∘₊✧─── ✦ ───✧₊∘
Horas más tarde. La galería estaba ubicada en un barrio discreto del centro de Londres. Por fuera, parecía cualquier otro edificio antiguo, con columnas de piedra clara y un cartel elegante que anunciaba una exhibición sobre “Arte en Diálogo con la Historia”. Pero dentro, el ambiente era otra cosa: sofisticado, pulcro… y lleno de gente. Magos y brujas camuflados entre el personal, muggles de traje impecable, y, por supuesto, el Ministro, moviéndose entre saludos y copas de champán sin perder esa sonrisa entrenada. Yo me mantenía cerca de una de las entradas laterales, con la vista fija en la multitud y la varita oculta entre la manga. Daniel estaba asignado al otro extremo del salón, pero podía verlo perfectamente: de pie junto a un ventanal, hablando con un agente de seguridad, tenso como un hilo demasiado estirado. Aun así, se giraba cada tanto. Me buscaba. Y yo, también giraba, pero para evitarlo. Me forcé a concentrarme en el trabajo que debía cumplir: escanear rostros, medir distancias, vigilar posibles amenazas. Pero su mirada… su insistente mirada. Seguía tirando de mí, como si se tratara de un lazo invisible e imposible de romper. —Todo en orden por aquí —murmuró una voz a mi lado. Casi salté del susto. Era él. Daniel. Se había acercado con sigilo, manteniendo la voz baja, pero el corazón me dio un vuelco, solo de tenerlo tan cerca otra vez. Asentí, sin mirarlo. —Sí. Sin novedades —respondí, intentando sonar profesional. Un silencio incómodo se estiró entre nosotros. Él no se movió. Yo no me alejé. Y eso era un problema. —¿Estás… bien? —preguntó, con esa voz suya, tan suave que parecía hecha para no romper nada. Tragué saliva. Mantuve la vista en la multitud. —¿Tú crees que sí? —pregunté de vuelta, sin pensar demasiado.Un segundo después, lamenté el tono. Daniel cerró los ojos apenas, como si la pregunta le doliera físicamente. —Estoy tratando —susurró—. Te juro que lo intento. No supe qué decir. Había tantas cosas entre nosotros ahora, que cualquier palabra sonaba diminuta. Y al mismo tiempo, cargada de dinamita. —Lo siento —me disculpé con cierta culpa, sabía que esto no era fácil para ninguno de los dos—. Me abruma todo esto, todo lo que empiezo a recordar. Él me miró. Su boca se entreabrió, como si le costara encontrar las palabras. —¿Qué más recordaste? —preguntó, con una mezcla de miedo y esperanza que me rompió un poco. —Nada nuevo —respondí con prisa. Porque no quería explicarle, que entre más vueltas le daba a lo poco que sabía —o que recordaba—, más confundida me sentía. Porque ya no sabía si esa promesa era un recuerdo tierno… o un error catastrófico. Un pitido sutil en nuestros comunicadores muggles interrumpió el momento. —Alerta en la entrada este —se escuchó la voz del jefe de equipo—. Dos sujetos intentando colarse. Daniel reaccionó al instante. —Voy yo —dijo, comenzando a caminar sin mirarme. —Yo también —respondí, porque no pensaba dejarlo solo. Corrimos, codo a codo, entre la gente, hasta llegar a la puerta donde dos adolescentes muggles forcejeaban con el portero. Solo eso. Ninguna amenaza mágica. Solo curiosos sin invitación. Estábamos tan distraídos discutiendo… que ni siquiera nos dimos cuenta de que no era nuestro llamado. Los policías muggles se encargaron y el problema desapareció. Pero la tensión entre nosotros no. Ni iba a hacerlo. Volvimos a nuestros puestos en silencio, la respiración aún agitada. Nos quedamos un momento de pie, uno junto al otro, sin hablar. Y aunque no nos mirábamos, nuestras manos casi se rozaban.Y eso fue lo más peligroso de todo.∘₊✧─── ✦ ───✧₊∘
Esa noche. Gracias a toda la Orden de Merlín, la misión terminó sin contratiempos. El Ministro dio su discurso. Los muggles aplaudieron. Las copas se vaciaron. Y todo volvió a su curso. Excepto yo. Tan pronto como mi jefe nos dio permiso para retirarnos, me fui a casa. Sin despedirme de nadie. Especialmente de él. No podía. No después de esa conversación a medias, de esa manera en la que nuestras palabras parecían flotar entre verdades silenciadas. Me preparé un baño tibio. Llené la bañera con agua y algunas sales aromáticas. Me recogí el cabello, y me sumergí hasta la barbilla, dejando que el calor relajara mi cuerpo. Apoyé la cabeza en el borde, cerrando los ojos. Y lo vi de nuevo, bajando la mirada con cierto arrepentimiento. “Estoy tratando.” Abrí los ojos. —Claro que lo estás… —murmuré. Daniel siempre ha estado intentando cuidarme. Solo me gustaría saber… ¿De qué? Mi vista se perdió en el techo, que solo me devolvía silencio. ¿Por qué cada vez que menciono que recordé algo, él parece asustado? Si solo se tratara de una promesa, de un enamoramiento imposible… ya lo habría dicho. Ya lo habría explicado. Pero no lo hace. Y eso me revuelve por dentro. Definitivamente, hay algo más detrás de todo esto. Algo que no quiere que recuerde, porque si lo hago… tal vez podría cambiarlo todo.Podría cambiar lo que somos ahora. Y lo peor es que una parte de mí empieza a creer que ese “algo”… no fue del todo inocente. Inspiré hondo, frotándome el rostro con ambas manos, como si el agua pudiera llevarse todas estas dudas. Pero no. Las emociones seguían ardiendo por dentro. Miedo. Confusión. Rabia. Cariño. ¿Cómo es posible sentir tantas cosas por una sola persona? Dejé escapar un suspiro, frustrada. Tomé mi varita de la mesita de soporte, pensativa, y la moví con un gesto suave para calentar un poco más el agua. Tal vez ya era hora de dejar de esperar. De dejar de reunir piezas sueltas. Ya había hablado con todos sus amigos. Ya había tenido recuerdos borrosos y promesas a medio entender. Faltaba una sola cosa. Daniel Page. Dejé de nuevo la varita en la mesita, y me hundí otra vez en el agua, esta vez hasta cubrirme la boca. Si tan solo me contara lo que paso, todo se solucionaría entre nosotros… todo fluiría mejor. O tal vez no… Tal vez Daniel tenía razón. Tal vez lo mejor era no recordar nada. Pero… ¿Qué hacía entonces con todos estos sentimientos que tengo por él? Me enderecé en la bañera, sintiendo mi corazón latir con demasiada prisa.Y como si se tratara de una premonición, un pensamiento certero vino a mi mente: Lo mejor era alejarme de él. Esa simple idea me dejó un hueco en el estómago. Una ansiedad aplastante. Pero, si lo analizaba bien, era lo mejor. Pediría un traslado a la sucursal en Francia. Eso era. Si él no quería hablar, no iba a obligarlo. Pero él tampoco podía obligarme a quedarme. Y mucho menos en esta oscuridad de no saber la verdad.∘₊✧─── ✦ ───✧₊∘
A la mañana siguiente, crucé la entrada del Ministerio con el corazón en un puño. Dormí poco. Si es que dar vueltas en la cama imaginando todo lo que podía salir mal cuenta como dormir… o recordando todo lo que ya había salido mal. El ruido de las pisadas, las conversaciones lejanas y los memorándums volando no lograban opacar esa vocecita que no dejaba de preguntar: ¿Estás segura de que esto es lo correcto? No lo estaba. Pero no podía seguir así. Tenía que avanzar, aunque fuese en dirección contraria a todo lo que deseaba. Caminé hacia la oficina de Aurores con la intención de postergar la decisión un poco más. Tal vez encerrarme en mi escritorio. Tal vez escapar antes del almuerzo. Tal vez simplemente sobrevivir otro día. Pero al cruzar la puerta, mi jefe estaba allí. Y eso era raro. Normalmente, manejaba todo desde el piso superior. Me detuve un segundo, como si el mundo se pusiera en pausa. ¿Era una señal? ¿El destino empujándome a dejar de dudar? Apreté los labios. No tenía sentido seguir postergándolo. Me acerqué a él con paso firme. —Buenos días —saludé, con una cortesía demasiado medida.—¡Oh! Justo estaba pensando en ti —dijo Blakesley con tono jovial. Luego me observó con más atención—. ¿Todo bien? Asentí. —Quería hablarle de algo… personal —añadí, forzando una sonrisa. Mi jefe me sonrió de vuelta con resignación y me invito a ir a su oficina. En menos de quince minutos, la petición ya estaba firmada. Un traslado temporal a la sucursal de Francia. Lo llamo “intercambio profesional para fortalecer vínculos mágicos internacionales”. Sonaba bonito. Casi parecía que me estaba yendo por razones nobles. Casi.∘₊✧─── ☀︎ ───✧₊∘
Seguía pensando en ella y en esta incomodidad creciente que ya se sentía como una punzada diaria. No había dormido casi nada y llegaba tarde al Ministerio. Mientras iba al fondo del ascensor, escuché su nombre en boca de personas que ni siquiera conocía. No pude bajarme en mi piso. Tenía que escuchar. —Sí, se va de nuevo a Estados Unidos —decía uno. —No, no. Esta vez se va a Francia —aclaró el otro. Mi cara palideció. Apenas logré escuchar que había estado en Estados Unidos hasta el accidente. Un frío desagradable me recorrió la espalda. Por eso, no importa cuánto la busqué, no pude encontrarla. Y ahora… ahora se iba de nuevo. El ascensor se detuvo de nuevo en mi piso y bajé. Me sentía aturdido, Molesto. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué de pronto se iba? ¿Lo había recordado todo y esa era su respuesta? Entré a la oficina y la vi. Rodeada de colegas, de otros compañeros de trabajo. —Solo serán un par de meses —afirmaba, con una sonrisa en los labios—. No les dará tiempo de extrañarme. Eso les decía. Pero yo, que la conocía bien, sabía que mentía. No podía mirarlos a los ojos, y usaba la caja que empacaba como escudo. Entonces me vio. Fue solo un segundo. Y luego desvió la mirada de nuevo. Sonreí con ironía, acercándome a su escritorio con los ojos fijos en su rostro… y luego en la caja, que parecía contener más que simples pertenencias. Mientras uno de nuestros compañeros le preguntaba con entusiasmo por París. —¿Te vas? —interrumpí con un tono seco, haciendo que el ambiente perdiera su ligereza. Ni se molestó en mirarme. Solo asintió. —Traslado temporal —añadió, con voz firme. Como si eso cambiara algo. —¿Cuándo? —Esta misma semana. El silencio se volvió espeso. Los murmullos alrededor se disiparon. Guardamos silencio, pero lo que no se decía era más fuerte. Terminó de empacar sus cosas, mientras yo me consumía en preguntas. Y cuando pasó a mi lado con la caja, sin mirarme, no pude más. —No puedes irte así. Ella se detuvo. No grité. No lloré. Pero mi voz salió tan rota como yo. Giró apenas el rostro. No sabía si me estaba viendo. Avancé unos pasos, quería tomarla, detenerla, pero me obligué a anclarme al suelo, con los puños apretados a los costados. —Vamos a hablar. Ahora —dije, aunque la voz me tembló. —Estoy ocupada. —Entonces cancélalo —repliqué, más alto de lo que pretendía. Las miradas ya no eran murmullos. Todos nos estaban viendo. No quería armar un espectáculo, solo… solo no quería perderla. No de nuevo. La vi parpadear un par de veces, sorprendida. El aire en la oficina era denso, y el silencio, abrumador. Avancé un paso más. —¿Vas a irte sin decirme por qué? ¿Sin dejarme… decir nada? Hizo una mueca frustrada. —Has tenido tiempo para decirlo, y no lo has hecho. Eso es lo peor de todo —respondió cortante. Y me dejó sin aire. Giró de nuevo, retomando su camino. —Por favor— pedí. Mi voz fue más baja de lo que quería. Y, sin embargo, ella me oyó. Se congeló en su sitio. Sus hombros se tensaron. —Cinco minutos —dijo sin mirarme, con tono frío y continuó caminando. Asentí tragando con dificultad. Y la seguí. Nos guió hasta una sala de descanso vacía. Dejó la caja sobre la mesa y cerró la puerta con su varita. Era un déjà vu… un maldito déjà vu. Mi pecho se oprimió. ¿Era esta una señal de que jamás íbamos a estar juntos? —¿Por qué Francia? —pregunté al fin, sin alzar la vista. —¿Por qué no? —replico con rapidez y no pude responder. De nuevo silencio. Tenso. Pesado. Doloroso. —¿Recordaste algo más?— dejé caer dudando. —No —respondió de inmediato. Demasiado rápido. Mi mandíbula se tensó. —Entonces, ¿Crees que te oculto algo? Sus ojos se abrieron apenas. Supe que había acertado .Desvió la mirada, con el ceño fruncido y soltó una risa seca. —No me subestimes —murmuró con molestia, cruzándose de brazos—. No lo creo, lo sé. Di un paso hacia ella, pero no pude seguir. Lo sabía… Ella lo sabía… Un sudor frío y desagradable recorrió toda mi espina dorsal. Estaba temblando. El aire me faltaba. Me estaba consumiendo. —N-no estoy listo —confesé, con voz rota y las manos heladas—. No todavía. No para contarlo todo. No para desenterrar… eso. Ella frunció los labios. Volvió su vista a mí, seria, filosa. —Entonces yo sí tengo que hacerlo, ¿no? Recordarlo sola. A ciegas. A trozos. Y tú solo miras. —¡Porque tengo miedo! —exploté—. ¡Miedo de lo que vas a pensar cuando recuerdes todo! ¡Miedo de que no puedas mirarme igual! Me había alterado mucho. Me sorprendí yo mismo, al notar el tono con el que hable y lo mucho que mi respiración se había descontrolado. Bajé la cabeza, sintiéndome derrotado. Otro error más. —¿Crees que no me castigo por lo que hice? —murmure, con voz contenida— ¿Qué no lo revivo cada vez que te veo y tu mirada me dice que no sabes quién fui para ti? —Entonces dime —exigió ella, alzando la voz con notable frustración—: ¿qué fue tan grave, Daniel? ¿Qué fue eso que te hace pensar que, si lo recuerdo, no voy a poder perdonarte? Levanté la cabeza. Quise decirlo. Quise. Pero mi garganta se secó y el miedo me inmovilizó. Apreté los puños. Frustrado. Me sentía miserable. —Si te lo cuento… si lo hago, ya no habrá vuelta atrás. —Lo sé. —Y tú te vas a ir igual. —No lo sé. El silencio otra vez se hizo presente. Tenso e incómodo. No sé cuanto tiempo pase sumergido en este torbellino de pensamientos. Hasta que ella, con un hilo de voz, me trajo de vuelta: —No me dejes adivinar más, Daniel. No me obligues a hacer esto sola. Y fue todo lo que necesité para romperme por dentro. —Te lo juro… yo solo quería que me amaras. Fue lo único que pude decirle, antes de desbordarme en lágrimas. Ella suspiró, con una mezcla de decepción y enfado. —Cinco minutos —repitió, con voz temblorosa, relajando su posición—. Eso fue lo que te di. Dejé escapar una risa amarga. —Y los usé para arruinarlo todo —susurré, con la vista en el suelo. Tomó la caja con decisión y caminó hacia la salida.Escuché cómo se abría la puerta.Ya no había vuelta atrás. Pero entonces, su voz de nuevo interrumpió el caos en mi mente: —Estoy tramitando el traslado. Pero aún no es definitivo. Levanté la vista. Incrédulo de lo que escuchaba. No pude decir nada. —Tienes hasta entonces —añadió, y se fue, dejando que la puerta se cerrara con un ruido seco. Mi corazón golpeaba mis costillas con una fuerza desesperada, retumbando en mis oídos. De pronto, tenía esperanza. Pero también miedo. Mucho miedo. Me pasé las manos por la cara, desesperado. Como si pudiera borrarme de adentro todo esto que me quemaba. —No quiero que se sienta culpable por algo que ella no hizo— fue mi primer pensamiento. Me quedé solo en la sala. El eco de sus pasos alejándose me pareció más fuerte que cualquier grito. Ella me dio tiempo. Una última oportunidad. Una cuenta regresiva que no sé si soy capaz de enfrentar. La verdad está ahí, esperando salir. Y yo… yo solo quiero encontrar el valor para contarla sin destruir lo poco que queda de nosotros. Porque si ella recuerda lo que hice… No sé si podrá perdonarme. Y no sé si podré perdonarme yo, si vuelvo a romper su corazón.