Narrado por Albus Dumbledore.
Al salir del ministerio, supe que hacer, a donde ir primero. Newt. La casa de Newt Scamander seguía siendo un caos encantador. Había plumas flotando en el aire, tazas de té sin dueño que seguían humeando, y plantas que parecían observarme mientras pasaba. Entre sin tocar. Él siempre decía que no necesitaba una puerta con cerradura, sino un corazón que reconociera el bien. Lo encontré en el comedor, hablando con una criatura envuelta en hojas. Me observo de reojo y me sonrió con la misma calidez de siempre. - Albus -dijo alegremente, hasta que se dio cuenta que no venía con la misma alegría de siempre-. ¿Necesitas ayuda? - Sí, necesito tu ayuda para encontrar a alguien. - ¿Una criatura o un mago? - una niña. Newt me miró confundido, pero asintió. Tomo una de sus maletas, la coloco en la mesa. Y con un gesto ágil, la abrió y salto dentro. Lo seguí. El interior de su maleta era como siempre: un paraíso improbable. Cielo encantador, tierra fértil y jaulas abiertas para criaturas que no querían escapar. - ¿Y cómo está Tina? -pregunté, mientras bajábamos la escalera de madera flotante. Newt sonrió. - Vieja, testaruda, más brillante que nunca… y feliz. Sigue enseñando en Ilvermorny, aunque ahora dice que se ha vuelto más dura que McGonagall. - Imposible. - Eso digo yo -rió. Llegamos a una sección donde dormían criaturas en penumbra. Newt chasqueó los dedos y, de una cueva diminuta, emergió algo dorado. Caminaba con patas suaves, tenía forma de zorro y con ojos como constelaciones. - Este es un Aethonan menor. No vuela tan alto como los grandes, pero puede rastrear como ninguno. - ¿Y podrá encontrarla? - Solo si de verdad deseas encontrarla con el corazón, no si es por obligación. Y claro, necesita de algo que haya sido de ella para poder rastrear su olor y su magia. - Gracias, Newt. No sé cómo… - ¿Quieres que te acompañe? -dijo con notable preocupación en su voz. - No, es algo que debo hacer solo, algo que debí haber hecho hace mucho. Salí de la maleta con el corazón palpitando. El Aethonan menor me seguía como una llama dorada silenciosa. Al primer lugar que fuimos fue a la casa de los Grindelwald, al menos a la última casa donde vivió Adira. La criatura planeó sobre el tejado hundido y se posó en silencio, caminé tras ella. Las tablas de la entrada crujieron como huesos viejos. El encantamiento de sellado era débil, apenas un vestigio burocrático de un lugar que nadie había querido volver a mirar. No necesité desencantarlo apenas al tocarlo se deshizo. Dentro… no quedaba hogar. La sangre seca aún seguía impregnada en las juntas del piso. Se notaba que alguien había tratado de limpiarla sin mucho éxito. Las paredes estaban pintadas de blanco, pero aún se sentía el frio. No era un lugar de duelo, sino uno de silencio forzado. El ministerio se había encargado de eso de ocultar tantos detalles como pudo sobre la muerte de Adira Grindelwald, la hija de mi… de Gellert. Camine por la casa, el Aethonan se detuvo frente a una puerta a medio cerrar. La empujé. Y lo vi, años antes lo pasé de largo pero ahora lo entendí, ese cuarto frio, húmedo y mohoso era el cuarto de Alice. No parecía el cuarto de nadie, mucho menos el de una niña. No había más que unas mantas en un rincón, no había cama, ni juguetes. Ni siquiera ventanas. Me senté al lado del rincón, el aire aun olía a miedo. A encierro, a olvido. Toqué las cobijas y cerré los ojos. ¿Qué clase de infancia había vivido aquí? ¿Cómo Adira, mi hija prestada, la niña que eduque con tanto amor Había permitido que su hija viviera aquí? El Aethonan chilló suavemente y salió volando por la ventana rota del pasillo. Me incorporé. Bajé las escaleras, salí de la casa y lo vi volar bajo, planeando como si siguiera una huella invisible. Lo seguí por callejones angostos y oscuros, donde el olor a humo y a orines lo impregnaba todo. Pasamos junto a muros cubiertos de grafitis y charcos que parecían no haberse seca desde hace meses. Las calles estaban llenas de residuos humanos… y de señales de abandono. Bolsas amontonadas, colillas de cigarros. Y a veces, cobijas. Algunas extendidas, otras enrolladas… y en todas, rastro de alguien que durmió en allí. Alice. Mi corazón latía con fuerza mientras el Aethonan se detenía frente a una cornisa. Desde ahí saltó hacia un tejado bajo. Sobre él, una manta azul, húmeda. Plumas negras caídas. Un vaso roto con restos de agua turbia. “Salió rápido”, pensé. Tal vez perseguida. Tal vez con miedo. El Aethonan bajó hacia un callejón. Se detuvo frente a una coladera. Pero no descendió. El rastro era resiente. Y entonces me di cuenta: ella aún se estaba moviendo. Aún cambiaba de escondite, aun huía. Pero no por elección. Sino porque no conocía nada más que eso. Me lleve la mano al pecho. Y juro por Ariana, por Adira, y por todo lo que una vez fui con Gellert… No dejare que Alice huya una noche más.Capítulo 2: La ayuda de un viejo amigo.
12 de julio de 2025, 21:25