Control y confianza
12 de julio de 2025, 17:00
El amanecer filtrándose por las altas ventanas de la torre de Ravenclaw encontró a Eve Riddle ya despierta. No había sido una noche de descanso, sino un tira y afloja entre la inquietud y breves, perturbadores lapsos de sueño poblados por ojos negros penetrantes y juramentos de muerte susurrados en la oscuridad. Una pesadez de plomo se asentaba tras sus ojos, y un dolor sordo palpitaba en sus sienes. La angustia, compañera habitual desde su llegada a Hogwarts, se había enquistado más profundamente, dejando su huella no solo en las sombras violáceas bajo sus ojos, sino en la palidez cetrina de su piel y en una tensión permanente que anudaba sus hombros.
Con movimientos lentos, automáticos, se dirigió al baño. El agua fría de la ducha fue un alivio momentáneo, un intento de borrar la niebla de fatiga y pensamientos obsesivos. Ante el espejo empañado, observó su reflejo con desaliento. Las ojeras eran innegables. Un toque ligero de maquillaje las disimuló solo superficialmente; la sombra en su mirada, la inquietud que no lograba ocultar, permanecía. Hurgó en su armario sin entusiasmo, vistiéndose con ropas que se sentían como una armadura incómoda: su falda habitual y una blusa cualquiera. La normalidad era una farsa que apenas podía sostener.
Los pasillos de Hogwarts empezaban a cobrar vida con los primeros murmullos de estudiantes. El Gran Comedor aún estaba vacío; el desayuno oficial no había comenzado. Eve apretó el paso, su objetivo claro: el despacho de Dumbledore. Necesitaba respuestas, certezas, algo que anclara su mente en medio del torbellino. Antes de que pudiera articular la contraseña frente al grotesco guardián de piedra, una voz firme y conocida la detuvo.
—¡Buenos días, querida! —Minerva McGonagall emergió de una sombra del pasillo, sus gafas cuadradas reflejando la tenue luz matutina. Su mirada aguda escrutó a Eve de inmediato—. ¡Cielos! ¿Te encuentras bien, Eve? Pareces… agotada. —La preocupación era genuina en su tono.
Eve forzó una sonrisa que no llegó a sus ojos. —Buenos días, Minerva. Sí, solo… me costó conciliar el sueño. Los nervios por las clases, supongo… —mintió, desviando la mirada hacia el suelo de piedra.
McGonagall hizo un leve ruido comprensivo con la lengua. —Ah, eso me pasaba a mí también de joven, querida. La responsabilidad pesa. —Se acercó un paso, su expresión se volvió práctica—. Deberías pedirle a Severus una de sus pociones para dormir. Es un experto, y créeme, no se andará con preguntas indiscretas como lo haría el buen Horace. Te la preparará sin chistar.
Si supieras, Minerva, pensó Eve con amargura. Él es la raíz de este insomnio, no su remedio. —En eso mismo estaba pensando… —murmuró, casi para sí misma, la ironía retorciéndose en su estómago.
—¿Cómo dices? —preguntó McGonagall, inclinándose ligeramente al no captar bien sus palabras.
Eve alzó la vista, componiendo rápidamente su máscara. —Sí, que pienso que puede ser una buena idea —dijo, con una sonrisa forzada que no engañó a la astuta profesora.
McGonagall la observó un momento más, sus ojos entrecerrados captando la incomodidad que Eve intentaba ocultar. —Tiene un trato… difícil, ¿verdad? —preguntó con suavidad, pero sin rodeos.
Un calor repentino subió por el cuello de Eve hasta sus mejillas. Si Minerva pudiera ver el torrente de imágenes que asaltó su mente en ese instante – la proximidad de Snape en el pasillo, el susurro en su oído, el recuerdo abrasador de aquel beso – se escandalizaría. Ni siquiera ella misma podía explicarse la mezcla explosiva de odio, atracción y confusión que Snape despertaba en ella. La simple pregunta de McGonagall la dejó muda, atrapada en su propia turbación.
—¿Ibas a ver al director, querida? —McGonagall rompió el silencio incómodo, comprendiendo tácitamente que Eve no respondería. Quién no encuentra difícil a Severus Snape, pensó con resignación.
—¿Cómo? No, no… digo sí —balbuceó Eve, saliendo de su aturdimiento—. Sí, quería… comentarle un par de cosas sobre… las clases. Planificación. —La excusa sonó débil incluso para sus propios oídos.
—Pues eso tendrá que esperar, me temo —dijo McGonagall, con un deje de pesar—. Albus no estará en Hogwarts hasta esta tarde. Le requirieron en el Ministerio con urgencia. Si quieres, yo misma puedo ayudarte con lo que necesites…
—¡No! —La negativa fue más brusca de lo que pretendía. Eve moderó su tono—. Gracias, Minerva, pero no será necesario. No es nada urgente. Se lo comentaré al director más tarde.
—Como quieras. ¿Vienes a desayunar al Gran Comedor? Un poco de comida te sentará bien, te lo aseguro. —La mirada de McGonagall era innegablemente maternal.
—Oh, no… gracias, Minerva. Realmente no tengo hambre. —La idea de comida le revolvía el estómago, anudado por la ansiedad.
La profesora de Transformaciones cruzó los brazos y adoptó su expresión más severa, la que paralizaba a los alumnos más rebeldes. —Oh, desde luego que sí tienes hambre, señorita Sanders —dijo con firmeza—. Y no acepto un no por respuesta. Un desayuno decente es el primer paso para borrar ese cansancio de tu rostro. Vamos. —Hizo un gesto imperioso hacia las puertas del Gran Comedor.
Eve sabía que oponerse a Minerva McGonagall cuando adoptaba ese tono era una batalla perdida. Resignada, pero con un atisbo de gratitud por la preocupación, siguió a la profesora. Mientras caminaban, rezó silenciosamente para que Severus Snape no hiciera acto de presencia. Verlo ahora, antes de poder hablar con Dumbledore y con su confianza pendiendo de un hilo tan delgado, solo aumentaría su confusión hasta niveles insoportables. Recordó con un escalofrío lo cerca que había estado de maldecirlo en su propia casa la noche anterior, impulsada por la rabia y el miedo. Solo el frío cálculo de sus palabras – "¿De verdad cree que le hubiese permitido presenciar esto y aún seguiría con vida?" – y ese algo inexplicable dentro de ella la habían detenido.
Sus plegarias fueron escuchadas, al menos parcialmente. Severus Snape no apareció durante el desayuno. Eve comió mecánicamente, saboreando poco, solo para satisfacer la vigilante mirada de McGonagall. El té caliente le proporcionó un fugaz consuelo. Tan pronto como pudo, desapareció del Gran Comedor, dirigiéndose a su primera clase del día con un nudo de aprensión en el estómago.
La clase era con Gryffindor y Slytherin. Un cóctel explosivo en el mejor de los casos, y hoy, con el conocimiento del secreto de Draco Malfoy pesando sobre ella como una losa, prometía ser una prueba de fuego para su autocontrol. Al acercarse al aula, vio a Draco de lejos, parado en el pasillo cerca de la puerta. Parecía hinchado de una arrogancia aún mayor de lo habitual, pavoneándose frente a un grupo de compañeros de Slytherin que lo adulaban. Eve lo observó detenidamente. Ese chico, pensó con una frialdad que la sorprendió, cree que tiene el poder de matar. Un odio intenso, puro y desmesurado, brotó en su pecho al imaginarlo intentando asesinar a Dumbledore. La mirada cargada de ese odio no pasó desapercibida para alguien que la observaba desde la penumbra del otro extremo del pasillo.
—Buenos días, profesora Sanders— la voz, fría como el mármol de las paredes, la hizo saltar. Severus Snape emergió de las sombras como un fantasma de tinta, aproximándose con su paso sigiloso característico.
Eve desvió bruscamente su mirada de Draco y la clavó en el profesor que se acercaba. Sus ojos, oscuros e impenetrables, reflejaban solo una serena frialdad, pero Eve podía sentir la intensidad de su atención, como si leyera cada pensamiento turbulento que cruzaba su mente. Él se acercaba lentamente, calculando cada paso, mientras el corazón de Eve comenzaba a martillear contra sus costillas, acelerado por una mezcla de rabia, temor y esa maldita atracción que no podía extinguir.
—Teniendo en cuenta —comenzó Snape, con un tono que pretendía ser neutro pero rezumaba ironía— que su conferencia matutina con el director ha sido pospuesta… conferencia, debo añadir, cuyos temas no le incumben en absoluto… vengo a recordarle la importancia de mantener la calma y evitar cualquier… estupidez precipitada durante su próxima clase. —Hizo una pausa infinitesimal—. Especialmente con ciertos alumnos.
—¿Ahora me controla, Snape? —replicó Eve, tratando de ocultar el temblor que amenazaba con apoderarse de sus manos apretando su bolso con fuerza.
—Solo pretendía advertirla, profesora —dijo él, con una ligera inclinación de cabeza que podía interpretarse como burla o como formalidad vacía.
—Muy acertado, proviniendo de usted, profesor —respondió Eve, cargando las palabras de un sarcasmo cortante. Su mirada se desvió fugazmente hacia Draco antes de volver a Snape—. Recuerde bien su propia tarea si ese cierto alumno fracasa.
Una sonrisa minúscula, más una curvatura irónica de los labios que una expresión real, apareció en el rostro de Snape. Disminuyó la distancia que los separaba hasta quedar peligrosamente cerca, invadiendo su espacio personal. El aroma a hierbas secas, pergamino antiguo y algo más profundo, amaderado y personal, la envolvió. Eve contuvo la respiración. Él inclinó ligeramente la cabeza, acercando sus labios a su oído. Su aliento cálido rozó su piel cuando susurró, con una voz tan baja que fue casi un roce:
—Sigue viva, ¿no es así?
Fingiendo no haber dicho nada más que un saludo formal, Snape se enderezó de golpe, su expresión vuelta a la impasibilidad. Con un movimiento fluido de su capa que pareció tragarse la luz del pasillo, continuó su camino sin mirar atrás, dejando a Eve paralizada, con la piel de gallina y el corazón desbocado. El eco de ese susurro fue una afirmación escalofriante y una pregunta retórica a la vez, resonaba en su mente.
Tan pronto como Snape desapareció de la vista, un escalofrío violento lo recorrió a él. Una ráfaga de imágenes indeseadas invadió su mente: la sensación de su cuerpo contra el suyo en la oscuridad de su despacho, la sorpresa en sus ojos, la cálida presión de sus labios… Se ruborizó intensamente, la reacción física traicionándole antes de que pudiera reprimirla. ¿En qué demonios estaba pensando? Esos acercamientos, esas invasiones calculadas de su espacio, eran precisamente lo que debía evitar. Aunque fueran solo para provocarla, para desestabilizarla y mantener el control, jugaban con fuego. Un fuego que amenazaba con consumir su propia contención.
Eve, aún aturdida, intentaba procesar la interacción. ¿Era Snape completamente inconsciente del efecto que sus susurros, su proximidad, tenían en ella? ¿O lo sabía perfectamente y lo usaba como otra arma? Su presencia física le dolía, una opresión en el pecho. Sus palabras, afiladas o insinuantes, le cortaban. La falta de confianza, la constante sospecha, la agotaban. Pero lo que más la aterraba era lo mucho que la cautivaba. Lo mucho que la excitaba. Tanto que todos los argumentos racionales, todos los peligros evidentes, parecían desvanecerse frente al impulso primario que despertaba en ella. Era una adicción peligrosa y autodestructiva.
La voz de tres estudiantes conocidos la sacó bruscamente de sus pensamientos:
—¡Buenos días, profesora Sanders! —Harry, Ron y Hermione pasaron frente a ella de camino al aula, casi al unísono, con sonrisas amables que contrastaban con su turbación.
La clase estaba a punto de empezar, y lo único en lo que podía pensar era en mantener un férreo control sobre sus emociones. Sabía que no sería fácil. El mal presentimiento se confirmó incluso antes de cruzar el umbral del aula. Las voces airadas llegaban claramente desde dentro.
—¿Qué pasa, Potter? ¿Aún te tiemblan las piernas después del susto en el partido? —La voz burlona y aguda de Draco Malfoy cortaba el aire.
—Sé que tuviste algo que ver —replicó Harry, con un ceño fruncido y puños apretados. La rabia palpitaba en su voz—. Y sé quién te ayudó.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Correr a llorarle a tu profesora favorita? ¿A esa asquerosa sangre sucia? —Draco escupió las palabras con desprecio.
Sangre sucia. Las palabras resonaron en Eve como un latigazo. Recordó la amenaza velada de Voldemort, la misión del chico. El odio que había sentido en el pasillo volvió con fuerza redoblada.
—Me las vas a pagar, Malfoy —dijo Harry, sacando su varita con un movimiento rápido y apuntándola directamente al pecho de Draco.
—Te estoy esperando, Potter —Draco sonrió, desafiante, también desenvainando su varita, aunque con más teatralidad que verdadera intención de pelear… por ahora.
Eve irrumpió en el aula con paso firme, su voz resonando con una autoridad que no sentía por dentro:
—¡YA BASTA! ¡Separados! ¡Ahora mismo!
Draco giró lentamente hacia ella, una sonrisa desagradable estirando sus labios. —Profesora Sanders, siempre tan oportuna. —Su tono era de falsa cortesía—. No tendrás tanta suerte la próxima vez, Potter. —Luego posó sus ojos fríos en Eve—. Ni usted tampoco, profesora.
La amenaza era clara. Eve sintió la rabia hervir en sus venas, mezclada con un odio intenso hacia el muchacho que representaba todo lo que su padre había destruido, y con una impotencia paralizante. Sabía lo que Draco pretendía hacer, sabía la oscuridad que llevaba dentro, y no podía hacer nada. Intentó mantener una expresión impasible, de profesora al mando, pero el recuerdo de la conversación en la casa de Snape, del Juramento Inquebrantable, nubló su juicio por un instante. Estuvo a punto de abrir la boca, de decir algo irrevocable, de dejar escapar su conocimiento…
—¡ES SUFICIENTE! —Una voz fría como el hielo, cortante como una navaja, resonó desde la puerta. El silencio cayó de golpe sobre el aula.
Severus Snape estaba de pie en el umbral, su figura negra recortada contra la luz del pasillo. Su expresión era una máscara de furia contenida y autoridad absoluta. Todos los ojos se volvieron hacia él.
—Señor Potter —dijo Snape, avanzando lentamente hacia el centro del aula, su mirada clavada en Harry como un puñal—. Su arrogancia, su tendencia a buscar pleitos y su absoluta falta de respeto por la autoridad en este colegio le han costado… cincuenta puntos a Gryffindor. —Un murmullo de indignación recorrió los bancos rojos y dorados—. Y si de mí dependiera, estaría recogiendo sus cosas para abandonar Hogwarts esta misma tarde. —Hizo una pausa dramática, luego giró hacia Draco, que había adoptado una expresión de falsa inocencia—. Señor Malfoy. A mi despacho. ¡Ahora!
Snape se dio media vuelta y salió del aula sin mirar atrás, seguro de que Draco lo seguiría. El muchacho Slytherin lanzó una última mirada triunfal a Harry antes de apresurarse tras su jefe de casa, una sonrisa de satisfacción ensanchándose en su rostro.
El camino hacia su despacho transcurrió en silencio. Snape caminaba rápido, su capa ondeando tras él como las alas de un cuervo enfurecido. No miró a Draco ni una sola vez. El muchacho, inicialmente eufórico por la humillación de Potter y la llamada de atención de Snape – que interpretó como un respaldo tácito –, empezó a sentirse incómodo ante el frío silencio y la ira palpable que emanaban del profesor. Llegaron al despacho de Snape, con un golpe seco de varita, la puerta se abrió de par en par. Snape entró y, con otro gesto brusco, hizo que Draco entrara antes de cerrarla con un portazo. Sin mediar palabra, señaló una silla dura frente al escritorio con un movimiento brusco de cabeza.
Draco se sentó, tratando de mantener su aire de superioridad, pero una sombra de duda cruzó sus ojos. Snape se acercó lentamente, hasta quedar de pie sobre él, su figura imponente proyectando una sombra amenazadora.
—Eres un inútil, Draco —escupió Snape, su voz un susurro cargado de veneno.
Draco palideció. —¿Qué? Yo solo…
—¿Qué pretendías con ese espectáculo patético? —lo interrumpió Snape, inclinándose ligeramente, invadiendo su espacio—. ¿Provocar a Potter? ¿Insultar a una profesora delante de toda la clase? ¿Eso es lo que entiendes por cumplir tu importante tarea? —El sarcasmo en "importante" era mordaz.
—Ese Potter me las va a pagar —gruñó Draco, recuperando algo de su arrogancia—. ¡Y esa asquerosa sangre sucia…!
—¡CÁLLATE! —El grito de Snape hizo temblar los frascos de las estanterías. Draco se encogió en la silla—. Ni Potter ni la profesora Sanders son relevantes para tus planes, ¿queda claro? —Snape casi escupió las palabras—. Sabes cuál es tu papel en esta historia, Draco. Un papel que requiere discreción, inteligencia y control. No estupidez adolescente y arrogancia de niño mimado. —Hizo una pausa, conteniendo su furia—. Puedo ayudarte. Pero solo si dejas de comportarte como un imbécil que cree que el mundo gira a su alrededor. Cada estupidez que cometes acerca tu fracaso… y sus consecuencias.
Draco se irguió, el miedo cediendo paso al orgullo herido y al resentimiento. —¡No necesito su ayuda! —replicó, con un desafío temerario—. Él me eligió a mí. ¡Yo sé cuál es mi tarea! ¡Yo puedo hacerlo!
Snape lo miró con desprecio absoluto durante un largo segundo. El muchacho no entendía nada. No entendía el peligro, la complejidad, el peso de lo que se le había encomendado. Solo veía gloria y la aprobación de su padre y su amo.
—¡Pues limítate a ello! —rugió Snape, tajante, con una frialdad final que cortó como una guillotina—. ¡Y deja de ponerlo todo en riesgo con tu idiotez! ¡Fuera de mi vista!
Se apartó bruscamente, dejando el camino a la puerta completamente libre. Draco, pálido pero con los ojos brillando de rabia y humillación, se levantó de un salto y salió del despacho sin mirar atrás, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria. Snape cerró los ojos, respirando hondo, tratando de dominar la furia que aún le quemaba las entrañas. La arrogancia de Lucius, multiplicada por la estupidez juvenil. Un cóctel mortal.
Finalmente, las clases terminaron. Eve salió de su pequeño despacho adjunto al aula de Defensa Contra las Artes Oscuras con los nervios aún más destrozados que por la mañana. Caminaba rápido, con la mirada clavada en las losas grises del suelo, su mente completamente ocupada en la inminente conversación con Dumbledore. Necesitaba respuestas, necesitaba certezas, necesitaba entender por qué el mundo seguía confiando en un hombre que había jurado matar. Al tomar el giro hacia el pasillo del águila de bronce, una figura alta y oscura surgió de un nicho sombrío. Eve chocó casi contra un pecho familiar, deteniéndose en seco con un jadeo ahogado. Snape estaba inmóvil, a escasos centímetros, bloqueándole el camino. Eve dio un paso atrás instintivamente, toda su tensión regresando en una ola.
—Veo que tiene prisa, profesora Sanders —dijo Snape, rompiendo el tenso silencio. Su voz era suave, casi un susurro, pero cargada de una ironía que hizo que Eve se erizara.
—Obvio, profesor Snape —respondió, tratando de mantener la voz firme mientras desviaba la mirada—. Si me disculpa… —Intentó esquivarlo.
Él no se movió. —Por supuesto —dijo, con un deje de falsa cortesía—. No debe hacer esperar al director. —La frase era una provocación. Una manera de recordarle que él sabía adónde iba y, probablemente, por qué.
El control que Snape parecía ejercer sobre sus movimientos, sus intenciones, su misma mente, la exasperó. —Espero que no le esté cogiendo gusto a esto de tenerme vigilada —dijo, con un filo en la voz—. Y… a propósito, profesor Snape —añadió, posando finalmente su mirada en sus ojos oscuros—, puedo arreglármelas perfectamente sola con los alumnos de este colegio. Especialmente con los de su casa. ¿Comprende? —La referencia al incidente con Draco y a su "ayuda" forzada era clara.
Una chispa de algo indescifrable cruzó los ojos de Snape por un instante. —No tengo la menor duda, profesora Sanders —respondió, su voz tan suave como peligrosa. Finalmente, se apartó a un lado con un movimiento fluido, concediéndole el paso.
Eve levantó la barbilla con un aire de falsa superioridad que no sentía y cruzó frente a él, sintiendo su mirada clavada en su espalda como un peso físico. Había dado solo dos pasos cuando su voz la detuvo de nuevo:
—Y… a propósito, profesora Sanders… —Snape hizo una pausa calculada—. …la estaré esperando. —Las palabras cayeron como piedras en un estanque tranquilo.
Eve se volvió bruscamente, pero Snape ya se alejaba con su paso silencioso, su capa ondeando tras él, desapareciendo en la penumbra del pasillo antes de que ella pudiera articular una respuesta o siquiera entender completamente el significado de la frase. ¿Esperándola? Maldijo a Snape en silencio, su superioridad, su control absoluto. ¿No era suficiente que invadiera sus pensamientos? ¿Ahora tenía que controlar sus movimientos, sus encuentros, sus esperas?
Llegó al guardián del despacho con el corazón aún acelerado. Pronunció la contraseña con voz algo temblorosa y subió por la escalera de caracol giratoria, sintiendo cómo cada paso la acercaba a respuestas que tal vez no quería oír, pero que necesitaba como el aire. La puerta se abrió sola ante ella.
—Buenas tardes, profesora —saludó Albus Dumbledore desde detrás de su escritorio. La luz del atardecer entraba por la ventana, iluminando su larga barba plateada y sus ojos azules, llenos de una calma que contrastaba con la agitación de Eve. El fénix Fawkes emitió un suave trino.
—Buenas tardes, director —respondió Eve, avanzando—. Necesito hablar con usted. Es urgente. —Su tono dejaba clara su preocupación.
—Sé a qué ha venido, Eve —dijo Dumbledore, haciendo un gesto para que se sentara frente a él. Su voz era amable pero firme—. Y también creo que usted intuye cuál será mi respuesta. —Hizo una pausa, observándola por encima de sus gafas de media luna—. No pienso recriminarle que fuera en busca de respuestas. Comprendo la necesidad. Pero asumió un riesgo considerable, para usted y para otros. Ahora sabe más de lo que quizás necesitaba saber, y ese conocimiento la compromete aún más profundamente, profesora.
—Albus, necesitaba… —comenzó Eve, desesperada por explicar la presión, la duda, el miedo.
—Lo sé, Eve —la interrumpió Dumbledore con suavidad, pero con firmeza—. Todo el mundo necesita respuestas. La oscuridad alimenta la incertidumbre, y la incertidumbre alimenta el miedo. —Sus ojos se posaron en su mano ennegrecida por la maldición del anillo, un recordatorio silencioso—. El plan de su padre es claro, y sí, efectivamente, ha ordenado a Draco Malfoy que me mate. —La crudeza de las palabras hizo que Eve contuviera el aliento—. Y sí, fui yo mismo quien pidió a Severus que, llegado el momento, fuera él quien llevara a cabo el acto si Draco… no puede, o no debe. —Dumbledore sostuvo la mirada de Eve—. Draco es muy joven, Eve. Todavía puede elegir un camino diferente. A mí… —levantó su mano dañada ligeramente— …me queda poco tiempo. La maldición es implacable. Mi muerte, cuando llegue, debe servir a un propósito mayor.
—Pero Albus… —la voz de Eve era un hilo de terror— …Snape lo juró. Pronunció el Juramento Inquebrantable… ante Bellatrix… —El recuerdo de las palabras rituales, de la luz envolviendo sus manos, la estremeció—. Si Draco fracasa, él tiene que… ¡Matarte! ¡Y si no lo hace, morirá! —Era una trampa mortal de la que no veía salida.
—Era necesario —dijo Dumbledore simplemente, con una calma que rayaba en lo sobrehumano.
—¿Por qué? —estalló Eve, la frustración y el miedo rompiendo su compostura—. ¿Por qué confía tanto en él? ¿Cómo puede estar tan seguro de que no está jugando a dos bandas? Si llegado el momento… él… realmente… —No podía terminar la frase. La imagen de Snape cumpliendo la orden la horrorizaba—. ¡No lo entiendo, Albus! ¡No puedo!
Dumbledore cerró los ojos por un momento. Un suspiro profundo, cargado de un peso inmenso, escapó de sus labios. Cuando los abrió, su mirada se había vuelto lejana, como si viera a través del tiempo. Un recuerdo muy concreto, una promesa hecha en medio del dolor más profundo, acudió a su mente. Vio la pequeña habitación en la Cabeza de Puerco, años atrás, a un Snape destrozado, de rodillas…
—¡Por favor! —La voz de Severus Snape era un grito desgarrado, ahogado por los sollozos. Los ojos negros, siempre tan controlados, estaban desesperados, llenos de un dolor que traspasaba el alma. —Esconda… Escondalos a todos… por favor… —Snape apenas podía articular las palabras, el peso de su culpa lo aplastaba.
—¿Qué me darás a cambio, Severus?— preguntó Dumbledore.
Snape alzó la vista, sus ojos inundados pero repentinamente claros, fijos en los de Dumbledore con una intensidad feroz.
“—¡Lo que usted quiera! —fue el grito silencioso, la promesa absoluta.
El recuerdo se nublo dando paso a uno más reciente pero igualmente lejano, en el mismo lugar, tras la muerte de Lily y James.
—¡Solo quiero que lo sepa! —gimió Snape, derrumbado de nuevo.— ¡Lo único que me importaba era ella! ¡Solo quería que estuviera a salvo! ¡Y ahora…!
—Lily y James confiaron en la persona equivocada, Severus —dijo Dumbledore, su voz un bálsamo en la tormenta— Igual que tú confiaste en el poder equivocado. Pero el chico… Harry… ha sobrevivido.”
—¡No necesita protección! —replicó Snape con amargura, levantando la cabeza—. ¡El Señor Tenebroso se ha ido!
—El Señor Tenebroso volverá —afirmó Dumbledore con certeza absoluta—. Y cuando lo haga, Harry Potter correrá un peligro mortal. —Hizo una pausa, sus ojos azules perforando los de Snape—. Tiene los ojos de su madre, Severus. Si realmente la amabas… si tu dolor es genuino…”
Snape se irguió bruscamente, el dolor transformándose en una determinación feroz. Su mirada era desesperada, exigente.
—¡Deme su palabra, Dumbledore! —exigió, su voz ronca pero firme—.
Dumbledore lo miró fijamente.
—De que nunca revelaré lo mejor de ti, Severus… —empezó a decir.
—¡DEME SU PALABRA! —rugió Snape, imponiéndose, la necesidad de esa promesa superando todo protocolo.
Dumbledore asintió lentamente, comprendiendo la profundidad de la demanda, el juramento no dicho que Snape estaba haciendo a cambio.
—¿Mientras tú… —añadió, sosteniendo su mirada— …arriesgas tu vida a diario para proteger al chico?
El director posó su mirada amable, pero también profundamente triste, sobre Eve.
—No puedo responder a eso, señorita Riddle —dijo Dumbledore, su voz suave pero firme—. No me corresponde a mí revelar los juramentos silenciosos ni las redenciones personales de otros. Esa respuesta… pertenece solo a Severus.
—Pero usted pretende que yo… —protestó Eve, la frustración ahogando sus palabras—. ¡Que confíe en un hombre que juró matarlo! ¡Sin saber por qué usted lo hace!
Dumbledore sonrió levemente, un gesto lleno de infinita paciencia y un atisbo de pena. —Eve, viniste hasta aquí sin tener una mínima duda de cuál sería mi respuesta. Lo sabías en tu corazón. —Hizo una pausa, sus ojos azules parecían ver a través de ella—. Sé que usted también confía en él. En algún nivel profundo, más allá del miedo y la rabia, usted sabe. —Otra pausa—. Y también sé… que no vas a ser capaz de decirme el porqué. Ni siquiera a ti misma. —Sus palabras eran un espejo incómodo para sus sentimientos confusos—. Solo te pido una cosa, Eve: continúa. Cumple con lo establecido. Mantén la fe en el plan, incluso cuando la oscuridad parezca imponerse. Esa es tu parte en esto.
Eve lo miró, sintiendo cómo la esperanza de respuestas claras se desvanecía, reemplazada por el mismo peso de la incertidumbre y la confianza ciega que Dumbledore depositaba en ella… y en Snape. La frase de Snape en el pasillo resonó en su mente: "La estaré esperando". Ciertamente, cumplir con lo establecido la conducía a su despacho.