ID de la obra: 369

Un nuevo curso en Hogwarts

Het
R
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planificada Maxi, escritos 137 páginas, 65.874 palabras, 22 capítulos
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La tentación

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El aire gélido de los pasillos apenas logró enfriar el torbellino que agitaba a Eve tras abandonar el despacho de Dumbledore. Cada paso resonaba hueco en la piedra húmeda, pero el eco en su mente era más fuerte: “La estaré esperando." Una sonrisa irónica, amarga, se dibujó en sus labios. Snape. Por supuesto lo sabía. Sus particulares clases de oclumancia debían continuar, pero antes necesitaba una conversación imposible. Negar el elefante en la habitación —o más bien, la tensión palpable que electrizaba el aire cada vez que estaban cerca— era absurdo. Era evidente que no solo ella libraba una batalla interna contra impulsos oscuros y peligrosamente seductores. Quizás, solo quizás, hablar de ello, exponer la herida en lugar de vendarla con sarcasmo y evasivas, evitaría... ¿qué? ¿Más miradas cargadas? ¿Más acercamientos peligrosos? Un escalofrío que nada tenía que ver con el frío recorrió su espalda. Respiró hondo mientras su mente trazaba y destrozaba planes para abordar al profesor más inaccesible de Hogwarts. Dentro del despacho, sumergido en una pila de pésimos pergaminos sobre maldiciones, Severus Snape intentaba vanamente concentrarse. La tinta se desdibujaba ante sus ojos. La visita de Riddle a Dumbledore resonaba como un mal presagio. Sabía, con la certeza fatalista que le acompañaba desde la adolescencia, que ella vendría. Ansiaba, con una desesperación que lo avergonzaba, que la lección fuera solo eso: oclumancia. Fría, técnica, distante. Sin palabras que rasgaran la frágil coraza que mantenía entre él y el abismo de su propio deseo. Quizás así, con disciplina implacable, podría extirpar ese sentimiento absurdo, ese anhelo que lo debilitaba. Lo más conveniente. Lo único seguro. Unos golpes secos, casi tímidos, en la puerta de roble confirmaron sus temores. A esas horas solo podía ser ella. El silencio se hizo más denso. — Pase — ordenó, su voz como un corte seco en el aire quieto. La puerta cedió. Eve entró, y la atmósfera se cargó al instante con el recuerdo tangible de la última vez que sus cuerpos se habían encontrado en ese mismo espacio reducido. Una oleada de calor subió por su cuello, tiñendo sus mejillas. No era la única afectada. Snape, erguido tras su escritorio como una estatua de obsidiana, parecía incapaz de articular palabra, su rigidez delatando una tensión interna igual de violenta. El ambiente, cargado de pasado reciente y deseo reprimido, era el peor escenario imaginable para una lección que requería control mental absoluto. Sin permitirse dudar, antes de que el miedo o la razón la detuvieran, Eve soltó las palabras que resonaron como un desafío: — Snape, tenemos que hablar. Él reaccionó como si hubiera tocado una placa ardiente. Se irguió aún más, si era posible, y agarró un pergamino al azar, un escudo de papel. — No hay nada de qué hablar, profesora — espetó, la voz forzadamente neutra, los ojos clavados en la tinta, no en ella —. Tenemos trabajo que hacer. ¿Recuerda? — Recuerdo demasiadas cosas — replicó ella con firmeza, acercándose un paso, negándose a ser desviada —. Demasiado bien. Un destello de peligro cruzó los ojos negros de Snape al alzar la mirada. Jugó su carta más afilada. — Mire, Riddle, ya que demuestra una memoria tan... vívida — el sarcasmo goteaba veneno —, quizás podría emplear ese notable control mental en dominar la oclumancia, en lugar de utilizarlo para regurgitar sus... debilidades y arrojármelas a la cara. — Fingió volver al pergamino, pero cada músculo estaba alerta. — ¿Mis… debilidades? — El fuego de la indignación encendió su voz —. ¿Quiere, profesor, que le recuerde con detalle quién fue el que me empujó contra esa misma pared y…? — ¡Basta! — El grito de Snape fue un látigo, haciendo temblar ligeramente los frascos de las estanterías. Se levantó de un salto, con las manos aferradas al borde del escritorio hasta que los nudillos palidecieron —. ¡Olvídelo! ¿Es tan difícil de entender? ¡Bórrelo! — La máscara de frialdad se resquebrajaba, mostrando rabia y algo más, algo más profundo y vulnerable. Eve no retrocedió. La había tocado, había visto la grieta. Avanzó otro paso, su mirada desafiante clavada en la suya. — ¿Acaso usted lo ha olvidado? — Su tono era ahora una burla amarga —. El hombre de hierro, el impasible, el siempre dueño de sí mismo... el frío e inalterable profesor Severus Snape. — Hizo una pausa dramática, la burla evaporándose, reemplazada por una intensidad que lo inmovilizó. Se acercó más, hasta sentir el calor que emanaba de él. Su voz bajó a un susurro cargado de certeza —. Tiene miedo… Lo veo. Ahí, en sus ojos… Sé por qué evita esto. Sé por qué sus palabras son ácido puro. Sé por qué sus miradas intentan matarme de odio. Sé por qué vigila cada uno de mis movimientos como un halcón. Lo sé… — respiró hondo, el aire compartido entre ellos —. …porque cuando miro dentro de esos ojos, Severus, no veo a mi enemigo. Me veo a mí misma reflejada en un espejo. Las palabras de Eve cayeron como piedras en un estanque negro. Snape se quedó paralizado. Ella había puesto el dedo en la llaga, en la verdad desnuda y aterradora que ambos intentaban sepultar. No podía negarlo. No podía ocultar la atracción bestial que lo corroía por dentro, igual que a ella. Era un hecho tangible, un imán perverso que los atraía irremediablemente. Un hecho que, por mil razones de peso —la lealtad forzada, la sombra de Voldemort, el fantasma de Lily, su propia condena interna—, debía ser aniquilado. Permitir que esa chispa prendiera era entregarse a un fuego que solo consumiría, que solo traería dolor y ruina. — ¿Y lo que está en juego, profesora? — su voz era un ronquido cargado de furia impotente —. ¿También lo ve reflejado en su espejito? Esta… esta estupidez nos hace vulnerables. Débiles. Un blanco fácil. ¡Mentí por usted! — El grito brotó de lo más profundo —. ¡Frente a Él! ¡Frente a Voldemort! ¡Usted vio el precio! — ¿Y cree que esto es fácil para mí? — replicó Eve, su propia rabia encendida por su tono acusatorio. — ¡Pues entonces olvídelo! — Rugió Snape, golpeando el escritorio con el puño. Un frasco saltó y rodó —. Olvide lo que pasó, manténgase en su sitio y deje de complicar las cosas por un simple… — ¿Un simple qué, Severus? — lo interrumpió Eve, con su voz subiendo de tono, desafiante —. ¿Un simple beso? ¿Eso es todo lo que fue para ti? ¿Solo eso? — Las propias palabras la sorprendieron. El "para ti" había salido sin pensar, rompiendo la barrera formal, sumergiéndolos en una intimidad verbal que reflejaba la otra. Ya no era el duelo de ingenios sardónicos que, en el fondo, disfrutaba. Era algo más crudo, más real, más peligroso. Ni siquiera ella sabía qué pretendía lograr con esta confrontación. ¿Demostrarle que no era la única desnuda? ¿Sentir que no luchaba sola contra ese monstruo interior? ¿Atisbar, aunque fuera por un instante, al hombre sepultado bajo capas de cicatrices y hielo? Snape la miró. La vio plantada allí, desafiante, vulnerable, hermosa y maldita. Sintió cómo el último hilo de su control, tensado durante años, se rompía con un chasquido audible solo para él. La rabia, el deseo, la frustración, el miedo, todo estalló en un torrente incontrolable. — ¡¿Qué quieres que te diga, Riddle?! — El grito dio paso a una confesión forzada por la presión de la represión —. ¿¡Que te deseo!? ¿¡Que te deseo tanto como tú a mí!? ¡¡Maldita seas!! El eco de sus palabras golpeó las paredes de piedra y se instaló en el aire, pesado, irrespirable. Lo había dicho. Había arrancado la verdad de las entrañas de su negación y la había arrojado a sus pies. La deseaba. Física, visceralmente. Como un hombre desea a una mujer que lo enloquece. Pero él… él no podía permitirse el placer. El placer era un lujo para otros hombres, no para un traidor, no para el asesino de la única luz que había conocido. Lily. A Lily la amaría siempre, con un amor puro que nada tenía que ver con este deseo carnal, oscuro y ardiente. *Estaba libre de sentir esto*, intelectualmente lo sabía. Pero no merecía ceder. Ceder era debilidad. Ceder era traicionar su propia condena. Ceder era poner en peligro todo lo que, a pesar de todo, intentaba proteger. La tentación era un precipicio, y él estaba al borde. Eve permaneció inmóvil, como si las palabras de Snape la hubieran convertido en sal. Un nudo de emoción, tan intenso que era casi doloroso, se cerró en su garganta. *"Te deseo... tanto como tú a mí."* La frase resonaba en su cráneo, una y otra vez, cada eco más demoledor. Lo sabía, lo había sentido en cada fibra de su ser cada vez que sus miradas se cruzaban. Pero oírlo, escuchar esa verdad brutal, carnal, en la voz grave y rota de Snape, era algo inconcebible. Algo que la dejó aturdida, anclada al suelo de piedra fría. ¿Cómo seguir? Se maldijo por haber abierto esta caja de Pandora sin saber cómo cerrarla. Pero bajo el vértigo, bajo el miedo, ardía una certeza: ella también lo deseaba. Con una fuerza que la aterraba. Había demasiado en juego. Se conocía demasiado bien; sabía que si cedían, si cruzaban esa línea, no sería solo físico. Algo más profundo, más peligroso, podría arraigar. Respiró hondo, buscando un vestigio de cordura en el huracán. — Será mejor que me vaya… — murmuró, su voz apenas un hilo de aire. Se giró lentamente, como en un sueño, hacia la pesada puerta de roble. Su mano, temblorosa, se extendió hacia el pomo frío de metal. El contacto apenas se produjo. De repente, una fuerza implacable la empujó contra la madera. Snape. Su brazo, rígido como una barra de hierro, la había inmovilizado, su cuerpo aprisionándola contra la puerta. Ella sintió el calor de su pecho contra su espalda, el aliento agitado y caliente rozando su oreja, enviando un escalofrío eléctrico que le recorrió la columna vertebral. Todo su cuerpo reaccionó: la respiración se le cortó, luego se aceleró convulsivamente, el corazón martilleaba contra sus costillas con un ritmo frenético que casi podía oír. Cerró los ojos con fuerza, tratando de aferrarse al último jirón de control, resistiendo la necesidad imperiosa de girarse y hundirse en la oscuridad de su mirada. Sabía que si lo hacía, se perdería. Pero él ya estaba perdiéndose. Lentamente, con una expresión que era pura guerra interna —la batalla entre el deseo feroz y el último grito de la razón—, Eve se giró para enfrentarlo. Sus ojos negros, ahora sin sombras, ardían con una intensidad que la dejó sin aliento. Entreabrió los labios, quizás para pronunciar una última advertencia, una maldición, una súplica... Fue inútil. Irremediable. Como dos imanes incapaces de resistir, sus bocas se encontraron. No fue un beso de exploración, ni de ternura. Fue una colisión. Un sellado violento, desesperado, de todo lo no dicho, de todo lo reprimido. Eve no lo rechazó. Todo lo contrario. Un gemido ahogado escapó de su garganta cuando sintió la presión de sus labios, fríos al principio, luego ardiendo. La necesidad explotó. Necesidad de sentir, de probar, de poseer. El beso se transformó en un forcejeo salvaje, lenguas luchando, dientes rozándose, manos buscando anclaje en cualquier parte. Furia. Pasión. Una ansiedad devoradora por más. La falta de aire los separó, solo un instante. Se miraron. No había racionalidad, ni remordimiento, ni futuro en esas miradas. Solo lujuria pura, deseo desnudo, hambre insaciable. Y en los ojos de Eve, esta vez, no hubo vuelta atrás. No hubo negación. Cerró los ojos lentamente, con una entrega que era a la vez desafío y súplica, e inclinó la cabeza hacia atrás, ofreciendo la curva vulnerable de su cuello. Un blanco. Una invitación. Snape entendió el lenguaje silencioso con una claridad brutal. Un gruñido ronco escapó de él antes de que sus labios se abatieran sobre su piel, mordisqueando, lamiendo, marcando un camino ardiente desde la mandíbula hasta el nacimiento del hombro. Mientras, sus manos, ágiles y ansiosas, se abalanzaron sobre los botones de su blusa. Los dedos, usualmente tan precisos, ahora torpes por la urgencia, forcejeaban con el tejido. Los botones saltaron, uno, dos, revelando la piel cálida debajo. La tela cedió. Eve gimió, una vibración profunda que Snape sintió contra sus labios. El sonido lo electrizó, avivando el fuego hasta convertirlo en un incendio incontrolable. Su hambre por ella se volvió devoradora. Mientras sus labios continuaban su asalto al cuello y descendían hacia la curva de un pecho, sus manos exploraron sus caderas, se detuvieron un instante apreciando la curva bajo la tela, y luego se deslizaron hacia abajo, acariciando la suave piel de sus muslos. Subió la falda con un movimiento brusco, encontrando la barrera final de la ropa interior. Un obstáculo insignificante, eliminado con un gesto impaciente. La excitación era una niebla espesa, ahogando cualquier pensamiento que no fuera *ahora, más, dentro*. Los preámbulos, la delicadeza, se desvanecieron ante la urgencia animal. Con un movimiento fluido y poderoso, Snape la levantó. Eve lo rodeó con sus piernas de forma instintiva, aferrándose a su cintura, presionando su cuerpo contra el de él con una fuerza que hablaba de su propia necesidad desesperada. Cargando con ella, dio unos pasos cortos hasta el escritorio. Con un barrido violento de su brazo libre, despejó la superficie: pergaminos, frascos de tinta, plumas, todo voló y cayó al suelo con un estruendo sordo. Eve se recostó sobre la madera fría, sin dejar de devorar su boca, sus manos enredadas en su pelo negro como el carbón, sus piernas apretándolo con fuerza contra el centro de su calor, contra el núcleo de su necesidad. — Te necesito… — El susurro de Eve, ronco, cargado de una urgencia que era casi dolor, brotó contra sus labios. No era una súplica. Era una orden. Una confirmación. Esa necesidad era un espejo. Snape ya no luchaba. Se rindió a la tormenta, al placer puro y primitivo que prometía olvidar, aunque fuera por un instante, las cadenas que lo ataban. Lentamente, con una tensión que era agonía y éxtasis a la vez, se unió a ella. Eve lanzó un gemido agudo, salvaje, que Snape ahogó al instante con su boca, sellándolo como un secreto ardiente que solo a él pertenecía. Escucharla, sentirla vibrar bajo él, era una delicia prohibida, un lujo indescriptible que lo sumergió en una sensación nueva, abrumadora. El movimiento inicial, un vaivén suave y exploratorio, se volvió más profundo, más rápido, más insistente. Cada embestida era una reivindicación, una conquista mutua. Eve ya no intentaba contener sus sonidos. Gemía, mordía su propio labio inferior hasta hacerlo sangrar, pero los gritos ahogados se escapaban. Cada gemido, cada movimiento de sus caderas buscando más fricción, más profundidad, enloquecía a Snape. Aumentó el ritmo, un torbellino de carne y sudor y deseo, sellando sus labios sobre los de ella en un beso que era fusión, rendición total. Y entonces, el precipicio. El mundo estalló en una oleada cegadora de sensaciones puras, un clímax violento y compartido que los arrancó de sí mismos, fundiéndolos en un único grito ahogado, en un único espasmo de placer absoluto que los dejó vacíos, temblorosos, arrancados del tiempo y el espacio. El silencio que siguió fue tan denso como la oscuridad de los pasillos del castillo. Solo el sonido jadeante, sincopado, de dos pares de pulmones luchando por recuperar el aliento rompía el absoluto mutismo. Permanecieron inmóviles, entrelazados sobre el escritorio desordenado, la piel pegada por el sudor, las miradas perdidas, vacías, aún nadando en el remolino de sensaciones físicas que los había arrasado. Lentamente, como emergiendo de las profundidades, la realidad comenzó a filtrarse. La frialdad de la madera bajo la espalda de Eve. El peso de Snape sobre ella. El olor a sexo y tinta derramada. El desastre a su alrededor. Sus expresiones, relajadas y casi beatíficas en el instante postrero, comenzaron a cambiar. Primero fue un parpadeo lento, luego un pequeño estremecimiento. La conciencia regresó como un mazazo. La luz de la lámpara pareció hacerse más fría, más cruel. Eve fue la primera en romper el contacto visual. Bajó la mirada, como si viera su propio cuerpo por primera vez, y un sonido entrecortado, mitad sollozo mitad gruñido de furia, escapó de ella. La culpa, la vergüenza, el pánico, se abalanzaron. *¡Joder! ¡Mierda! ¡No!* Se cubrió el rostro con ambas manos, como si pudiera borrar lo sucedido, desaparecer. Con movimientos bruscos, torpes, se deslizó de debajo de él, casi cayendo al suelo. Buscó su ropa esparcida como pruebas de un crimen: la blusa arrancada, el sujetador. Se vistió a toda prisa, los dedos temblorosos luchando con los botones que faltaban, evitando a toda costa mirar hacia donde él estaba. Snape se incorporó con un movimiento brusco. Se ajustó la ropa con gestos automáticos, mecánicos, como un autómata. Apoyó las palmas de las manos sobre la superficie fría del escritorio, la cabeza gacha. Intentó respirar hondo, recuperar el ritmo, recuperar algo. Pero solo encontró un vacío extraño y una rabia sorda dirigida hacia sí mismo. ¿Quién era él? El maestro del control, el espía impenetrable, el hombre que no mostraba nada... reducido a esto. A un animal que había perdido todo dominio en un arrebato de lujuria. La debilidad lo asfixiaba. Y lo peor... lo peor era que, en medio de la culpa y el horror, un rescoldo de aquel placer prohibido aún ardía, recordándole lo mucho que lo había disfrutado. Un lujo que no merecía. Eve, ya medio vestida, sentía el pánico cerrándole la garganta. Necesitaba salir de allí. Ahora. Antes de que la mirara. Antes de que dijera algo. Antes de que los sentimientos que bullían bajo la superficie —confusión, algo que se parecía demasiado a la vulnerabilidad, incluso a un atisbo de ternura prohibida— la traicionaran. Sabía lo que debía hacer. Seguir el plan. Actuar como si nada hubiera pasado. Pero necesitaba tiempo, distancia, para reconstruir sus defensas, para sepultar esto en lo más profundo de donde nunca debió salir. Dio un paso tambaleante hacia la puerta, su mano extendiéndose hacia el pomo otra vez. — Eve… — La voz de Snape la detuvo en seco. Era apenas un susurro ronco, cargado de una emoción indescifrable que la atravesó como un cuchillo frío. Se volvió lentamente, sin querer pero incapaz de evitarlo. Él no la miraba. Seguía de espaldas, la cabeza gacha, los hombros tensos —. Esto… esto no debería de… — Las palabras se le atascaban, envenenadas por la culpa y la certeza del error. Eve lo miró. Vio la línea rígida de su espalda, la tensión en sus manos aferradas al escritorio. Vio al hombre destrozado por su propia transgresión. Y supo, con una claridad dolorosa, lo que iba a decir. Lo que tenía que decir. Las palabras que la herirían, pero que eran necesarias. — No lo digas… — Su voz sonó extrañamente serena, pero con un deje de dolor profundo que no pudo ocultar —. Lo sé, Severus… — El nombre, usado por primera vez sin ira ni sarcasmo, resonó con una intimidad nueva y desgarradora —. Lo sé. Sin esperar respuesta, sin permitir que la viera llorar —porque las lágrimas, frías y traicioneras, ya asomaban—, giró el pomo y salió al pasillo frío y oscuro, dejando atrás el calor del pecado, el aroma del deseo consumado, y el silencio aplastante de un error que resonaría en ambos mucho después de que la puerta se cerrara con un golpe sordo y definitivo.
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