ID de la obra: 555

The Mail Order Bride

Het
R
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Emparejamientos y personajes:
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planificada Mini, escritos 271 páginas, 96.562 palabras, 30 capítulos
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Capítulo 4: La luna de miel

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. Capítulo 4: La luna de miel . —Amor, tienes dos opciones. Podemos quedarnos en Denver unos días o empacar, alquilar una carreta e irnos a casa. Estaban sentados en una pequeña tetería -hasta ese día, Edward ni siquiera sabía que existían en Denver- tomando té y comiendo pequeños sándwiches. No tenía una gran opinión sobre los sándwiches. Un bocado y desaparecían. Suponía que era algo que resultaba atractivo para las damas. —¿Tú qué quieres hacer, Edward? —preguntó Bella, frunciendo los labios con encanto mientras se limpiaba la boca con la servilleta. La miró y tragó en seco. Sabía exactamente lo que quería hacer. Quería volver a besar esos labios. Quería tenerla entre sus brazos, sentir sus curvas. En realidad, quería tocar esas curvas. Quería acariciar cada centímetro de su piel como lo había hecho el agua en aquella bañera mágica de Chicago. Quería hacerla feliz. Pero, por el amor de Dios, esperaba que hacerla feliz incluyera poder tenerla. De todas las formas. Todo el tiempo. Y pronto. Se reprendió mentalmente por comportarse como un sátiro e intentó volver a centrarse en las preferencias de su esposa y no en las suyas. Quería tratarla como la reina que era, antes de que las realidades de la vida en el rancho se le vinieran encima. Le tomó la mano. —No pude darte una gran boda, Bella, pero me gustaría darte una luna de miel. Quedémonos en Denver unos días. Enviaré un mensaje al rancho para avisar que ya estamos casados, así pueden prepararse para cuando lleguemos. Ella le sonrió, totalmente ajena al torbellino de pensamientos que él tenía en la cabeza. En realidad, cuando se trataba de los aspectos más íntimos del matrimonio, Bella sabía muy poco. Por lo general, una pariente cercana se encargaba de preparar a la novia, pero en su caso, nadie lo había hecho. No era inusual que una joven de la época victoriana no tuviera conocimientos sobre la vida carnal, así que Bella no era la excepción. Edward era consciente de eso, y sospechaba que él mismo era su pariente más cercano en Denver. Pero no tenía idea de cómo abordar el tema, ni siquiera de si debía hacerlo. Si al menos supiera cuánto sabía ella, eso le daría una idea de cómo proceder. —Edward, ¿dónde nos hospedaremos? No podemos quedarnos en mi hotel. —No. Pero te llevaré a tu hotel para que puedas empacar. Luego alquilaré una carreta para llevar tu baúl a nuestra habitación. Nuestra habitación. Le encantaba cómo sonaba eso. Bella se sonrojó, con una sonrisa tímida en los labios. ¿Se atrevería a esperar que a ella también le agradaba cómo sonaba? Poco después de terminar su almuerzo, Edward se levantó para acompañarla de regreso a su hotel. La dejó allí con la promesa de volver en una hora. Tras unos minutos de caminata, encontró una buena habitación en el mejor hotel del pueblo. Estaba a solo unos pasos de la pensión donde él mismo se había alojado, así que recogió su bolsa de viaje y sus botas. Pasó por el establo donde tenía alojada a su yegua para asegurarse de que estuviera bien y preguntar por la disponibilidad de una carreta. Su yegua se alegró de verlo, aunque más que nada por la zanahoria que le dio. Viajó con el carretero hasta el hotel de Bella y la encontró esperándolo en el vestíbulo. Ella lo miraba con duda, las mejillas rojas como el fuego. Parecía increíblemente incómoda, y toda la naturalidad que había existido entre ellos parecía haberse desvanecido. Algo andaba mal. Justo entonces, la matrona lo llamó: —Felicidades, señor Cullen —dijo, dedicándole una mirada envenenada. Edward frunció el ceño, desconcertado. —Gracias —respondió, y fue hacia Bella, diciendo con voz suave—: Bella, amor… ¿estás bien? Con voz apagada, respondió que sí… pero el tono indicaba que no lo estaba en absoluto. Edward pagó la cuenta a la matrona, quien seguía con los brazos cruzados sobre su pecho imponente, mirándolo como si fuera un ladrón de caballos. Suspiró profundamente. Podía adivinar lo que había pasado. La matrona sargento había decidido hacer las veces de pariente cercana y darle a Bella una charla de advertencia sobre el matrimonio. Dios sabría qué le habría dicho. Acompañó a Bella fuera del hotel y, dado que el nuevo hospedaje estaba a solo unas cuadras, envió al carretero por delante con instrucciones para que subiera el equipaje a la habitación. Notó que Bella miraba fijamente a un viejo caballo amarrado a un poste cercano. Le ofreció el brazo y dijo: —¿Le dijiste a la matrona que nos casamos? —Sí. —¿Y luego ella te dijo cuán voraces son los hombres y que tu monstruoso esposo estaba a punto de violarte? Bella se detuvo en seco en la acera y lo miró boquiabierta: —¿Cómo lo supiste? —Leí las señales. Tenías la expresión de alguien camino al séptimo círculo del infierno, y esa matrona me estaba taladrando con la mirada. Solo se me ocurre una cosa capaz de provocar ambas cosas al mismo tiempo. —Oh —fue todo lo que Bella dijo, bajando la cabeza mientras continuaban caminando calle arriba. Sus mejillas seguían color cereza. Edward le tomó el brazo para que lo mirara. —Tienes que creerme: jamás haría nada en contra de tu voluntad. Ella lo miró directamente a los ojos esta vez y asintió. —Lo sé. Solo que… no sé qué pensar. —Y está bien si no quieres pensar en eso ahora. Por el momento, no me siento muy voraz que digamos. Quería matar a esa matrona entrometida. Por culpa de su alarmismo, estaba seguro de que Bella ahora dudaba en acercarse a los aspectos más íntimos del matrimonio. Registraron la habitación y la encontraron agradable y luminosa, con grandes ventanales que daban vista a las montañas. Había una sola cama, un lavamanos con un armario, y un pequeño espacio de descanso con dos cómodas sillas y una mesita frente a las ventanas. Contra la pared más cercana había un tocador para Bella y, en una esquina, un biombo que le ofrecía algo de privacidad. Edward deseó haber pagado por una suite. Eso le habría dado aún más espacio a Bella, pero cuando hizo la reservación no pensó que sería necesario. —Señora Cullen, creo que bajaré a la barbería por un buen afeitado. Si quieres pedir un baño, puedes hacerlo. No volveré en al menos una hora y media. Traeré la cena conmigo. Le tomó las manos y añadió: —Por favor, no te preocupes por nada, amor. Siempre estarás segura conmigo. Sonriendo, le besó la mejilla y luego salió, dejándola sola en su habitación. Bella se sintió a medias aliviada y a medias decepcionada por su partida, pero sabía que era lo mejor. Literalmente la había barrido de sus pies, y oírlo llamarla señora Cullen le provocaba tal mareo en el corazón que pensó que iba a desmayarse. Agradeció su sugerencia, sin embargo, y llamó a la campana para pedir un baño. Pronto llegaron dos doncellas con una tina de cobre, que colocaron frente a la chimenea junto a un buen montón de toallas y un gran recipiente de agua caliente humeante. El agua fría estaba al lado. Ofrecieron ayudarla, pero Bella rechazó la oferta. Había estado bañándose sola toda su vida. Se desvistió, mezcló el agua caliente y fría en la tina, y luego se sumergió hasta el mentón. Decidió lavarse el cabello. Eso la ayudaría a mantener su mente ocupada y lejos de lo que la matrona le había dicho. Aun así, incluso mientras se concentraba en bañarse, una parte de su mente no podía dejar de escuchar la irritante voz de la matrona explicándole los «hechos de la vida». Bella sabía que había algún tipo de interacción especial que ocurría en el lecho matrimonial. Toda su vida había escuchado sobre la Virgen María y cómo ningún hombre la había «conocido» en el sentido bíblico, y creía tener una idea vaga de lo que eso significaba. En realidad, por esas mismas fuentes, había entendido que un hombre «yacía con» una mujer… pero, según la matrona, tal vez era más apropiado decir que yacía sobre ella. Antes de aquella charla, no tenía idea de que estuviera involucrado un «apéndice» que se elevaba como una serpiente para «saquear las profundidades» de una mujer. Cuando expresó su incredulidad, la matrona señaló hacia afuera, a un caballo viejo amarrado al poste. —¿Qué ves ahí, niña? Bella miró… y vio colgando del vientre del caballo un «apéndice» que casi tocaba el suelo. Su mirada, atónita, volvió hacia la matrona. —¿Y qué crees que llevan los hombres en los pantalones, eh? ¡SERPIENTES! Solo esperando la oportunidad para desflorar a una muchacha. Bella se desplomó en el sofá del vestíbulo, aturdida, mientras la matrona volvía a su escritorio con paso marcial. Justo en ese momento, Edward entró al hotel. A Bella le costó todo su autocontrol no mirar directamente hacia los pantalones de Edward… o a la serpiente que la matrona le había adjudicado. Pero Edward le había prometido que estaría segura con él, que jamás haría nada que ella no quisiera. Si tenía que elegir entre la matrona y Edward, si debía decidir en quién confiaba más, la respuesta era sencilla: Edward. Siempre sería Edward. Así que decidió seguir su consejo y no preocuparse. O al menos intentarlo. Terminó su baño y se puso lo que su madre solía llamar un vestido de casa. Era una prenda suelta que podía llevarse sobre la ropa de dormir… o sobre nada. Era lo bastante recatado como para llamar a las doncellas y que se llevaran la tina. TMOB Después de que las doncellas se retiraron, Bella se sentó frente a la chimenea y comenzó a cepillarse el cabello. Se sentía mucho más tranquila desde su baño, y mientras trabajaba con suavidad los nudos y dejaba que su pelo se secara poco a poco, comenzó a tararear con calma. Tal como lo había prometido, Edward regresó una hora y media después. Su cabello ya estaba casi seco, así que se quedó sentada donde estaba, peinándose, pero le dedicó una sonrisa al verlo entrar. Él llevaba una bandeja cubierta y una botella con dos copas. Con su melena suelta, Bella volvió a dejarlo sin palabras. Por su parte, ella también se sorprendió, como si lo viera por primera vez: ese hombre era su esposo. Había pasado la última hora y media preparándose para la noche, igual que ella. Estaba bañado, afeitado, con el cabello peinado con esmero. Edward dejó la bandeja y las bebidas sobre la mesa y luego se volvió hacia ella. —Bella, estás preciosa. —Se acercó más y le susurró—: Tu cabello es como el de Dafne. —¿La que se convirtió en árbol? —Bueno, sí. Pero me refiero a antes de que fuera un árbol. —Con dedos temblorosos, dejó que se deslizaran entre sus mechones—. Tan hermosa… Ella le sonrió suavemente, cerró los ojos e inhaló hondo. —Hueles a bay rum. Dio un paso hacia él y Edward la atrajo a su abrazo. Encajaban perfectamente. Era… perfecto. Edward se apartó con suavidad. Sabía que antes de poder disfrutar plenamente de su matrimonio, necesitaban aclarar algunas cosas. No tenía idea de qué horrores le había contado la matrona a Bella, pero quería mitigar cualquier miedo que pudiera haberse sembrado. Le alegraba verla disfrutar de su beso y de su cercanía. Y más aún verla vestida en bata. Decidió acompañarla. Fue hasta su maleta, sacó una bata -una reliquia de sus días en Chicago, y se retiró tras el biombo. Se desvistió rápidamente y se colocó la bata, atándola a la cintura. Le llegaba desde los hombros hasta la mitad de las pantorrillas, lo suficiente como para que Bella se sintiera cómoda. O al menos esperaba que pronto lo estuviera. Cuando volvió a salir, vio que Bella ya había dispuesto la cena en la pequeña mesa: queso, pan y lonjas delgadas de carne. —¿Un sándwich? —preguntó Bella, sin mirarlo. —Sí, por favor. Él se ocupó del champán, sirviendo ambas copas justo cuando ella terminaba de preparar los bocadillos. El sol comenzaba a ponerse, así que Bella encendió las lámparas del cuarto y cerró las cortinas. Luego se sentó y finalmente miró a Edward. Él le sonrió. —Bella, sé que estás nerviosa. ¿Me creerías si te dijera que yo también lo estoy? —dijo, tomando un bocado de su sándwich. Ella lo miró con sorpresa. —¿Tú? —Definitivamente. Quiero que tengamos un matrimonio largo y feliz. Hasta ahora ha sido feliz, ¿no crees? —Ella asintió mientras bebía un sorbo de champán—. Ahora, déjame preguntarte algo. ¿Crees que esa matrona estuvo felizmente casada alguna vez? —Tal vez no. Lo poco que dijo de su marido no fue muy elogioso. —Hay muchos matrimonios así, Bella. Pero hay muchos matrimonios que no lo son. Son felices. Y creo que es más por la actitud que los cónyuges aportan al matrimonio que por lo contrario. Sé que nuestro noviazgo fue precipitado, pero creo que vamos a tener un buen matrimonio. —Quiero una vida feliz contigo —dijo ella. Edward extendió la mano y la apoyó en el respaldo de su silla. —Entonces la tendremos, Bella. ¿Recuerdas lo que dijo el predicador? ¿Sobre poner a tu pareja en primer lugar? Prometo hacer eso por ti. Se puso de pie, destendió la cama y apagó la lámpara del fondo. Bella tenía los ojos muy abiertos mientras lo miraba. —Recuerda, Bella, no haré nada que tú no quieras que haga. Pero creo que te gustaría acurrucarte conmigo. ¿Verdad? Ella le sonrió y asintió, luego se deslizó hasta la cama. Edward se metió tras ella y abrió los brazos. Acurrucada a su lado, apoyó la cabeza en su hombro. Él la rodeó con el brazo, la estrechó contra sí e inclinó la cabeza para besarle la frente. —Ahora, esposa, ¿qué te ha dicho esa bruja sobre la intimidad conyugal? Seguro que te pareció un horror. Bella soltó una risita, sintiéndose de repente mucho más a gusto. —Bueno, dijo algo de que los hombres llevan serpientes en los pantalones que se levantan a voluntad para saquear las profundidades femeninas. Edward soltó una carcajada. —¿Serpientes? Oh, Dios. Pobre mujer. No debe haber disfrutado nunca. —¡Apenas podía creerle! Insistió en que tenía razón y luego señaló a ese pobre caballo viejo que estaba en la calle. ¡Su «serpiente» colgaba casi hasta el suelo! —¿Comparó a un hombre con un caballo? ¡Vaya! No me gustaría conocer a su marido. —Bueno, ¿entonces no me estaba diciendo la verdad? —Te prometo, Bella, que no tengo una serpiente en mis pantalones. Sin embargo, tengo algo parecido a lo que viste en el caballo, pero de tamaño humano. Así se hace el asociación conyugal y, Bella, se supone que es delicioso. Bella susurró—: ¿Parece una serpiente? —No, y podría probarlo pero estoy pensando que necesitamos facilitar las cosas. Hay un proceso en el amor que puede hacerlo placentero para todas las partes. Aunque hay una cosa. —¿Qué cosa? —La primera vez de una mujer puede ser dolorosa. No para todas las mujeres, pero sí para la mayoría. Nos lo tomaremos con calma para intentar ponértelo lo más fácil posible. —Edward, ¿cómo sabes tanto de esto? Fue el turno de Edward de sonrojarse y tartamudear. —Yo... er... supongo que los hombres no estamos tan protegidos como las mujeres. Trabajamos con animales y todo eso. No iba a mencionar ni una palabra sobre sus escapadas juveniles. —He visto lo que pasa cuando se suelta al toro con las vacas. Un día estaba leyendo un libro en un árbol cuando mi hermano soltó al toro. No sabía que yo estaba allí. Las vacas no parecían disfrutar mucho. —¿Cómo lo sabes? —Se quedaron allí masticando el bolo alimenticio. —Bueno, si a una vaca no le gustara, se iría, ¿no crees? El toro no puede mantenerla allí a menos que ella quisiera. Y, además, los toros nunca han sido conocidos por su delicadeza, «un toro en una cacharrería» y todo eso. Riendo, Bella dijo—: Nunca lo había pensado así. —Bella, lo que ocurre en el lecho conyugal es tan natural como la puesta de sol por la noche. Tú y yo estamos hechos para eso. Por eso yo tengo «serpiente» y tú tienes «profundidades de mujer», para usar las extrañas analogías de la matrona. Como disfrutaremos de esta intimidad, un día saldrán hijos de ella, si Dios quiere. Quizá tengan tus ojos marrones. —¿O tal vez verdes? La abrazó más fuerte. —Tal vez, pero todo empieza..., de hecho, con nosotros empezó cuando nos besamos en la iglesia antes de casarnos. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas cómo se sintió? —Sí. Fue muy fuerte. Sentí tus labios hasta los dedos de mis pies. —Yo también—. Edward la acercó un poco más y empezó a pasarle la mano por el brazo. —¿Te gustaría seguir por ese camino, Bella? Podemos parar cuando quieras. Simplemente disfruto sintiéndome así contigo. Bella no dijo nada; sólo se incorporó y besó dulcemente a su marido en los labios. Edward se quedó tumbado respondiéndole hasta que ella se echó hacia atrás para respirar. Entonces la puso boca arriba y volvió a besarla, esta vez separando sus propios labios para saborear dulcemente los de ella. Estaba inclinado sobre ella y notaba cómo sus cuerpos se apretaban. Los pechos de ella estaban contra su pecho y su corazón bombeaba a un ritmo más rápido por ello. Dejó que sus labios recorrieran su mejilla hasta el lóbulo de la oreja, donde lo chupó un poco y luego lo mordisqueó suavemente con los dientes. —Oh... —jadeó Bella. Edward la miró y sonrió mientras susurraba—: ¿Te ha gustado, cariño? —Sí. —¿Quieres probar un poco más? —Por favor. Edward deslizó la pierna sobre la de ella mientras le daba otro beso con la boca abierta, esta vez Bella le rodeó el cuello con los brazos y le pasó los dedos por el pelo. Inconscientemente empujó su cadera contra él, esforzándose por tocar cada parte de él que podía. Edward le lamió suavemente el labio inferior, lo que la hizo jadear. Edward aprovechó y le metió la lengua en la boca. La besó más profundamente buscando su lengua y una vez que la encontró, la acarició amorosamente. Bella gimió. Edward se apartó y dijo—: Me gusta oírte suspirar y gemir. —¿No sueno como una lasciva? —En absoluto, suenas como una mujer que disfruta de las atenciones de su hombre. A estas alturas Edward tenía una erección bastante prominente que presionaba la cadera de Bella, pero no estaba seguro de que ella supiera lo que estaba sintiendo allí. ¿Debía decirle que su serpiente andaba suelta? Probablemente no. Le susurró—: ¿Puedo tocarte, cariño? Ella volvió a mirarle a los ojos, desconcertada y sin saber qué le estaba preguntando, pero no importaba, cualquier cosa que le hiciera la hacía sentir celestial, así que lo único que dijo fue—: Más. Edward le desabrochó el botón del vestido que estaba justo encima de su corazón, luego los que estaban debajo de ese, mientras le besaba los labios, las mejillas, las orejas, el cuello, y luego siguió el camino de los botones desabrochados hacia abajo. Acarició la curva de su pecho y besó su piel. —Oh, eres perfecta. Bella arqueó la espalda y enredó los dedos en el pelo de Edward mientras gemía. Él sopló su aliento caliente sobre el pezón oculto y a ella se le quebró la voz de anhelo. —Por favor —suplicó. Edward se apoyó en un codo y susurró con voz ronca: —A veces la ropa estorba. ¿Puedo quitarme la bata? Ella se sonrojó y asintió. Le acarició el cuello mientras se desataba y se quitaba la bata. Le encantó descubrir que, cuando se hubo desecho de su prenda, ella se había desabrochado completamente la suya. —Bella, cuánto te deseo. —Le pasó la mano por el pecho, rozándole los pechos hasta posarse en su vientre. Inclinándose, le besó en círculos desde el hombro hasta el pecho, pero sin llegar a tocar el sensible capullo, provocando lánguidos gemidos de su esposa hasta que ella sintió dolor por su contacto. —Eres tan suave —gimió cuando por fin la acarició, provocando que la punta se endureciera. Siguió con los labios y la lengua. Una descarga eléctrica recorrió todo el cuerpo de Bella, hasta el punto de que levantó una pierna. Su movimiento hizo que el torso de Edward se deslizara entre sus muslos. Se dio cuenta de que se encontraba en territorio peligroso, pues estaba a pocos centímetros de consumar su matrimonio. Puede que ella no esté preparada para este paso, pensó, mientras luchaba con su deseo casi abrumador por ella. Al menos ya no la estaba pinchando en la cadera. Siguió chupando y acariciando sus pezones mientras deliciosos escalofríos de deseo y necesidad recorrían su cuerpo. Bella jadeaba, le agarraba la espalda con las manos y emitía sonidos inarticulados de necesidad. Edward se levantó y la miró a la cara, la luz era tenue, pero podía ver su expresión de puro deseo. —Bella, ¿quieres que pare? Ella lo miró y agitó las caderas. —No. Por favor, no. Él tragó saliva. —El siguiente paso, cariño, implicará serpientes y profundidades. ¿Quieres eso? Bella se mordió el labio inferior, cerró los ojos y asintió. —Dime, Bella. ¿Quieres que te haga mía? —Sí. Por favor, Edward. Sí... Edward respiró hondo y se empujó contra ella mientras le subía las rodillas. Podía sentir lo preparada que estaba para él, pero también sabía que probablemente había una barrera. La separó entonces y empujó lentamente hasta el fondo, observando su reacción hasta que estuvo completamente dentro de ella. Encontró algo de resistencia, pero no mucha. Su voz era muy firme cuando preguntó: —¿Estás bien, mi amor? Ella tenía los ojos cerrados y frunció el ceño cuando él la penetró y contuvo la respiración. Pero una vez que estuvieron cuerpo a cuerpo, soltó el aire, lo miró a los ojos y le susurró: —Estoy bien. —Entonces, amor, bailemos —y él deslizó las manos por debajo de su trasero para mantenerla erguida y abierta, y tiró y empujó lentamente hasta que su propio ritmo natural se impuso. Edward intentaba contar hacia atrás desde cien en un vano intento de evitar la culminación, pero nunca pasó de noventa y tres. Su clímax estalló mucho antes de que él quisiera y supo que ella no había estado ni cerca del suyo. Impotente, se balanceó un poco más gimiendo su éxtasis hasta que se agotó por completo. Relajó los brazos y la cabeza se le hundió en la almohada, justo en el pliegue del cuello. Sintió más que oyó sus palabras, que zumbaban en su oído. Levantó la cabeza para mirarla y vio su suave sonrisa y el brillo de sus ojos. —¿Bella? —preguntó. —Tu serpiente sí que saqueó mi profundidad. —Espero que haya sido un poco más glorioso que eso. —Edward, ¿podemos hacerlo otra vez?
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