oscuridad que se avecinaba. Todo lo demás era debilidad. Y la debilidad, en su mundo, equivalía a la muerte.
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