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Salimos del Ministerio usando una de las chimeneas de la Red Flu.Aparecimos en un pequeño callejón, no muy lejos de un restaurante de fachada discreta, casi escondido entre librerías curiosas y tiendas de artículos de segunda mano. El cielo estaba encapotado, como si fuera a llover en cualquier momento.Pero a ninguno de los dos pareció importarle. Caminamos en silencio hasta llegar al restaurante.Era cálido, sencillo y acogedor. Las paredes estaban cubiertas de retratos de magos antiguos que bostezaban perezosamente en sus marcos. Nos sentamos en una mesa pequeña, bastante retirada, como si quisiéramos escondernos. Daniel jugaba nerviosamente con la servilleta. Yo me aclaré la garganta, buscando palabras que no se sintieran como cuchillos. El camarero llegó, y pedimos rápido: dos sopas de calabaza, para calentarnos un poco por el frío que empezaba a hacer. Él pidió chuletas de cerdo con puré de papas, y yo pedí pavo con salsa de zarza espina, y un par de jugos. Nada de vinos esta vez. Demasiadas emociones flotando. Cuando quedamos solos de nuevo, el silencio se volvió espeso. Él fue el primero en romperlo. —Me alegra que me hayas invitado —dijo, con su voz titubeante, un poco más baja de lo habitual. Sonreí, aunque me sentía torpe, como si mis emociones fueran a desbordarse en cualquier momento. —Supongo que… necesitaba hablar contigo —comencé a jugar nerviosamente con mis dedos—, necesito entender algunas cosas —añadí, bajando la mirada a mis manos. Daniel se enderezó ligeramente en su asiento. Como un reflejo, como si se preparara para recibir un golpe. —¿Qué cosas quieres entender? —preguntó con cautela. El camarero regresó, dejando los platos frente a nosotros. El aroma reconfortante de la sopa llenó el aire, pero ninguno de los dos se movió para empezar a comer. Inspiré profundamente, con la cabeza gacha y la mirada perdida en mi sopa. —Recordé haber hecho una promesa —dije finalmente, sin rodeos. Él dejó de respirar. —Una promesa… para ti —añadí, levantando la mirada. Sus ojos se abrieron apenas, y su boca se frunció. La expresión en su rostro, no era solo de sorpresa. Era… ¿Era miedo? Su cara había palidecido con lo que me pareció una mezcla de pánico y nerviosismo, y su mano sobre la mesa comenzó a temblar. Abrió la boca para hablar, pero le costó unos segundos. —¿Qué recuerdas? —preguntó finalmente en un susurro. Continúe estudiándolo unos segundos antes de desviar la mirada. —Recuerdo a un chico de mejillas rojas, mirándome como si yo fuera todo su mundo. Recuerdo su voz temblorosa… y que me pidió que, cuando fuera mayor, le prometiera darle una oportunidad. Daniel bajó la cabeza, como si el peso de esas palabras fuera demasiado para sostenerlo. Yo apreté las manos sobre mis rodillas, tratando de mantener la compostura. —¿Sabes qué es lo que más me duele? —dije en voz baja—. Que tú llevas cargando esa promesa todo este tiempo… y yo, ni siquiera podía recordarlo. Ambos levantamos la mirada al mismo tiempo. Observándonos fijamente. Él parecía muy sorprendido y sus ojos marrones brillaban de emoción contenida. —No tenías que recordarlo —murmuró con voz temblorosa, y una mezcla tan compleja de emociones que no pude identificarlas—. No era una obligación —agregó, negando ligeramente con la cabeza. Mis labios temblaron. Un silencio pesado cayó entre nosotros. Y entonces, muy lentamente, Daniel estiró su mano sobre la mesa. No me tocó. Simplemente, la dejó allí, tendida: una invitación silenciosa. Como si, con ese gesto, preguntara lo que no podía decir en palabras. Sentí mi corazón latir con fuerza en los oídos. Podía ignorarlo. Podía fingir que nada de esto había pasado. Pero ¿qué sentido tenía seguir huyendo de algo que ya había empezado a romperme desde dentro? Con cierta timidez, deslicé mi mano hasta rozar la suya. Él entrelazó nuestros dedos con una ternura que me hizo arder los ojos de lágrimas contenidas, y a mi corazón saltar de emoción. Levanté la cara y nuestras miradas se encontraron. Le sonreí torpemente, y él me devolvió la sonrisa. Si… pero era de esas que no llegaba a sus ojos. No pude evitar seguir observándolo, intentando descifrarlo, pero me era imposible. Él era bueno ocultando lo que sentía, y el desbordamiento de mis propias emociones no me dejaban ver más allá. Ninguno de los dos tocó la sopa hasta que el camarero volvió para traer los otros platillos y, alegremente, ofrecer más pan. Recién entonces, como si ese pequeño gesto nos recordara que el tiempo seguía avanzando, nos pusimos a comer. En silencio, al principio. Pero era un silencio diferente al de antes. Lo sentía pesado, vulnerable… incómodo. No sabía si solo estaba sobrepensado las cosas de nuevo, pero mi mano temblaba cada vez que llevaba la cuchara hasta mi boca. Daniel se animó a romperlo con una broma leve sobre el retrato de un mago durmiente que roncaba en la pared del fondo. Reí, agradecida. No por la broma —que era pésima—, sino porque él supo que necesitábamos algo de ligereza. —¿Cómo lograste recordarlo? —me preguntó con suavidad, mientras untaba un trozo de pan con mantequilla. Levanté la vista hacia él, un poco sorprendida, y noté que él parecía más relajado. Tal vez… si estaba exagerando.Apoyé la cuchara en el borde del plato, perdiendo la vista por un instante en el vapor que aún se elevaba de la sopa. —No lo sé —respondí con honestidad—. Solo… —hice una pausa, dudando, pues la conversación que había tenido con Ivy volvió a mí, pero no podía decírselo— deseé recordarlo con todas mis fuerzas. Daniel asintió, pero no preguntó más. No me presionó. Lo observé de reojo mientras llevaba un bocado a mi boca. Su compostura, su paciencia… la manera en que se guardaba cosas por miedo a romperme. Y entonces, sin pensarlo demasiado, pregunté: —¿Por qué no me aclaraste, aquella vez, que esa promesa que sentía flotar en mi memoria fue una que ambos nos hicimos? Él parpadeó, sorprendido, dejando su tenedor a medio camino. —¿Por qué no querías contármelo? Daniel apartó la mirada. Su mandíbula se tensó apenas. Cuando volvió a hablar, su voz fue un susurro, apenas audible por encima del murmullo del restaurante. —En ese entonces, era un completo desconocido para ti —respondió, frunciendo el ceño, aún sin mirarme—. No quería asustarte ni presionarte a recordar —sonrió con cierta melancolía—. Supuse que, si debíamos ser, las cosas se darían solas. No le refuté nada. Lo entendía. Y eso me aterraba un poco más.∘₊✧─── ✦ ───✧₊∘
Después de pagar la cuenta, salimos del restaurante en silencio.La lluvia había comenzado a caer, leve, como una melodía apagada. Caminamos bajo un mismo paraguas que Daniel de forma precavida, había traído consigo. Ambos íbamos en silencio. La conversación que habíamos tenido, me había dejado pensativa y un poco distraída, tanto que casi resbalé por no estar atenta al camino. Sin embargo, Daniel me atrapo a tiempo. En reflejo, soltó el paraguas para sujetarme con ambas manos. Yo reaccioné unos segundos después, cuando la suave lluvia me dio en la cara, como despertándome de un sueño. Y su mirada angustiada, me trajo de vuelta a la realidad. Cuando me sostuve de él para enderezarme, su rostro se suavizó un poco. —¿Estás bien? — dejo salir con preocupación, aún sin soltarme. Le di un par de palmadas en su hombro, sonriendo con vergüenza. —Sí —respondí, haciéndome un poco hacia atrás para que me soltara. Miré al rededor y noté el paraguas en el suelo—. Solo me distraje. Él inclinó la cabeza hacia un lado, levantando las cejas con media sonrisa. Con un Accio, recuperó de nuevo el paraguas y luego, con una confianza firme, tomó mi mano. —Así sabré si te distraes otra vez —dijo, dedicándome una sonrisa juguetona que encendió mis mejillas. Me atrajo con suavidad, y retomamos nuestros pasos. Durante todo el trayecto de regreso no soltó mi mano. Y yo tampoco intente soltar la de él. Cuando llegamos a una, de las tantas entradas designadas del ministerio, se giró hacia mí.El momento era demasiado frágil como para decir algo más. Pero antes de continuar nuestro camino, me atreví a dejarle un beso suave en la mejilla. Uno apenas rozado. Apenas una promesa. Él no se movió. Ni siquiera respiró. Solo cerró los ojos, disfrutando la caricia. Volvimos al ministerio, a nuestra realidad. Debíamos terminar nuestra jornada de trabajo. Pero esta vez, ambos sabíamos que algo había cambiado. Para siempre.∘₊✧─── ✦ ───✧₊∘
Esa noche, la chimenea del recibidor se cerró a mis espaldas con un leve crujido, y el silencio de mi apartamento me golpeó como un muro. Dejé la túnica colgada, me quité los zapatos sin cuidado, y me dejé caer en el sofá, permitiéndome sentir todas esas emociones a las que puse pausa para cumplir con mi trabajo. Volví de nuevo a nuestro almuerzo… o, mejor dicho, al final de este. Llevé una mano a mi rostro. No por agotamiento. Sino porque todavía sentía el calor de sus manos alrededor de mi cuerpo, y el de su mejilla bajo mis labios. Sus manos… Solo me había sujetado de la cintura para no caerme. No había sido la gran cosa, ¿verdad? Y… Ese beso… Bueno, no había sido un beso apasionado. Solo un gesto tierno. Pequeño. Inocente, incluso. Entonces… ¿Por qué me temblaban las manos? Suspiré y me incorporé, poniéndome en pie. Caminé hasta la cocina y abrí una botella de vino, “casualmente” igual a la que había compartido con Page en su departamento. Iba a servirme en una copa, pero le di un trago directamente a la botella, como si eso pudiera contener la confusión que burbujeaba en mi pecho. Volví a echarme en el mueble, mientras le daba otro trago a la botella. Pensé en la conversación. En su mirada cuando le conté lo que recordé. Y entonces, ahora un poco más calmada. La imagen me golpeó de nuevo. Clara. Precisa. La expresión de Daniel al oírme decir “recordé la promesa”. No fue alegría. No fue alivio. Fue pánico. Tomé más vino. Volví a ver sus ojos. Tan abiertos. Como si acabara de cometer un error. Como si, en lugar de acercarnos… eso pudiera alejarme de él. Me empiné la botella, tomando un gran trago. Algo no cuadraba. ¿Era posible que ese recuerdo, esa promesa, no fuera tan inocente como parecía? ¿Me estás ocultando algo, Daniel? ¿Qué es lo que te da miedo que recuerde? Porque ahora que lo veo con calma… Mi voz, en ese recuerdo, no sonaba dulce. Ni siquiera maternal. Sonaba tensa. Frustrada. Casi como si estuviera cediendo ante algo que no quería enfrentar. Volví a darle un gran trago a la botella. Lo estaba volviendo a hacer. Dudando de él. Pero… ¿Y si tenía razón? ¿Y si todo este tiempo me ha estado protegiendo de mí misma? Porque sí. Me he sentido atraída por Daniel. Más de una vez. Por sus gestos, por su atención, por ese cuidado torpe y tierno que me dedica. Por esa mirada que me envuelve entera sin pedirme permiso. Pero… ¿Y si ya lo había sentido antes? Si alguna parte de mí ya había cruzado esa línea… ¿Qué clase de monstruo era yo entonces? Me recosté en el sofá, con la mirada clavada en el techo, y lo supe, con total claridad: No iba a soportar mucho más sin saber la verdad completa. Tenía que averiguarlo.Aunque doliera.∘₊✧─── ☀︎ ───✧₊∘
Esa noche, el silencio era casi una criatura viva. Una criatura inmensa y salvaje que, por un momento, deseé que me tragara. Salí de la chimenea, quedándome de pie frente a esta. La oscuridad del lugar me recibió como siempre: sin juicio, sin consuelo.No encendí las luces. No quería ver mi propia cara. Unos instantes después, la luna se asomó por mi ventana, facilitándome la visión. Caminé hasta el pequeño comedor y me dejé caer. La silla me recibió con un leve crujido. Apoyé los codos sobre la mesa y hundí el rostro entre las manos.Todavía podía sentir el calor de su cuerpo cuando la sostuve, la calidez de su mano entrelazada con la mía. Y aún me ardía la piel donde ella, con toda la delicadeza del mundo, me había dejado aquel beso en la mejilla. ¿Cuántas veces, de adolescente, le había pedido un beso como ese? Dejé escapar una risa amarga. Me vi a mí mismo, insistente, suplicante.Y ahora, sin siquiera pedirlo… lo tenía. “Recordé la promesa”, se repitió en mi mente. —No tenías que hacerlo… —susurré, sin dirigirme a nadie. La imagen volvió de golpe. Ella, frente a mí, en aquel restaurante, diciendo que lo recordaba. La promesa… aquel recuerdo maldito. —¿De todos los recuerdos… justo tenía que ser ese? —escupí con amargura. Me levanté de la mesa. Sentía todo el cuerpo pesado. Pasé frente a la cocina y, con un Accio, acerqué una botellita de agua. La destapé camino al cuarto y le di un sorbo.La boca me ardía de lo seca. Me dejé caer pesadamente sobre la cama, dejando la botella en la mesita. Un recuerdo bochornoso llegó sin pedir permiso. Mi boca se curvó apenas. Una vez, habíamos entrado a la Casa de los Gritos. Nos lo habían prohibido —el lugar se estaba derrumbando—, pero Ivy y yo decidimos entrar igual.Ella nos vio, claro… y nos siguió. Como era de esperarse, el piso cedió. Ella alcanzó a empujar a Ivy a tiempo, salvándola. Pero yo… Caí con ella. Entre sus brazos. Ella me protegió. Habíamos quedado atrapados, con nuestros cuerpos increíblemente cerca. Ella, con una voluntad de hierro, trataba de sacarnos de allí sin perder el control.Pero el roce de su cuerpo hizo que el mío reaccionara. Mal. Muy mal. Supongo que era normal… la adolescencia, y todo ese caos hormonal que no sabía manejar. Aun así, ella continuó protegiéndome. Al salir, me cubrió con su túnica. Mintió diciendo que mi ropa se había rasgado. Me llevó de vuelta al castillo. Por supuesto, no sin quitarle puntos a mi casa y darme un sermón sobre lo estúpido y peligroso que había sido entrar allí. Abrí los ojos, volviendo al presente.Me removí en la cama, sintiendo la cara arder por la vergüenza. —Incluso lavó mi ropa… Cerré los ojos con fuerza. Un nudo me apretaba la garganta. Hubiese preferido mil veces que recordara eso, aunque fuera terriblemente bochornoso… antes que esa promesa. Un suspiro escapó de mis labios, cargado de culpa y anhelo. —Yo no quería hacerte daño… —se me escapó en voz baja, como si ella pudiera oírlo desde donde estuviera. Me volví, quedando de espaldas, mirando el techo como si las respuestas estuvieran escritas allí. Pero no había nada. Solo la imagen de su rostro en ese recuerdo: frustrada, tensa. Y yo… tan desesperado porque me amara, que no medí mis acciones. —Fui tan estúpido —murmuré con amargura—. Un inmaduro que no entendía que obligar a alguien a decir “te amo”… no es lo mismo que ser amado. El silencio volvió a rodearme como una marea. Y en medio de ese silencio, comprendí algo con una claridad dolorosa: Ella no estaba recordando nuestro pasado. Estaba recordando la verdad. Y esa verdad… podía destrozarlo todo. Cerré los ojos de nuevo. Una parte de mí quería gritar. Otra… solo quería aferrarse a esa pequeña chispa de esperanza que su mano entrelazada me había dejado. —Por favor… —susurré, apenas en un aliento—. Si vas a odiarme…que no sea antes de saber cuánto te quise… y cuánto te sigo amando.