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La noche cayó como un susurro frío. La lluvia golpeaba con suavidad los cristales de mi ventana, mientras me acomodaba en el sofá, envuelta en una manta, con una copa de vino en la mano. Intentaba distraerme leyendo un informe que había traído a casa… pero mis ojos no seguían las palabras. Mi mente seguía atrapada en la imagen de Daniel, de pie frente a mí en la oficina, con esa sonrisa apagada y esa mirada herida que no había sabido esconder. Suspiré, lanzando el informe al otro lado del mueble. Vacié mi copa de vino de un trago antes de dejarla sobre la mesa del centro. Apoyé la cabeza en el respaldo del sofá, cerrando los ojos. No había sido una pelea. No hubo gritos, ni reproches. Pero… se sentía como una. Parte de mí sabía que había hecho lo correcto. No podía precipitarme. Otra parte… no dejaba de preguntarse si había sido demasiado dura con él. —No tenía mala intención —murmuré en voz baja. Sentía una necesidad de justificarme, incluso si solo era ante los muebles de mi sala. Pero expresar esas palabras no alivió el peso en mi pecho. Recordé su expresión cuando me habló de las fotos. La forma en que bajó la mirada. La manera en que apretó las manos en los bolsillos, como si necesitara contener algo más que nerviosismo. Me removí incómoda bajo la manta. ¿Y si él tenía razón? ¿Y si ver esas fotos realmente podía ayudarme a recordar?¿Y si tal vez… esta era la oportunidad para abrir esa puerta que él insistía en mostrarme? Bajé la mirada hacia la copa vacía, enfocándola con tristeza, mientras mis pensamientos se enredaban. No sabía qué me dolía más: La posibilidad de no recordar nada… O el miedo de lastimarlo otra vez. Apreté los labios, sintiendo un nudo formarse en mi garganta. Y recordé esa extraña sensación que me embargaba a veces, cuando lo miraba sin entender por qué me era tan… familiar. Con un suspiro resignado, tomé mi varita y llené de nuevo la copa. Le di un par de vueltas distraídas al vino, antes de darle un trago. Luego me acomodé aún más bajo la manta, abrazándome las rodillas. Una parte de mí… confiaba en él, y lo hacía fuera de toda lógica.Por eso quería… No. Yo necesitaba darle una oportunidad.O quizás darme a mí misma una también. Inspiré profundamente, como quien se prepara para saltar a un vacío desconocido.Y es que así se sentía: como un salto de fe. Quizá era una locura. Quizá estaba dejando que la emoción hablara por mí. Pero ya lo había decidido… En cuanto lo viese, le diría que sí.∘₊✧─── ✦ ───✧₊∘
La mañana siguiente llegó con un aire de anticipación que no me era habitual. Una extraña sensación de emoción me invadía, tal vez era la adrenalina, por la locura de lo que estaba por hacer. Apenas crucé las puertas del Ministerio, avancé por los pasillos, esquivando compañeros de trabajo y montones de memorándums voladores, hasta llegar a nuestra oficina. Él ya estaba allí, inclinado sobre su escritorio, concentrado en un pergamino. Su cabello rojo cobrizo estaba algo desordenado, como siempre, cayendo sobre su cara con gracia. Me detuve en la entrada, observándolo un segundo más de la cuenta, sintiendo cómo el nerviosismo me apretaba el estómago. —Respira. Solo dile que sí —pensé, para animarme. Me acerqué con paso decidido. Daniel levantó la vista al escuchar mis pasos, y al verme, su expresión se iluminó un instante, antes de volver a su usual compostura. —Buenos días —saludé, intentando sonar casual, pero mi corazón martilleaba con fuerza. —Buenos días —respondió, con una sonrisa que no alcanzaba del todo a sus ojos. Me apoyé en el borde de su escritorio, cruzándome de brazos, fingiendo una calma que no tenía. —Estuve pensando… —comencé, jugando con el borde de mi túnica—. Y si la invitación sigue en pie… Él parpadeó, ladeando ligeramente la cabeza, como si no estuviera seguro de haber escuchado bien. —¿D-de verdad? —preguntó, casi con incredulidad. Asentí, sintiendo cómo una pequeña sonrisa se escapaba de mis labios. —Sí. Quiero ver esas fotos. Una chispa viva cruzó sus ojos. Se incorporó en su asiento; su pecho se expandía de emoción, y sonreía de una forma tan genuina que me hizo sentir mariposas en el estómago. Pero antes de que pudiera decir algo más, antes de sentir que su ternura me arrollaba como un erumpent molesto y me debilitaba, levanté un dedo en el aire. —Pero… —añadí, alzando una ceja de forma teatral— no vayas a malinterpretarlo, ¿eh? Solo voy por las fotos. Nada raro.—Sentía que debía decirlo; debía poner en voz alta un alto a mis propias emociones. Daniel abrió la boca para responder, pero lo único que salió fue una risa nerviosa. —¡S-sí! Nada raro —dijo, alzando las manos como en rendición, aún riéndose—. Prometo que solo serán fotos… y café… y, si acaso, algunas galletas. Fruncí los labios, fingiendo sospecha. —¿Galletas sospechosas? —Inofensivas —aseguró, colocando una mano en su corazón de forma dramática—. Ya sabe, soy bueno mezclando cosas. No pude evitar soltar una risa genuina. De nuevo, el aire entre nosotros se sintió más ligero. Más nuestro. Me llené de calma. —Entonces está bien —dije, encogiéndome de hombros—. Esta noche, después del trabajo. Él asintió enseguida, sus ojos brillando como si acabaran de concederle un deseo. —Esta noche —repitió, casi en un susurro. Nos sonreímos por un instante más, antes de que ambos volviéramos torpemente a nuestros escritorios, fingiendo que no acabábamos de sellar, silenciosamente, algo importante.∘₊✧─── ☀︎ ───✧₊∘
Volví a mi trabajo sin poder creerlo. Ella me había dicho que sí. Mi corazón latía tan rápido de la emoción que había comenzado a sudar; sentí la necesidad de aflojar el nudo de mi corbata antes de volver a tomar el informe que había estado leyendo. Pero no podía concentrarme. Mi mente estaba trabajando a su máximo: esa noche debía ser perfecta. Tenía que acomodar todo para ella. Y entre todo ese caos, un recuerdo particular me invadió.Esa vez, que también en un principio, me rechazó. El aula de Defensa Contra las Artes Oscuras estaba iluminada solo por unas pocas velas flotantes. El leve olor a pergamino y tinta se mezclaba con algo más tenue… ¿Era lavanda? No estaba seguro. Me detuve en el umbral, observándola. Su pluma temblaba apenas mientras corregía los trabajos. Su postura tensa y la forma en que suspiraba entre cada párrafo delataban su agotamiento. Toqué la puerta con suavidad. Ella dio un respingo y giró en mi dirección, con los ojos enrojecidos. Era obvio que había llorado otra vez. El leve brillo en sus ojos y la manera en que apretaba la pluma decían más de lo que cualquier palabra podría. —¿Qué haces aquí, Page? —su voz no sonaba molesta, solo cansada. —Venía a saludar. —Me acerqué, arrastrando una silla frente a su escritorio. No tenía sentido mentirle. Quería verla. Ella solo desvió la mirada y continuó con su corrección, como si mi presencia no le importara. —Recibí una invitación del profesor Slughorn para una de sus fiestas —comenté con falsa indiferencia, sacando la tarjeta de mi túnica. Para mi sorpresa, levantó la vista y esbozó una pequeña sonrisa. —¡Page, eso es excelente! ¡Felicidades! —me elogió con una calidez que no esperaba—. Significa que el profesor ve mucho talento en ti. Mi pecho se infló con algo parecido al orgullo. Sus palabras siempre tenían ese efecto en mí. Tragué saliva y deslicé la tarjeta sobre su escritorio. —Me gustaría que fuera conmigo… ya sabe, para que cambie un poco la rutina. Su expresión se cerró casi de inmediato. —Lo siento, pero no tengo ánimos para eso. Me esperaba un no, pero aun así dolió. Intenté no mostrarlo. —Solo piénselo —me puse de pie y toqué la tarjeta con los dedos antes de darme la vuelta—. Es el viernes. Y no me dijo nada más… El viernes llegó, y con él, la certeza de que no vendría.La música fluía entre las paredes decoradas de la fiesta, y las risas de otros estudiantes me rodeaban, pero yo no podía evitar sentir un vacío en el estómago. Hasta que la vi. Mi respiración se detuvo por un segundo. Entró con un vestido azul oscuro que realzaba su figura, el cabello recogido con algunos mechones sueltos enmarcando su rostro. Sus ojos seguían reflejando tristeza, pero había algo diferente en ella. Tal vez la determinación de haber salido de su propio encierro. Ni siquiera me di cuenta de que me había quedado mirándola hasta que mi amiga me dio un codazo en la costilla. —Cierras la boca o se te va a notar demasiado, Daniel —bromeó. Ignoré la burla. No podía apartar la vista de ella. Ella vino. Para mí. Suspiré con cierta nostalgia y emoción. Negando ligeramente con mi cabeza, volviendo al presente. Me estiré en mi silla, soltando un suspiro satisfecho. Tal vez podía irme un poco antes, arreglar mi casa, acomodar las fotos, preparar café y algo de comer… sí, era perfecto. O habría sido perfecto. Hasta que apenas pasadas las tres de la tarde, uno de nuestros compañeros de trabajo irrumpió en nuestra oficina, pálido como un fantasma. —¡Fuga en Azkaban! —gritó agitado—. ¡Se necesita refuerzo inmediato! Sentí como si el suelo se hundiera bajo mis pies. Intercambié una mirada rápida con ella y me asintió con seriedad.No había opción: teníamos que ir. Pero, aun sin perder las esperanzas de que fuese un incidente menor, le envié una lechuza a mi amiga: “Necesito tu ayuda. ¡Por favor! ¿Podrías ir a mi departamento y limpiar un poco? Y sí, prometo que te contaré todo después. Te debo una.” Su respuesta llegó cuando ya estaba por partir: “Hecho. Pero quiero todos los detalles. Hasta los más vergonzosos.” Solté una risa nasal, agradecido. Si todo salía bien —y por Merlín, así lo esperaba— al menos ordenar sería una tarea menos por hacer. Sin embargo, nada más alejado de la realidad. Conocía Azkaban, pero jamás me había adentrado tanto como me tocó hacerlo hoy. La misión fue un caos. No era una fuga masiva, por suerte, pero sí lo suficientemente peligrosa para mantenernos ocupados durante horas, sellando los perímetros, persiguiendo a los escapistas y lidiando con otros confinados que parecían aprovechar el desorden. Cuando todo finalmente se controló, ya era entrada la noche.Mis músculos dolían, mi túnica estaba rasgada en un costado, y mi cabello era un desastre peor que de costumbre. Y mi corazón, aún bajo toda esa fatiga, dolía más. Era tarde. Demasiado tarde. No tenía que preguntar para saber que nuestra cita estaba cancelada. Volvimos al Ministerio casi a medianoche. Me apoyé contra la pared del ascensor, sintiendo el agotamiento pesarme en cada hueso.No esperaba nada más de esta noche. Todo se había arruinado. Por eso, cuando ella, caminando a mi lado, giró hacia mí con una sonrisa cansada y preguntó: —¿Aún quieres que vaya a tu casa? Tuve que parpadear un par de veces para asegurarme de no estar imaginándolo. —¿E-En serio? —mi voz sonó un poco más ronca de lo normal. Ella se encogió de hombros, dándole a su sonrisa un matiz travieso. —Después del día que tuvimos… relajarse un poco no suena nada mal, ¿no crees? Sentí como si algo dentro de mí —algo que había estado tenso todo el día— se deshiciera de puro alivio. —Sí —respondí suspirando con alivio y una sonrisa genuina—. Todavía quiero que vengas. Y lo dije en serio. Más que nunca.∘₊✧─── ☾ ───✧₊∘
Tomamos una chimenea y, tras unos segundos envueltos en llamas verdes, aparecimos en un pequeño recibidor. La casa de Daniel era cálida y acogedora, aunque sencilla.Paredes color marfil, muebles de madera oscura y estanterías repletas de libros cubrían casi cada rincón visible. No era un sitio de lujos, pero se notaba que era un lugar habitado, y muy ordenado para un joven soltero. Curioso. Al cruzar el umbral, ambos nos quedamos en silencio.La incomodidad flotó por un instante entre nosotros, como si ninguno supiera exactamente qué hacer ahora. Daniel fue el primero en reaccionar. Se pasó la mano por la nuca —era increíble, como su cabello, siempre podía alborotarse aún más—, y luego se giró hacia mí con una sonrisa nerviosa. —¿Te gustaría… —comenzó, y su voz carraspeó un poco— tomar algo? —ofreció, moviéndose hacia la pequeña cocina abierta al salón—. Sé que te había ofrecido café, pero… —añadió, abriendo el refrigerador con torpeza— por la hora… —dudó, desviando la vista— ¿no preferirías un vino? Levanté una ceja, divertida, soltando mi abrigo sobre el respaldo de un sillón. —¿Vino? —repetí, cruzándome de brazos con curiosidad. Él me lanzó una mirada breve, pero algo nerviosa. —Pensé que… te gustaría. Siempre lo preferías cuando… —se detuvo de golpe, apretando sus labios con fuerza. Noté cómo desvió la mirada y frunció el ceño, como si se estuviera regañando a sí mismo. No dijo más, pero no hizo falta. Mi corazón se apretó de forma extraña, pero sonreí para aliviar el momento. —Creo que el vino suena perfecto —dije con una ligereza ensayada, acercándome a la barra. Vi cómo exhalaba aliviado, con una diminuta sonrisa, y sacaba dos copas mientras sacudía sus manos, visiblemente nervioso. —¿Puedo ayudarte? —pregunté, dando un par de pasos hacia la cocina. —¡No! —saltó de inmediato, provocando que soltara una pequeña carcajada—. Digo… siéntate, por favor. Esto es… territorio salvaje —añadió, haciendo un gesto teatral hacia el pequeño caos de su cocina. —¿Así que me estás salvando? —bromeé, apoyándome despreocupadamente en la barra para ver mejor dentro de su cocina. No sé por qué, pero ver ese pequeño desorden me hizo sonreír. —Te estoy protegiendo —respondió con una seriedad fingida, que no pudo sostener más de dos segundos antes de reír. La risa, ligera y sincera, rompió la tensión entre nosotros. Sentí que mis hombros se relajaban poco a poco. Quizá… no era tan difícil estar aquí con él. Quizá… esta noche no dolería tanto como había temido. Lo observé mientras servía el vino con cuidado, como si cada pequeño detalle importara. —Espero que esté a tu gusto —dijo, tendiéndome la copa sobre la barra, con una sonrisa algo tensa en los labios. Tomé la copa entre mis manos, aún un poco fría por el ambiente. Daniel también le dio un pequeño trago a la suya, y luego salió de la cocina. Le di un sorbo. Y me detuve. Parpadeé, sorprendida. El sabor me era terriblemente familiar. Dulce, afrutado, con ese pequeño golpe cálido al final que siempre buscaba en un vino… Mi favorito. Bajé la copa lentamente, mirándolo de reojo. Daniel bebía de la suya, fingiendo inocencia. Pero el leve enrojecimiento de sus orejas lo delataba. —¿Intuición otra vez? —pregunté en voz baja, ladeando la cabeza. Él se encogió de hombros, con una sonrisa ladeada. —Soy bueno adivinando gustos —dijo, sin mirarme directamente. Me mordí el labio inferior, entre divertida y desconcertada.No quise presionar. No todavía. Me quité los zapatos y me senté directamente en el suelo, cruzando las piernas. Estaba demasiado sucia del ajetreo del día como para hundirme en su sofá impecablemente limpio. Daniel, al verme, abrió los ojos con alarma. —¿Por qué no te sienta en el sofá? —preguntó, dejando su copa en la mesita de centro para acercarse un poco. —Estoy demasiado sucia —reí bajito, señalándome la túnica con manchas de tierra seca—. No pienso arruinar tus muebles. Él soltó una carcajada nerviosa, frotándose la nuca. —No me importa —murmuró—. Pero si te sientes más cómoda ahí… Se agachó también, acomodándose a mi lado en el suelo. Su rodilla rozó la mía por un segundo, enviándome una chispa eléctrica por la espina dorsal. Apreté la copa un poco más fuerte entre las manos. Nos quedamos los dos viendo al frente un momento en silencio, hasta que Daniel pareció reaccionar. —Cierto… —dijo en voz baja, como recordando por qué estábamos ahí en primer lugar, apartándose apenas para buscar bajo una pequeña mesa de café. Sacó un álbum de tapas de cuero gastadas. Se sentó de nuevo, sosteniéndolo en su regazo, sin entregármelo. Sonreí, entre desconcertada y divertida. —Quiero… mostrarte algunas fotos —dijo en voz baja. Su sonrisa era tímida pero decidida. Y ahí supe que no era solo un álbum. La forma en que lo sostenía, dejaba claro lo importante que era para él. Me acerqué un poco, apoyando los codos sobre mis rodillas, obligándome a mantener la distancia. Daniel abrió la primera página. La imagen era de una clase de Defensa Contra las Artes Oscuras. Yo, más joven y con la túnica desalineada, reía mientras sostenía la varita de un estudiante… Daniel. No hizo falta que él me lo dijese.Lo reconocí por su cabellera rojo cobrizo, que estaba aún más despeinada que ahora. Él… ese niño de la foto, me miraba como si fuera su héroe personal. Mi pecho se apretó. Pasó a la siguiente. Era una imagen afuera del aula, bajo un árbol. Yo leía un libro en una banca y Daniel, sentado en el césped, me miraba con la cabeza ladeada, como si nada en el mundo fuera más importante. Fruncí el ceño, sintiendo cómo el aire se espesaba en mis pulmones. —¿Estas… eran todas clases? —pregunté con cautela, en voz baja. Él dudó. —La mayoría sí… —admitió—. O… momentos después de clase. Mi estómago dio un vuelco. No era solo admiración de alumno a profesor. Había algo más, demasiado íntimo, demasiado evidente en la forma en que me miraba. Y, lo peor de todo… yo no parecía rechazarlo. En una de las fotos, yo le sonreía abiertamente, apoyando mi mano sobre su cabeza como si fuera algo habitual. Apreté los labios. ¿En qué clase de relación nos habíamos enredado? Daniel pasó la página con más lentitud, como si temiera lo que encontraría allí. Una foto más: los dos, riendo en el Gran Comedor, mi mano agarrando su túnica como si lo estuviera arrastrando hacia mí. Él continuó mostrándome más fotos. Creo que notó mi tensión, porque comenzó a saltar páginas, mostrándome algunas imágenes con sus compañeros de clase, y esta vez, sí contaba pequeñas anécdotas o hacía aclaraciones. Eso hizo que las anteriores imágenes de nosotros me pesaran aún más.No podía dejar de darle vueltas a esas escenas. ¿Por qué me había mostrado esas fotos primero? En un descuido, mientras él tomaba su varita para acercar la botella de vino, quise retroceder un par de páginas. Solo quería ver qué escondía. Forcejeamos un poco mientras él terminaba de acercarla. Le arrebaté el álbum… y entonces la vi. Esa foto, con total claridad. Ambos muy arreglados; por el fondo animado y alegre, parecía un baile o una fiesta.Estábamos abrazados con demasiada naturalidad, sonriendo como si el mundo entero nos perteneciera. Mis mejillas se calentaron de golpe, y mi corazón empezó a acelerarse. No sabía qué decir. No sabía qué sentir. Sentí un frío desagradable recorrerme la espalda. Volví la vista hacia él. Quería respuestas, tenía demasiadas dudas, pero, extrañamente, no vi al Daniel nervioso y tímido de siempre. Vi a un joven hombre que me miraba como si temiera romperme con solo respirar demasiado fuerte. Una mirada intensa, cargada de algo… algo que, después de ver esas fotos, podía imaginar perfectamente qué era. Mi corazón comenzó a golpear muy fuerte contra mis costillas. Me humedecí los labios, notando que mi garganta se había secado de repente. Daniel ladeó la cabeza con una pequeña sonrisa, que me dejo sin aire. Me quitó el álbum con suavidad y lo cerró lentamente. Bajo la vista, acariciando el borde de la tapa como si aún se debatiera si debía mostrarme más. —¿Estás bien? —preguntó, su voz era apenas un susurro. No sabía qué responder. Solo asentí, porque, si hablaba, temía que mi voz temblara. Él sonrió, un poco más tranquilo. Aunque su mirada, atenta a cualquier gesto mío, se notaba insegura, llena de dudas, como si justo en ese momento repasara si cometió algún error. Él estaba allí. Yo estaba allí. Y, por primera vez en mucho tiempo, me sentí al borde de recordar algo. Algo importante. Incluso, algo peligroso. Me removí incómoda en el suelo, volviendo a tomar mi copa medio olvidada en el piso.Sentía como si todo el aire se hubiese vuelto denso. Él no me estaba mirando; lo sabía porque lo estaba vigilando por el rabillo del ojo. Él veía el álbum, de una forma muy intensa, cargada de una emoción que no podía nombrar, pero que me envolvía como un manto invisible. Daniel no se había movido; seguía sentado muy cerca. Demasiado cerca. En un movimiento casi automático, dejé caer mi mano al suelo, tratando de relajarme, y sin querer, mis dedos rozaron los suyos. Él había hecho el mismo movimiento. Un simple toque. Pero fue como si una chispa cruzara entre nosotros, encendiendo todo el aire en la habitación. Ambos habíamos girado nuestras cabezas en reflejo. No nos movimos. No hablamos. Solo nos miramos, como si el universo entero hubiese contenido el aliento. Su rostro estaba a centímetros del mío. Podía ver el temblor sutil en su mandíbula, el leve rubor subiendo por su cuello, el brillo desesperadamente tierno en sus ojos. Mi corazón latía tan rápido que temí que pudiera escucharlo. Su mano aún rozaba la mía. Y por un segundo, solo uno, tuve el impulso de cerrar esa pequeña distancia. Pero entonces, respiré hondo. Recordé dónde estaba. Quién era él. Quién habíamos sido. Parpadeé, apartando apenas la mano, suficiente para romper la conexión invisible que nos había atrapado. Sonreí, pero mi voz sonó un poco más ronca de lo normal cuando hablé: —Daniel… —murmuré, mirándolo directamente a los ojos— ¿qué no me estás diciendo? Él parpadeó, como si volviera de un sueño. Se apartó ligeramente, limpiándose las manos en las piernas como si intentara encontrar una respuesta en el roce de la tela. —¿Yo? —soltó una risa nerviosa—. Nada… solo… pensé que las fotos podrían ayudar. Que a lo mejor algunas cosas… —tragó saliva— te sonarían familiares. Lo observé en silencio, sin darle tregua. Él bajó la mirada, jugando con el borde del álbum. —No quería presionarte —añadió en voz baja—. Solo… supongo que siempre supe que tú…—la frase quedo en el aire, cerro sus ojos con fuerza— eras importante para mí. Mi pecho se apretó. Había algo en su voz. Algo que iba mucho más allá de la simple nostalgia. Y mi instinto me decía, que esa pausa, fue porque se contuvo de decir algo más. Lo observé un par de segundos, esa inusual fingida calma, esa costumbre de pensar todo más de una vez. ¿Cómo podía quitarle esa mordaza que él insistía en usar? —¿Por eso el café? ¿El vino? ¿Las fotos? —enumeré en voz baja, entrecerrando los ojos con fingido reproche. Él sonrió, bajando la cabeza, derrotado en el mejor de los sentidos. —Tal vez… —susurró— quería que te sintieras… en casa. En casa. Con él. Mi garganta se cerró, de repente demasiado emocionada para responder. Así que no dije nada; solo me incliné hacia adelante, tomando el álbum de sus manos. Mientras lo hacía, mis dedos rozaron los suyos. Y su respiración se detuvo, una vez más. Igual que la mía. Volví a mi posición y abrí el álbum, como buscando refugio en las páginas gastadas.Pasé un par de fotografías más. Sonrisas alegres. Momentos que no recordaba, pero que, aun así, me provocaban una sensación punzante en el pecho. Fue entonces cuando algo cayó entre las páginas. Una hoja doblada, amarillenta en los bordes. Fruncí el ceño, recogiéndola antes de que tocara el suelo. No era una foto.Era un pequeño trozo de pergamino, escrito con tinta corrida, como si lo hubiesen guardado mucho tiempo atrás, olvidado entre recuerdos. Alisé la hoja con cuidado. La letra era juvenil, apretada, nerviosa. “No importa cuántos años pasen, siempre la recordaré.” El aire pareció espesar a mi alrededor. Sentí que Daniel se tensaba a mi lado.Levanté la mirada, buscándolo con la vista. Pero él ya había apartado la mirada, con las mejillas encendidas de un rojo violento. —¿Es tuya? —pregunté en voz baja, aunque ya sabía la respuesta. Él soltó una risa nerviosa, llevándose una mano a la nuca. —Era un niño —murmuró, apenas mirándome—. Idealizaba demasiado a las personas que admiraba… Sus palabras quedaron flotando entre nosotros. No negó que se refería a mí. No intentó explicarlo. Y, curiosamente, esa falta de excusas me llegó más profundo que cualquier confesión grandilocuente. Bajé la vista de nuevo al pequeño trozo de pergamino, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza desordenada. Él seguía allí, a mi lado, respirando con ese mismo temblor contenido. Yo seguía allí, con un pedazo de su alma entre mis dedos. Y, por primera vez en mucho tiempo, supe que había algo que ya no podía seguir ignorando. Algo que, de alguna forma, siempre había estado esperándome. Dejé el pequeño pergamino cuidadosamente dentro del álbum, como si temiera dañarlo. Tomé mi copa de vino para disimular la maraña de emociones que amenazaban con asomar, pero el líquido tembló levemente al contacto con mis labios. Daniel no dijo nada. Solo me observaba de reojo, como si esperar mi reacción fuera más doloroso que cualquier palabra. Inspiré hondo, buscando una calma que no terminaba de llegar.Dejé la copa a un lado. —Gracias —murmuré, apenas consciente de que mi voz se había vuelto más suave, más vulnerable. Él ladeó ligeramente la cabeza, sorprendido. —¿Por qué…? Lo miré, sosteniendo su mirada esta vez. —Por confiar en mí —respondí. Un silencio lleno de algo casi palpable cayó entre nosotros. Después de un momento, Daniel bajó la vista, sonriendo apenas. —Siempre lo hice —susurró. Y, de algún modo, supe que no hablaba solo de ahora. Que aquella confianza no era nueva. Que esa confianza, sin motivo —que yo también sentía hacia él—, tenía sus razones. Apoyé la cabeza contra el almohadón del sofá, cerrando los ojos por un instante. No estaba lista para todo lo que sentía. No todavía. Pero sí estaba lista para seguir buscando. Para no huir. Sonreí para mí misma, con una determinación tranquila. Cuando abrí los ojos, Daniel seguía allí, observándome como si yo fuera todo lo que alguna vez había querido encontrar. Y, por primera vez en mucho tiempo, no sentí miedo. Sentí esperanza.