ID de la obra: 369

Un nuevo curso en Hogwarts

Het
R
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5
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planificada Maxi, escritos 137 páginas, 65.874 palabras, 22 capítulos
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Visitas inesperadas

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La lluvia, incansable desde el viernes, golpeaba los cristales de la humilde casa de Spinner's End con la persistencia de un martilleo sordo. Dentro, el aire olía a papel viejo, humedad rezumante y a una soledad que Severus Snape cultivaba como una planta venenosa. El Profeta del domingo yacía abierto sobre sus rodillas, pero las palabras bailaban sin sentido ante sus ojos. Su mente, un caldero de recuerdos amargos y planes intrincados, vagaba por senderos peligrosos, evitando con obstinación un rostro en particular: el de Eve Riddle. La intrusión de unos golpes rápidos, insistentes, casi violentos, contra la puerta de entrada, le hizo tensar los músculos. ¿Quién demonios... a esta hora? No esperaba visitas; su círculo se reducía a la obligación y la desconfianza. Nadie venía sin avisar, ni nadie deseaba su compañía. Con movimientos fluidos pero cargados de cautela, se levantó. La madera crujió bajo sus pies. Al abrir la puerta, una ráfaga de aire húmedo y frío lo golpeó, mezclada con el aroma de la tormenta. Bajo un paraguas negro tan gastado como su propia capa, empapada y pegada a su figura, Eve Riddle estaba plantada en su umbral. Gotas de agua resbalaban por sus mejillas pálidas, y sus ojos oscuros, fijos en los suyos, brillaban con una determinación que hizo que algo se estremeciera dentro de él. —Profesor Snape —saludó ella, con una voz serena que contrastaba con su apariencia desastrosa. —Señorita Ri… Sanders —corrigió él al instante, por precaución. Sus ojos, negros como el carbón, escudriñaron la calle desierta con rapidez nerviosa. Bajó la voz a un susurro áspero—. No existe explicación alguna, convincente o no, que justifique su presencia imprudente en mi casa. Váyase. Ahora. Antes de que ojos indiscretos la vinculen a este lugar. —Sin darle tiempo a reaccionar, su mano enguantada salió como un rayo, agarrándola con fuerza del brazo a través de la manga mojada. La atrajo bruscamente hacia el débil resguardo del umbral, tan cerca que pudo ver cómo sus pupilas se dilataban levemente. El olor a lluvia en su cabello se mezcló con una fragancia tenue que le resultó vagamente familiar y perturbadora. Le susurró con una malicia calculada y las palabras silbando contra su oído—: Su estupidez alcanza cotas alarmantes, profesora. ¿Tan poco comprende la partida que jugamos? ¡Fuera! Eve no retrocedió. Ignoró la presión de sus dedos, que prometían magulladuras. Un escalofrío recorrió su espalda, pero su voz no tembló: —No pienso irme. La decisión de si alguien nos ve ahora mismo... depende enteramente de usted. —Mantuvo su mirada, desafiante, la sangre fría como un escudo. Snape la escrutó como si pudiera desarmarla con la mirada. Maldiciones silenciosas, antiguas y nuevas, bulleron en su mente. Con un gruñido ahogado, tiró de su brazo con fuerza bruta, arrastrándola hacia el interior del estrecho pasillo. La puerta se cerró de un portazo que resonó en la pequeña casa, aislando el estruendo de la lluvia. El ambiente dentro era aún más opresivo. —De acuerdo, señorita Riddle —escupió él, soltando su brazo como si quemara—. A pesar de su insensatez que raya en el suicidio, debo reconocer... cierta osadía. Un valor temerario, estúpido, pero valor al fin. Ya ha logrado su objetivo de poner en riesgo mi posición y su propia vida. Ahora, no me haga perder un segundo más de mi escaso tiempo. ¿Qué demonios quiere? Ella se frotó el brazo donde sus dedos habían dejado su marca, respirando hondo. La necesidad de aclaración era urgente, pero las palabras se atascaban. ¿Cómo abordar la niebla de dudas sin mencionar aquella noche, aquel beso precipitado que ahora colgaba entre ellos como una espada? ¿Cómo exigir respuestas sin revelar su propia vulnerabilidad? —Quiero aclarar las cosas —dijo finalmente, tratando de mantener la firmeza—. Estamos atrapados en esta... alianza forzosa, Snape. Si hemos de soportarnos mutuamente, exijo un mínimo de respeto. No toleraré más desprecios. Un esbozo de sonrisa cruel se dibujó en los labios delgados de Snape. —¿Ha cruzado media Londres bajo un diluvio, desafiando toda precaución... para reprenderme? La creía más astuta, señorita Riddle. Su inteligencia parece nublada por... impulsos poco juiciosos. —La mirada penetrante de Snape parecía ver a través de ella, directamente al recuerdo que tanto la atormentaba. Eve sintió el calor subirle a las mejillas. Él lo sabe. Lo está usando. La rabia y la vergüenza se mezclaron. Necesitaba recuperar el control. Necesitaba saberlo todo. Qué secretos guardaba Snape que Dumbledore solo insinuaba. Qué papel jugaba realmente él. Hasta dónde podía confiar sin que su propia vida, y quizás su alma, dependieran de una apuesta ciega. La incertidumbre era una serpiente que le roía la mente. Decidió lanzar el anzuelo más profundo. —¿Qué parte de todo esto desconozco? —preguntó, su voz adquirió una dureza metálica—. ¿Qué es lo que realmente esconden usted y Dumbledore? ¿Por qué? ¿A qué banda sirve realmente, profesor Snape? La expresión de Snape se congeló. Los ojos negros se volvieron gélidos, impenetrables. —Sabe perfectamente cuál es mi respuesta a ese tipo de preguntas —replicó él, cada palabra cortante como un cuchillo. —Estoy demasiado metida en este fango como para que no sea de mi incumbencia —replicó ella, con una ironía amarga que le quemaba la garganta. —¡Márchese! —La orden fue tajante, un latigazo en el aire cargado. Ella se plantó como una estatua. No se movería. El silencio se hizo denso, roto solo por el repiqueteo constante de la lluvia y el crujido de la madera vieja de la casa. Fue entonces cuando una voz aguda, estridente, cargada de histeria y desconfianza, atravesó la puerta, clara como una campana a pesar del agua: —¡Cissi, no puedes hacer esto! ¡Es un error! ¡No puedes confiar en él! Snape se quedó rígido. Reconoció esa voz al instante: Bellatrix Lestrange. Un relámpago de algo parecido al pánico genuino cruzó sus ojos negros, tan fugaz que Eve casi dudó de haberlo visto. Pero estaba allí. Miedo. Era la primera vez que lo veía en el rostro impasible de Severus Snape. —El Señor Tenebroso confía en él —respondió otra voz, más contenida pero no menos tensa: Narcisa Malfoy. —¡El Señor Tenebroso se equivoca! —gritó Bellatrix, su voz más cercana ahora. Snape se movió con la rapidez de una serpiente. Sin mediar palabra, agarró a Eve del brazo de nuevo, pero esta vez fue un gesto de urgencia, no de agresión. La miró directamente a los ojos, y en ellos Eve leyó una orden silenciosa pero imperativa: Silencio. Peligro mortal. La condujo a empujones por el pasillo hacia una pequeña sala atestada de libros polvorientos. Con un movimiento rápido, tiró de un lomo de libro aparentemente común – Hierbas y Hongos Venenosos de los Pantanos del Norte. Con un suave chirrido, una sección de la estantería cedió, revelando un estrecho compartimento oscuro. Un gesto brusco de Snape la empujó hacia el interior. Eve apenas tuvo tiempo de asimilar el espacio reducido y el olor a moho antes de que el libro volviera a su lugar, sumiéndola en una oscuridad casi absoluta. Solo un fino rayo de luz se filtraba por una rendija casi imperceptible. En ese mismo instante, llamaron a la puerta principal. Un golpe autoritario. Snape cerró los ojos, respiró hondo. Visualizó un muro de hielo en su mente, enterrando todo rastro de emoción, de duda, del miedo momentáneo. Cuando los abrió, su rostro era una máscara de fría impasibilidad. Su expresión habitual de desdén y aburrimiento. Con paso firme, regresó a la entrada y abrió la puerta. Frente a él, empapadas y con miradas diametralmente opuestas, estaban Bellatrix Lestrange, su pelo negro enmarañado y sus ojos desorbitados brillando con sospecha, y Narcisa Malfoy, pálida como la cera, sus finos rasgos marcados por una angustia profunda. —Severus —murmuró Narcisa, con sus manos retorciéndose—. Sé que no debería estar aquí... El Señor Tenebroso me lo prohibió expresamente... —Si el Señor Tenebroso lo ha prohibido, Narcisa —interrumpió Snape con su tono más seco y pedagógico, el de profesor descontento—, entonces no deberías hablar. Es simple lógica. —Mientras hablaba, su mirada periférica siguió a Bellatrix, que ya merodeaba por el minúsculo recibidor, sus dedos sucios rozando los lomos de los libros de la estantería cercana al escondite de Eve. Un nuevo pellizco de alarma le recorrió la espina dorsal—. Deja eso, Bella —ordenó, con un deje de fastidio, como si hablara con un niño pequeño—. No debemos tocar lo que no es nuestro. Bellatrix giró la cabeza hacia él con un movimiento brusco, sus ojos inyectados de rabia y desconfianza. Parecía a punto de estallar. —Estoy al tanto de tu situación, Narcisa —continuó Snape, reconduciendo la conversación con calma glacial, aunque cada segundo que Bellatrix estaba cerca del escondrijo era una eternidad—. Intuyo lo que deseas. Y el precio que conlleva. —¡Cissi! —intervino Bellatrix, apartándose de la estantería pero sin dejar de clavar sus ojos en Snape—. ¡No le digas nada! ¡No puedes confiar en él! ¡Es un traidor! —¿Tu hermana duda de mi? —preguntó Snape, dirigiéndose a Narcisa pero con la mirada fija en Bellatrix, un destello de desafío en sus ojos negros—. Comprensible. He interpretado mi papel con tal maestría durante todos estos años que he logrado engañar al mago más grande de todos los tiempos... —Hizo una pausa calculada, dejando que la afirmación resonara—. Albus Dumbledore es un gran mago. Solo un necio cuestionaría su poder... o la dificultad de engañarlo. —La última frase iba claramente dirigida a Bellatrix. —Yo no dudo de ti, Severus —susurró Narcisa, con su voz cargada de desesperación—. Draco... Solo es un crío... —Es un honor —chilló Bellatrix, con un orgullo perverso—. ¡Un honor que el Señor Tenebroso haya elegido a Draco! ¡Debe cumplir! —No puedo cambiar la decisión del Señor Tenebroso —dijo Snape, con una aparente resignación que ocultaba un cálculo rápido—. Draco ha sido elegido, y debe intentar cumplir su misión... —Hizo otra pausa, midiendo el efecto de sus palabras en el rostro desencajado de Narcisa—. ...pero entra dentro de lo posible... que yo pudiera... ayudar a Draco. Vigilarlo. Protegerlo de... excesos. —¿Severus...? —La voz de Narcisa se quebró, llena de una esperanza frágil y dolorosa. —¡Júralo! —rugió Bellatrix, sacando su varita con un movimiento brusco y apuntándola directamente al pecho de Snape. Su risa era un cascabeleo loco—. ¡Pronuncia el Juramento Inquebrantable! ¡Demuéstralo, Snape! ¡Son solo palabras vanas...! —añadió con burla siniestra—. ...harás un gran esfuerzo, claro... fingirás preocupación... —Su voz se volvió un silbido venenoso—. Pero cuando llegue el momento... reptarás de nuevo hasta tu agujero. ¡Cobarde! Snape permaneció inmóvil, como tallado en piedra. Su mente trabajaba a toda velocidad. El Juramento. Un lazo de muerte. Romperlo significaba morir al instante. Pero negarse... significaba perder la confianza de Voldemort, la única que le permitía mantener su doble juego y proteger... lo que debía proteger. Y Eve estaba oyendo todo. Lo sabía. La justificación posterior sería un campo de minas. Pero no había elección. La frialdad era su única armadura. Lentamente, con una calma que contrastaba violentamente con la histeria de Bellatrix, habló: —Saca tu varita. —Su voz era plana, metálica. Bellatrix parpadeó, sorprendida por la rapidez de su aquiescencia. Narcisa respiró aliviada, una lágrima escapando por su mejilla. Extendió su mano temblorosa hacia Snape. Él la tomó con firmeza, sintiendo el hielo de su piel. Bellatrix, con un movimiento teatral de su varita, hizo brotar de la punta unos lazos de luz dorada y plateada, brillantes y letales, que envolvieron sus manos unidas. —¿Juras, Severus Snape —comenzó Bellatrix, su voz cargada de maligno triunfo—, vigilar a Draco Malfoy mientras realiza la tarea que el Señor Tenebroso le ha encomendado? —Lo juro —respondió Snape, sin vacilar. Las palabras resonaron en la habitación diminuta, pesadas como losas. —¿Juras, con todo tu poder, protegerlo de cualquier daño? —Lo juro. —Otra losa. Eve, en la oscuridad, contuvo la respiración, la varita apretada con fuerza en su mano sudorosa. —¿Y juras... —Bellatrix hizo una pausa dramática, saboreando el momento— ...en caso de que Draco fracase... que realizarás tú mismo la tarea que el Señor Tenebroso le encomendó? El silencio fue absoluto. Snape sintió el peso de los ojos de Narcisa, llenos de súplica, y los de Bellatrix, llenos de odio y expectación. En las sombras, Eve esperaba, cada músculo tenso. El lazo luminoso parecía apretar. —Lo juro —pronunció Snape, imperturbable, el sonido final cortando el aire como una guillotina. Los lazos brillaron con intensidad cegadora por un instante y luego se disolvieron, dejando una sensación de energía estática en el aire. Una risa baja, triunfante y cruel, brotó de los labios de Bellatrix. Ni siquiera el juramento más sagrado bastaba para limpiar su desconfianza. En el fondo, anhelaba verlo fallar, verlo morir estrangulado por su propia promesa. Sin una palabra más, como si la casa de Snape las contaminara, las dos hermanas se dieron la vuelta y desaparecieron en la noche lluviosa. Snape permaneció inmóvil un momento más, respirando lentamente, reconstruyendo sus defensas. Luego, con pasos silenciosos, regresó a la habitación de los libros. Tiró del lomo de Hierbas y Hongos Venenosos. La puerta oculta se abrió. Eve estaba allí, acurrucada contra la pared fría y húmeda. Se había levantado al oírlo, pero su postura era de animal acorralado. El miedo era palpable en sus ojos, enormes en la penumbra. Su varita, temblorosa, apuntaba directamente al centro de su pecho. —Aquí tiene —dijo Snape con un desprecio helado que pretendía ocultar su propia fatiga y la peligrosa exposición a la que ella lo había sometido—. Un buen puñado de respuestas a sus imprudentes preguntas, señorita Riddle. ¿Satisface su curiosidad malsana? —¡Cállese! —gritó ella, su voz quebrada por el pánico y la confusión. La varita no bajaba. Snape alzó una ceja con desdén, un gesto calculado para provocar. —¿También usted duda? ¿De verdad cree, con todo lo que acaba de presenciar, que le permitiría salir viva de aquí si hubiera algo que ocultarle a Dumbledore? —Su risa fue corta y amarga—. ¡No sea ingenua! Si quisiera su silencio, ya estaría muerta. Las palabras de Snape golpearon a Eve como un mazazo. Era lógico. Terriblemente lógico. Pero la imagen de él, jurando lealtad a Voldemort, jurando matar a Dumbledore si Draco fallaba... se incrustaba en su mente como una espina envenenada. Había jurado bajo pena de muerte. Su mente gritaba que era un traidor, que debía maldecirlo ahora, aquí mismo. Pero otra parte, más profunda, más instintiva, se aferraba a la confianza que Dumbledore depositaba en él. Y a algo más... algo que había sentido en sus propios labios esa noche. La contradicción la desgarraba. Lentamente, como si luchara contra una fuerza invisible, bajó la varita. Un temblor incontrolable la recorría. —Creo... —tragó saliva, tratando de dominar su voz— ...creo que es usted quien ahora me debe una explicación mínimamente convincente, Snape. —El temblor traicionaba su intento de firmeza. —No le debo nada —replicó él, con una frialdad absoluta. Dio media vuelta, negándole su rostro, su expresión—. Ni tengo el menor interés en convencerla de nada. Mi lealtad no se somete a su escrutinio. Eve levantó la varita de nuevo, un puro reflejo de rabia e impotencia. —Hágalo —dijo él, sin volverse, su espalda una línea rígida y desafiante—. Si eso satisface su sed de drama y simplifica su confusión, déselo. Pero sea consciente de las consecuencias. Para usted. Para el plan. Eve no se movió. La varita pesaba como plomo en su mano. El silencio volvió a llenar el pequeño espacio, roto solo por su respiración agitada y el distante repiqueteo de la lluvia. Finalmente, fue Snape quien lo rompió, con una pregunta inesperada, su voz más baja, casi pensativa: —¿Confía en Albus Dumbledore, señorita Riddle? Ella lo miró, sorprendida. La respuesta era instintiva, un pilar en su mundo en ruinas. —Sí —dijo, con firmeza recuperada. —Entonces —continuó él, aún de espaldas—, no haga más preguntas cuyas respuestas no está preparada para entender. Y márchese. Ahora. —Confío en Dumbledore, Snape —insistió ella, la rabia mezclándose con una desesperación confusa—. Pero no sé por qué él confía tanto en usted. ¿Qué le hizo merecerlo? Snape se giró lentamente. Sus ojos negros la atravesaron, pero esta vez, Eve creyó ver algo más allá del desdén y la furia. Un destello fugaz, profundo, de un dolor antiguo y corrosivo. Un dolor que conocía. —Eso, señorita Riddle —dijo, su voz apenas un susurro ronco—, es algo que nunca sabrá. Ahora, fuera. La orden final era inapelable. La puerta de la casa estaba abierta, la lluvia seguía cayendo. Eve sostuvo su mirada un segundo más, buscando en vano una grieta en su armadura. Solo encontró el muro de hielo. Bajó la varita definitivamente con la frustración y la confusión anudándose en su garganta. Cruzó la habitación sin decir nada, pasando junto a él sintiendo la tensión eléctrica en el aire. Salió a la noche húmeda y cerró la puerta tras de sí con un golpe seco que resonó en la calle vacía. Parte de sus preguntas habían recibido respuestas atroces, pero la más importante, la que envolvía su propia relación con él quedaba sepultada bajo capas de juramentos y peligros mayores. Las visitas de aquella noche no habían traído el olvido que Snape ansiaba. Al contrario. Cada minuto que pasaba, la imagen de Eve empapada y desafiante en su umbral, luego acurrucada y aterrorizada en el escondite, se incrustaba más profundamente en su mente. Justo cuando creía haberla arrinconado en el rincón más oscuro de su conciencia, ella irrumpía, física y emocionalmente, en su refugio más precario. No estaba dispuesto a confesarle nada. No a ella. Especialmente no a ella. Eve Riddle era un enigma peligroso. Era la hija del hombre que había destruido su vida. Era una amenaza constante para su misión. Pero también era la única persona en años que lograba, aunque fuera momentáneamente, nublar el recuerdo omnipresente de Lily con la fuerza bruta de su presencia. Cada vez que su mente vagaba hacia los ojos de Eve, la forma de su boca, la obstinación en su carácter, una oleada de culpa lo ahogaba. Era una traición. Una traición a la memoria de Lily, a todo el dolor y la expiación que habían guiado sus pasos desde aquella noche en Godric's Hollow. A todo lo que había hecho para que la muerte de Lily no fuera en vano. El beso... ese maldito, impulsivo beso en un momento de tensión insoportable... lo perseguía. Trataba de reducirlo a un error, un desliz sin significado, un arrebato de dos almas atormentadas. Pero el recuerdo del contacto, la sorpresa en los ojos de Eve, la confusión que había desatado en su propio interior... negarlo era mentirse a sí mismo. Negaba el deseo confuso, prohibido y repulsivo que a veces sentía brotar en su pecho, un deseo que lo aterraba tanto como la mirada de Voldemort. Dumbledore lo había presionado para que hablara con Eve, para que la guiara, para que le diera certezas. Pero Snape no podía permitir que Eve viera lo mejor de él, si es que quedaba algo bueno. No después de aquella noche. No después del beso. No podía darle ese poder. No podía arriesgarse a que ella viera algo que ni siquiera él quería reconocer. Bien entrada la madrugada, Eve llegó a las puertas de Hogwarts. La tormenta había amainado, dejando un cielo plomizo y un silencio húmedo y pesado sobre los terrenos del castillo. La oscuridad dentro era absoluta, los pasillos desiertos resonaban con el eco de sus propios pasos. Su mente era un torbellino. Las palabras del Juramento Inquebrantable resonaban como un tambor siniestro: "...realizarás tú mismo la tarea...". La imagen del miedo genuino, fugaz pero real, en los ojos de Snape cuando oyó a Bellatrix. La frialdad con la que había jurado. La pregunta final: "¿Confía en Dumbledore?". ¿Cómo podía no haberlo maldecido? ¿Era la lógica fría de sus palabras lo que la había detenido? ¿O era esa atracción inexplicable, prohibida y peligrosa que sentía hacia él, esa misma que nublaba su juicio y la hacía dudar de todo menos de la confianza que Dumbledore depositaba en el hombre más enigmático y potencialmente traicionero que conocía? Sentía la necesidad imperiosa de hablar con el director, de vomitarle todas sus dudas y temores. Pero antes, necesitaba ordenar el caos dentro de sí misma. Tal vez unas horas de sueño, si lograba vencer al insomnio, le darían claridad. Decidió que iría a ver a Dumbledore a primera hora de la mañana, antes de que el ajetreo de las clases comenzara. Necesitaba respuestas que solo él podría dar... o confirmar que estaba tan perdida como temía.
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