Capítulo 2: El encuentro
22 de octubre de 2025, 10:38
.
Capítulo 2: El encuentro
.
Bella pasó el mes siguiente en un torbellino de decisiones, eligiendo qué llevar consigo y qué dejar atrás cuando partiera rumbo a Colorado. Su cuñada estuvo encantada de «ayudarla» con esas decisiones; en su mayoría, sugería que Bella dejara todo lo que su ojo envidioso codiciaba.
Jessie no sorprendía a Bella ni un poco. Sabía, desde el mismo día en que Michael le dijo que se casaría con Jess Stanley, que necesitaba encontrar una salida.
Por más que lo intentaba, Bella no lograba comprender por qué su hermano había decidido unir su futuro al de una mujer tan mezquina y ambiciosa. Tal vez Michael también buscaba una forma de escapar. Esperaba que fuera feliz, pero lo dudaba. No había duda de que Jess trataría a su cuñada dependiente peor que a una sirvienta, y Bella sentía un nudo sólido y pesado en el estómago: sabía que era ahora o nunca. Pero no había muchas formas de salir de Occoquan, al menos no para una mujer.
Sus únicas opciones eran el matrimonio o la muerte, y Bella todavía no estaba lista para morir. No creía haber vivido lo suficiente.
El único problema con el matrimonio era que no había muchos solteros elegibles en la zona, y los pocos que quedaban le daban escalofríos. Así que, cuando se topó por casualidad con un ejemplar atrasado del Matrimonial News en la biblioteca, se sintió a partes iguales escéptica y esperanzada, como si sus oraciones hubieran sido escuchadas.
El periódico contenía unas cuantas docenas de avisos, todos de hombres del oeste desesperados por encontrar esposa. No solían decirlo así de directo. Usaban un lenguaje florido y mucha fanfarronería, pero entre líneas se podía leer la soledad ansiosa. Parecía que esos hombres podían provocarle los mismos escalofríos que los galanes locales.
Suspirando, dobló el periódico por la mitad y lo dejó sobre la mesa… justo cuando una línea en uno de los anuncios captó su atención:
«Las montañas se han vuelto amigas entrañables con los años; pilares púrpuras de majestad, castillos helados en el invierno y refugios verdes en el verano. Me gustaría compartirlas con alguien que las valore tanto como yo»."
Intrigada, tomó el periódico de nuevo y leyó el aviso completo.
«
Soy E. A. Cullen, ranchero en Colorado. Las tierras altas son un lugar místico donde he encontrado consuelo para mi alma cansada. Las montañas se han vuelto amigas entrañables con los años; pilares púrpuras de majestad, castillos helados en el invierno y refugios verdes en el verano. Me gustaría compartirlas con alguien que pudiera apreciarlas tanto como yo».
Bella pensó en ese anuncio durante una semana antes de decidirse a responder. Fue una visita de Jess a la casa -para reorganizar la cocina mientras Bella estaba visitando a una amiga- lo que finalmente la impulsó a escribirle a E. A. Cullen. No tenía muchas esperanzas de recibir una respuesta, ya que la edición del periódico tenía varios meses de antigüedad y, sin duda, alguien que describía su hogar con tanta poesía ya habría sido «reclamado». Y ciertamente, cuando releyó su propia carta, se dio cuenta de que no había mucho en ella que pudiera atraer a alguien y mucho menos al poético E. A. Cullen.
Por eso se sorprendió tanto al recibir una respuesta pocas semanas después. Sinceramente, no entendía qué lo había motivado a escribirle tras una carta tan poco inspirada, pero él decía que valoraba su ingenio y curiosidad. Su hermano estaba receloso de la correspondencia y solía burlarse, pero con el aliento de Jess, no puso verdaderos obstáculos para que Bella siguiera escribiéndose con el señor Cullen. Al parecer, incluso Michael entendía que su vida sería más fácil si Bella se marchaba.
Cada carta que recibía de Edward despertaba más su interés. Él le contaba sobre su rutina diaria, lo que hacía para preparar el ganado para el mercado y cómo elegía los grupos de árboles para la tala. Tenía la fortuna de no tener que hacer largos recorridos con el ganado, solo hasta Denver, donde estaba la estación de trenes, pero aun así, le parecía lo bastante emocionante.
Le hablaba de su crianza en Chicago y de su familia, a la que no veía desde hacía años. Escribía sobre los libros que estaba leyendo o había leído, y los lugares que había visitado. Le hacía preguntas sobre su vida y su familia, y ella tenía que esforzarse por encontrar cosas interesantes que contarle.
Le confesó que, cuando el clima era bueno, solía ir al bosque a leer. Edward quiso saber si tenía un lugar especial para sentarse allí, y ella terminó contándole sobre un árbol con una rama en la que podía encaramarse con facilidad. Escribió sobre eso antes de darse cuenta de que no era muy propio de una dama admitir que trepaba árboles. Estuvo a punto de reescribir la carta y eliminar esa parte, pero decidió ser honesta. Después de todo, era una trepadora de árboles si se le daba la oportunidad, y si él quería un futuro con ella, tenía que conocer su naturaleza intrépida. En cartas posteriores, Edward dejó en claro que aquello le había agradado.
Cuando, en primavera, llegó la carta invitándola a compartir su vida con él, Bella no lo dudó. Estaba casi segura de que se estaba enamorando de él -o que podría llegar a estarlo. Además, Jess y Michael se habían casado el mes anterior, y su vida se había convertido en una miseria.
Lo primero que hizo Jess fue mudar a Bella al altillo para usar su habitación, más cálida y confortable, como sala de costura. Bella ya no tenía que hacer las compras para la familia, pero sí se le exigía fregar los pisos y cargar los troncos para la estufa.
Sin ceremonia alguna, despidieron a la asistenta, y Bella fue instalada en su lugar.
Así que el oeste, y Edward, parecían una promesa brillante en su futuro. Sin embargo, cuando se despertaba en mitad de la noche tras un sueño inquieto, se preguntaba si corría hacia algo o huía de algo. No estaba segura.
El viaje hasta Denver tomaría una semana, y Edward la encontraría allí. Viajar en tren no era tan cómodo como uno podía imaginar. Los pasajeros eran sacudidos, zarandeados y golpeados constantemente por el traqueteo del tren sobre los rieles. Dormir era difícil y ruidoso.
Aun así, Bella estaba emocionada. Para ella, era una aventura maravillosa. La primera etapa de su viaje fue desde Washington, D.C., hasta Chicago, Illinois. Vio paisajes que nunca antes había visto mientras el tren ascendía por las relativamente suaves montañas Apalaches rumbo al noroeste.
En Chicago, Edward había hecho los arreglos para que Bella pasara la noche en el Tremont House, un hotel de lo más elegante. Bella se sintió mimada y atendida durante su estancia allí. Su habitación incluso tenía su propia bañera con agua corriente. Se aseguró de aprovecharla, pensando que quizá pasaría mucho tiempo antes de volver a ver algo similar. También aprovechó ese lujo inesperado para lavarse el cabello, y pasó la tarde peinándolo y cepillándolo hasta que se secara. Sentía una profunda gratitud hacia Edward, quien se estaba asegurando de que cada paso de su viaje fuera lo más cómodo posible. Así debía sentirse el ser cuidada, pensó. Esperaba que, cuando se conocieran, él creyera que valía la pena.
A la mañana siguiente, muy temprano, se encontraba en la estación abordando la última etapa de su viaje. Su próximo destino, aunque a mil millas de distancia, sería Denver.
Bella tuvo suerte de compartir asiento con una joven madre, Angela Cheney, que viajaba con sus dos hijos para reunirse con su esposo, un militar destinado a un puesto del ejército en el oeste. Juntas se hacían compañía, y también se mantenían relativamente seguras. Bella estaba algo nerviosa por viajar sola, pero Angela resultó ser una compañera dulce y amable, que de verdad valoraba la ayuda que Bella podía ofrecerle con sus pequeños.
Edward había hecho los arreglos necesarios para que Bella tuviera una habitación en un hotel exclusivo para mujeres al llegar a Denver. Estas casas de huéspedes eran particulares, ya que alquilaban únicamente a mujeres de virtud. Había matronas que supervisaban que todo estuviera en orden y que los hombres se mantuvieran fuera, para que esos bastiones inviolables de pureza no fueran vulnerados. Al menos, esa era la premisa. El plan era que Edward y Bella pasarían una semana en Denver y, luego, decidirían si deseaban seguir adelante con su relación o no.
Unos días después, Bella llegó a Denver: su destino. Estaba esperanzada, nerviosa, temerosa y emocionada, todo al mismo tiempo. No sabía si Edward la encontraría en la estación o en el hotel. Esperaba poder enviar su equipaje al hotel con un maletero desde la estación y tomarse un tiempo para arreglarse un poco antes de encontrarse con Edward. Estaba convencida de que tenía un aspecto espantoso.
Cuando el conductor anunció que faltaba media hora para llegar a Denver, los nervios de Bella casi la hacían salir gritando por el pasillo. El corazón le latía con fuerza y las manos le temblaban. Le pidió a Angela que la ayudara a prepararse, por si Edward la recibía en la estación.
—Ay, Bella. Eres preciosa. ¡Solo necesitas un poco de retoque! —exclamó Angela.
Bella detuvo a su compañera justo antes de que sacara su pañuelo y lo usara con saliva para limpiarle el rostro. Por suerte, en ese momento pasó el conductor y Bella le pidió un poco de agua. Pronto regresó con un pequeño cuenco.
Con un paño humedecido y un trocito del jabón de lavanda de su madre -que había guardado en secreto entre su equipaje- se lavó la cara y las manos lo mejor que pudo. Angela sostuvo un pequeño espejo mientras Bella se reacomodaba el cabello en un moño bajo. Colocó su sombrero con un toque de gracia sobre la cabeza, ató el lazo bajo la barbilla y alisó su vestido de viaje tanto como pudo.
Mientras se ponía los guantes, le preguntó a su compañera de viaje:
—¿Cómo me veo?
—Se enamorará de ti en cuanto te vea —respondió Angela.
Bella lo dudaba sinceramente.
De pronto, el tren chirrió al frenar lentamente. El corazón de Bella latía con fuerza mientras recogía su pequeño maletín y su bolso. Se despidió de su nueva amiga con un beso y abrazó a los niños. Esperaba volver a verlos algún día, aunque lo veía poco probable. Si algo era cierto en la vida, era su incertidumbre. Intercambiaron direcciones y prometieron escribirse.
—Denver y alrededores —gritó el conductor al pasar por el pasillo.
Con una mirada ansiosa a Angela, Bella se levantó para seguir a los demás pasajeros, bajó del vagón y pisó el andén. Caminó unos pasos a un lado para no obstruir a los que venían detrás, cuando vio a un hombre de mirada intensa observándola. Era alto, delgado y llevaba un Stetson. ¿No era eso lo que usaban los rancheros? Tenía el cabello castaño y el rostro bien afeitado.
Sintió el rubor subiéndole a las mejillas y bajó la mirada. ¿Cómo sabría si ese hombre era Edward Cullen? No podía simplemente acercarse a preguntarle. Sería demasiado atrevido si no lo era. Además, ese hombre era, sin duda, muy apuesto, lo suficiente para saberlo, así que difícilmente sería Edward. Según su carta, él no sabía si era atractivo o no. Bella se alejó unos pasos más por el andén buscando un maletero que la ayudara con su baúl.
—Eh, disculpe, señorita… ¿usted es la señorita Isabella Swan?
Creía que su corazón ya latía fuerte en el tren, pero ahora sintió que casi se le salía del pecho. Se dio la vuelta lentamente y encontró al hombre del Stetson, que ahora sostenía el sombrero con respeto entre las manos, mirándola con intensidad.
—Sí, soy yo —respondió con voz temblorosa—. ¿Señor Cullen?
Su sonrisa se extendió por el rostro, iluminándole los ojos, y dijo:
—Es un placer conocerla, señorita Swan.
Ella extendió la mano y respondió:
—El placer es mío, señor Cullen.
Él tomó su mano, pero no la estrechó. Simplemente la sostuvo con suavidad, como si se tratara del más delicado de los tesoros.
Se quedaron allí un momento, sonriendo el uno al otro, hasta que Edward recordó sus modales.
—Vamos a recoger su equipaje y la llevaré a su hotel —dijo.
Encontró a un maletero que localizó el baúl de Bella y lo cargó en un carrito. Edward le ofreció el brazo, y la condujo hasta la calle, donde una carreta los esperaba. Ayudó cuidadosamente a Bella a subir al asiento, supervisó el acomodo del equipaje, dio propina al maletero y luego le indicó la dirección al cochero.
Se subió con agilidad al asiento junto a Bella y dijo:
—Bienvenida a Colorado, señorita Bella.
—Me alegra mucho estar aquí.
Se volvió hacia ella con entusiasmo:
—Entonces, ¿qué opina?
La pregunta la sorprendió. ¿Quería saber qué pensaba de su estado… o de él? Optó por una respuesta intermedia:
—Hasta ahora, estoy muy complacida.
—Me alegra escuchar eso.
No se dijo nada más mientras la carreta avanzaba lentamente por el camino. Bella observaba los sonidos y paisajes de Denver, hasta que Edward comentó:
—Debo decir que es usted una maestra de la discreción.
—¿Yo? ¿Por qué lo dice?
—En su primera carta, afirmó no tener opinión sobre su figura, que era de estatura media y simplemente describió su cabello y ojos como oscuros. Me hizo creer que era una mujer común.
Bella rio con nerviosismo y dijo:
—Pero en realidad soy de estatura media… y de cabello oscuro.
—Pero también es usted hermosa, señorita Bella. Como una pintura al óleo.
Bella bajó la cabeza, emocionada por el hecho de que él pensara que era bonita, no, en realidad dijo que era hermosa.
—Gracias —susurró—. Pero… —añadió con más firmeza.
—¿Pero…?
—Pero usted también fue un poco engañoso, señor Cullen.
—¿Ah, sí?
—Casi descarté que pudiera ser usted cuando lo vi por primera vez, porque pensé que sin duda sabría que es apuesto. En su carta, dijo que no lo sabía.
Él sonrió encantado.
—¿Entonces piensa que soy apuesto?
—Es atrevido de mi parte admitirlo, pero sí —respondió ella.
—Entonces, es bueno que ambos estemos complacidos.
Siguieron el trayecto en silencio.
Bella comenzaba a sentirse abrumada mientras buscaba algo que decir, pero antes de que pudiera hablar, Edward comentó:
—Ah, veo que estamos llegando a su hotel. Estoy seguro de que debe estar muy cansada del viaje. ¿Le parece si acordamos vernos mañana por la mañana?
Bella estaba, efectivamente, agotada. Su cuerpo aún sentía el vaivén del tren, y sabía que debía oler espantoso. Hacía cuatro días que no se daba algo parecido a un baño. Edward no la consideraría hermosa por mucho tiempo si olía peor que un zorrillo entre pinos.
La carreta los dejó frente al hotel, y Edward se encargó de cargar su baúl. La matrona tomó los datos de Bella y un botones llevó su equipaje a la habitación.
Bella se volvió hacia Edward y dijo:
—Me hace muy feliz estar aquí, señor Cullen. Espero con ansias poder conocerlo mejor.
—Y yo a usted, señorita Bella. Le enviaré la cena esta noche. Que tenga dulces sueños.
Le tomó la mano y se inclinó para besarle suavemente los nudillos.
—Oh —murmuró, sorprendida por la sensación de sus labios sobre su piel. No estaba segura de si el gesto era apropiado o no, pero no pudo evitar el escalofrío que le recorrió el brazo.
—Buenas noches, señor Cullen —dijo en voz baja, y se giró para seguir a la matrona hasta su habitación.
Edward se quedó de pie en el vestíbulo hasta que ella desapareció de su vista, soltó un suspiro y se marchó, con una sonrisa divertida en los labios.
—¿Ese caballero es su galán, señorita? —le preguntó la matrona a Bella.
—Él… bueno, supongo que podría decirse que sí —respondió ella, tímidamente.
—Hmm. ¿Y cómo se conocieron?
Bella pensó que no era asunto de la mujer, pero igual respondió:
—Nos hemos estado escribiendo.
—¿Novia por correspondencia, entonces? —comentó la matrona.
—No exactamente. Vamos a ver si hacemos buena pareja primero. Si no es así, tengo un pasaje de regreso y puedo volver a casa.
—Eso está bien. O podría quedarse en Denver. Hay muchos hombres aquí. Puede que encuentre a otro si ese no le convence. Una muchacha tan bonita como usted será muy popular.
Bella simplemente asintió con la cabeza. No le interesaba nadie más que Edward.
Llegaron a su habitación y la matrona abrió la puerta con la llave. El cuarto estaba amueblado con comodidad: una cama grande, un lavamanos con su jofaina, un escritorio con silla y una cómoda.
—Allí tiene el lavabo y la jofaina. Haré que Jenny le suba agua caliente. El excusado está al fondo del pasillo, pero lo comparten todas las señoritas de este piso, por favor tenga eso en cuenta.
Bella asintió mientras iba anotando mentalmente todo, justo cuando el botones entraba con su baúl. De pronto, se sintió agotada.
Después de una visita al maloliente excusado, desempacó su maletín pequeño, se quitó el sombrero y la chaqueta de su vestido de viaje. Estaba hecho de una resistente lana azul oscuro, de corte severo, y resultó ser el traje perfecto para viajar: no tenía ni una arruga.
Un golpe en la puerta anunció la llegada del agua caliente prometida. La sirvienta entró y colocó la jarra humeante sobre el soporte del lavabo.
—Volveré en un momento con agua fría, señorita.
—Gracias —respondió Bella, mientras seguía sacando jabón de su baúl, un camisón y algunos artículos de tocador. Estaba decidida a lavarse bien antes de acostarse.
Jenny regresó con el agua fría y añadió:
—Su cena estará lista en media hora, señorita.
Bella agradeció que, tras su corto encuentro, Edward le hubiera dado la noche para descansar. Quería estar en su mejor estado cuando estuviera con él, pero en ese momento, estaba demasiado cansada para preocuparse. Extendió una toalla en el suelo frente al lavabo, y rápidamente se quitó el resto de la ropa.
Vertió un poco de agua caliente en la jofaina, le añadió un poco de jabón, y luego la mezcló con la fría hasta alcanzar la temperatura adecuada. Luego enjabonó su paño de franela y comenzó a restregarse.
Sentía que no había nada mejor en el mundo que poder limpiarse después de aquel viaje.
Se puso el camisón y soltó su cabello, cepillándolo cien veces.
Cuando llegó la cena, se lanzó sobre ella con apetito: un delicioso pollo horneado, ensalada verde, pan y, milagro de milagros, té caliente. Se preguntó por el pollo. Había escuchado que en el oeste el pollo era un lujo, que la gente comía más carne de res que cualquier otra cosa.
Tal vez estaba equivocada, o tal vez era otro ejemplo de cómo Edward procuraba darle lo mejor. Tendría que explicarle que no era una flor delicada. Podía comer carne como cualquier otra persona. Aunque el pollo estaba delicioso. Quizá podría criar gallinas aquí.
Después de cenar, sacó su cepillo de dientes y lo usó con cierto pesar por no tener sal y bicarbonato para limpiarlos bien. Tendría que conseguir algo antes de salir de la ciudad.
Tantas cosas por recordar y hacer, cuando todo lo que realmente quería era dormir y soñar. El vestido sencillo y la chaqueta que usaría al día siguiente estaban colgados sobre la silla. Esperaba que las arrugas se suavizaran antes de la mañana. Tal vez podría pedir prestada una plancha.
Finalmente, después de decir sus oraciones, se metió en la cama. Gimió de gusto por la suavidad de las sábanas y la comodidad del colchón. Estaba segura de que dormiría como un tronco. Pero en cuanto cerró los ojos para deslizarse hacia el mundo de los sueños, fue recibida por un par de ojos verdes chispeantes, la voz profunda de Edward, y el cosquilleo que sintió cuando él le besó la mano.
No podía esperar a volver a verlo.
TMOB
Edward tuvo que regresar al hotel de Bella exactamente dos segundos después de haberlo dejado. Había olvidado encargar su cena. Volvió al vestíbulo y esperó pacientemente a que regresara la matrona. Unos minutos más tarde, la mujer volvió a su escritorio.
—¿Sí, señor? —preguntó.
—Quisiera ordenar una buena cena para la señorita Swan, por favor.
—Por supuesto, señor. Tenemos un buen estofado de res con panecillos. También hay filete con papas.
Edward frunció el ceño, insatisfecho.
—¿Tienen algo más adecuado para una dieta más refinada? ¿Pollo, tal vez?
Los ojos de la matrona se abrieron un poco más.
—Creo que tenemos algo de pollo horneado, sí.
—Entonces envíe eso, por favor, con sus respectivos acompañamientos.
—Con mucho gusto, señor.
Pudo ver el escepticismo en el rostro de la matrona y supo exactamente lo que pensaba. Sacó algunos billetes de su billetera, los dejó sobre el mostrador y se marchó del hotel, preguntándose qué haría consigo mismo hasta la mañana siguiente, cuando por fin podría volver a ver a Bella.
No tenía ánimo de regresar a su propia habitación en el hotel; estaba lleno de una energía alegre, así que salió a caminar. Eventualmente, se encontró deambulando por la ribera del South Platte mientras el sol se ponía. Se detuvo a contemplar la escena y pensar en lo que había ocurrido ese día.
Se había despertado por la mañana con ansiedad por el encuentro con Bella. Se habían llegado a conocer bastante bien a través de sus cartas. Edward se había sentido cautivado por el humor y las observaciones de Bella. Le parecía interesante y encantadora, y cuanto más aprendía sobre ella, más deseaba conocerla. Estaba convencido de que, si ella decidía casarse con él, se llevarían muy bien.
Nunca le pidió una fotografía. Quería que ella supiera que le interesaba más en quién era que en cómo se veía, y por eso se volvió una cuestión de orgullo no tener una imagen suya. Notó también que ella nunca le pidió una a él. Tal vez compartían esa misma peculiaridad; pero ahora que estaban por encontrarse, él esperaba poder reconocerla en el andén.
El tren de Bella no llegaría sino hasta bien entrada la tarde, y Edward había decidido recogerla en la estación y llevarla a su hotel sin presionarla para pasar más tiempo ese día. Seguro estaría agotada por el viaje. Había algo que decir a favor de ir despacio.
Durante el día atendió algunos asuntos del rancho y luego fue a una casa de baños para asearse antes de ver a Bella. Se vistió con esmero, usando su único buen traje, uno de paño gris oscuro, y pidió al barbero que lo ayudara con el peinado -su cabello nunca quedaba ordenado si lo dejaba a su suerte-después de un buen afeitado al ras.
Casi no se reconoció cuando se miró al espejo. Se sintió un poco culpable, como si la primera impresión que Bella tendría de él no fuera del todo honesta. Usualmente vestía con los nuevos pantalones vaqueros remachados, una camisa de algodón y una chaqueta de gamuza. Sin embargo, sentía que la ocasión merecía el traje. Hacía mucho que no se lo ponía.
Media hora antes de la hora prevista para la llegada del tren, ya estaba en la estación. Esperaba que llegara puntual. Estaba inquieto de anticipación. Se apoyó contra la pared de ladrillo del depósito y esperó.
Pronto, escuchó el tren en las vías, su sonido rítmico haciéndose más y más fuerte. Salió al frente de la estación, llamó a un cochero y le pidió que esperara. El tren se estaba deteniendo justo cuando regresó al andén. Empezó a observar con atención a las personas que descendían lentamente de los vagones y no pudo evitar reírse de sí mismo. Su corazón golpeaba en su pecho como el de un muchacho en noche de feria.
De pronto, vio una visión bajando los escalones del vagón. En sus detalles, coincidía con la descripción que Bella le había dado, pero con un añadido: era hermosa.
Notó que no era el único hombre que la miraba. Toda la actividad en el andén pareció detenerse mientras la joven avanzaba unos pasos. No podía apartar la vista de ella. Cuando ella alzó la mirada y sus grandes ojos marrones se encontraron con los suyos, y Edward estuvo seguro de que su corazón se detuvo. Todo se quedó en silencio. Un rayo de sol envolvía su figura con una luminosidad casi celestial.
Evidentemente, ella se dio cuenta de que la miraba y rápidamente bajó la vista, un rubor encantador coloreó sus mejillas. Empezó a alejarse, y eso lo impulsó a moverse.
Se acercó por detrás, carraspeó y preguntó:
—Eh, disculpe, señorita… ¿usted es la señorita Isabella Swan?
Lo era.
Y fue cuando tomó su mano que lo supo.
Ella era la mujer con la que se casaría.
Ahora, solo faltaba convencerla de ello.