Capítulo 3: El cortejo
22 de octubre de 2025, 10:38
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Capítulo 3: El cortejo
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A la mañana siguiente, Bella saltó de la cama tan feliz y emocionada que dio un par de vueltas bailando por la habitación.
¡Edward! ¡Edward! ¡Edward!
Iba a verlo de nuevo ese día y no podía esperar. Esperaba gustarle. Creía que sí.
Oh, necesitaba verse lo mejor posible. Corrió hacia el vestido que había dejado preparado la noche anterior, pero no se sorprendió al ver que aún estaba lleno de arrugas. Suspirando pesadamente, se colocó un chal sobre los hombros y fue al excusado del pasillo. Sabía que tenía un orinal bajo la cama, pero le parecía una grosería dejar eso para que la criada lo limpiara, así que el excusado común era la opción. No obstante, ya había una fila formada fuera del cuarto esperando turno para usarlo.
Se formó y le sonrió a su vecina.
—Hola.
La joven le devolvió la sonrisa.
—Buenos días. La fila no suele ser tan larga. ¿Eres nueva?
—Sí. Llegué anoche.
—¿De dónde eres?
—De Virginia.
—Eso está muy, muy lejos. ¿Qué te trae por aquí, entonces?
Bella se sintió algo tímida de decir la verdadera razón por la que estaba en Colorado, y no estaba segura de querer compartir eso tan pronto.
—Estoy en una aventura. Colorado me pareció un lugar maravilloso para visitar.
Su vecina soltó una risita y dijo:
—Colorado es excelente para aventuras, eso es cierto. Solo cuídate de los desesperados.
—¿Desesperados? ¿Qué son? —preguntó Bella, curiosa.
—Son esos hombres salvajes y medio locos, tan desesperados por compañía femenina que harían lo que fuera por conseguirla. No estarás sola en Denver, ¿verdad?
—No exactamente.
—Bueno, querida, no vayas a ningún sitio sola. Una vez que un desesperado te atrapa, no te encuentran sino hasta que ya es demasiado tarde.
Bella estaba tan acostumbrada a pasar desapercibida en su vida que no podía imaginar ser codiciada solo por ser mujer. Aun así, agradecía la advertencia. Cuando la gente hablaba del «Salvaje y peludo Oeste», lo decían en serio.
Finalmente, llegó su turno en el excusado, y contuvo el aliento todo el tiempo. Realmente apestaba.
Al salir, notó que en un rincón del pasillo había una tabla de planchar y un juego de planchas lisas. Encima de una pequeña estufa, ya caliente, descansaban unas planchas listas para usarse. ¡Eureka! Iba a estar sin arrugas para Edward. Ya había una chica allí, planchando una blusa.
Bella se acercó.
—¿Cualquiera puede usar la plancha?
—Claro. Solo asegúrate de apagar la estufa cuando termines, para que esté lista para la próxima.
Bella corrió a su habitación, recogió su vestido y pasó buena parte de una hora planchando las arrugas. Tuvo que envolver el mango de las pesadas planchas con un trapo grueso para no quemarse. Logró quitarle lo peor del arrugado, y luego volvió a su cuarto para vestirse.
El atuendo del día era un vestido de paseo color vino, con polisón. Era el mejor que tenía. El sombrero y los guantes que había usado el día anterior también combinaban con ese conjunto. Tenía que ser cuidadosa con su vestimenta, ya que su presupuesto para ropa «antes de que Jess arruinara su vida» nunca había sido muy amplio. Y después de que su cuñada se instalara en la casa de Michael, Bella simplemente dejó de tener presupuesto para ropa.
Justo cuando estaba atando el lazo de su sombrero, alguien llamó a la puerta. Era la criada, Jenny, que le informó que tenía un visitante en el vestíbulo. El corazón de Bella dio un salto mientras tomaba su bolso y prácticamente volaba escaleras abajo para encontrarse con Edward.
Tuvo que regañarse internamente para no lanzarse a sus brazos, pero logró mantener la dignidad. No podía evitar que sus ojos brillaran de felicidad al verlo.
Él la recibió encantado y le ofreció el brazo.
—Señorita Bella, ¿me acompañaría a desayunar?
Tomándolo, respondió:
—Encantada, señor Cullen.
La condujo fuera del edificio, colocándose el sombrero al salir, y tomaron rumbo hacia un restaurante que servía a los madrugadores. Había algo magnético en su contacto mientras caminaban juntos por la calle.
—¿Durmió bien anoche? —preguntó Edward.
—Muy bien, señor. No tenía idea de lo cansada que estaba. Parece que usted lo sabía mejor que yo.
—No olvide, señorita Bella, que yo mismo he hecho ese viaje en tren. Recuerdo cómo me sentí cuando terminó. Podría haber dormido un día entero después.
Ella rio y dijo:
—Debo admitir que pasé media noche meciéndome como si aún estuviera en movimiento.
Él le sonrió:
—Sí, los inconvenientes del transporte moderno.
Llegaron al restaurante y Edward le abrió la puerta. Bella no prestó atención a los demás comensales, pero Edward sí. Con muy pocas excepciones, todos los hombres se detuvieron a mitad de bocado, de frase o de rascada, y se quedaron mirando a Bella. Edward empezó a preguntarse si había sido buena idea venir allí, pero… si no era ahí, ¿dónde? Bella iba a atraer miradas donde fuera.
El maître los condujo a una mesa acogedora, medio oculta por una columna. Edward sostuvo la silla que quedaba más protegida de las miradas indiscretas del salón, y luego se sentó en la más cercana a ella.
—¿Tiene hambre, señorita Bella?
—En realidad, anoche tuve una cena deliciosa, gracias a usted, pero me encantaría tomar una taza de café y quizá un poco de pan tostado.
—Eso no es suficiente ni para mantener vivo a un pajarillo, señorita Bella. Además, aquí solo hay un desayuno: filete con huevos.
—Oh. Bueno, entonces filete con huevos será —dijo con duda.
Se alegró cuando el mesero le trajo su café, pero cuando dejó frente a ella un enorme plato con un filete tan grande que colgaba por los lados, cubierto con cuatro huevos fritos, pensó que no volvería a comer en su vida.
—Señor Cullen, ¿seguro que esto es para mí?
—Sí, señorita Bella. Ese es suyo. Este es el mío —respondió, señalando su propio plato, igual de colmado, y sonriendo. Se colocó la servilleta en el cuello y comenzó a comer con entusiasmo. Bella, con cautela, miró a su alrededor y notó que, en efecto, todos parecían disfrutar de enormes porciones de carne. Qué curioso.
Volvió a mirar su plato, preguntándose cómo enfrentarlo. Tal vez, si fingía que el filete era más un plato que el plato en sí, y comenzaba con los huevos, eso serviría.
Puso su servilleta en el regazo, tomó cuchillo y tenedor, y comenzó a comer con delicadeza. Empezó a preguntarse si Edward comía así todos los días. Si era así, cocinar para él sería una tarea formidable.
Comieron en silencio. Bella logró comerse un huevo y luego empezó a empujar la comida por el plato. Estaba llena. Y su plato ni siquiera parecía haber sido tocado.
—¿Sucede algo, señorita Bella? —preguntó Edward, preocupado.
—Para serle sincera, esto es más de lo que suelo desayunar. Generalmente tomo un poco de avena o un huevo pasado por agua —dijo, con expresión apenada.
Él se quedó pasmado. Debería haber pensado en lo que una dama del Este esperaría; después de todo, él fue criado por una. Pero, en realidad, no podía recordar que su madre se levantara siquiera a tiempo para el desayuno, mucho menos que lo comiera.
—Lamento mucho eso, señorita Bella. Permítame llamar al mesero y pedirle otra cosa.
—No es necesario. Comí un poco de los huevos, y fue más que suficiente. Este café está delicioso, y estoy feliz de poder sentarme aquí y disfrutar del ambiente.
—¿Me contaría sobre su viaje mientras termino de desayunar, señorita Bella?
Así que Bella describió su viaje con alegre entusiasmo. Edward estaba especialmente interesado en su estancia en Chicago. Cuanto más hablaba ella, más cómoda se sentía. Era como si retomaran una conversación de sus cartas: una amistad sencilla y natural.
—El Tremont House estuvo espléndido, Edward... digo, señor Cullen —dijo, ruborizándose por el desliz.
Los ojos de Edward se suavizaron con calidez al asegurarle:
—Somos viejos amigos, después de todo. Por favor, llámame Edward.
Aún sonrojada, continuó:
—Gracias, Edward. Si lo deseas, ¿puedes llamarme Bella también?
—Sería un placer.
Lo que realmente quería llamarla era mi adorada, pero seguramente era demasiado pronto para eso.
—Entonces, ¿el Tremont estuvo impresionante? —preguntó, encantado de escucharla hablar. Su rostro era tan expresivo, tan lleno de vida. Su suave acento virginiano, cautivador.
—¡Ay, cielos! Mi habitación tenía su propio baño, Edward. ¡Una tina con agua caliente y fría que salía directamente de la llave! Solo giré el grifo y el agua caliente fluía como por arte de magia. Me sumergí en esa tina hasta que la piel se me puso como una ciruela pasa. Fue una delicia.
Edward tragó en seco, aunque no tenía nada en la boca.
Estaba imaginando a Bella en la bañera.
Arrugada.
Desnuda.
Así de rápido, su apetito por la comida desapareció, reemplazado por un deseo abrumador por ella que lo sorprendió por su intensidad. ¿Cómo iba a poder esperar? ¿Cuánto debía durar su cortejo? Se quitó la servilleta del cuello y, al notar la condición que se manifestaba en sus pantalones, decidió que lo mejor sería no ponerse de pie por un buen rato… no quería asustar a la doncella.
Era hora de cambiar de tema.
—¿Conociste a algún personaje interesante en el tren?
Y así, Bella le habló de Angela Cheney y sus hijos, del amable conductor y de las paradas pintorescas a lo largo del camino.
Edward hizo una seña al camarero para que les rellenara las tazas de café. Había llegado el momento de cortejarla, decidió.
—Bella, me gustaría llevarte a mi rancho. Quiero que veas con tus propios ojos lo que te ofrezco, y si te parece bien, entonces podríamos casarnos.
Y ahí lo dijo. El cortejo más breve de la historia.
Pero, evidentemente, eso no la espantó.
—Creo, Edward, que más bien se trata de si yo te convengo a ti, y no al revés.
Él tomó su mano y dijo con sinceridad:
—Bella, tú me convienes a la perfección.
—¿Y si soy totalmente incapaz de ser esposa de un ranchero? No tengo idea de lo que eso implica. No quiero que te arrepientas de nuestra relación.
Edward estaba completamente cautivado por ella, pero también era un hombre práctico. Sabía que había mucho que Bella tendría que aprender, pero también sabía que era inteligente y que podría dominar todo lo que no conociera aún.
—Confío en que aprenderás rápido. Para serte honesto, tengo trabajadores contratados que se encargan de la mayoría de las labores físicas del rancho. Incluso tengo un cocinero -bueno, más bien es un cocinero de carretón, pero también nos alimenta cuando no estamos de viaje.
—Como mi esposa, te encargarías de mi hogar. Entiendo que hacías eso para tu hermano en Virginia, ¿cierto? No debería ser muy distinto. Para ser sincero, tengo muchas ganas de tener gallinas, jardines con flores… y tu compañía.
Su mirada era suave y llena de ternura.
—Edward, no sé disparar un arma ni montar bien a caballo.
Él soltó una carcajada.
—Si quieres aprender, yo mismo te enseñaré. Pero no son requisitos para ser mi esposa.
—¿Cuántas personas viven en tu rancho? —preguntó Bella.
—Depende de la época del año. En invierno, cuando ya se ha vendido la mayor parte del ganado, reducimos el número a ocho personas en total. Tengo cinco peones, incluyendo a Cookie. Todos viven en la barraca. Luego están los Crowley y su pequeño. Me ayudan con el manejo de la casa principal y tienen una habitación allí. Lauren Crowley es una mujer agradable, pero no muy lista. Trabajaba en una taberna en Bear Valley cuando conoció y se casó con Tyler, y él la llevó al rancho. No le molesta trabajar, pero necesita que alguien le diga qué hacer todo el tiempo. Ese será tu trabajo.
La forma en que dijo lo último le dejó claro a Bella que Edward estaría encantado de dejar de supervisar a Lauren.
—Durante la temporada de arreo llego a tener hasta treinta personas trabajando conmigo.
—¿Y quién se encarga de cosechar tu madera?
—Contrato a una empresa para eso. Yo les indico qué pueden cortar, y ellos lo cosechan y lo llevan al mercado.
Bella asintió. En algunos aspectos, lo que le contaba le resultaba tranquilizador, pero en otros… no tanto. Edward era más acomodado de lo que había imaginado.
—Edward, ¿estás seguro de que estoy a la altura de esto?
Él sonrió.
—No tengo ninguna duda.
—Entonces, ¿cuándo podemos ir?
—¿Crees poder montar quince millas hasta allá?
—¿A caballo?
—Montar sin silla es más difícil —dijo con una sonrisa ladeada.
Bella lo miró con escepticismo. Había montado antes, sí, pero solo un par de millas y siempre sobre caballos muy mansos.
—El asunto es —explicó Edward— que, si alquilo una carreta, tendríamos que quedarnos a pasar la noche, y eso no estaría bien.
Le preocupaba su reputación.
—Entonces tendría que montar quince millas hasta allá, mirar un poco… ¿y luego volver a montar quince millas más de regreso?
—Pues… sí.
Su expresión fue de auténtico horror. Con su nivel actual de equitación, no había forma de que pudiera hacerlo. Probablemente se le caerían las piernas.
—Ya estoy fallándote, Edward.
Él negó con la cabeza.
—No estás fallando. Un día serás capaz de montar esa distancia sin problema, pero quizás hoy o mañana no sean esos días. ¿Conoces a alguien que pueda acompañarte al rancho como chaperona por uno o dos días?
—No conozco a nadie en Denver, salvo a ti… y no conozco a nadie lo suficiente como para confiarle algo así.
—Entonces estamos en un punto muerto. O arruinamos tu reputación con una visita de una noche, o te casas conmigo sin haber visto el rancho y te arriesgas a que te guste.
—¿Crees que me gustará, Edward?
—Conociéndote a través de nuestras cartas y viendo que, en persona, eres tal cual la Bella de tus palabras -excepto por no haberme contado sobre tu belleza, creo que sí te gustará, Bella. Y haré todo lo que esté en mi poder para ayudarte a que así sea.
Bella lo miró a los ojos y dijo:
—Entonces, creo que deberías llevarme a Bear Valley Ranch como tu esposa, no como tu invitada.
El corazón de Edward parecía que iba a salírsele del pecho, y la sonrisa que se dibujó en su rostro fue luminosa.
—Entonces, Isabella Swan, ¿me harías el honor de convertirte en mi esposa?
Ella sonrió con alegría, colocó su mano sobre la de él sobre la mesa y respondió:
—Sí, E. A. Cullen.
No pudo evitarlo. Soltó un:
—¡Yujúúú!
Todos en el comedor se voltearon a mirarlo, y él anunció entusiasmado:
—¡Nos vamos a casar!
Bella estalló en carcajadas por su entusiasmo, mientras los demás comensales rompían en aplausos y silbidos. Edward se levantó de su silla de un salto, la alzó en brazos -para su total sorpresa- y le plantó un buen beso en los labios, en medio del bullicio general. Ella estaba al mismo tiempo encantada y mortificada, y tenía la certeza de que sus mejillas estaban rojas como rábanos… pero se sentía tan bien estar en sus brazos, como si por fin hubiera encontrado aquello que llevaba toda la vida buscando.
Edward pagó la cuenta con rapidez y salió del restaurante rebosante de felicidad, llevándola del brazo.
—Perdona mi ímpetu, Bella, pero me has hecho un hombre muy feliz.
Bella entrelazó su brazo con el de él, feliz de estar a su lado sin importar adónde iban.
—Yo también estoy feliz.
—¿Cuándo te gustaría que nos casemos?
—No veo razón para posponerlo. ¿Cuándo crees que podría ser?
—¿Mañana? ¿Hoy? —respondió él sin dudar—. Estoy así de ansioso.
—¿De verdad?
—Solo necesitaríamos encontrar un predicador, creo yo.
Justo en ese momento, pasaban frente a un pequeño letrero que decía First Avenue Presbyterian Church. Edward miró a Bella, y ella asintió, así que entraron. Dentro, una mujer de mediana edad estaba arreglando flores en el altar.
—Disculpe, señora —preguntó Edward—. ¿El pastor se encuentra?
—Sí, está en su estudio. ¿Desean que le diga que quieren hablar con él?
—Por favor.
—¿Qué le digo que desean tratar?
—Mi dama y yo queremos casarnos —dijo Edward, apretando la mano de Bella.
La mujer les sonrió con calidez.
—Esperen aquí mismo, enseguida lo traigo.
Las mejillas de Bella ardían y su corazón latía tan fuerte que estaba segura de que Edward podía oírlo. ¿Era posible que estuviera a minutos de casarse? ¿Estaba siendo una tonta? ¿Lo estaba siendo él?
Lo miró y le preguntó:
—¿Estás seguro de querer hacer esto?
Edward había estado mirando en la dirección por la que se había ido la mujer, pero al oír la pregunta de Bella, contuvo el aliento y bajó la vista hacia ella.
—Bella, hace mucho que sé que quiero casarme contigo. Traerte aquí era solo para asegurarme de que la joven de las cartas coincidiera con la que vive en mi corazón. Espero que haya sido igual para ti. Pero si tienes alguna duda, podemos esperar. No voy a obligarte a hacer esto.
Ella se giró completamente hacia él y lo miró profundamente a los ojos mientras levantaba las manos y enmarcaba su rostro. Nunca había tocado a un hombre de forma tan íntima antes.
—Creo en ti, Edward Cullen. Creo que tú y yo podemos tener una buena vida juntos. Me importas, y será una alegría cuidar de lo que es tuyo. Contigo a mi lado, no tengo miedo.
El beso en el restaurante había sido una muestra alegre, un beso de puro júbilo. Apenas un atisbo de la pasión que compartían.Pero el beso que Edward y Bella compartieron en ese momento fue una entrega total de sus almas, de sus sentimientos y de sus corazones. Se abrazaron, los brazos rodeándose mutuamente, los labios fundidos, y saborearon el mundo nuevo que se abría ante ellos.
—Ejem… ¿Mi esposa me dijo que deseaban verme?
Un hombre de mediana edad, con ojos azules chispeantes y vestido con sotana, apareció en la puerta lateral del templo. Detrás de él, la mujer sonriente con la que habían hablado antes -evidentemente su esposa- los observaba con las manos juntas, rebosante de alegría.
—Sí. Mi prometida y yo deseamos casarnos. ¿Podría hacerlo ahora?
—Puedo, si primero responden algunas preguntas.
Llevaba un maletín que colocó sobre un pequeño escritorio al frente del santuario. Sacó una pluma, un tintero y un certificado con relieve. Se sentó y preguntó:
—Primero, necesito sus nombres completos y lugares de nacimiento.
—Edward Anthony Cullen. Chicago, Illinois.
—¿Y usted, señorita?
—Isabella Marie Swan. Condado de Prince William, Virginia.
—¿Edades?
—Treinta.
—Veinticinco.
—¿Alguno de los dos es consciente de algún impedimento para este matrimonio? ¿Conexiones previas, tanto lícitas como ilícitas? ¿Enfermedades sociales? ¿Enfermedades graves? ¿Perturbaciones mentales?
—No.
—Ninguna.
El ministro había estado llenando el certificado mientras hacía las preguntas. Ahora, dejó la pluma a un lado y dijo:
—Bueno, parece que ya resolvimos las minucias.
Los observó a ambos por encima de sus lentes y añadió:
—Ahora díganme, ¿por qué han entrado en esta casa de Dios a pedir ser unidos en santo matrimonio hasta que la muerte los separe?
Edward miró a Bella mientras ella alzaba la vista hacia él, y respondió por ambos:
—Porque estaremos mejor juntos que separados.
El ministro soltó una carcajada.
—Espero que siempre sientan eso. Solo recuerden que «el amor es paciente y bondadoso, y no es egoísta». Pongan a su cónyuge antes que a ustedes mismos, y si ambos hacen eso, tendrán una unión exitosa. ¿No es así, mi pastelito?
—Correctísimo, Horace —respondió su esposa.
—Bien, entonces comencemos. Párense aquí, al pie del altar, y simplemente respondan las preguntas que les haré. La señora Manley será su testigo… y solista.
Pastelito aplaudió con entusiasmo, corrió al altar, recogió unas flores que quedaban por allí y se las entregó de golpe a Bella. Luego fue hasta el órgano de fuelles, se sentó en la banqueta y empezó a accionarlo con los pies.
Apoyó los dedos en las teclas y, tras unos sonidos desafinados que chirriaron desde el órgano, comenzó a cantar la popular Oh, Promise Me con una voz soprano y entrecortada.
Edward y Bella se mantuvieron frente a frente ante el ministro mientras escuchaban. Bella alzó las cejas hacia Edward, quien le devolvió una sonrisa y se encogió brevemente de hombros mientras esperaban a que pastelito terminara su interpretación.
Cuando terminó, Bella asintió en agradecimiento y ambos se volvieron hacia el predicador, que comenzó con las palabras conocidas:
—Amados, estamos aquí reunidos ante los ojos de Dios y de esta testigo…
Unos pocos minutos después, estaban casados. Pastelito lloraba de felicidad.
Cuando el ministro le indicó a Edward que podía besar a su esposa, él la tomó entre sus brazos y le susurró:
—Bienvenida a mi vida, señora de Edward Cullen.
Y compartieron su primer abrazo como marido y mujer.
Nota de la traductora: La autora explica más adelante que, en esa época, la esposa adoptaba el nombre completo del esposo, no solo el apellido. Por eso, verán que a partir de ahora Bella firmará sus cartas como la señora de Edward Cullen y será presentada a otros de esa manera.