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Ya habían pasado un par de semanas desde que comencé a trabajar allí. Esa noche, estaba a punto de irme. Había sido otro día lluvioso y frío, pero al menos distinto: las cosas no habían parado de suceder. La última misión había sido un caos. Unos jóvenes magos habían olvidado una caja deBombas bombásticas de los Weasleyen un callejónmuggle. El revuelo fue tremendo: esas cosas no tienen forma de detenerse una vez se activan. Según sus declaraciones, solo fue un accidente. Aun así, tuvimos que procesarlos y llamar a sus padres, porque —claro— eso violaba el estup…el Estatuto Internacional de Secreto de la Magia. Cuando terminamos los trámites, en un respiro que tuvimos entre tanto ajetreo, aproveché para llevarle un café. Solo quería volver a disfrutar de su sorpresa: una vez más, lo había preparado justo como le gustaba. Y es que la vi tantas veces hacérselo en su oficina, que en algún momento lo memoricé sin querer. Solté una risa nasal, un poco resignado. En ese entonces, era de las pocas cosas que podía hacer por ella para llamar su atención y apoyarla: prepararle un café cuando estaba agotada. Y ahora… es de mis pocas excusas para acercarme. Me estiré perezosamente y me levanté para entregar mi informe, cuando noté que ya todos se habían ido… menos ella. Una sonrisa nostálgica se me escapó. Dejé el informe y, sin poder evitarlo, me acerqué hasta su escritorio. —Como siempre, se queda hasta tarde —comenté, sin intención de reproche. —Es más fácil concentrarse cuando todo está en silencio —contestó con una sonrisa leve, pero con notable curiosidad. Me apoyé en el borde de su escritorio, girándome apenas para poder verla mejor. Ella apoyó la mejilla sobre su mano. —Por cierto, hablas muy seguro —añadió—, ¿a qué te refieres con eso? —Cuando daba clases, también solía quedarse hasta tarde preparando todo —le respondí, desviando la mirada al piso, un poco avergonzado—. Parece que no ha perdido la costumbre. —¿Cuándo fui tu profesora?— preguntó con cautela, observándome con curiosidad. —Sí…— suspiré asintiendo, —hace mucho tiempo ya— entonces noté que su taza de café vacía seguía sobre el escritorio, con una tenue mancha de su labial aún visible. No pude evitar pasar los dedos por el borde de la taza. Ese tono de labial me traía un recuerdo… curioso. Y ante eso retiré mis dedos rápidamente, como si la taza, me hubiese quemado. Ella me observaba con gesto interrogante; estaba seguro de que quería preguntarme por eso. Justo cuando vi que separaba los labios para decir algo, me incorporé de golpe. La vergüenza me había alcanzado. No quería hablar. No en ese momento. Tomé la taza por el asa con rapidez. —Iré a lavar esto —murmuré, y salí con pasos largos y apurados, como si el pasillo pudiera salvarme de algo. Me dirigí al área común con la taza entre las manos, apretándola más fuerte de lo necesario. La dejé bajo el chorro de agua, observando cómo la mancha de su labial comenzaba a disolverse lentamente. Y entonces, lo dejé fluir. Aquel recuerdo. Me había pedido ayuda para cargar unas cosas hasta su oficina. Por supuesto, no me negué. Cualquier excusa para estar a solas con ella era bienvenida. Pero, como siempre, yo era un idiota. Uno muy osado, pero idiota al fin y al cabo. Aproveché la oportunidad para intentar robarle un beso. Sin éxito, por supuesto. Ya llevábamos varios minutos en este juego absurdo, ella esquivándome, diciéndome una y otra vez que me fuera, que la dejara en paz… pero yo insistía. —¿Ni siquiera en la mejilla?— pregunté con fingida indignación. —No. La última vez te moviste, pequeño tramposo, y casi cometo un error. —Un error delicioso, ¿no cree?— sonreí con picardía—. ¡Vamos! Solo le pido un besito inocente. Ella cruzó los brazos, mirándome con diversión. —Tú de inocente no tienes nada. —¿Y eso no le agrada? Rodó los ojos, exasperada. —Ojalá tuviera tu edad para golpearte… Mi sonrisa se amplió. —Si tuviera mi edad, ni siquiera estaríamos aquí. Me acerqué un poco más, bajando la voz con un tono desafiante. Mis ojos se clavaron en los suyos, sosteniéndole la mirada. —Estaríamos en mi cuarto… y estaría haciéndola gritar mi nombre. Ella arqueó una ceja y soltó una risa sarcástica. —Qué ego tan grande tienes,niño. Chasqueó la lengua antes de sacar su labial y retocar sus labios con toda la calma del mundo. —Veamos quién grita el nombre de quién primero… Mi mirada se fijó en sus labios. Maldición. Tragué saliva. Por primera vez en esta absurda persecución, fui yo quien se quedó sin palabras. Ella sonrió con malicia y avanzó hacia mí. Mi cuerpo entero se tensó, congelado en su sitio. Por un segundo, pensé que lo había logrado. Que finalmente había cedido. Hasta que puso su palma sobre mis labios y la restregó con brusquedad. —Ahí tienes tu estúpido beso. Se apartó riendo con burla mientras yo me quedaba allí, entre la indignación y la sorpresa. Luego bajó la mirada, con expresión triunfal. —Mira, a alguien le gustó. Parpadeé. No… Miré hacia abajo. —Eres un traidor…— murmuré. Ella se dio la vuelta y salió de la oficina sin más, con su risa aún flotando en el aire. Me quedé inmóvil, procesando lo que acababa de pasar. Finalmente, miré mi reflejo en un cuadro de la pared. Mi cara ardió. Tenía toda la boca manchada con su labial. Cerré los ojos con fuerza. Coloque mi mano sobre mi boca, ahogando un suspiro. Estaba enloquecido por ella en ese entonces. Y ahora, años después, seguía igual. Como si el tiempo no hubiese pasado. Como si yo siguiera siendo ese idiota de dieciséis años que se enamoró de su profesora. Me enjuagué las manos, respiré hondo y volví a la oficina. Ella ya se había ido. Suspiré con pesar, pasando los dedos por mi rostro. Seguro quedé como un idiota. También recogí mis cosas para marcharme. Ya mañana sería otro día.∘₊✧─── ☾ ───✧₊∘
Habían pasado ya algunos días desde aquella noche en la oficina, y aún no dejaba de pensar en la forma en que Daniel salió con esa taza en las manos, como si huyera de algo. No me dijo nada. Y yo tampoco volví a mencionarlo. Pero desde entonces, lo observé con más atención. Había una quietud en él que parecía querer esconder algo, detrás de cada gesto amable, detrás de cada sonrisa que no le alcanzaba los ojos. Era como si calculara bien sus actos, como si todo lo pensara más de una vez. Por supuesto, eso llamaba mi atención. Y esa tarde, al pasar frente a su escritorio, en mi pequeña tarea de observarlo, noté que seguía escribiendo sin descanso. Temprano, habíamos ido como apoyo para atrapar a unoccamyque había sido recogido por un niño, creyendo que era una indefensa y pequeña ave… hasta que se salió de la taza donde estaba. Desde que regresamos, Daniel no había parado. Noté que la criatura lo había impresionado un poco; no sabía que podían hacerse tan grandes. Pero ya era muy tarde, y no había hecho ni una sola pausa. Fruncí el ceño y me apoyé en el borde de su escritorio. —Page —dije con un tono suave, como quien intenta no interrumpir una idea brillante. Él levantó la vista de inmediato, como si no esperara oír su nombre. —¿Sí? Lo estudié un segundo. —¿Ya almorzaste hoy? —Ah… no —vaciló—. Aún no he tenido tiempo. Pero estoy bien, en serio. Pensaba terminar este párrafo y luego… —No —lo interrumpí con una media sonrisa—. Nada de “luego”. Deja eso por ahora. Vamos a comer. Él parpadeó. —¿Q-qué?— balbuceo algo confundido. —A almorzar, Page. Fuera del Ministerio. Una risa casi nerviosa se escapó de sus labios. —¿Está segura? —Te sacaré a la fuerza si es necesario —crucé los brazos, fingiendo firmeza. La sorpresa en su rostro fue casi inmediata, pero sus hombros se relajaron un poco. Me pareció que, por un instante, su respiración se volvió más ligera. —¿Me deja sin escapatoria, eh? —preguntó, levantándose. Tomó su abrigo del respaldo de la silla, todavía un poco aturdido, y añadió con una sonrisa tenue—: ¿Hay algún lugar en mente? —Sí. Y por esta vez, yo invito —dije, guiñándole un ojo—. Me miro con extrañeza, pero no dijo nada más. Solo sacudió ligeramente la cabeza, con esa sonrisa —una auténtica—, una que me dedicó mientras caminábamos hacia la salida. Me hizo sentir un pequeño alivio. Tomamos una de las chimeneas del Ministerio y aparecimos a unas cuadras del restaurante. Era un pequeño local en una zona tranquila del callejón Diagon. El ambiente era acogedor: paredes de ladrillo visto, luces cálidas flotando en el aire y un enorme ventanal encantado que dejaba ver una lluvia mansa, perpetua, que no mojaba a nadie, solo decoraba el paisaje. —¿Qué te parece? —pregunté mientras me quitaba mi abrigo y lo dejaba sobre mi antebrazo. Daniel miró alrededor, asintiendo con aprobación. —Se siente… agradable —dijo con una sonrisa tranquila, también quitándose su abrigo. —Es uno de mis lugares favoritos —admití mientras tomábamos asiento en una mesa junto al ventanal. Una camarera encantadora hizo aparecer los menús, que flotaron frente a nosotros con un gesto de varita. —Quiero el jamón con glaseado de calabaza, con puré de coliflor y zanahoria, y este vino —finalicé, señalando en la carta—. Cuando desvié la vista para preguntarle a Daniel qué iba a ordenar, la forma en que me miraba y esa sonrisa complacida me atraparon por completo. Por un momento, hasta olvidé dónde estaba. Él tomó su carta y ordenó también. —Me gustarían las salchichas de caldero, por favor —pidió, y luego miró a la camarera con una sonrisa—, y el mismo vino que pidió mi compañera. Lo miré un poco confundida, mientras la camarera se retiraba para entregar nuestra orden a cocina. —¿No eres muy joven para beber? —pregunté con auténtica curiosidad, cruzando los brazos sobre la mesa. Page se rió levemente, negando con su mano. —No, hace rato pasé la mayoría de edad —volvió a reír—. No me haga sacar mi identificación, por favor. —Lo siento… —susurré—, es que me dijiste que te di clases, y eso me hace verte como un niño —me expliqué, un poco avergonzada. Él solo volvió a reír, dándome a entender que no le había molestado lo que dije. Durante los primeros minutos, la conversación fue ligera. Comentamos sobre el caso deloccamy, el niño que casi lo adoptó, y cómo el Ministerio debería comenzar a dar cursos de “mascotas mágicas que no debes adoptar por muy adorables que parezcan”. Nos reímos más de lo que esperaba. Daniel tenía un humor sutil, casi tímido, pero muy efectivo. Era encantador sin siquiera intentarlo. —¿Y entonces? —preguntó con naturalidad, mientras daba un sorbo a su copa—. ¿Siempre supiste que querías trabajar en el Ministerio? —Creo que sí —suspiré con una sonrisa, jugueteando con el borde de mi copa—. Ahora no lo sé… después del accidente, algunos recuerdos son algo confusos… Él asintió con lentitud, como si esa palabra —“accidente”— le doliera solo a él. —¿Y te gusta tu vida ahora? —preguntó con tono suave, sin juicio, solo curiosidad. Lo miré de reojo. Había algo en su forma de preguntar que me desarmaba. Como si necesitara saberlo de verdad. —Sí… creo que sí —respondí, aunque mi voz no sonó tan firme como quería. Dejé la copa a un lado y me apoyé en el respaldo de la silla—. Es raro, ¿sabes? A veces siento que… olvidé algo importante. Daniel bajó lentamente la copa. Sus ojos estaban fijos en los míos. —¿Algo como qué? —su voz era apenas un murmullo. Tragué saliva. —No lo sé —me sentía un poco tonta hablando de esto; incluso notaba el calor comenzando a subir desde mi cuello—. Es más bien una sensación… como si hubiese hecho una promesa. Como si, en algún momento, le hubiera prometido algo a alguien. Algo importante. —Dejé escapar una risa seca—. Suena ridículo, lo sé… Una ráfaga de emoción cruzó su rostro, pero desapareció tan rápido como vino. —No suena ridículo… —susurró, aunque noté cómo forzaba su rostro a mantenerse neutro—. ¿Y crees que esa persona… aún esté ahí? —preguntó con la voz más serena que pudo, pero la forma en que apretaba la base de su copa dejaba claro lo contrario. —Eso espero —suspiré con cierta melancolía—. A veces me consuela pensar que… si alguna vez me la vuelvo a cruzar, lo recordaré. Que bastará una mirada, una palabra… y lo sabré. Daniel desvió la vista hacia el ventanal. Sus dedos tamborileaban contra la copa, pero no dijo nada. No necesitaba hacerlo. Porque, por un instante, sentí que lo que acababa de decir le dolía a él tanto como a mí. Y no entendía por qué. Me encogí en mi asiento y tomé un trago de mi copa. —Me da miedo… —murmuré, bajando la vista. Él se giró para verme con atención—. ¿Y si pasa como contigo? —pregunté, sintiendo un pequeño nudo en la garganta—. ¿Y si sucede lo mismo que contigo? ¿Si veo a esa persona… y no pasa nada? En ese momento, puso su mano sobre la mía. Estaba fría y temblorosa. Levanté la vista, encontrándome con sus ojos marrones. —No pienses eso —soltó con una sonrisa, pero su voz temblaba—. Estoy seguro de que, cuando lo veas, recordarás todo —añadió con un brillo en sus ojos. Un brillo que me desgarró al notar cómo fruncía la boca y sus mejillas se coloreaban de rojo. Mi corazón dio un vuelco. Tomé su mano con firmeza, negando con la cabeza, en un intento de esfumar esas ideas. —Tienes razón —solté con tono más animado—. Recordaré todo. Disculpa por soltarte todo esto… debe ser el vino y la edad —añadí como broma. Vi cómo me sonrió, un poco más calmado. —Vamos… no es tan mayor —añadió, limpiando uno de sus ojos con la punta de los dedos—. Solo tiene la misma edad de mi madre —agregó, soltando una risa al ver mi cara de sorpresa e indignación. —Muy chistoso —me crucé de brazos fingiendo molestia—. Ahora te quedas sin postre, jovencito. Él volvió a reír, y sin saber por qué… se sentía como un gran alivio. Terminamos de comer entre risas suaves y miradas cada vez más cómplices. El vino ayudó a calentar el ambiente, pero era algo más que eso. Algo en esa conversación, en ese momento compartido, había dejado una marca invisible. La camarera se acercó a nuestra mesa con la cuenta, y Daniel se inclinó de inmediato hacia su bolsillo, pero levanté una mano. —Recuerda que esta vez invito yo —dije con una media sonrisa. Él ladeó la cabeza con expresión resignada, pero agradecida. —Está bien… pero la próxima corre por mí —dijo con una leve sonrisa tímida. Salimos del restaurante bajo la lluvia encantada que seguía cayendo fuera del ventanal. El aire estaba fresco, y las luces de la tarde daban al callejón un brillo cálido, como si el mundo estuviera en pausa. Caminamos juntos por la calle. Durante un par de minutos, no dijimos nada. El silencio entre nosotros no era incómodo… más bien, era de esos silencios que se sienten compartidos. Cargados de algo que ninguno de los dos sabía cómo poner en palabras todavía. Esta conversación con él me había mostrado una puerta, una que creí que no era necesaria abrir. Por un tiempo, realmente pensé que estaba bien con los recuerdos que había recuperado, que no necesitaba más. Pero Daniel acababa de demostrarme que eso no era cierto. Y así, sin darme cuenta, él había logrado sembrar una semilla de duda en mí, que poco a poco iría creciendo. Al volver al ministerio, mientras tomábamos el elevador hasta nuestro piso, Daniel, sin mirarme y un poco nervioso, murmuro: —Gracias por invitarme… de verdad. Y no solo por la comida. Lo observé de perfil. Había algo en su tono, en la forma en que sus dedos apretaban la costura de su abrigo, que me hizo quedarme callada un segundo más de lo necesario. —No fue nada —respondí con suavidad, antes de inclinarme levemente hacia él—. Pero la próxima vez… no olvides tu descanso. No quiero que termines colapsando sobre un informe. Él sonrió. Esta vez, con esa calidez suya que siempre parecía estar a punto de romperse. —Lo tendré en cuenta. Con el rostro aún encendido por esa mezcla incómoda de palabras no dichas y sensaciones que no se sabían nombrar, llegamos a nuestro piso. Ya en la oficina, el murmullo constante de las máquinas de escribir y el ir y venir de memorandos flotantes marcaba el regreso a la rutina. Algunos escritorios ya estaban vacíos, y la luz comenzaba a atenuarse suavemente para marcar el final del día. Daniel caminó a mi lado hasta su puesto, sin decir mucho. Pero había algo en su forma de moverse, más ligera, como si por fin hubiese soltado un peso que llevaba demasiado tiempo cargando. Yo también volví al mío. Me acomodé, abrí uno de los nuevos informes y fingí leerlo durante unos segundos. La verdad es que no podía concentrarme del todo. Lo observé por el rabillo del ojo. Page ya estaba sentado, intentando volver al trabajo con la misma concentración de siempre. Pero su mirada se desviaba hacia la ventana con más frecuencia de la habitual. —Gracias —dije entonces, sin levantar la vista de mis papeles. Él se giró ligeramente, con la duda escrita en su rostro. —¿Por el almuerzo? —preguntó con suavidad. Asentí. —Y por escuchar. Daniel sostuvo mi mirada por un momento. Luego, solo asintió con una pequeña sonrisa. —Cuando quiera. Volvimos al trabajo. Cada uno en su rincón. Como si nada hubiese pasado. Pero algo sí había pasado. Y aunque no podía decir exactamente qué… lo sentía. Como si una parte de mí comenzara a trabajar por recordarlo, incluso cuando mi memoria aún se negaba.