Botín de guerra
22 de octubre de 2025, 10:37
Capítulo 5: Botín de guerra
—Bueno, toca la puerta.
Rosalie me observaba desde la escalera, oculta justo donde yo había estado cuando escuché las palabras que prácticamente arruinaron mi año. Me quedé frente a la puerta, respirando hondo varias veces, tratando de reunir valor para seguir su consejo. O, mejor dicho, su orden.
—Maldita sea, Edward. Toca la puerta. ¡Sácala de su miseria! Y sácate tú también —susurró entre dientes, agachando la cabeza cuando se dio cuenta de lo alto que había hablado—. Vamos, hazlo.
La nueva fuerza que me recorría el cuerpo levantó mi brazo sin permiso de mi cerebro. Tal vez era mi corazón actuando por fin por su cuenta. De cualquier forma, los nudillos tocaron la madera, y ya no había vuelta atrás.
Antes de que pudiera ordenar mis pensamientos, ahí estaba ella. Ojos muy abiertos, cabello revuelto, y diminutos pantalones de pijama que llamaron mi atención. Dios, era todo lo que siempre había querido, y estuve a punto de dejarla ir.
—Jesús… ¿Edward? ¿Eres tú?
—Eh, sí. Hola. Hola, Bella. Eh…
La risita de Rosalie desde las escaleras me ayudó a ubicar mis pelotas y mi cerebro. Le lancé una mirada rápida que alertó a Bella de la situación.
—¿Rose? ¿Qué está pasando?
Con un suspiro, Rosalie subió los últimos escalones y se unió a nosotros en la puerta.
—Bien hecho, genio. Aunque todavía te falta mejorar la presentación.
—¿Alguien puede explicarme…? Guau, Edward. ¿Qué está pasando?
—Vamos a hablar adentro —Rosalie nos empujó a todos al vestíbulo y cerró la puerta detrás de ella—. Ahora es tu turno, genio. No lo arruines esta vez.
Bella y yo vimos a la rubia inoportuna desaparecer por el pasillo hacia una habitación, y luego nos volvimos a mirar el uno al otro. Le ofrecí una sonrisa, esperando que no se notara tan débil como me sentía.
—Viniste —susurró, alzando la mano para tocarme la mejilla.
Pero sus dedos nunca llegaron a mi piel. Temblorosa, bajó el brazo y se abrazó a sí misma con fuerza. Sus ojos cálidos, marrones y hermosos se llenaron de lágrimas, y agachó la cabeza para ocultarlas.
—Lo siento tanto, Edward. No puedo ni imaginar lo que pensaste anoche al volver a casa. Ella… quiero decir… yo no siento eso en lo absoluto. De verdad la pasé muy bien contigo, y solo quería…
—Hey —la interrumpí—. Está bien. Me lo explicó todo. O sea, ya sabía que no estabas del todo convencida de salir desde el principio, pero yo también pensé que lo pasamos muy bien. Debí… bueno, no debí haber salido corriendo. Debí dejarte hablar.
Nos quedamos en silencio unos momentos, mirándonos, sin palabras, pero diciéndolo todo. Podía ver en sus ojos lo mucho que lo lamentaba, y quizás ella podía ver en los míos que la había perdonado sin dudar.
—Voy a confesarte algunas cosas, y no quiero que te asustes.
Sus ojos se agrandaron, pero asintió con rapidez.
—¿Quieres sentarte para esto?
Acepté la oferta y di unas palmaditas en el cojín a mi lado. Cuando se sentó, respiré hondo y empecé a hablar sin haber planeado nada.
—Eras la persona más amable de Forks. Sé que no te acuerdas de mí, pero está bien.
—Sí me acuerdo de ti —me interrumpió—. Estuvimos juntos en algunas clases. No mentí cuando dije que había pasado mucho tiempo y no esperaba ver a nadie de Forks en New York.
Asentí, reconociendo con gratitud sus dulces palabras.
—Recuerdo cada interacción que tuvimos, lo cual probablemente no sea muy sano. Tus recuerdos deben estar más cerca de la forma lógica de lidiar con el pasado. Pero eso no cambia el hecho de que recuerdo lo que dijiste cuando Mike Newton tiró mi mochila en segundo año. O tu sonrisa cuando me diste un bolígrafo después de que el mío se rompió en clase de Inglés. Una vez interrumpiste a Tyler Crowley justo antes de que pudiera arrastrarme al baño para darme unos golpes, y ni siquiera te diste cuenta de que lo hiciste.
Su cara lo decía todo: no recordaba ninguna de esas cosas. Se abrazó las rodillas y comenzó a mecerse mientras yo revivía cada momento que compartimos en la secundaria -aunque muchos de ellos, ella ni los hubiera notado.
—Siempre sonreías cuando nos cruzábamos en los pasillos, y no era una sonrisa falsa ni de esas que uno lanza antes de planear la próxima humillación. No hacías muecas cuando nos asignaban trabajar juntos en clase. Una vez te caíste en gimnasia para desviar la atención de mí después de que me pegaron en la nariz con el balón de vóley.
Bella soltó una carcajada seca y casi se cae del sofá.
—No me caí a propósito, Edward. Era malísima en Educación Física. ¿De verdad pensaste que tropecé para que no se burlaran de ti?
—Dicho así, suena demasiado bueno para ser verdad. Aunque, pensándolo bien, sí, te tropezabas mucho.
—Y todavía lo hago.
—Dios, eso es muy adorable.
Se acomodó en el sofá, con las mejillas encendidas de color. Quería tocarla, abrazarla, pero no podía hacerlo hasta que supiera todo.
—Pensé en ti todos los días después de la graduación. Sé que suena ridículo y probablemente te hace pensar que tenía un altar de Bella o algo así. Te juro que no. Es solo que me gustabas mucho, y cada día había algo que me recordaba a ti. Cuando te vi en el bar pensé que eras una alucinación. Ya te había saludado cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo. No puedo culparte por decir que sí antes de darte cuenta de lo que hacías.
—Detente —susurró.
Y ahí estaba. Por fin había cruzado la línea y la había asustado. Empecé a levantarme para irme, pero sentí su dedo sobre mi muñeca. Un simple toque, pero me desarmó por completo. No podía levantarme, mucho menos salir por la puerta.
—¿Hiciste esto por mí? —preguntó al fin.
Estuve a punto de decir que no, que lo había hecho por mí, pero supe que era mentira. Sin ella, jamás habría tenido la fuerza ni el deseo de salir de mi zona de confort. Seguiría usando uno de mis suéteres feos. Como no tenía otra verdad que ofrecer, asentí.
Ella sonrió con tristeza y me tomó de la mano.
—No tenías que hacerlo, ¿sabes? Eres un gran tipo, sin importar lo que lleves puesto. ¿Esto fue idea de Rosalie?
De nuevo, sin otra respuesta posible, asentí.
—¡Rosalie! —llamó—. ¡Sal ahora mismo!
Cuando su compañera apareció, Bella la recibió con el ceño fruncido.
—¿Dónde están sus gafas, Rose?
Una sonrisa culpable cruzó el rostro de la rubia.
—Se las robé. Botín de guerra, ya sabes.
Bella se levantó y cruzó la habitación a paso firme. Al llegar junto a su amiga, extendió la mano en un gesto claro de «dámelas». Rosalie soltó una risita y colocó las gafas sobre la palma de Bella. Con mis ridículos lentes de armadura negra ahora en su poder, Bella se giró hacia mí con una sonrisa dulce. Yo seguía paralizado por su contacto, cautivo de su mirada.
Fuera lo que fuera que planeaba hacer con mis gafas, no me quedaba más remedio que apoyarla. En el fondo, me pregunté si tal vez pensaba tirarlas a la basura y abrazar por completo a mi «nuevo yo». Si eso era lo que elegía, estaba bien. Pero la conocía. Probablemente solo quería asegurarse de que me las devolvieran a salvo.
Se dejó caer en el reposapiés frente a mí con una sonrisa.
—Mira, Edward.
Nada bueno empieza con esas palabras. Me preparé para un «no eres tú, soy yo». Pero tenía que dejarla hablar. Ya le había robado esa oportunidad la noche anterior.
—Eres guapísimo. De verdad. Tienes unos ojos hermosos, el cabello increíble, una sonrisa perfecta. Eres guapo. Quiero que lo sepas.
Mi corazón se detuvo al escucharla. No estaba mintiendo; lo supe. No había más que sinceridad en su voz, y aunque yo no lo creyera, ella sí. Incluso diez años después, seguía siendo la chica más dulce de todas. En lugar de discutir, como habría hecho antes, le devolví la sonrisa.
—Gracias.
Sin decir nada más, me colocó de nuevo las gafas sobre el puente de la nariz. Su rostro se enfocó ante mí, sus labios rosados, llenos, y curvados en una sonrisa leve.
Acomodó con cuidado el cabello a los lados de mi rostro, justo por encima de los marcos, y luego sus dedos estaban en mi cuero cabelludo: rascando, revolviendo, acariciando y desordenando. Estuve a punto de ronronear por su atención, pero me obligué a mantener una expresión neutral, aunque quizás con algo de desconcierto. Cuando retiró las manos, una sonrisa enorme iluminaba su cara.
—Ahí está. Ese es el chico que me gustó tanto anoche. Hola, Edward.
—Hola, Bella.
Sin previo aviso, se lanzó sobre mí y cubrió mi boca con la suya. Me quedé inmóvil, seguro de que acababa de entrar en una realidad alterna, pero sus manos ardían en mi cuello, y sus labios eran dulces y seguros sobre los míos.
—Por Dios, sigues siendo un tonto. ¡Bésala de vuelta, idiota! —aconsejó Rosalie desde la esquina de la habitación.
Bella se rio contra mi boca, y esa mezcla de sonido y sensación fue como nada que hubiera sentido antes. Rodeé su cintura con el brazo izquierdo, apoyé la mano derecha en la nuca y la atraje hacia mí. Sentir la calidez de su cuerpo pequeño contra mi pecho fue una razón más para deshacerme de todos mis suéteres. No quería que nada se interpusiera entre nosotros nunca más.
Jamás había imaginado que podría sentir su beso, probar su lengua, pero trazó mis labios con la suya y pidió permiso, y yo se lo di. Tomé todo lo que me ofrecía y luego se lo devolví con años de afecto y adoración acumulados.
—Tal como eres —jadeó contra mi boca—. Te quiero tal como eres.
Gemí, bajando los besos por su cuello hasta el borde de su vieja camiseta de pijama.
—Me tienes. Todo de mí, Bella. Excepto los suéteres. Voy a quemarlos y le diré a mi mamá que los doné al refugio para indigentes.
—Ni en sueños. Los suéteres se quedan. No tienes que usarlos todo el tiempo, pero me reservo el derecho a pedirlos en ocasiones especiales.
—Trato hecho —cedí, de pronto más encariñado con esos suéteres de lo que jamás había fingido.
—Muy bien, ahora esto ya se volvió raro —rezongó Rosalie.
No me importó. Con Bella inclinándose para otro beso, me sentía el bastardo con más suerte del mundo. Quién diría que la lástima daba tan buenos resultados.