La cita
22 de octubre de 2025, 10:37
Capítulo 2: La cita
No había planeado llegar tarde, pero Rosalie insistió en que debía mostrarle a Edward todo lo que no podía tener. Mi vestido cruzado azul marino se ajustaba a la perfección sin revelar demasiado, y los tacones que me prestó eran más altos que cualquier cosa que hubiera usado antes. Por alguna razón, ella quería que Edward se muriera de ganas, y casi me amarra a la cama cuando intenté ponerme mi suéter favorito y unos jeans. Me dio pena el pobre tipo mientras Rosalie me jalaba el cabello hasta domarlo y me mandaba en camino con diez minutos de retraso.
Apenas crucé la puerta del restaurante, tropecé con el marco, justo como había sabido que pasaría desde el momento en que me puse esos ridículos stilettos. Pero antes de besar el suelo, unos brazos fuertes me atraparon y me sostuvieron cerca, salvándome de la humillación.
Un escalofrío me recorrió la espalda, y sin poder evitarlo, me acurruqué en ese abrazo. Quien fuera que me sujetaba olía a jabón, menta y un toque de cuero, y el noventa por ciento de mí quería seguirlo a donde fuera y dejar a Edward con su conversación incómoda y mi silla vacía.
Pobre Edward.
—¿Estás bien?
La voz en mi oído era baja, cálida, íntima. Sentí la piel erizarse desde el cuello hasta la tela ceñida de mi vestido con el rastro de su aliento, y tuve que reprimir un estremecimiento de puro deleite.
Pobre Edward, me recordé, girando lentamente para agradecer al hombre que me había rescatado.
Me recibió el reflejo de las luces en unas gruesas gafas de pasta negra. Tropecé de nuevo, tratando de soltarme mientras balbuceaba mis disculpas.
—Lo siento mucho, Edward. Yo… Ay, soy una torpe total.
En cuanto estuve de pie por mis propios medios, extrañé sus brazos, su calidez. Dios, ese olor. Olía tan bien que quise hundir la nariz en su… Oh. El suéter de hijo de mamá.
—Está bien. ¿Estás lista?
Eché otro vistazo al suéter tejido con colores brillantes, asentí y me obligué a mirarlo a los ojos, aunque la luz del candelabro seguía reflejándose en los lentes y no me dejaba ver nada.
Sin decir más, me condujo hacia el fondo del pequeño restaurante, donde la única luz venía de una vela en el centro de la mesa. El ambiente íntimo habría sido perfecto para el Edward que me sostuvo en la entrada, pero parecía totalmente fuera de lugar para el hombre torpe que ahora me ofrecía asiento.
Se sentó frente a mí y sonrió con timidez.
—Aquí me pusieron cuando llegué. Espero que no esté muy oscuro.
Esperé un momento más por alguna pregunta sobre por qué llegaba tarde, pero simplemente aguardó mi respuesta.
—Está bien. Perdón por la tardanza. Espero que no hayas pensado que...
—Está bien, Bella. Me alegra que vinieras. Por cierto, te ves hermosa.
Un calor me subió por el cuello y se instaló en mis mejillas por segunda vez desde que crucé la puerta. No supe cómo devolverle el cumplido, así que solo murmuré un «gracias» y me concentré en la llama parpadeante justo cuando nos trajeron el café.
—¿Y tú? ¿Qué has hecho desde que te fuiste de Forks?
Era un tema seguro, y me perdí en las amplias descripciones de mis años en la universidad: cómo conocí a Rosalie y a Alice, y ellas me ayudaron a salir de mi caparazón; cómo me destaqué en mis clases de escritura y conseguí una pasantía en una pequeña editorial justo después de graduarme, y cómo esa pasantía se convirtió en un empleo estable como editora.
—Suena perfecto. Siempre estabas escribiendo algo, incluso cuando se suponía que debías estar haciendo otra cosa —sus ojos brillaron con admiración—. Me alegra que hayas podido convertir lo que amas en una carrera.
Desvié la mirada al recordar que él me había observado más de lo que dictaba la cortesía en la secundaria, pero logré forzar una respuesta.
—Bueno, ya no escribo tanto. Me di cuenta de que soy bastante buena como editora de desarrollo. Trabajo con autores para que desarrollen personajes, corrijan vacíos en la trama y se enfoquen en lo esencial antes de que otro editor tome el relevo. Es divertido, y creo que bastante gratificante.
Cayó un silencio, y jugueteé con la cuchara en el café, que ya estaba frío. Solo quedaban unos sorbos, y me los tomé para que el silencio pareciera justificado. Cuando terminé, dejé la taza sobre el platito y la hice girar con cuidado.
Él abrió y cerró la boca un par de veces antes de dejar caer los hombros. Una sonrisa irónica se dibujó en su rostro, un poco más alta del lado derecho, y fue tan adorable que me dieron ganas de acariciarle la mejilla.
—¡Oh! Lo siento —dije de pronto, cayendo en cuenta de lo egoísta que había sido, hablando solo de mí—. ¿Y tú qué has hecho? Quiero decir, parece que te ha ido muy bien, aunque todavía no me queda claro si arreglas computadoras o diseñas edificios.
Bajó la cabeza con una pequeña risa y se encogió de hombros.
—No tienes que fingir interés. Simplemente me alegro de volver a verte.
Me dolió el corazón con sus palabras, especialmente porque venían acompañadas de la sonrisa más dulce y triste que había visto en mi vida. Hacerle daño de repente se sintió como el peor crimen que había cometido, y me odié por ello.
—Sí estoy interesada, Edward. De verdad. Y también tengo curiosidad, para ser honesta. No tengo idea de qué… ¿cómo era? No tengo idea de lo que haces.
—Arquitecto de sistemas —dijo, y otra vez esa comisura derecha se alzó en una mueca encantadora.
Me encantaba ese gesto. Por un segundo, con solo ese leve movimiento de sus labios sorprendentemente llenos, fue el capitán del equipo de baloncesto, el rey del baile y el rebelde en motocicleta, todo envuelto en un suéter espantoso. La oleada de afecto me sorprendió, y me ayudó a asimilar lo que compartió conmigo.
No entendí una sola palabra de lo que dijo, pero me quedó claro que era inteligente -más de lo que jamás imaginé. Habló de redes, servidores, usuarios finales, y un montón de letras y números que no formaban ninguna palabra real. Aun sin entender, me impresionó. Parecía modesto respecto a sus habilidades, y eso lo encontré refrescante. Pedimos otra taza de café y una porción de cheesecake para compartir, solo para alargar la velada. No mencionamos la secundaria; en su lugar, compartimos nuestras metas y sueños para los próximos años. A pesar de nuestras aparentes diferencias, queríamos lo mismo: seguridad, felicidad, compañía y muchas risas.
—Supongo que debería llevarte a casa —dijo al mirar su reloj—. Llevamos casi tres horas aquí.
Me sorprendí. Había esperado una noche incómoda y dolorosa, pero todo había sido fluido después de los primeros minutos. Era mucho más de lo que había esperado, y la lástima se había transformado en admiración en algún punto. Nuevas emociones se agitaban en mi pecho y estómago mientras él volvía a sostener mi silla y luego la puerta. Me picaban los dedos por tomarle la mano, pero sabía que aún era pronto. Él merecía a alguien segura de lo que sentía, y yo seguía atrapada entre la confusión, la indecisión y los fantasmas del pasado.
Cuando sostuvo la puerta del edificio de mi apartamento, mi celular emitió un sonido de mensaje. Me detuve a revisarlo y me di cuenta de que había estado fuera tanto tiempo que Rosalie ya estaba preocupada.
—Te fuiste hace mil años. ¿El nerd tímido se volvió asesino serial en cuanto te tuvo sola? Avísame a dónde mando el dinero del rescate.
—Perdón —le sonreí a Edward, algo avergonzada—. Hablamos tanto que mi compañera de apartamento se preocupó. Le voy a avisar que ya llegué.
Esperó educadamente mientras ocultaba la pantalla con sus groserías y escribía mi respuesta.
—Ya voy subiendo. Todo bien.
Con Rosalie calmada, subí lentamente hasta el tercer piso, pensando en cómo invitarlo a salir de nuevo. Sabía que casi había arruinado la oportunidad con mis reacciones al principio de la noche, pero esperaba que todavía quedara en él suficiente afecto para darnos otra oportunidad.
Al dar la vuelta para subir el último tramo de escaleras, vi los pies de Rosalie. Me estaba esperando para interrogarme. Y, claro, en cuanto vio mi cabeza aparecer, atacó.
—¡Vaya cita por lástima, Bella! No tenías que darle tres horas de tu vida. Con un café rápido habría sido suficiente.
Edward tropezó detrás de mí, y quise hundirme en la madera de los escalones y desaparecer. Me ardían las mejillas, me dolía el pecho y el estómago dio una voltereta digna de oro olímpico, todo antes de que pudiera siquiera hablar. Al fin encontré la lengua, pero lo que dije no valía el esfuerzo.
—Cállate —solté entre dientes, un susurro furioso dirigido a Rosalie, pero mis palabras quedaron sepultadas por el sonido de unos zapatos de vestir apurados huyendo escaleras abajo.
Rosalie apareció en lo alto de las escaleras y observó cómo Edward se alejaba.
—Ups. Bueno, supongo que te ahorré un problema.
No pude evitarlo. Las lágrimas brotaron y empezaron a correr por mi rostro, encendidas por el rubor ardiente en mis mejillas.
Se había ido. Nunca alcancé a pedirle otra cita, otra copa, y probablemente nunca volvería a mirarme. Si pensaba en mí, no sería con el cariño de un adolescente enamorado, sino con el dolor de un hombre rechazado.
Quien daba lástima no era él.
Era yo.