Capítulo 11: Un grupo de leones heridos
26 de noviembre de 2025, 14:26
CAP 11: Un grupo de leones heridos
En el dormitorio de los Merodeadores, el ambiente era más relajado que de costumbre. La tensión que días atrás pesaba sobre Remus parecía haberse disipado un poco, aunque su rostro aún mostraba señales de duda. Estaba sentado en el borde de su cama, con las manos entrelazadas, mientras James jugaba distraídamente con una pluma entre los dedos, Sirius se recostaba con los brazos detrás de la cabeza y Peter observaba atento desde su cama, con una expresión que mezclaba curiosidad y preocupación.
—Bien —dijo Sirius con firmeza—. Cualquiera que te conozca de verdad sabe que no tienes nada de qué avergonzarte.
—Igualmente, no quiero seguir ocultándoselo a las demás. No si confío en ellas, y lo hago.
Peter, que hasta el momento había permanecido en silencio, ladeó la cabeza.
—¿Y Frank? ¿También se lo vas a contar? Digo… si se lo dices a Alice, ella podría decírselo…
Remus asintió despacio, pero su expresión se volvió más seria.
—Le diré a Alice que lo dejo a su criterio, pero que preferiría esperar con Frank. No es que no confíe en él, simplemente… quiero tomarme mi tiempo con eso. No puedo contárselo a todo el mundo de golpe.
—Tiene sentido —aprobó James, cruzando los brazos—. Además, Frank es buena gente, pero puede esperar.
—Y Alice lo entenderá—añadió Remus—. Si se lo cuenta, no me enfadaré, pero necesito que sepa cómo me siento al respecto.
—¿Y cómo vas a decírselo a las chicas? —preguntó Sirius—. ¿Una a una o todas juntas, en plan confesión solemne en la sala común?
Remus sonrió, apenas.
—Prefiero hacerlo todo de una vez. He pensado en hablar con ellas mañana por la tarde. Buscaré un momento en que estemos los seis tranquilos. No quiero dramatizar, pero tampoco puedo quitarle peso. Es importante.
—Pues nosotros estaremos ahí si necesitas apoyo —dijo James, poniéndose en pie—. Aunque ya sabes que ellas te van a entender. No eres solo nuestro mejor amigo, Remus. También eres uno de los mejores brujos que conocemos.
Sirius asintió con una sonrisa torcida.
—Y el único de nosotros que hace los deberes sin hechizos tramposos. Eso vale por lo menos media lealtad eterna.
Todos rieron, incluido Remus, que parecía más ligero ahora, como si al decirlo en voz alta, su decisión se hubiese hecho más real. Y la amistad volvió a mostrarse como la fuerza que todo lo sostenía.
Esa tarde había comenzado con uno de esos pequeños milagros de Hogwarts: una hora libre, buen tiempo y ningún profesor a la vista. Kate caminaba por uno de los patios del castillo, cuando sintió unos brazos rodearle la cintura por detrás.
—Si estuvieras intentando escapar, esto sería un muy mal comienzo —murmuró Sirius al oído, con una sonrisa que podía sentirse más que verse.
—Y si estuviera buscándote, sería un golpe de suerte —contestó ella, girándose para mirarlo.
Sirius le lanzó una mirada intensa, traviesa, como si su mente estuviera dividida entre besarla y proponerle algo imprudente. Al final, optó por ambas cosas. La besó rápido, antes de tomarla de la mano y guiarla hacia un rincón algo más oculto del jardín del ala este.
—¿Me estás secuestrando? —dijo ella divertida.
—Estoy rescatándote del estudio. No tienes idea de lo peligroso que es leer tanto. Podrías convertirte en una Ravenclaw —bromeó, fingiendo horror.
—Entonces tendré que ser rescatada más seguido.
Se sentaron sobre el césped, con la espalda apoyada contra una de las columnas de piedra que bordeaban el patio. Hablaron de tonterías, rieron por nada, y Sirius jugó a enredar un mechón de su pelo entre sus dedos mientras ella le contaba una historia absurda sobre un elfo doméstico que se había encariñado con una mandrágora de un libro que estaba leyendo.
En medio de una carcajada, Sirius consultó el reloj de su bolsillo y soltó un suspiro resignado.
—Remus me va a matar si no aparezco para terminar ese maldito trabajo de Pociones. Llevo una semana posponiéndolo y ya se sabe de qué humor se pone de vez en cuando.
—Dile que estás haciendo trabajo de campo. Estudiando el comportamiento emocional de una Gryffindor.
—¿Puedo citarte en la bibliografía? —preguntó Sirius, alzando una ceja.
—Solo si me pones como autora principal.
Él se inclinó para besarla de nuevo, más despacio esta vez, como si no quisiera irse. Finalmente se levantó, aún con una mano en la de ella.
—Te veo esta noche, ¿vale?
—Ve, antes de que Remus organice un motín. —Kate le sonrió, viendo cómo se alejaba con paso seguro hacia el castillo.
Mientras lo observaba desaparecer, una idea cruzó su mente con la nitidez de un destello. Sin pensarlo dos veces, cambió de rumbo. Sabía exactamente dónde ir.
Los jardines del norte estaban tranquilos, pero no vacíos. Desde lejos, Kate ya podía distinguir la figura de Regulus, sentado en el césped con un grupo de Slytherins. Tal como lo había previsto. Su intuición no fallaba con él.
Se acercó sin vacilar, como quien entra a un duelo sabiendo que no puede retroceder.
—Vaya, vaya… pero si es la misma Bellerose —canturreó Theodore Nott en cuanto la vio, con su habitual sonrisa venenosa—. ¿Vienes a decirme que ya te has cansado de Black? Me pensaría seriamente recibirte…
Kate le lanzó una mirada afilada, como una daga lanzada con precisión. No necesitó responder para que su desprecio se notara. Nott ladeó la cabeza con falsa inocencia, pero sus ojos brillaban con hostilidad contenida. Se pasó la lengua por los dientes, lento, como si disfrutara de su propio veneno.
—Déjala, Nott —intervino Regulus con un tono seco, aunque perfectamente educado—. No te busques problemas. Sabes que Sirius es bastante impulsivo.
—Y tú bastante blando con ciertas Gryffindor —respondió Nott, apenas audible.
—Kate —añadió Regulus, ignorando la provocación—. ¿Qué te trae por aquí?
—Reg, ¿podemos hablar un momento?
El joven Black asintió en silencio y se levantó con elegancia. Se alejaron del grupo, pero Kate podía sentir cómo los ojos de Nott se clavaban en su espalda como cuchillas. Sabía que no olvidaba. Y menos aún, perdonaba.
Caminaron sin hablar durante unos minutos, alejándose lo suficiente para estar fuera del alcance de los oídos ajenos. El cielo sobre el lago estaba encapotado, y el aire frío parecía apretar los silencios como si los envolviera en escarcha. Regulus iba con las manos en los bolsillos, más serio de lo habitual, aunque eso no era decir mucho.
Unos días antes, lo había visto.
Desde una sombra junto a las escaleras del primer piso, Regulus había observado a Sirius con Kate y los demás: Potter, Lupin, y Evans, riéndose como si el mundo no les pesara encima. Pero había sido su hermano el que más le había llamado la atención. Sirius no estaba fingiendo. No era la arrogancia teatral de las cenas familiares, ni la indiferencia altiva de los pasillos. No. Esa risa era real. Ligera. Viva.
Sirius le había lanzado una mirada fugaz cuando pasaron cerca, pero no había dicho nada. No tenía porqué hacerlo. Y ahí, en ese momento silencioso, Regulus había sentido por primera vez una punzada que no supo nombrar. Quizá pérdida. Quizá algo más peligroso: envidia.
Finalmente, ya junto al lago, rompió el silencio.
—Él… ¿Está bien?
Kate no necesitó preguntar a quién se refería.
—Sí… creo que sí.
—Se le ve bien. Se le ve… feliz En casa, nuestra madre está buscando la forma de atarle de nuevo.
Ella le miró con preocupación.
—No, no te preocupes, Kate. Lo de Sirius no tiene vuelta atrás. Aunque… Walburga cree que estar contigo es algo bueno. Dice que podrías traerlo de vuelta.
Kate supo que esa última frase no era solo un comentario. Era una pregunta disfrazada. Ella suspiró hondo.
—Reg, sabes que nunca podría hacer tal cosa.
—¿Por qué? —preguntó, con una mezcla de enfado y súplica en la voz.
—Porque le mataría.
Regulus bajó la vista un momento, como si esa idea le doliera más de lo que admitiría.
—¿Y a mí? ¿Crees que no me mata estar solo en esa casa?
—También puedes elegir otra cosa… y él te apoyaría.
Hubo un silencio denso. Regulus respiró hondo, como si contuviera palabras que no se atrevía a pronunciar.
—Tenemos distintos ideales.
—No, no los tenéis. No de verdad.
—En casa... cada vez se habla más abiertamente de los ideales de Voldemort.
Kate sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Era eso a lo que se refería Beth.
—¿Y tú qué piensas?
Regulus la miró directamente a los ojos. Su voz fue baja, pero clara.
—Todavía lo estoy considerando.
Kate lo miró largo rato. Algo en ella se removió, una duda que no podía callar. Y entonces, con voz algo más baja, preguntó:
—¿Has oído algo… sobre ciertos grupos que están amenazando a estudiantes? Cosas que se están diciendo. No sé si son rumores o algo más.
Regulus desvió la mirada. No se sorprendió.
—He oído lo mismo. Algunos están… demasiado motivados. Pero eso no va a durar. Están bajando el tono. Por ahora.
—¿Por ahora?
—Están esperando. No es rendición. Es estrategia.
—¿Y por qué ahora?
—Porque saben que Dumbledore está atento. Y porque algunos se pasaron de la raya.
—¿Y tú? —preguntó ella, muy quieta—. ¿Qué vas a hacer?
Regulus la miró, serio.
—Yo no hago esas cosas. Pero tampoco puedo impedirlas.
—Podrías decir algo.
—¿Y qué ganarías con eso? —replicó, bajando la voz aún más—. Lo que quieren es que parezca que se calman. Pero solo están cambiando de táctica.
—¿Van a vengarse?
Regulus no contestó de inmediato. Luego asintió apenas, una sombra cruzando su rostro.
—Sí. Pero será más… preciso.
Un silencio amargo se instaló entre ambos.
—Reg… el silencio también toma partido.
Él asintió una vez más, pero esta vez su gesto fue casi imperceptible. Cansado.
—Claramente mi madre no te conoce. Si lo hiciera, no pensaría en ti como una posible aliada.
Kate rió con suavidad. Esa ironía seca, cargada de cariño, era tan propia de los Black que por un segundo le recordó a Sirius.
Regulus la miró.
—¿Cómo van las cosas con Beth? Está bastante enfadada contigo.
—Beth también tiene que darse cuenta de que en algún momento tendrá que decidir.
—Tú ya has decidido, ¿no?
Kate no necesitó una respuesta. Lo vio en la forma en que él desvió la mirada, en ese leve endurecimiento de la mandíbula.
—Bueno —murmuró ella, dando un paso atrás.
Regulus asintió apenas, como si eso cerrara la conversación.
—Y Kat… —dijo, sin mirarla del todo—. Ten cuidado con Nott.
Ella lo miró un segundo más, buscando algo que no encontró. Luego asintió, breve, y se dio la vuelta.
Se alejó sin mirar atrás, pero mientras avanzaba hacia el comedor, no podía evitar sentir el eco helado de esas últimas palabras, persistente como una advertencia que llegaba demasiado tarde.
El castillo parecía contener la respiración. Regulus caminaba solo por el pasillo que conectaba las mazmorras con el ala este del castillo. No estaba haciendo ronda. No estaba buscando a nadie. Solo necesitaba moverse. Pensar. Escapar, aunque fuera por unos minutos, del murmullo constante de sus compañeros de casa: de las bromas crueles de Mulciber, del fanatismo impaciente de Avery, de los susurros estratégicos de Nott.
“Ya bajaron el tono, por ahora.” Sus propias palabras a Kate le resonaban como un eco indeseado.
Había aprendido a moverse entre ellos como un espectro. No con poder. Con precisión. No había margen para los impulsos de Sirius, ni para la transparencia emocional de los Potter o Lupin. Él era otra cosa. Algo más callado. Más paciente. En la oscuridad, uno sobrevive escuchando más de lo que dice.
Al doblar una esquina, encontró una figura sentada en el alféizar de una ventana. El cabello oscuro, el uniforme impecable aunque sin la túnica, y una pequeña pluma flotando delante de ella.
Beth Bellerose. Claro. La biblioteca cerraba tarde, y a veces prefería estudiar sola, lejos del bullicio de Ravenclaw.
—¿No se supone que los de tu casa se refugian en su torre? —murmuró él al acercarse.
Ella levantó la vista, una media sonrisa curvando los labios.
—¿Y tú no deberías estar tramando la caída del mundo muggle con tus amigos de las mazmorras?
Él esbozó algo parecido a una sonrisa. No era frecuente, pero con Beth ocurría sin esfuerzo.
—No estoy de humor revolucionario esta noche.
—Vaya. Habrá que notificar al Ministerio.
Silencio. Uno cómodo, raro entre dos adolescentes de casas opuestas. Regulus se apoyó contra la pared, de lado a ella, sin mirarla directamente.
—Tu hermana me preguntó si sabía algo sobre ciertas amenazas.
Beth asintió, como si ya lo hubiera imaginado.
—Kate estará preocupada. Tiene qué perder con todo esto: Lily, Sirius, Mary… Las cosas se están poniendo feas.
—No solo fuera del castillo —agregó él, en voz baja.
Ella giró la cabeza para mirarlo bien.
—Y tú… ¿estás bien?
Una pregunta sencilla pero sincera. Regulus tardó en responder.
—Estoy donde debo estar.
Beth entrecerró los ojos, notando el peso detrás de esa frase.
—¿Y eso qué significa?
—Que si quieres apagar un incendio desde dentro, tienes que oler a humo.
Beth no dijo nada por un momento. Luego desvió la mirada al exterior, donde el viento sacudía las ramas del Bosque Prohibido.
—Eso también te puede matar, Regulus.
Él se irguió ligeramente, como si fuera a decir algo más, pero un sonido de pasos interrumpió la escena. Desde el otro extremo del pasillo, Severus Snape emergió de la penumbra.
Llevaba los hombros tensos, como siempre. La mirada baja. Y un leve temblor en las manos que solo alguien atento notaría.
Regulus y él se cruzaron la mirada durante un segundo. No era enemistad. No del todo. Era conocimiento. Reconocimiento. Ambos caminaban sobre el mismo hilo invisible.
—Snape —saludó Regulus, seco.
—Black —contestó Snape con un leve asentimiento, antes de echar una mirada a Beth—. Deberías tener más cuidado con tus compañías, Bellerose.
—Lo mismo te diría —respondió ella con frialdad.
Snape frunció el ceño, pero siguió de largo. Su silueta se perdió en la curva del pasillo. Cuando el eco de los pasos de Snape se apagó, Beth miró de nuevo a Regulus.
—Ese chico está a punto de quebrarse.
Regulus no respondió. Solo bajó la mirada al suelo de piedra. Luego, al cabo de un momento, murmuró:
—Todos estamos a punto de algo.
Beth recogió sus cosas con lentitud. Se levantó del alféizar sin decir más, pero no se alejó del todo. Dudó un segundo, luego habló, más bajito, casi como si no quisiera admitirlo.
—Todo el mundo habla de nosotras ahora. De las Bellerose. Desde que Kate y tu hermano... —hizo un gesto vago, como si no quisiera terminar la frase—. Parece que ahora somos parte del espectáculo.
Regulus la miró de lado, con cierta comprensión de que no necesitaba palabras.
—La gente siempre encuentra algo que decir. Y si no hay motivo, lo inventan.
Beth bufó.
—No me molesta por eso. Me molesta porque Kate ni siquiera lo ve. Camina por el colegio como si... como si nada importara. Como si el apellido no significara nada. Y yo tengo que aguantar miradas, comentarios... como si fuera culpa mía.
—No puedes controlar lo que los demás piensan —dijo él, calmado—. Pero puedes elegir si eso te separa de tu hermana.
Ella lo miró, algo tensa.
—¿Tú crees que estar cerca de Sirius es buena idea?
Regulus bajó los ojos un instante. Su mente viajó sin quererlo a un recuerdo ya lejano.
Tenía once años, y Sirius acababa de empacar su baúl para partir a Hogwarts. Regulus se quedó en la puerta del dormitorio, viendo cómo su hermano metía a toda prisa túnicas, libros y su vieja escoba. No se decían nada. Walburga había gritado durante la cena, otra discusión más sobre qué casa sería la "digna" para un Black. Sirius no dijo nada. Pero esa noche, antes de irse, pasó por su habitación y le dejó una figura de un hipogrifo tallada en madera. "No escuches siempre lo que te dicen. A veces... es mejor aprender solo." Eso fue lo último que le dijo. Y al día siguiente, se fue. Y lo siguiente que supo es que su hermano era un Gryffindor. Nunca volvió a ser igual.
—Separarse por orgullo, o por lo que digan los demás... —murmuró Regulus, casi para sí—. A veces eso no se puede arreglar después.
Beth no respondió enseguida. Había en sus ojos algo que no era enfado. Era orgullo herido. Dolor contenido.
—No lo entiendo —dijo ella en voz baja—. ¿Por qué todo tiene que doler tanto?
Regulus no supo qué contestar. Cuando Beth empezó a alejarse, se detuvo solo un segundo más.
—Ojalá no esperes demasiado para decidir de qué lado estás.
Él la miró de reojo, pero no dijo nada. Cuando ella desapareció en dirección a la torre de Ravenclaw, Regulus se quedó allí un momento más. Solo. Las sombras del pasillo eran densas, pero a él ya no le pesaban.
Sus dedos rozaron el anillo con el blasón de su familia. Lo llevaba siempre. Lo odiaba. Y sin embargo, no se lo quitaba. No era un héroe. No aún. Pero el fuego ya había empezado a encenderse. Y él estaba justo en el centro.
La sala común de Gryffindor estaba casi vacía. Fuera, la noche pesaba contra los ventanales, y el único sonido era el suave crepitar del fuego. Algunos cojines habían sido arrastrados hacia la alfombra frente a la chimenea, y en torno a una mesa baja quedaban solo unos cuantos estudiantes: James, Sirius, Peter, Remus, y enfrente, Lily, Kate, Mary, Alice y Marlene. Pippa estaba al lado de Remus.
Remus no hablaba. Estaba de pie junto al fuego, con las manos en los bolsillos y los hombros algo caídos. Nadie sabía del todo por qué estaban ahí. Solo que James había pedido que se quedaran después de cenar. Que era importante.
—¿Remus? —dijo Lily con suavidad, como si no quisiera asustarlo—. ¿Está todo bien?
Él alzó los ojos. Se los veía cansados, no de sueño, sino de algo más profundo. De lucha interna.
—Quiero contaros algo —dijo por fin, con voz baja. Sirius, sentado al lado de Kate, se inclinó ligeramente hacia adelante cogiéndole la mano a la chica. James cruzó los brazos, atento. Peter jugaba con un botón de su túnica sin levantar la vista.
—No… no es fácil decir esto. Pero creo que ya es hora. Y que lo sepáis vosotros... importa.
Kate notó el leve movimiento de Sirius, apenas perceptible, como conteniendo el impulso de ponerse de pie a su lado. Lo conocía demasiado bien: eso era preocupación. Le acarició el dorso de la mano con suavidad.
Remus respiró hondo, con los ojos clavados en la alfombra.
—Cuando era niño… fui atacado. Por una criatura. Y desde entonces, cada luna llena…
Pausa.
—Me transformo.
La frase quedó suspendida en el aire.
Mary frunció el ceño, sin entender del todo. Marlene parpadeó como si necesitara una segunda explicación. Alice le lanzó una mirada fugaz a James, pero no dijo nada. Kate sintió que algo encajaba, como una cerradura cediendo. Lily, sin apartar los ojos de Remus, fue la primera en hablar.
—Lo imaginaba —añadió ella, con una leve sonrisa triste—. Desde hace tiempo.
Él asintió. No preguntó cómo. No hacía falta.
—¿Un hombre lobo? —dijo Kate, ahora en voz baja, pero sin temor. Y entonces, como si todo tuviera más sentido de pronto—. Por eso Lily está preparando esa poción…
Lily giró apenas la cabeza. No se sorprendió de que Kate lo entendiera. Remus tragó saliva.
—No es algo que uno pueda ocultar siempre. Pero tampoco es fácil contarlo. He vivido con esto desde los cinco años. Y... la mayoría de la gente no entiende.
—Nosotros sí —dijo James.
Peter asintió sin levantar la cabeza. El silencio volvió un momento, y esta vez fue Mary quien habló.
—¿Desde siempre?
—Sí.
Marlene suspiró, cruzándose de brazos.
—Bueno… eso explica lo de las desapariciones cada mes. Y las excusas de la enfermería. Y… —miró a Sirius— tú colándote como si tuvieras un pase especial.
—¿Yo? —Sirius alzó una ceja—. Solo velaba por mi amigo. Aunque Madame Pomfrey nunca me creyó.
—Porque te veía saltando por los pasillos con una capa de lunares —murmuró Lily, rodando los ojos.
Remus esbozó una pequeña sonrisa, agradecido por las bromas. Las necesitaba.
—Entonces… —dijo Alice, con tono más serio—. ¿Cómo lo llevas?
—Con ayuda. Mucha. Y con preparación. La poción ayudará… cuando se pueda conseguir. Y los chicos… ellos han hecho más de lo que cualquiera habría hecho por mí.
—Y lo volveríamos a hacer —dijo James con una sonrisa.
Sirius hizo una mueca arrogante.
—Somos brillantes. E intrépidos.
—Y muy discretos —añadió Peter, por primera vez levantando la mirada—. Cuando no hay pastel de por medio.
Hubo algunas risas. El ambiente comenzaba a aligerarse.
—Entonces… ¿por qué ahora? —preguntó Marlene, mirándolo directamente.
Remus dudó.
—Porque estoy cansado de esconderlo. Porque confío en vosotros. Y porque… Hay cosas que están cambiando. Ya no quiero sentir que, si algo sale mal, lo estaréis descubriendo en el peor momento.
Hubo asentimientos. Nadie discutió eso.
—¿Frank lo sabe? —preguntó Alice, más por deber que por curiosidad.
—No. Y preferiría que se quedara aquí. Por ahora.
—Está bien —dijo Alice sin más.
El grupo cayó de nuevo en un silencio cómodo. El fuego seguía ardiendo, lanzando destellos de luz cálida contra sus rostros. Sirius se estiró hacia atrás.
—Entonces, ¿pastel de calabaza para celebrar que tenemos al mejor hombre lobo del castillo?
—¿De verdad lo mejor que se te ocurre es la comida? —dijo Lily, sonriendo con cansancio.
—¿Tú tienes una mejor idea? —replicó Sirius.
—Dormir —dijo Mary, alzando una ceja—. Pero ya veo que eso es mucho pedir.
—Podemos simplemente quedarnos un rato más aquí —dijo Remus, finalmente dejándose caer en un sillón—.
Kate observó a Remus mientras los demás comenzaban a moverse. No dijo nada, pero cuando sus miradas se cruzaron, solo asintió una vez. Con respeto. Con entendimiento.Remus le devolvió el gesto. Pippa se acercó a él con una sonrisa sincera.
—Gracias —dijo él finalmente, con la voz baja, cargada de una honestidad sin adornos.
—¿Por qué? —susurró ella, girándose un poco hacia él.
—Por estar ahí. Por no tratarme diferente. Por… mirarme igual que antes.
Pippa lo miró, y su expresión se suavizó.
—Remus, lo único que cambió fue que ahora entiendo mejor lo que cargas contigo. Y eso no me hace querer alejarme. Al contrario.
Remus la observó durante unos segundos, como si aún estuviera buscando alguna sombra de miedo en su rostro. No la encontró.
—Llevo tanto tiempo temiendo esto… creyendo que si alguien me veía tal como soy, se apartaría.
—Yo no pienso hacerlo —respondió ella, con firmeza—. De hecho, me molesta pensar que hayas tenido que cargarlo tanto tiempo tú solo.
Hubo un momento de silencio. Entonces, Remus giró la cabeza hacia ella, con una pequeña sonrisa triste.
—¿No tienes miedo?
—¿De ti? —negó suavemente con la cabeza—. Lo que me asusta es imaginarte solo… sintiendo que no mereces ser querido. Eso es lo que me da miedo.
El corazón de Remus dio un vuelco. Su respiración se volvió algo más lenta, más consciente. Ella se acercó con una cálida sonrisa.
—Estoy aquí porque quiero. Porque tú eres tú, no lo que te pasa cada luna llena. —Su voz se volvió un susurro—. Y porque cada día me doy cuenta de cuánto te necesito cerca.
Remus la miró, como si no supiera si debía dar ese paso o no. Pero fue Pippa quien lo hizo por él. Se acercó, suave, sin prisas, y apoyó su frente contra la de él.
—No estás solo, Remus —murmuró, cerrando los ojos—. Ya no más.
Y entonces, él alzó una mano con delicadeza y acarició su mejilla, tembloroso, como si aún no pudiera creer que se lo permitieran. Sus labios se encontraron, lentos, cálidos, llenos de promesas silenciosas. Fue un beso breve, pero profundo, cargado de la ternura y el respeto que habían ido construyendo día tras día.
Cuando se separaron, Remus apoyó la cabeza sobre su hombro, dejando escapar una exhalación larga, como si con ella salieran años de miedo y aislamiento. Pippa lo abrazó sin decir nada, y se quedaron así durante largos minutos.
Unas horas más tarde, el aroma del pan recién horneado flotaba en el aire, cálido y reconfortante. Los elfos domésticos se movían con la rapidez discreta de quienes saben hacerse invisibles, aunque uno de ellos se detuvo para dejar frente a Remus una taza de chocolate caliente y un plato con galletas de avena.
Remus estaba solo, apoyado en una de las largas mesas de roble, con los codos sobre la superficie y las manos alrededor de la taza. No la bebía aún. Solo dejaba que el vapor le humedeciera el rostro.
—¿No podías dormir? —preguntó una voz suave a su espalda.
Remus no se sorprendió. Solo se giró levemente. Kate estaba cruzando la entrada, envuelta en su bata de dormir.
—Tú tampoco —dijo él con una media sonrisa.
—No. Y vi que no subiste con los demás.
—Necesitaba… respirar. Pensar.
—Y chocolate, al parecer.
Él se encogió de hombros.
—Es difícil decirle que no a los elfos cuando te miran así —bromeó.
Kate se sentó a su lado sin pedir permiso. Se sirvió una galleta, rompió un trozo y se la llevó a la boca. Masticó en silencio, observándolo.
—¿Te sientes mejor?
Remus no respondió enseguida.
—Sí y no. Es un alivio, claro. Pero ahora lo saben. Es como… tener los bolsillos vacíos delante de todos.
Kate asintió despacio, sin apuro. Luego, dejó la galleta sobre el plato y lo miró con seriedad.
—Yo no lo vi venir. Pero Lily sí. Y ahora entiendo lo de la poción. Lo hace por ti.
—Lo sé —susurró Remus—. Me lo dijo hace unas semanas. A su manera. No directamente, pero… me dejó saber que ya lo había intuido.
—¿Y no te dio miedo?
—Sí. Mucho. Pero no por ella. Sino por todo lo que eso cambia. Aunque… supongo que lo que cambia depende más de los otros que de mí.
Kate inclinó la cabeza, como reconociendo una verdad dolorosa. Luego dijo, casi en voz baja:
—¿Tienes miedo de ti mismo?
Remus la miró entonces, realmente miró. Sus ojos eran de una tristeza madura, silenciosa, que no buscaba lástima.
—A veces. No siempre. Pero… cuando estoy solo, sí. Cuando pienso en lo que podría hacerle a alguien si algo saliera mal… si alguna vez no llegamos a tiempo, o Sirius y los demás no pueden…
Se detuvo. Tragó saliva.
—Pienso en eso más de lo que quisiera admitir.
Kate extendió una mano, la apoyó suavemente sobre la suya.
—Eres más humano que muchos. Más que los que nunca se han transformado.
—¿Eso es consuelo? —dijo él, con una media sonrisa, amarga pero agradecida.
—No —respondió ella, con firmeza—. Es la verdad.
Estuvieron en silencio unos segundos más. El vapor del chocolate seguía subiendo, tibio y dulce. Kate tomó un sorbo de su propia taza. Luego murmuró:
—Hay mucha gente con monstruos dentro, Remus. Tú, al menos, no te escondes detrás de una sonrisa perfecta ni de un apellido ilustre. Tú sabes lo que eres. Y eliges cada día no convertirte en algo peor.
Remus parpadeó, conmovido. Quiso decir algo, pero no encontró palabras.
En ese momento, la puerta de la cocina se abrió con un chirrido bajo, y Sirius apareció con el cabello revuelto y una expresión a medio camino entre el fastidio y el alivio.
—Lo sabía —dijo, señalandolos—. Sabía que te habías escabullido aquí. Y también sabía que Kate te encontraría.
Kate se giró sin soltar la taza.
—¿Celoso?
—¿Yo? Por favor. —Sirius caminó hacia ellos con paso despreocupado—. Solo me pareció injusto que no me invitaran a la reunión nocturna del Club de Galletas y Revelaciones Profundas.
—Ya habíamos terminado con las confesiones —dijo Remus, sonriendo apenas—. Estábamos en la parte de las metáforas.
—Merlín nos libre de eso —bufó Sirius, agarrando una galleta y dejándose caer junto a ellos—. Aunque si van a empezar con los discursos filosóficos, mejor que me pasen el chocolate.
Kate empujó la taza hacia él.
—Yo tampoco podía dormir —añadió Sirius, más bajo—. Me quedé pensando… en lo que hiciste esta noche, Moony. Fue valiente.
Remus se encogió de hombros.
—No habría podido hacerlo sin vosotros.
—No sin mí —corrigió Sirius con una sonrisa descarada—. Admitámoslo, soy tu mejor soporte emocional. El más guapo, al menos.
Kate rodó los ojos, pero se permitió sonreír.
—Y el más modesto, sin duda.
Sirius se inclinó hacia ella, en voz más baja.
—¿Sabes? No me molesta que compartas con Remus… pero las cocinas eran mi territorio exclusivo con él.
—Deberías haber llegado antes —respondió Kate, alzando una ceja, y dándole un beso fugaz.
Remus solo rió, al fin más relajado, mientras los observaba intercambiar pullas con esa facilidad que solo tienen los que se quieren de verdad, aunque no siempre lo digan. Y esa noche, con el calor de la cocina envolviéndolos como un refugio secreto, el mundo pareció un poco menos hostil.
Después de un rato, el silencio volvió tras los pasos de Remus alejándose por el pasillo. Sirius no se movió durante varios segundos, con la mirada fija en la puerta cerrada, la mandíbula apretada.
Kate recogió las tazas con lentitud, pero no se levantó. Solo lo observó. Había algo en la rigidez de los hombros de Sirius, en la forma en que contenía la respiración, que le pareció demasiado... vulnerable.
—¿Estás bien? —preguntó, apenas en un susurro.
Sirius soltó el aire por la nariz. Luego giró hacia ella, con una sonrisa cansada que no le alcanzaba los ojos.
—Moony se ha quitado un peso de encima esta noche. Pero creo que me ha dejado una parte en los hombros.
Kate se levantó. Dio la vuelta a la mesa y se acercó sin decir nada más. Cuando estuvo frente a él, no hizo ningún gesto, no preguntó, no buscó palabras. Solo levantó la mano y la apoyó en su mejilla.
Sirius cerró los ojos al contacto. Su cuerpo se relajó, como si ese solo gesto bastara para aflojar nudos que llevaba demasiado tiempo ignorando.
—Odio que tenga que vivir con eso —dijo él en voz baja—. Que tenga que ocultarse. Que piense que algún día pueda hacernos daño.
—No lo hará —respondió Kate—. Porque tú no lo dejarías. Y él lo sabe.
Sirius abrió los ojos. La miró. Había algo diferente en esa noche: una especie de calma tras la tormenta, una necesidad de no decir más y simplemente sentir. Como si las palabras ya no fueran suficientes.
Y entonces, sin aviso, la besó.
No fue un beso suave. Fue de esos que nacen de la tensión contenida, del miedo, del alivio, de las verdades reveladas. La besó como si la noche pudiera romperse en cualquier momento. Como si su boca fuese el único ancla posible.
Kate respondió al instante. Sus manos enredadas en su camisa, atrayéndolo más. El sabor de la cocina —chocolate, galletas y algo más cálido— se mezcló con el de ellos dos, urgentes, humanos.
Sirius la sostuvo con firmeza por la cintura, la espalda contra la pared de piedra tibia por el calor del horno cercano. Su cuerpo encajaba con el de ella como si hubieran estado buscándose por días, semanas. Años. Sus labios descendieron a su mandíbula, a su cuello, con desesperación contenida.
—No tienes que ser fuerte todo el tiempo —le susurró Kate entre jadeos, con los ojos cerrados.
Sirius apoyó la frente en su clavícula, respirando hondo, como si ella acabara de darle permiso para bajar las defensas.
—Tú me haces querer serlo —murmuró él—. Pero cuando estás cerca, también quiero rendirme. Solo un poco. Solo contigo.
Kate lo sostuvo entre sus brazos, sus dedos acariciándole el cabello con una ternura feroz.
—Entonces ríndete. Solo esta noche. Estoy aquí.
Él la miró con una intensidad que la hizo arder por dentro. Sus labios se encontraron de nuevo, más lentos esta vez, como si cada beso llevara su nombre grabado. No había prisa ahora. Sirius la levantó con facilidad y la sentó en la mesa, su cuerpo entre sus piernas. Kate se aferró a él, sus labios explorándose como si quisieran memorizar. Había algo eléctrico y tierno, algo roto que se unía poco a poco en el calor del otro.
La noche se estiró en susurros y caricias. En la promesa muda de que, aunque el mundo se hiciera cenizas, allí, en esa cocina silenciosa, con el aroma a canela y el corazón expuesto, intentarían estar juntos. Y esa vez, cuando Sirius le dijo su nombre en voz baja, no lo hizo con fuego, sino con algo más frágil y real:
—Kate…
Ella alzó el rostro, aún con la respiración entrecortada.
—¿Sí?
—Gracias por quedarte.
Ella no respondió. Solo lo besó una vez más, con los ojos cerrados, como si sellara con ello una promesa que ninguno de los dos se atrevía aún a pronunciar en voz alta. Luego, todavía de madrugada, volvieron a la Torre de Gryffindor intercambiando besos durante el camino.
Al día siguiente, en uno de los pasillos del cuarto piso, justo después de la última ronda de prefectos, Lily caminaba junto a Remus, con la varita en alto para iluminar los recovecos donde las armaduras dormían. Él iba con las manos en los bolsillos, como siempre, y el abrigo del uniforme cerrado hasta arriba.
Cuando llegaron a la esquina entre el aula de Adivinación y el tapiz de Barnabás el Chiflado, se detuvieron sin necesidad de decirlo. Era su último punto de la ronda.
Remus fue el primero en hablar.
—Tú ya lo sabías. —No era una acusación. Solo una constatación tranquila.
Lily tardó un segundo en responder. Sus ojos verdes se encontraron con los de él, que estaban más claros con la luz dorada de su varita.
—Desde hace más de un año —admitió, con calma—. No tenía una prueba, pero... había señales.
Él asintió, bajando la mirada un momento.
—¿Por qué no dijiste nada?
—Porque era tu decisión contarlo, no la mía. —Hizo una pausa, y bajó la voz—. Quería que lo dijeras cuando tú sintieras que podías. No por presión. No por miedo. Por confianza.
Remus la miró en silencio. Había algo en su expresión que no era solo gratitud. Era alivio.
—Gracias —dijo al fin.
Caminaron un poco más, sin prisa, dejando que el silencio hablara por ellos. Luego fue Lily quien retomó la conversación.
—La poción... la matalobos —dijo, con el ceño ligeramente fruncido—. He estado trabajando con Slughorn. No lo sabe todo, por supuesto. Cree que estoy haciendo investigación avanzada. Y, bueno... no va mal. Pero no estará lista este mes.
Remus levantó una ceja.
—¿Pero crees que podrías tenerla para el siguiente?
—Quizá. —Su expresión era de duda honesta, pero también de determinación—. Es increíblemente inestable. Y no sé si funcione bien sin supervisión oficial del Ministerio... Pero si lo logro, si la consigo... puede ayudarte. Mucho.
Él se encogió ligeramente de hombros.
—Y si no funciona…
—...al menos lo intentamos —completó ella.
Él sonrió. Una sonrisa pequeña, de esas que eran raras en Remus, pero sinceras.
—Habrá que intentarlo —repitió él, con suavidad.
Lily le devolvió la sonrisa, más luminosa.
—No estás solo, Remus. No lo has estado por un tiempo. Aunque a veces parezca que cargas con todo.
Él desvió la vista, tragando el nudo que se le había formado en la garganta. Asintió lentamente.
—Lo sé. Solo… me cuesta recordarlo, a veces.
—Entonces te lo recordaré yo —dijo ella, con una firmeza tranquila—. Siempre.
Remus no dijo nada más. Pero cuando siguieron caminando por el pasillo hacia la torre de Gryffindor, su paso era un poco más ligero. Como si algo —no mucho, pero algo— hubiese dejado de pesar tanto.
Una semana después, era luna llena. El cielo pendía como una sábana de plomo sobre Hogwarts, teñido de un gris enfermizo que parecía presagiar algo torcido. No llovía, pero el viento azotaba las ramas desnudas de los árboles, que silbaban entre sí como si murmuraran advertencias en un idioma antiguo.
Kate avanzaba a paso rápido, con el abrigo cerrado hasta el cuello. En su mano, arrugado entre los dedos, llevaba un pergamino:
“Nos vemos después de cenar, cerca del claro donde me enseñaste el encantamiento contra chizpurfles. Necesito hablar contigo. No tardes. Nos vemos a las 10.00 pm —S.”
La letra era la de Sirius. Inconfundible. Un trazo tembloroso pero intenso. Había sentido un pequeño vuelco en el pecho al leerlo.
—¿No te parece raro? —le había dicho a Lily mientras se ajustaba la bufanda.
—Un poco… pensé que esta noche estaría con James y Remus. ¿No es luna llena?
—Eso me dijo —respondió Kate, mordiéndose el labio—. Pero si escribió esto… Tal vez pasó algo.
—Será alguna locura suya —bromeó Lily, y Kate sonrió. Una sonrisa real. Era Sirius.
Ahora, en los terrenos, la sonrisa había desaparecido. El claro estaba cubierto de una quietud antinatural. Ni un grillo. Ni una rama crujiendo. Solo el murmullo lejano del viento en las copas del Bosque Prohibido.
—¿Sirius? —llamó, con voz clara.
Nada.
—¿Sirius, estás aquí?
El silencio respondió como un eco ahogado. Frunció el ceño, deteniéndose. La nota aún la tenía en la mano. El aire era más denso ahora. Algo vibraba en el ambiente, algo… equivocado. Entonces lo vio.
Una figura, de espaldas, a pocos metros. Alto, con el pelo oscuro y desordenado, las manos en los bolsillos de una túnica negra. Una silueta demasiado familiar. Kate sonrió. Con alivio. Con calidez.
—¡Eh! Me asustaste. ¿Qué estás hacien…?
La figura se giró.
Y la sonrisa se congeló.
No era Sirius.
—Tú —murmuró Kate, dando un paso atrás. Todo su cuerpo se tensó. La nota se arrugó entre sus dedos como si fuera papel mojado.
Theodore Nott la observaba con una expresión indescifrable, pero en sus ojos había algo crudo. Algo furioso.
—Qué rápido sonríes cuando crees que es él —dijo, como si escupiera veneno.
Kate tragó saliva. Dio otro paso atrás.
—¿Qué quieres, Nott?
—¿Yo? —sonrió, pero la sonrisa era delgada, cruel—. Solo necesitaba confirmar algo. Y lo hiciste. Corriste como una perra fiel hacia dónde creías que te esperaba él.
Su varita ya estaba en su mano. De las sombras emergieron dos figuras más, encapuchadas, como espectros arrancados del bosque.
Kate alzó su varita al instante, con reflejos bien entrenados, aunque sabía que estaba en clara desventaja.
—Estás loco si crees que voy a ir contigo.
—¿Loco? —Nott dio un paso lento hacia ella—. Tu familia rechazó nuestra oferta. Tus padres creyeron que estaban por encima de nosotros. Y tú… tú me humillaste delante de todos como si fuera un maldito hijo de muggles. Como si Black fuera mejor.
—¡Porque lo es! —espetó Kate, la varita temblándole de rabia— ¡Expelliarmus!
El hechizo voló, pero uno de los encapuchados lo desvió sin esfuerzo. Kate giró sobre sus talones y lanzó otro. “Petrificus Totalus!”
Nada. Otro rayo rojo la golpeó en el costado. Cayó de rodillas, la varita saltando de sus manos. Sintió cómo la tierra helada le calaba los huesos. El aire se volvió plomo en sus pulmones.
—¡No te atrevas! —jadeó, intentando incorporarse.
—No me atrevo. —Nott se inclinó junto a ella, la mano apretándole el brazo con violencia—. Ya me atreví.
Sus dedos dolían. Ella intentó zafarse, pero era inútil, dejó caer la supuesta nota de Sirius al suelo… Uno de los encapuchados sacó un objeto del interior de su túnica: un medallón oscuro que irradiaba un fulgor apagado. Un traslador.
Kate sintió el miedo hundirse como cuchillos en su pecho.
—¡LILY! —gritó con todas sus fuerzas, como un ancla lanzada al vacío. Era lo único que le quedaba.
El mundo se distorsionó.
Giró.
Y desapareció.
Sirius, James y Peter habían cenado temprano. A esa hora, el castillo comenzaba a callar, la agitación del día cediendo paso al silencio nocturno. Estaban en su habitación, ultimando detalles. Como cada mes, se preparaban para la transformación de Remus. Desde que eran animagos, lo acompañaban en sus noches más dolorosas. Salían a las 11:00 pm, justo antes del cambio. Las chicas no sabían que eran animagos, así que simplemente les dijeron que tenían que quedarse la noche preparando la vuelta de Remus.
—Venga, 10:30 —dijo Sirius mirando el reloj de pulsera—. Hora de moverse.
James se colgó la mochila con la Capa de Invisibilidad; Peter metió el Mapa del Merodeador en un bolsillo interior de su túnica. Los tres salieron de la habitación, atravesando la sala común de Gryffindor. Estaba aún concurrida, con estudiantes alrededor del fuego, charlando y jugando a naipes explosivos. Su paso por allí pasaba fácilmente desapercibido. Esa era la idea.
—¡Sirius!
Los tres se detuvieron en seco. La voz de Lily los llamó desde uno de los sillones junto al ventanal. Tenía el rostro iluminado por la luz del fuego, pero en sus ojos brillaba la confusión.
—Querida Lily —empezó Sirius con una sonrisa ladeada—. Me halaga que no puedas pasar ni una noche sin verme, pero... lo siento, tengo preferencia por las morenas.
Peter soltó una risa ahogada. James negó con la cabeza, pero sonrió.
—No seas idiota —replicó Lily, aunque no ocultó su impaciencia—. Solo quería preguntarte… ¿dónde está Kate? Me dijo que se vería contigo después de la cena, pero no la he visto desde esa hora.
La pregunta hizo que el ambiente se tensara en un instante. Sirius se irguió, frunciendo el ceño.
—¿Kate? No la veo desde esta tarde. Estuvimos un rato juntos y... luego dijimos que mañana nos veríamos. Ya sabes, por lo de Moony.
—Sirius —dijo Lily con una sonrisa forzada, intentando aún convencerse de que todo estaba bien—. No es momento para bromas. Me comentó de una nota tuya. Le pedías que se encontraran en el claro antes del Bosque Prohibido a las 10.00 p.m.
Sirius palideció. La sonrisa se le borró en seco. Se acercó a ella de un salto.
—¿Qué dijiste?
—Que... encontró una nota. Con tu letra. ¿No la escribiste tú?
—¡¿Era mi letra, Lily?! —el tono de Sirius subió de golpe, urgente, casi frenético.
—No lo sé… solo me lo dijo… no vi la carta…
James puso una mano firme en el brazo de su amigo al ver la cara de Lily.
—Padfoot, calma. No lo sabe con certeza.
—¡¿Dónde está?! —la voz de Sirius se quebró un poco—. ¡Nunca le pediría que se fuera sola a esas horas! ¡Después de lo de Mary! ¡Lo sabes, Lily!
La pelirroja asintió lentamente, tragando saliva. Su estómago se encogía. Él tenía razón.
—Iba a verte —murmuró—. Dudó, porque le pareció raro... pero...la letra…
Sirius apretó los dientes, los ojos ardiendo.
—Tenemos que ir a ese claro. Ahora.
—Voy con vosotros —dijo Lily, alzándose sin dudarlo.
—No —replicó Sirius de inmediato—. Tú busca a Dumbledore. Ya. Si esto es lo que creo, vamos a necesitarlo.
Lily vaciló, pero no replicó. Había algo en el tono de Sirius, en la forma desesperada en que sus ojos buscaban respuestas, que la convenció. Corrió hacia la torre opuesta, su túnica ondeando detrás de ella.
—Wormtail, ve tú con Remus —ordenó James—. Necesita a alguien esta noche. Si esto empeora…
—Lo haré —dijo Peter. Sacó el Mapa del Merodeador y les extendió una copia del pergamino que solía usar para trazos rápidos—. Usad esto. Os avisaré si algo cambia desde el bosque.
—Gracias, Peter—murmuró Sirius.
Y se dividieron.
Peter se alejó hacia los pasadizos que llevaban a los terrenos. Lily, hacia la torre más alta, donde esperaba encontrar a Dumbledore. Y Sirius y James, varitas en mano, corrieron hacia el claro. Sirius no hablaba. Solo corría. El corazón le latía como un martillo. Cada paso que daba era una posibilidad menos de que ella estuviera ahí, sana, a salvo, esperando. Llegaron. Vacío. Oscuro. Frío.
—Lumos —susurró James. La punta de su varita se iluminó, proyectando sombras en los largos árboles que les rodeaban.
—Allí —Sirius corrió hacia una esquina. El corazón le cayó al suelo. En el suelo, estaba la bufanda de Kate. Y un trozo de pergamino…su letra…
James se agachó. Su rostro se endureció.
—Aquí hay marcas. Runa antigua… Mira, Sirius.
En el suelo, un símbolo ennegrecido aún humeaba con restos de magia oscura. Una espiral entrecruzada con una línea diagonal. Conocida. Antiguo. Prohibido.
—Un traslador —dijo Sirius con la voz hueca.
James se volvió hacia él.
—¿Sabes qué significa ese símbolo?
—Sí —susurró Sirius, cerrando los puños—. Significa que se la llevaron. Y que querían que lo supiéramos.
Silencio.
—La vamos a encontrar —dijo James con tono decidido.
Sirius no respondió de inmediato. Solo miraba la bufanda en el suelo. Se inclinó y la recogió. Apretó la tela contra el pecho.
—Si le han hecho daño… —murmuró con los ojos ardiendo de furia
Era tarde. Las sombras danzaban con pereza en las paredes del despacho del director, donde sólo el crepitar del fuego rompía el silencio. El ambiente olía a cera derretida, polvo antiguo… y ansiedad.
Lily permanecía sentada, un poco pálida, con las manos crispadas sobre las rodillas. A su lado, James la observaba de reojo, inquieto pero conteniéndose. Frente a ellos, Sirius caminaba de un lado a otro como un león enjaulado.
—Tardan mucho, Prongs… —murmuró sin mirar a nadie.
—Sirius —respondió James con firmeza, aunque el cansancio le endurecía la voz—, están registrando todo el castillo y los terrenos. Hay decenas de profesores y prefectos buscando. Dales tiempo.
—¡Pero nosotros ya sabemos que no está aquí! —se volvió hacia él, los ojos inyectados de furia contenida—. Ni en el castillo, ni en los jardines. ¡No está en Hogwarts!
Lily lo miró, desconcertada.
—¿Cómo estás tan seguro?
Pero antes de que Sirius pudiera responder, la puerta se abrió con un chirrido lento. El corazón de todos dio un vuelco. Dumbledore entró acompañado por la profesora McGonagall. Ambos con los rostros tensos. Sin una palabra, Sirius supo.
Se le fue la fuerza de las piernas. Se dejó caer en uno de los sillones, hundiendo el rostro en las manos.
—Lo siento mucho, señor Black —dijo McGonagall con voz baja, casi quebrada—. No hemos encontrado a la señorita Bellerose.
El silencio fue absoluto. Solo el golpeteo del viento contra los cristales.
Lily se puso de pie de golpe, la voz temblándole entre la rabia y el miedo.
—¡¿Y qué vamos a hacer?! ¡No sabemos dónde está, ni con quién! ¡Esto no puede ser todo!
Dumbledore la miró con sus tranquilos ojos azules, pero esa noche, incluso esa mirada parecía más opaca de lo habitual.
—Por lo pronto —dijo con seriedad—, debéis descansar. Mañana a primera hora avisaremos a sus padres y hermanos. Y al Ministerio. Los Aurores tomarán el caso.
Sirius alzó la mirada, con el rostro bañado de furia.
—¿Descansar? ¿Cree que podemos dormir sabiendo que Kate está allá afuera, sola… o peor? —su voz sonaba como una amenaza contenida, llena de rabia, dolor, desesperación.
—Señor Black —intervino McGonagall con una dureza que ocultaba preocupación y sabiendo el dolor que tenía el chico—, nadie aquí quiere menos que usted que esta situación fuera otra. Pero no ganamos nada perdiendo la cabeza.
—¡Ella es mi novia! —rugió Sirius, golpeando el brazo del sillón—. ¡Y alguien la raptó desde dentro del castillo! ¿Y su única respuesta es que durmamos bien?
En ese momento, un carraspeo seco surgió del retrato más alto de la sala. Phineas Nigellus Black se había inclinado hacia delante en su marco, con los labios fruncidos y los ojos clavados en Sirius.
—Tanta vehemencia... —dijo en voz baja, cargada de ironía—. No es la primera vez que un Black se desvive por una Bellerose. Y mucho me temo que no será la última vez que eso acabe en desgracia.
Sirius se giró bruscamente, confuso. Lo miró con una mezcla de enfado e incomprensión.
—¿Qué demonios significa eso?
Pero Phineas ya se había recostado con desdén en su butaca pintada, cruzando las manos con gesto impenetrable.
—Nada, muchacho. Sólo observaciones de un viejo retrato. Hagan lo que tengan que hacer… pero háganlo bien.
La puerta volvió a abrirse. Esta vez entraron los profesores Slughorn, Flitwick y Sprout. El primero con gesto sombrío, el segundo visiblemente alterado, y la tercera tan pálida como la luna.
—Profesor Dumbledore —dijo Slughorn—, hemos revisado todas las zonas de nuestras casas.
—Y… tenemos malas noticias —añadió Flitwick, lanzando una rápida mirada a los tres estudiantes de Gryffindor.
Dumbledore hizo un gesto leve, dándoles permiso para hablar frente a ellos.
—Hay tres estudiantes más desaparecidos —dijo con voz tensa—. Randolph Burrow, Hannah Abbott… y Calliope Cohen.
Un nuevo silencio cayó sobre la habitación como una maldición.
Lily retrocedió un paso, con una mano tapándose la boca.
—¿Qué…? ¿Cómo es posible…?
—Eso ya no fue un error aislado —murmuró James, con la mandíbula tensa—. Esto fue organizado. Planeado.
Sirius ya no hablaba. Sus manos se cerraban en puños a los lados del sillón, y sus ojos estaban clavados en las llamas de la chimenea, como si buscara en ellas una pista. Una señal. Un rastro de Kate.
Dumbledore alzó la cabeza con gravedad. Su expresión era más sombría que nunca.
—A partir de este momento —dijo lentamente—, Hogwarts está bajo amenaza.
—No vamos a esperar sentados —dijo Sirius de pronto, su voz baja, cargada de decisión.
Dumbledore lo miró con un destello de advertencia, pero Sirius ya no era un alumno más. Esa noche, sus ojos hablaban como los de un adulto que acababa de perder demasiado y Dumbledore lo sabía.
Unas horas después, el ministro de magia, Willian Davies, caminaba por el despacho como si fuera propio. Su voz contrastaba con la tensión que impregnaba la sala.
—Albus, no creo que debamos alarmar innecesariamente a las familias. Cuatro desapariciones… es preocupante, sí, pero podrían estar relacionadas con alguna travesura entre estudiantes. ¿Secuestro? Eso es una palabra muy grave.
Dumbledore lo observaba desde su sillón. Sus ojos ya no eran solo serenos, ahora tenían un filo de acero.
—Tres de los desaparecidos son hijos de familias con posturas abiertamente contrarias a los círculos pro-Voldemort —dijo con voz firme, sin levantarla—. Y la señorita Bellerose rechazó recientemente una "propuesta de alianza" de los Nott.
—¿Y? ¿Es suficiente para que Hogwarts se convierta en un campo de batalla?
McGonagall alzó la voz, visiblemente indignada:
—¡Uno de nuestras alumnas desapareció tras recibir una carta falsa para encontrarse con alguien cercano en los terrenos! Esto no es una travesura, ministro. ¡Esto es una amenaza directa!
—Las investigaciones están en curso —replicó Davies, haciendo caso omiso—. No será necesario movilizar Aurores adicionales. La situación está bajo control.
—¿Bajo control? —Dumbledore se incorporó. Su presencia llenó el despacho como si la temperatura hubiese bajado de golpe.
Hubo un silencio sepulcral.
—La próxima vez que una madre me pregunte dónde está su hija —añadió el director, con una calma que helaba—, no voy a mentirle con las palabras que usted pretende.
El Ministro se removió incómodo, pero no respondió. El despacho entero sabía quién tenía el control de verdad. Y en Hogwarts… ya se sabía que cuatro estudiantes no estaban entre los muros del Castillo.
Al otro lado del castillo el aire olía a humedad y a cuero viejo, como si el frío del lago hubiera calado en las piedras. La sala común estaba silenciosa… pero no vacía. Nott jugaba con una moneda, haciéndola girar sobre la mesa sin mirarla. Mulciber lanzaba pequeñas chispas verdes de su varita, dejando que rebotaran contra el respaldo de un sillón vacío. Rosier y Avery cuchicheaban algo en voz baja, con sonrisas de medio lado. Emma Vanity hojeaba un libro sin pasar página. Gemma Farley estaba sentada en el suelo, recostada contra Lucinda Talkalot, que no hablaba —por una vez.
Regulus Black permanecía en un sillón junto al fuego, con los dedos cruzados sobre el regazo, la mirada absorta en las llamas. Parecía relajado. Parecía.
—Dicen que aún no los han encontrado —comentó Rosier, sin levantar la voz—. Ni rastro.
—El castillo está cerrado —añadió Lucinda—. Filch está fuera de sí. Y McGonagall lleva todo el día interrogando a medio mundo. A nosotras también nos llamarán.
—No encontrarán nada —dijo Avery con indiferencia, rascándose la mandíbula—. Si alguien hubiese hecho algo… sabría cómo cubrirse.
Silencio. Solo el girar de la moneda en la mesa.
—Lo de la Bellerose mayor fue inesperado —murmuró Emma Vanity, sin apartar los ojos de su libro—. Aunque... algo debió hacer para acabar en ese lugar con esa gente.
—Tal vez simplemente estaba en el sitio equivocado —respondió Nott, con una sonrisa ambigua.
Nott giró su moneda en la mesa una vez más. Esta vez no la soltó. La sostuvo entre dos dedos, brillando con el reflejo del fuego. Luego añadió:
—Aunque dicen que no fue tan aleatorio. Que Kate Bellerose—el tono irónico en él era evidente— iba a encontrarse con alguien.
Pausa.
—Ya sabéis con quién.
Una risa contenida escapó de Lucinda. Emma Vanity levantó una ceja, como si aquello fuera apenas divertido, pero útil.
—¿Otra historia trágica de amor? —murmuró Gemma—. Clásico.
—No tan trágica si el causante está siempre en el centro —añadió Nott con malicia—. Pero no pasa nada. A los Gryffindor les encanta hacerse mártires.
Nadie dijo el nombre. Nadie tenía que hacerlo.
Regulus no se movió. No dijo nada. Pero una corriente helada pareció atravesarle por dentro. Kate. Habían sido días de tensión acumulada, miradas, señales. Él había oído cosas. Algunas claras. Otras disfrazadas. Y aunque no lo hubieran dicho abiertamente, él sabía. Sabía que Nott había orquestado parte de esto. Que otros habían participado. Que no había sido un error.
Un silencio denso se instaló.Regulus levantó la vista, despacio. Miró a cada uno en silencio. Sus ojos pasaron por Nott, luego por Mulciber. Nadie lo miraba directamente, pero sabían que los observaba. Su expresión era neutra. Inmutable.
—Hay quien disfruta demasiado del caos ajeno —dijo al fin, con voz baja, tranquila
Regulus levantó la vista despacio. Su expresión era neutra. Casi aburrida. Pero sus ojos, oscuros, se clavaron en Nott por un segundo más de lo necesario. No con rabia. Con algo más frío. Más letal.
—Curioso — añadió dijo con voz baja—. Cómo hay quienes repiten historias sin saber en cuál están metidos.
Nott enarcó una ceja, sin borrar su sonrisa.
—Algunos lo sabemos demasiado bien, Black.
Regulus se puso en pie con calma. Su túnica cayó elegante, sin un pliegue fuera de lugar. Acomodó los puños de su camisa. Se giró hacia la chimenea, donde el fuego seguía ardiendo perezosamente.
—Solo espero que, cuando esto se vuelva contra alguien, no sea contra quien no lo merece —murmuró sin mirar a nadie—. Aunque quizás ya es tarde para eso.
Y sin esperar respuesta, se dio la vuelta. La sala quedó en silencio mientras él se alejaba, su capa rozando el suelo pulido. Solo cuando las puertas de piedra se cerraron tras él, alguien —Lucinda, quizás— soltó un susurro apenas audible.
—Tiene una manera muy Black de irse.
Nott hizo girar la moneda una vez más.
—No está con nadie —dijo sin entusiasmo—. Ni siquiera consigo mismo.
La moneda cayó. Esta vez de canto. Y nadie se atrevió a moverla.
Pero Regulus ya no escuchaba. Su paso era firme. Su corazón, no tanto. Sabía adónde iba. Sabía que tenía que encontrar a Beth. Y esta vez, no era solo por ella. Era por no ser como ellos.
La encontró donde había imaginado. En el pasillo junto a la sala de los tapices encantados. Sentada en el suelo, las rodillas contra el pecho, los brazos envolviéndolas como si así pudiera contenerse. La cabeza baja. Los hombros, temblando.
No levantó la vista cuando él se acercó. No necesitaba hacerlo. Lo había oído. Lo había sentido. Regulus se quedó de pie frente a ella, en silencio. Durante unos segundos, no dijo nada. No sabía por dónde empezar. No existía una forma elegante de hacerlo.
—¿Beth?
Ella no respondió.
Él bajó lentamente hasta quedar en cuclillas, luego se sentó a su lado, dejando una distancia prudente entre ambos.
—No han dicho nada aún —murmuró él—. Pero están moviendo todo.
—Lo sé —respondió ella, con la voz rota—. Me lo dijo Flitwick… me dijo que no esperara noticias esta noche. Ni mañana. Que lo están manejando.
Regulus no contestó. La escuchó.
—Me dijeron que no hay pruebas de que sea algo… de aquí dentro. Que nadie vio nada. Que pudo haber sido magia externa, un accidente, lo que sea. Pero yo sé… —su voz se quebró—. Sé que alguien quiso hacerle daño. A ella. A los demás, sí. Pero a Kate… fue distinto. Fue dirigido. Usaron… usaron el nombre de tu hermano para hacerlo.
El silencio se alargó. El peso de la certeza lo llenaba todo.
—Y no puedo hacer nada —añadió Beth en un susurro, casi inaudible—. No puedo ni dormir. No puedo ni pensar. Todos esperan que me quede quieta y no me rompa. Y yo… —se llevó las manos al rostro—. Yo no puedo, Reg. Llevo semanas tratándola mal, juzgando… la dejé sola.
Por un segundo, el corazón de Regulus se detuvo. La vio llorar, de verdad. Sin contención. Sin disimulo. Como si se hubiese estado guardando ese colapso durante horas. Y sin pensar demasiado, la acercó. No bruscamente. Con torpeza, al principio. Como si no estuviera seguro de si debía hacerlo. Pero ella no se apartó. Dejó que su frente descansara contra su hombro. Y Regulus la rodeó con el brazo, sin decir nada. Solo la sostuvo. Firme. Silencioso. Como si su sola presencia pudiera evitar que el mundo terminara de romperse. Cuando al fin habló, su voz fue baja. Muy baja. Casi un secreto.
—Tienes que mantenerte, Beth Bellerose.
Ella no respondió. Solo respiraba con dificultad, mojando su túnica con lágrimas contenidas demasiado tiempo.
—Van a intentar quebrar a tu familia. No todos, pero algunos. Quieren ver si eres débil… si te callas, si te escondes. Pero tú no lo eres. Y no puedes desaparecer ahora.
—No soy como Kate —susurró ella—. No soy tan valiente.
—No —dijo él, mirándola—. No eres como ella. Pero eso no es debilidad.
La sostuvo un poco más.
—A veces… resistir en silencio también es una forma de pelear.
Ella levantó la cabeza por fin. Sus ojos estaban rojos. Y cansados. Pero lo miraron como si lo vieran por primera vez. Ella lo miró largo rato.
—¿Y tú? ¿Estás resistiendo?
Regulus bajó la mirada. Cuando volvió a levantarla, algo en sus ojos ya no era del todo suyo.
—Estoy intentando no hundirme con ellos.
Ella tragó saliva, y esa respuesta, por cruda, la hizo asentir. Porque la entendía. Y entonces, cuando parecía que ya se iría, Regulus añadió en voz aún más baja, como si no quisiera que el castillo lo oyera:
—Pero a ti voy a protegerte. Siempre.
Ella lo miró, sorprendida. No por la promesa, sino porque venía de él. Del chico que nunca prometía nada.
—¿Por qué?
Regulus no respondió de inmediato. Luego dijo, simplemente:
—Porque si dejo que te quiebren a ti… entonces sí me habré perdido del todo.
Ella no respondió. No lo abrazó. Él no se movió. No retrocedió. Por un segundo, ninguno fingió. Pero luego, cuando los pasos lejanos de un prefecto rebotaron por los pasillos, Regulus se apartó con una precisión casi ensayada.
—Vuelve a tu sala común. Que no te vean así.
Ella asintió. No porque él se lo pidiera, sino porque sabía que tenía razón. Y cuando se separaron, no hubo despedidas. Porque los dos sabían que, en Hogwarts, las despedidas eran para los que no volvían.
Al día siguiente, la gran entrada de Hogwarts, habitualmente llena de risas y pasos, hoy estaba silenciosa. Las puertas se abrieron con un quejido profundo, y un carruaje tirado por thestrals se detuvo frente al castillo: La familia Bellerose había llegado.
Los profesores McGonagall y Flitwick salieron a recibirlos, sus rostros eran máscaras de solemnidad. Gregor y Elsa Bellerose, de túnicas oscuras y rostros endurecidos por el miedo y la indignación, caminaron tomados de la mano. Detrás de ellos, el hermano de Kate, Edward, alto, sereno, con el mismo temple de su madre.
—Gracias por venir tan rápido —dijo McGonagall con voz contenida.
—¿Dónde está nuestra hija, Albus? —preguntó Gregor apenas traspasaron el umbral del despacho del director.
Dumbledore, que los esperaba junto a la ventana, se giró con lentitud. Su mirada, normalmente serena, se mostraba más grave que nunca.
—Todavía no lo sabemos, Gregor. Pero os aseguro que haremos todo lo que esté en nuestras manos para traerla de regreso.
—¿Y qué ha hecho hasta ahora? —la voz de Elsa era firme, pero temblaba en el fondo—. No puede decirnos que no tiene pistas. ¿Sabe usted lo que ha enfrentado nuestra familia?
—Sí. —Dumbledore se sentó, apoyando los dedos juntos sobre su escritorio—. He leído los informes del Ministerio, y sé que os habéis negado a colaborar con ciertas... corrientes oscuras. Incluyendo a los Nott. Además de… el peso del pasado.
Elsa asintió, crispando la mandíbula.
—Desde verano, hemos recibido cartas amenazantes, incluso intentos de seguimiento. Esto no es casualidad, Albus. Es un castigo.
El director bajó la mirada brevemente, y luego se inclinó hacia adelante, bajando la voz:
—Sé que esto puede no ser el momento... pero quizás es hora de reconsiderar una forma de protección más activa. Hay... grupos trabajando en la sombra. Grupos que no están atados a la pasividad del Ministerio. Ya te he hablado de ello Gregor…
—¿Está hablando de la Orden? —preguntó Gregor, entrecerrando los ojos.
Dumbledore no respondió con palabras. Solo mantuvo su mirada en la de él. Y Gregor asintió.
—Lo discutiremos. Pero primero, queremos a nuestra hija de vuelta.
El Gran Comedor estaba inusualmente callado. Los murmullos eran bajos, cargados de tensión. Casi nadie tocaba su desayuno. Las noticias de las desapariciones se habían esparcido como fuego mágico desde la noche anterior. Cuatro alumnos. Cuatro. Y una de ellas era Kate Bellerose.
Sirius entró sin decir palabra, con los ojos encendidos, como si no hubiera dormido —porque no lo había hecho—. Su andar era tenso, cada paso como una cuerda a punto de romperse. James iba tras él, con la mandíbula apretada y una mirada que advertía que algo estaba a punto de pasar.
En la mesa de Slytherin, Theodore Nott hablaba en voz baja con dos compañeros. Al ver a Sirius entrar, alzó la vista, sin molestarse en disimular su sonrisa de medio lado.
—¿Qué pasa, Black? ¿Buscas a tu novia? —dijo en voz alta, con tono burlón—. Tal vez se cansó de los Gryffindors sucios y decidió huir con mejor compañía.
El sonido de los cubiertos cesó de golpe. Todos miraban.
Sirius se quedó inmóvil unos segundos. Luego, lentamente, giró el rostro hacia Nott.
—¿Qué dijiste?
—Oh, lo siento. —Nott se llevó una mano al pecho con fingida inocencia—. ¿Fue demasiado pronto para bromas? Ya sabes cómo son las chicas de sangre pura... a veces desaparecen, a veces simplemente cambian de idea, sobre todo las que son… fáciles.
Antes de que James pudiera detenerlo, Sirius ya había cruzado el comedor a zancadas. Su puño voló directo al rostro de Nott y lo estrelló contra el banco. El impacto sonó como un trueno.
—¡SIRIUS! —gritó Lily desde la mesa de Gryffindor, poniéndose de pie.
Los alumnos se apartaron bruscamente. Algunos gritaron. Otros simplemente miraban, petrificados.
Nott se levantó con la nariz sangrando, y sin pensarlo devolvió el golpe con el mismo odio. Sirius apenas lo sintió. Lo agarró de la túnica y lo empujó contra la mesa, derribando platos, calabazas, y un jarrón entero de zumo de calabaza.
—¡¿Dónde está?! —le rugió a centímetros del rostro, la voz quebrada por la rabia—. ¡¿TÚ TIENES ALGO QUE VER, VERDAD?! ¡Habla, maldito cobarde!
Nott soltó una risa seca, pese al labio partido.
—¿Y si lo supiera qué? Créeme, no se lo diría a un perro como tú.
Sirius lo estrelló contra el suelo, ya no con rabia sino con desesperación. Sus golpes no eran sólo furia: eran dolor. Eran gritos que no podía pronunciar. Era el eco del nombre de Kate repitiéndose como un tambor en su cabeza.
James intervino de inmediato, sujetando a Sirius por la espalda.
—¡Ya, Sirius, ya! ¡Lo vas a matar! —le gritó, forcejeando para apartarlo.
Nott intentó levantarse, tambaleante, pero otro puñetazo de Sirius lo hizo caer de nuevo.
Y entonces se oyó:
—¡PROTEGO MAXIMA!
Una barrera translúcida separó a los dos muchachos. Era la profesora McGonagall, pálida como el pergamino, con la varita extendida y los ojos llameando.
—¡SE ACABÓ! —bramó.
Detrás de ella, Slughorn y Flitwick ya llegaban corriendo.
—¡Todos fuera del comedor! ¡YA! —ordenó McGonagall, sin apartar los ojos de Sirius—. ¡Excepto usted, señor Black!
Los estudiantes comenzaron a salir en estampida, aún murmurando, algunos mirando a Sirius con miedo, otros con admiración.
James soltó a su amigo a regañadientes, jadeando.
Sirius, con los puños ensangrentados, aún temblando, no decía nada. Sólo respiraba con fuerza, mirando a Nott como si la barrera fuera lo único que lo mantenía en pie.
McGonagall bajó la varita. Su voz fue más baja, pero igual de firme:
—Señor Black... no voy a castigarlo esta vez. No hoy. No después de lo que ha pasado. Pero si no abandona estas formas de actuar... no podré protegerlo más.
Sirius la miró, los ojos oscuros, empañados de rabia y algo más profundo.
—No necesito protección. Necesito a Kate.
Y sin esperar respuesta, se dio la vuelta y salió del comedor, con James siguiéndolo de cerca. Nott seguía en el suelo, escupiendo sangre, pero aún sonriendo. McGonagall se volvió hacia él con una frialdad que congelaba:
—Y usted, señor Nott… más le vale no volver a abrir esa boca para provocar a nadie. O será usted quien tenga que responder ante los Bellerose.
Beth Bellerose caminaba por uno de los pasillos de Hogwarts, todavía con la mente atrapada en la preocupación por su hermana. Los ecos de conversaciones ajenas se filtraban por la puerta entreabierta de la sala común.
—Todo esto es por juntarse con ese Black —oyó decir a alguien en voz baja, con un dejo de desaprobación.
El corazón de Beth se encogió un instante, y luego la rabia comenzó a arder dentro de ella como fuego que no se podía apagar. Sus manos se apretaron en puños y sus pasos se aceleraron.
Sirius estaba sentado en uno de los bancos de piedra junto al invernadero, con la espalda encorvada, los codos apoyados en las rodillas. Tenía las manos entrelazadas, pero la derecha, hinchada y amoratada, sangraba aún entre los nudillos. Un pequeño hilo carmesí le bajaba por la muñeca y manchaba su túnica de rojo seco.
Marlene y Mary lo observaban desde cerca, ambas sin saber si era mejor hablar… o dejarlo hundirse.
—No te castigues así, Sirius —dijo Mary en voz baja, suave, casi con miedo de romperlo—. Nadie podía imaginar que le harían algo así.
Sirius no respondió. Ni un gesto. Solo su pecho se movía con lentitud, como si respirar doliera. Marlene se inclinó un poco y le pasó una mano cálida por el hombro, con una ternura sin palabras.
Entonces, se oyó el golpeteo de unos pasos decididos. Rápidos. Furiosos. Beth apareció en la entrada del invernadero, el rostro pálido, los ojos enrojecidos y el cabello suelto, alborotado por el viento. Su expresión era pura rabia.
—¡Tú! —escupió la palabra como si le quemara la lengua—. ¡Tú eres el maldito culpable de todo esto!
Sirius levantó la cabeza, lento, como si supiera que ese momento iba a llegar. Mary se puso de pie de inmediato, interponiéndose.
—Beth, por favor, no es momento…
—¡Le tendieron una trampa usando tu nombre, Sirius Black! —gritó ella, cruzando el espacio que los separaba—. ¡¿Entiendes lo que eso significa?! ¡Ella fue porque confiaba en ti! ¡Porque creyó que eras tú quien la esperaba!
Sirius bajó la mirada, su rostro tenso, duro… pero sus ojos estaban rotos. No trató de defenderse. Beth dio un paso más, temblando.
—¡Tú tendrías que haberla protegido! ¡Se suponía que tú... la amabas! ¡¿Por qué os habéis enamorado!?
Sirius cerró los ojos. Su puño herido se apretó aún más, la sangre brotó de nuevo entre los nudillos partidos. Pero no respondió. No podía. Porque todo lo que Beth decía, en su mente, era verdad.
—¡¿Y ahora qué?! ¡¿Dónde está, Sirius?! ¡¿Dónde está mi hermana?!
—¡Cállate, Beth! —interrumpió una voz grave detrás—. ¡Ya basta!
Edward Bellerose había llegado. Alto, con el rostro demacrado pero el porte intacto. Avanzó hasta su hermana y la sujetó con firmeza por el brazo.
—¡¿Cómo puedes defenderlo?! —Beth le gritó, con lágrimas cayéndole ahora sin control—. ¡Nuestra hermana está desaparecida! ¡Y ella apostó por él! ¡Mira lo que ha pasado!
Edward no se inmutó. Pero su voz, cuando habló, fue como una piedra cayendo en un estanque helado:
—Porque esto no fue por Sirius. Fue por nosotros. —Sus ojos se encontraron con los de ella—. Por papá. Por mamá. Por cada carta rechazada. Por cada voto de independencia que dimos. La están usando como advertencia, Beth. Para nosotros.
Beth comenzó a sollozar, sin fuerza ya para seguir gritando. Mary se acercó con rapidez, envolviéndola en un abrazo. La muchacha temblaba.
Edward alzó la mirada y se topó con Marlene, aún sentada al lado de Sirius. Sus ojos se encontraron. No dijeron nada. Pero el respeto mutuo brilló en ese silencio: ella comprendía la gravedad, él agradecía la contención. Los dos sabían donde debían estar ahora. Edward asintió una sola vez. Luego se giró y puso la mano sobre el hombro de su hermana.
—Vamos. Mamá y papá nos necesitan lúcidos. No destruidos. Valiente, Beth.
La arrastró suavemente, alejándose, dejándolos solos junto al invernadero y al aire cargado de tormenta.
Sirius se llevó las manos al rostro, pero al hacerlo, soltó una mueca de dolor: su mano herida sangraba otra vez. Marlene lo tomó con suavidad y le envolvió los dedos con su bufanda, sin decir nada.
—No puedo soportar pensar que está sola —murmuró él, con la voz quebrada—. O… que no vuelva.
Marlene se volvió a sentar a su lado, envolviendo los dedos de él entre los suyos con delicadeza.
—No está muerta, Sirius —le dijo con firmeza—. No Kate. Ella es demasiado fuerte para eso.
Por primera vez en horas, Sirius parpadeó. Tragó saliva. Y cerró los ojos. Quiso, con todas sus fuerzas, creer las palabras de Marlene.
El despacho estaba oscuro, salvo por la luz ámbar de una lámpara flotante y el resplandor parpadeante de la chimenea. Las sombras danzaban en las paredes, proyectando figuras que parecían moverse al ritmo de la conversación que no ocurría.
Gregor Bellerose estaba de pie frente a la ventana, con las manos cruzadas tras la espalda. Su silueta era rígida, pero su rostro, reflejado en el vidrio, mostraba una tensión profunda. Dumbledore, sentado tras su escritorio, lo observaba con la calma de quien espera que el otro encuentre sus propias palabras.
Pasaron varios segundos antes de que Gregor hablara.
—Hubo un tiempo en el que creí que bastaba con alejarse. Con romper ciertos lazos… quemar los puentes. Pensé que si alejábamos a los nuestros del fuego, no se quemarían. Incluso pensé en volver a Francia…cuando coincidieron en esa fiesta antes de que pudiera evitarlo.
Dumbledore no respondió. Solo bajó ligeramente la mirada, sus dedos entrelazados sobre el escritorio. El silencio entre ellos hablaba más que cualquier frase.
—Kate siempre fue parecida a ella —continuó Gregor, la voz grave, áspera por la memoria—. En la forma de mirar, en la manera en que desafía el mundo sin decir una palabra. Lo vi venir. Desde el primer día en que ese muchacho le sostuvo la mirada. Lo supe. Atracción.
Dumbledore alzó la vista, con una leve inclinación de cabeza, como si respetara la confesión… y la pena que la acompañaba.
—A veces —dijo con suavidad—, la vida se abre paso a pesar del miedo. A pesar de nuestras advertencias. O precisamente por ellas.
Gregor se volvió, finalmente, para mirarlo. Su expresión era dura, pero los ojos… los ojos estaban cargados de una historia no contada.
—¿Y qué hacemos cuando la historia amenaza con repetirse, Albus? ¿Nos cruzamos de brazos? Ellos no pudieron hacer nada…no saben…
—No se repite, Gregor. Se transforma. Porque esta vez, no está ocurriendo en la sombra. No hay secretos entre pasillos ni pactos sellados con sangre antigua. Esta vez, hay luz. —Hizo una pausa breve—. Y libertad. Y eso, por pequeño que parezca… cambia el destino.
Gregor caminó lentamente hasta el escritorio, sin sentarse. Apoyó las manos sobre la madera, inclinándose apenas.
—Yo no quería que ella se uniera a él. Pensé que si la educábamos lejos de todo lo que arrastraba ese apellido, del peso de... lo otro, estaría a salvo. No solo del peligro. También de lo que puede despertar en ella. De lo que lleva dentro.
Dumbledore ladeó la cabeza, muy levemente.
—Usted no ha criado a una sombra, Gregor. Ha criado a una llama. Y las llamas no saben esconderse para siempre.
Un largo silencio cayó entre ambos. El fuego crepitó, arrojando chispas doradas. Finalmente, Gregor se enderezó.
—Esta vez no va a pasar lo mismo.
No lo dijo con furia, ni con miedo. Lo dijo como una promesa. Una sentencia. Como si lo hubiese grabado en piedra mucho antes de pronunciarlo.
Dumbledore asintió con un dejo de gravedad en la mirada.
—Entonces esta vez, tal vez… tenemos una oportunidad. Kate y Sirius no son…ellos.
Gregor no respondió. Dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta con paso firme. Antes de cruzarla, se detuvo. Solo un segundo.
—Gracias por no mencionarla —dijo sin mirar atrás.
—Nunca fue necesario —respondió Dumbledore, en voz baja.
Y Gregor se fue. La puerta se cerró tras él, dejando al director a solas con el crepitar de la chimenea… y con los nombres que aún ardían en la memoria, sin ser pronunciados. Había sido una conversación breve, pero cargada de aquello que no se dice. Una figura felina apareció en la entrada.
—¿Me llamó, Albus?
Dumbledore se volvió despacio.
—Sí, Minerva. Gracias por venir tan rápido.
McGonagall avanzó unos pasos, el ceño fruncido. Había un brillo de preocupación en sus ojos tras las gafas.
—¿Ha ocurrido algo más?
—Aún no. Pero ocurrirá. —Dumbledore hizo una pausa, luego caminó lentamente hacia su escritorio, donde se apoyó con suavidad, como si el peso del tiempo lo alcanzara por un instante—. Quiero que mantengas un ojo sobre Sirius Black esta noche. Y mañana. Y los días que sigan, si es necesario.
McGonagall frunció aún más el ceño.
—¿Cree que...?
—No lo sé —respondió, y por un momento sus ojos parecieron reflejar una tristeza antigua, conocida sólo por quienes han sobrevivido a demasiadas pérdidas—. Pero está más solo de lo que cree. Y el dolor... el dolor, Minerva, puede volver a los jóvenes temerarios. Incluso a los mejores de ellos.
Ella asintió en silencio.
—¿Quiere que hable con él?
—No —respondió Dumbledore con suavidad—. Solo asegúrate de que no haga ninguna tontería. Y si llega el momento oportuno, habla. Pero, sobre todo...
Se detuvo.
—...asegúrate de cómo está.
McGonagall lo miró con firmeza, comprendiendo más de lo que se decía.
—Lo haré.
Y sin más palabras, se dio la vuelta y salió del despacho, sus pasos resonando suavemente por las escaleras de caracol.
Dumbledore se quedó solo otra vez. El reloj del despacho marcó la medianoche. El retrato de Phineas Nigellus bufó en su marco, pero el director no lo escuchaba. Sus ojos seguían fijos en la noche, más allá del cristal. Como si aún estuviera esperando algo. O a alguien que sabía que nunca iban a encontrar.
Esa noche, las llamas de la chimenea crepitaban con fuerza, pero no alcanzaban a calentar el aire denso de tensión que se respiraba en la sala común. Habían pasado ya varios días desde la luna llena, cinco desde la desaparición de Kate; y Remus, tras recuperarse de su transformación, por fin se había reincorporado. Con su llegada, las piezas del rompecabezas comenzaron a encajar... o al menos, a inquietarlos aún más.
James estaba de pie frente al Mapa del Merodeador, extendido sobre una de las mesas. Remus y Peter lo observaban en silencio, mientras Sirius terminaba de trazar un círculo en torno a una zona al borde del bosque prohibido.
—Aquí… —susurró—. Este claro. Nadie lo ha registrado aún. Está demasiado cerca del límite de los terrenos… pero demasiado lejos para ser vigilado.
—¿Y cómo sabes eso? —preguntó Remus, alzando una ceja con desconfianza.
—Porque Kate me habló de ese sitio en tercer año. Iba allí cuando necesitaba escapar del ruido del castillo. Nadie la seguía nunca.
Peter tragó saliva, la voz apenas un murmullo:
—¿Crees que la llevaron allí?
—No lo sé —respondió Sirius, la mirada fija en el mapa—. Pero lo vamos a averiguar.
En ese momento, la trampilla de la sala se abrió. Lily, Marlene, Mary, Alice y Pippa entraron en silencio, con rostros marcados por la determinación. No hubo saludos. Solo un cruce de miradas, una comprensión silenciosa: estaban allí por la misma razón.
—¿Qué tenéis hasta ahora? —preguntó Lily, acercándose al mapa.
—Un lugar. Una idea. Y mucha rabia —respondió Sirius, deslizando un dedo sobre el claro que había señalado—. Necesitamos un plan. Y discreción.
—Entonces será mejor que lo hagamos rápido —dijo Marlene, con la voz tensa—. Antes de que alguien más desaparezca.
Se movían en silencio entre árboles y sombras, las varitas alzadas, las respiraciones contenidas. Cada crujido de rama bajo sus pies parecía un trueno en la espesura. Llegaron al claro que Sirius había señalado, un espacio silencioso cubierto de escarcha, apenas iluminado por la luna oculta tras un manto de nubes.
Registraron el lugar palmo a palmo. Buscando rastros. Señales. Lo que fuera. Pero no había nada. Ni pisadas. Ni magia residual. Ni el más mínimo indicio de que alguien hubiera estado allí en días.
—Nada… —murmuró Remus, derrotado.
—Tal vez nos adelantamos —intentó decir Lily—, puede que… nos equivoquemos de lugar.
—¡No! —gritó Sirius de pronto, con furia—. ¡No puede ser! ¡Este lugar tenía sentido, joder! ¡Tenía sentido!
Lanzó una piedra con rabia contra un tronco viejo. Nadie se atrevió a decirle nada. Ni James. Ni Marlene. Ni siquiera Pippa, que normalmente tenía palabras para todo. Sirius les lanzó una mirada dolida, rota, y sin más se alejó, cruzando de nuevo los límites del bosque sin esperar a nadie.
La vieja torre norte era un rincón olvidado de Hogwarts. Las clases ya no se daban allí desde hacía años, y solo quedaban algunas gárgolas erosionadas, musgo en las piedras, y una terraza que miraba hacia el lago. Era el lugar donde tantas veces había frecuentado con ella cuando querían, simplemente, huir del ruido.
Sirius se sentó en el muro de piedra, el viento azotándole el rostro, el corazón retumbando con un dolor espeso. Sacó del bolsillo interior de su chaqueta el gemelo del broche de oro que le había dado a Kate. Tenía forma de luna creciente, con una pequeña piedra azul en el centro. El de ella era una estrella con una pequeña piedra roja en el centro.
—“Si alguna vez me necesitas, presiona aquí”— le había dicho él, medio en broma, medio en serio, mientras se lo daba. Ella se había reído, pero lo había usado alguna vez… y no se lo quitó jamás.
Y ahora... no lo había usado. ¿Había sido demasiado rápido? ¿O simplemente no tuvo tiempo?
Cerró los ojos, apretando el broche entre los dedos. Y de pronto, lo vio claro: el beso en la sala común, junto al fuego. La forma en que ella lo había mirado antes de decir: “Hazlo”. La urgencia de su abrazo, el temblor de sus labios, la paz después. Ese beso no había sido efímero. Había sido una promesa.
—¿Por qué no me llamaste, Kate...? —susurró al viento, con la voz rota.
Cinco días sin saber nada…Se quedó allí, en silencio. Solo, con el sonido lejano del lago rompiendo contra la orilla y la luna escondida entre nubes. El broche seguía en su mano, tibio aún por el calor de sus dedos. Como si esperara una señal que no llegaría. Por ahora. Mientras, un gato en la oscuridad le observaba en silencio sin que él lo notara.
Habían pasado ya veinticuatro horas desde el intento fallido de rastrear el paradero de Kate y los demás desaparecidos en ese claro. Estaban reunidos, de nuevo, en una sala vacía del cuarto piso. Las velas flotaban perezosamente sobre sus cabezas, y la tensión se respiraba en el ambiente como una niebla densa. Remus, Sirius, Peter, James, Lily, Marlene, Alice, Pippa y Mary formaban un círculo desordenado, todos con el rostro grave.
Fabian y Gideon Prewett estaban de pie, apoyados contra la pared junto a la puerta, observando y escuchando sin interrumpir. Sus rostros serios contrastaban con su fama de bromistas incansables. Esta vez no había bromas. Solo tensión.
Lily fue la primera en romper el silencio. Se aclaró la garganta y se cruzó de brazos, visiblemente más tranquila que la noche anterior.
—Bien… He tenido una idea.
Sirius, sentado sobre una mesa, levantó la vista. La miró y esbozó una pequeña sonrisa de esperanza, conocía la inteligencia de Lily y no dudaba de ella.
—Te escuchamos —dijo James.
—Ayer repasamos los hechos todas juntas —empezó Lily, señalando a sus amigas—. Llevarse a cuatro personas de Hogwarts no es algo que se haga sin dejar rastro. No se puede aparecer ni usar polvos flu, así que debieron recurrir a otros métodos. Algo discreto. Como escobas. O trasladores.
—Lo de Kate fue un traslador —asintió Remus—. Por la marca mágica que dejaron.
—Exacto. Pero si revisamos los lugares donde desaparecieron los otros tres —Calliope, Randolph y Hannah—, hay algo curioso: todos estaban cerca de las ventanas que dan al jardín y no hay señal de traslador, porque fue dentro del castillo —continuó Lily.
—¡Sí! —saltó James de pronto, golpeando su rodilla—. ¡Calliope! ¡La ventana del tercer pasillo estaba abierta esa noche!
Lily sonrió con satisfacción.
—Eso encaja con nuestra teoría. Pippa, sigue tú.
Pippa dio un paso adelante, con un pergamino enrollado en la mano.
—Si salieron por ventanas y usaron escobas, no podían ir muy lejos sin ser detectados. Desde la época del anterior director hay un encantamiento de rastreo en la periferia de Hogsmeade. El Ministerio detectaría cualquier escoba cruzando esa línea.
—Y no han dicho ni una palabra —añadió Alice—. Así que asumimos que no lo detectaron. O lo están ocultando.
—Lo más probable —dijo Marlene en voz baja— es que aún estén dentro del perímetro: Hogsmeade o el Bosque Prohibido.
—Pero Hogsmeade parece demasiado obvio —dijo Remus, frunciendo el ceño—. Sería muy arriesgado esconder a cuatro alumnos allí.
—A menos —intervino Alice, desplegando su pergamino— que estén en una casa específica donde nadie lo piense como una posibilidad. Hemos hecho una lista de todos los locales y viviendas del pueblo. Muchos están descartados por ser demasiado públicos. Pero recordamos una casa…
—¿Conocéis todas las calles? —preguntó Peter, visiblemente impresionado.
—No siempre estamos de cita, Peter —respondió Pippa sin darle importancia—. Algunas solo paseamos y observamos.
—Por favor, sigue —dijo James, ahora muy centrado.
—¿Recordáis la tienda Magic Neep? —preguntó Alice—. Está al otro lado del río, al noroeste de Hogsmeade. Si sigues ese camino, hay una casa aislada. Siempre pensamos que era de los Teasdale, los de la tienda de semillas, pero Hagrid nos dijo que solo la cuidan.
—¿Entonces de quién es? —preguntó James, aunque la respuesta se le formaba ya en la garganta.
—Dicen que de los Lestrange —dijo Pippa, sacando otro mapa a mano y señalando la propiedad.
Se hizo un silencio inmediato. El ceño de Sirius se frunció como si acabara de recibir un puñetazo.
—Maldita sea… debería haberlo recordado. Mi madre la mencionaba cuando hablaban de "tierras útiles", pero que ya no usan por ser un pueblo común.
—Está suficientemente cerca del castillo para moverse rápido… y lo bastante aislada como para no levantar sospechas —dijo Alice.
—Si están allí, eso quiere decir que esto viene de los Lestrange —dijo Remus, mirando a Sirius—. O de alguien muy próximo a ellos.
Sirius se levantó de golpe. Su rabia contenida burbujeaba a punto de desbordarse.
—Entonces esto es venganza.
—¿Pero por qué Kate? —preguntó Pippa, desconcertada—. ¿Qué tiene ella que ver con todo esto? ¿Y los otros tres?
Antes de que Sirius pudiera responder, Fabian habló desde la pared.
—No es solo por Kate. Esto empezó con Mary, ¿recordáis?
Todos se giraron hacia él.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Lily.
Gideon se adelantó, cruzándose de brazos.
—La amenaza en el ala oeste. Aquella vez que interceptamos ese mensaje decía “Que aprendan que no hay lugar seguro”. Pensamos que era solo un aviso general. Pero no. Mary fue la primera señal. Luego fue Kate. Y ahora están subiendo la apuesta.
Mary bajó la mirada, recordando esa noche. No había querido darle importancia entonces. Sirius cerró los puños, como si atara cabos con furia.
—Quieren rompernos —dijo Fabian en voz baja—. Pero lo hacen lento, sistemático. Como un juego de caza.
—Y les estamos dejando avanzar —añadió Gideon—. Porque todavía pensamos como alumnos. Esto ya no es una pelea escolar.
Sirius dio un paso hacia la puerta. Su expresión era de acero.
—Entonces esto va más allá. Y hay alguien que sabe exactamente hasta dónde.
—¿Quién? —susurró Lily.
James ya se había puesto de pie.
—Regulus.
Los demás se miraron entre sí, tensos. Marlene bajó la mirada. Mary se abrazó el cuerpo, como si intentara protegerse del recuerdo.
—Vamos. No puede enfrentarse a su hermano solo —dijo Remus.
Los tres Merodeadores salieron detrás de Sirius, dejando a las chicas con el mapa desplegado sobre la mesa y un escalofrío recorriéndoles la espalda. Fabian y Gideon se quedaron un momento más, cruzando miradas con Alice y Lily.
—Esto no acaba aquí —dijo Gideon en voz baja—. Y cuando los encontremos… esto se vuelve guerra.
—Entonces más nos vale estar preparados —dijo Alice con calma, sin apartar los ojos del mapa.
Mientras las demás volvían a revisar el mapa por quinta vez, Marlene se escabulló. Necesitaba aire. Necesitaba que el frío de la noche le recordara que todavía estaba ahí, que no se había dormido dentro de esta pesadilla.
Cruzó la galería sin rumbo fijo, hasta que los pasos la llevaron a uno de los jardines traseros. La piedra húmeda bajo sus pies, el olor del lago en el aire. Y allí, como si también hubiera huido del mundo, estaba Edward Bellerose. Apoyado contra una columna, los brazos cruzados, la mirada perdida en el agua.
—¿Puedo…? —preguntó ella con voz suave.
Él asintió sin moverse, pero su postura se relajó apenas.
Marlene se quedó a su lado. El silencio era denso, pero no incómodo.
—Beth se encerró en su habitación —dijo Edward al cabo de un rato—. Mi madre hace como que todo está bajo control, pero tiene las manos temblorosas. Mi padre no duerme. Está convencido de que esto fue una advertencia. Y yo…
Se interrumpió, respirando hondo.
—Yo estoy aquí. Sin saber qué demonios hacer.
Marlene bajó la vista, acariciando con la bota una línea invisible sobre la piedra.
—¿Cómo estás tú? —preguntó en voz baja—. En serio.
Edward la miró entonces, por primera vez, y pareció que la pregunta le dolía más que todo lo anterior.
—Estoy… —hizo una mueca breve, como si probara la palabra—. Estoy funcionando. Me levanto, doy órdenes, finjo saber cosas. Pero cada noche, cuando no aparece… siento que algo dentro se deshace un poco más.
Ella tragó saliva. Dio un paso más cerca.
—Te entiendo —susurró—. Aunque no sea lo mismo.
Edward asintió, sin mirarla. Marlene suspiró y dijo en un tono más bajo:
—¿Te parece justo lo que dijo Beth de Sirius?
—No. Pero… la entiendo. Está dolida, tiene miedo. Y Sirius... no ha ayudado mucho.
—Sirius está… roto —dijo ella sin mirarle.
—¿Lo crees?
Se interrumpió unos segundos, como si dudara de si decirlo.
—Ha cambiado mucho desde que Kate desapareció. No es que no haga nada… está intentando todo. Pero lo hace con tanta rabia, con tanta culpa, que parece que cada paso lo desgasta más.
Edward giró apenas el rostro hacia ella, escuchando en silencio.
—A veces pienso que… que se odia por no haber podido protegerla —añadió Marlene, más baja—. Pero no lo dice. Solo actúa como si ya no le importara lo que le pase. Como si… ya no tuviera nada que perder.
Hubo un silencio espeso. Edward bajó la mirada al suelo de piedra.
—No sé si eso me consuela o me preocupa más —dijo finalmente—. Pero me cuesta creer que él no haría hasta lo imposible por encontrarla.
—Lo está haciendo —afirmó ella con firmeza—. Aunque no sepa cómo. Aunque nadie lo reconozca.
Sus miradas se encontraron entonces, brevemente. No decían todo, pero decían bastante. Edward volvió a mirarla. Esta vez la mirada fue más larga, más atenta.
—¿Y tú? ¿Cómo estás tú?
Ella parpadeó, sin esperarlo. Y, de pronto, lo sintió: el nudo en la garganta, la presión detrás de los ojos. La rabia. El miedo.
—No lo sé. Llevo cinco días queriendo gritar y no tengo voz. La echamos de menos. La echo mucho de menos. Todas. Y no sé si lo estamos haciendo bien. No sé si es suficiente.
—Lo es —dijo Edward con firmeza—. No sabes cuánto es tener a gente que no se rinde.
Hubo un momento en que ninguno dijo nada. El aire helado les envolvía, pero no se movieron. Él bajó una mano, y sin querer —o queriéndolo sin pensarlo— rozó los dedos de ella. Marlene no se apartó.
—Vamos a encontrarla —susurró.
Edward asintió.
—Pero prométeme algo.
—¿Qué?
—Cuídate. Aunque no sepas cómo ayudar. Aunque te parezca que no haces suficiente. No me importa qué más pase… solo prométeme que tú vas a estar bien.
Ella lo miró fijamente. A punto de decir algo más. Pero no lo hizo. Solo asintió. Y esa fue la única promesa que ambos se atrevieron a hacer esa noche.
Al mismo tiempo, los tres Merodeadores avanzaban detrás de Sirius por los pasillos de piedra. Todos sabían que esta vez era distinto. Sirius caminaba como si marchara hacia una batalla. Cuando llegaron frente a la entrada de la sala común de Slytherin, se detuvo. El primer alumno que salió, un chico de primero, recibió su mirada como una daga.
—Vuelve adentro y dile a Regulus Black que lo quiero fuera. Ya.
El chico tragó saliva y desapareció por la pared.
—¿Qué vas a hacer, Sirius? —preguntó Remus con voz baja.
—Si está implicado, lo reviento. Si no, pero lo sabe, también.
—¿Y pedirle ayuda? —insistió Remus.
Sirius no respondió de inmediato. Luego murmuró:
—Los Black no piden ayuda ni ayudan, Moony. Te enseñan desde niño que estás solo. Que si pides ayuda, eres débil.
Y, sin querer, el recuerdo lo golpeó con la violencia de un puño.
La casa olía a madera vieja, pociones y castigo. En el salón, Walburga Black gritaba, y cada palabra era una sentencia. Regulus, de once años, temblaba frente a ella, los labios apretados, con el orgullo a medias entre el miedo y la obediencia. Algo había hecho mal. Algo insignificante, seguro. Pero suficiente.
El primer golpe fue rápido. No el peor que había recibido, pero inesperado. Regulus apenas se movió. El segundo vino cuando levantó la mirada hacia su hermano. Sirius estaba a unos metros, inmóvil. Los puños apretados. Regulus le miró, los ojos suplicando algo que no se atrevía a decir. Ayúdame.
Walburga lo notó. Lo vio. Y entonces, con esa frialdad tan propia, levantó la mano de nuevo y dijo:
—Los Black no piden ayuda.
El tercer golpe fue más cruel. Sirius dio un paso adelante, fuera de sí.
—¡Ya basta!
La voz de Sirius cortó el aire como un cuchillo. Walburga se giró hacia él. Sus ojos eran fuego.
—¡No te metas en lo que no entiendes, niño ingrato!
Pero Sirius ya no escuchaba. Fue a ponerse delante de Regulus. Ella levantó la varita.
—¿Tú también necesitas una lección?
Y la lección llegó. Fue rápida, brutal. El castigo de un hijo por atreverse a defender a otro. Cuando cayó al suelo, aún respirando con dificultad, levantó la vista hacia su hermano pequeño. Regulus lo miraba desde la esquina, con los ojos grandes, brillantes por las lágrimas. Sirius, sin decir nada, le hizo un gesto con la cabeza. Vete. Regulus dudó, pero corrió escaleras arriba.
Horas después, Sirius subió cojeando por el pasillo. Abrió la puerta del dormitorio con cuidado. Regulus estaba sentado en su cama, con una manta sobre los hombros. Al verlo, levantó la cabeza. Y con la voz rota pero firme, dijo:
—Sabía que vendrías a buscarme.
Sirius no respondió. Solo le sonrió, débilmente, como si eso fuera suficiente. Como si por un momento, ser hermanos significaba algo más que un apellido.
Frente a la pared de la sala común de Slytherin, Sirius volvió a tensar los hombros. Seguía sin saber si Regulus estaba del lado correcto. Ni siquiera sabía si existía un lado correcto. Pero una cosa sí sabía: si alguien había sido capaz de romper el molde, aunque solo fuera un instante… había sido él. Regulus le había pedido ayuda alguna vez.
—Que salga —repitió Sirius en voz baja, como si aún estuviera en Grimmauld Place.
Remus y James intercambiaron una mirada rápida. El silencio pesaba más que cualquier grito.
A lo lejos, dentro de Slytherin, alguien empezaba a moverse. Y, después de un momento, la pared se abrió de nuevo. Regulus apareció, solo. Lo cual ya era una sorpresa. Apareció impecable como siempre. La túnica verde oscuro bien colocada, la expresión serena, los pasos medidos. Pero Sirius lo vio de inmediato: esa rigidez en la mandíbula, la ligera sombra bajo los ojos. Sabía leerlo mejor que nadie. Su hermano no dormía.
—Sabía que vendrías a buscarme —dijo con esa voz serena que siempre usaba, como si no le afectara nada pero con una frase que Sirius identificaba.
Regulus Black Regulus se detuvo a unos pasos.
—¿Qué quieres?
La voz era baja, neutra. Como si no hiciera frío. Como si no hubiera rabia. Como si no se conocieran desde siempre. Sirius no respondió al instante. Lo miró. Lo miró de verdad. Lo vio como cuando tenía diez años, cuando jugaban con espadas de madera en los pasillos de Grimmauld Place. Como cuando Regulus lo seguía a todas partes, incluso cuando no debía.
—¿Tú sabías algo?
Regulus sostuvo su mirada sin parpadear.
—Depende de qué quieras oír.
Sirius apretó los dientes.
—No estoy para juegos, Reg. Esta vez no.
Remus y James se mantuvieron atrás, en silencio. Era entre ellos dos.
—No tengo que saber todo lo que hacen los de mi casa —dijo Regulus con frialdad medida—. Ni todo lo que se susurra en los pasillos.
—¿Pero se susurra, no? —insistió Sirius, dando un paso más cerca—. ¿Tú también crees que Kate desapareció porque se lo merecía?
El nombre fue como una grieta. Regulus desvió la vista, por primera vez.
—No hables de cosas que no entiendes, Sirius.
—¡No me vengas con esa mierda, Regulus! ¡Es Kate! ¡Es mi…!
Se contuvo. El grito le tembló en el pecho. Respiró hondo y continuó:
—Es Kate. Y tú sabes perfectamente que si alguien en tu casa sabe algo, tú también lo sabes.
El silencio se volvió pesado. Regulus alzó la mirada de nuevo.
—No puedo decir nada que cambie lo que ha pasado. Ni lo que van a hacer.
—Entonces, ¿no vas a hacer nada?
—Estoy haciendo algo —respondió, seco—. Lo que puedo.
Sirius lo observó un instante. Sus ojos, llenos de furia y dolor, se estrecharon.
—Nunca pensé que te convertirías en eso —murmuró—. En uno de ellos.
Regulus bajó la cabeza, como si esas palabras, justo esas, hubieran dolido más que cualquier otra cosa.
—Tú te fuiste —dijo con voz más baja—. No sabes lo que cuesta quedarse.
Sirius tragó saliva. Lo sabía. En el fondo, lo sabía. Pero no podía perdonarlo. No todavía. Regulus dio un paso atrás.
—No sé dónde está.
James lo miró, aún fascinado por lo mucho que se parecía físicamente a Sirius… y lo opuesto que era.
—¿Es la familia Nott? —preguntó Sirius, directo.
—No lo sé. Theodore Nott no dice nada al respecto, si es causante, finge bastante bien.
—No me tomes por idiota, Regulus.
El menor suspiró con fastidio.
—A veces lo pareces. Enamorarte de ella… sabías que estaba en el punto de mira desde hace años.
—Tiene derecho a elegir.
—No tenemos derechos. Tú le hiciste creer que sí, y ahora está pagando el precio.
Sirius le fulminó con la mirada.
—No voy a entrar en ese juego.
Se dio la vuelta. Pero entonces, la voz de su hermano le alcanzó otra vez:
— Te repito: No sé dónde está. Pero si lo supiera… lo haría por ellas. No por ti.
Sirius lo miró como si esas palabras lo hubieran empujado contra la pared. Entendió que no se refería solo a Kate.
—¿Por ellas? ¿Qué tiene que ver Beth en todo esto?
—Mucho. Piensa que eres el culpable. Pero ese es otro tema...— luego con un tono nervioso, que solo pudo captar Sirius, añadió— Son dos Bellerose, pero solo una está en peligro.
Remus frunció el ceño ante esa información e intuyó que Regulus quiso decir algo más con esa frase.
—Beth solo piensa en el peligro que corre su hermana por culpa de Nott.
—Seguramente… —Regulus se encogió de hombros, sin emoción—…pero…aunque ella es diferente a Kate...también necesita que la protejan.
Sirius ladeó la cabeza, desconcertado. Notó en sus palabras el interior de su hermano.
—¿Desde cuándo?
Regulus bajó la mirada. Ese gesto de duda, de inseguridad, Sirius lo conocía desde niños. Hubo un silencio denso entre ellos. Finalmente, Sirius dio un paso más cerca.
—Entonces dime, Reg… si fuera Beth en vez de Kate, ¿no harías nada?
Regulus no respondió. Pero su silencio decía más que mil palabras.
—Quieres ayudar —dijo Sirius en voz baja—. Si no, habrías salido rodeado de tus estúpidos amigos. Sé valiente, Reg… Sé leal a tu verdadera familia.
El silencio entre ambos hermanos era como un grito mudo donde los dos decían más cosas de las que expresaban en ese momento.
—Regulus —dijo Sirius, en voz apenas audible—Cuando éramos niños… tú dijiste que sabías que volvería a buscarte.
Regulus se quedó quieto. Por un segundo, pareció una estatua.
—Y viniste —respondió sin girarse—. Entonces no me dejaste solo. Ahora sí.
Por un momento, se miraron sin máscaras. Solo dos hermanos atrapados en mundos opuestos. Regulus se dio la vuelta sin decir nada y desapareció en la sala común. Sirius apretó los puños. Pero justo antes de que pensaran que todo estaba perdido, la voz de Regulus sonó desde dentro, despreocupada.
—Sirius… saludos de nuestras primas Black. Bella suele estar en Hogsmeade últimamente, su futuro marido tiene herencia en ese pueblo. Pero todos los viernes, va a casa de los Malfoy. Reuniones como las que le encantan a mamá. Terminan pasada la medianoche. Supongo que es por el compromiso de Cissy…
Y se cerró la entrada. Sirius sonrió con amargura.
—Así son los Black.
Sirius no dijo nada. Ni James, ni Remus. Solo el pasillo, frío, quedó en silencio.
En el mismo momento en que Regulus Black le dio una pista, la sala contigua al despacho del director de Hogwarts estaba repleta. No era habitual que se convocaran reuniones de ese tipo en el colegio, pero los padres de los alumnos desaparecidos habían exigido respuestas, y Albus Dumbledore, había accedido.
El Ministro de Magia en funciones, William Davies, había aparecido mediante un traslador privado, con una escolta mínima. Su presencia era más simbólica que útil, y no tardó en dejarlo claro.
—Entiendo su preocupación, señora Cohen—dijo con tono diplomático, fingiendo una empatía que no llegaba a sus ojos—, pero debemos considerar que estos jóvenes pudieron haber salido por su cuenta. Tal vez una travesura mal calculada. Sabemos cómo son los adolescentes…
—¡Mi hija no ha desaparecido por una travesura! —Mary Abbott, temblando de rabia, tuvo que ser contenida por su marido mientras su rostro enrojecía de frustración.
—Mañana serán seis días…—dijo el Señor Burrow cerró los ojos con fuerza, sujetando a su esposa del brazo.
—Con todo respeto, Ministro —intervino Alastor Moody, sentado en un rincón con los brazos cruzados—, aquí no estamos hablando de alumnos perdidos en el Bosque Prohibido por error. Cuatro desapariciones simultáneas en puntos distintos del castillo, en la misma noche, sin que nadie los viera salir… eso huele a coordinación. A planificación.
Dumbledore, hasta ese momento silencioso, se inclinó hacia delante.
—He revisado personalmente los puntos de desaparición. Todos presentan alteraciones mágicas, y uno de ellos, marcas claras de activación de traslador ilegal. No es obra de estudiantes escapando por rebeldía.
El Ministro resopló.
—Sí, pero eso no prueba quién está detrás. Sin evidencia directa, no podemos culpar a ninguna familia. No podemos asumir que haya fuerzas oscuras actuando dentro de los muros de Hogwarts. Sería… peligroso para la imagen del colegio.
—¿La imagen del colegio? —repitió Edgar Bones, jefe del Departamento de Seguridad Mágica—. Tenemos niños desaparecidos, William. ¡Niños!
Davies levantó las manos.
—Estoy diciendo que no debemos apresurarnos. A veces, la mejor forma de resolver un misterio… es esperar.
—¿Esperar? —La voz de Dumbledore sonó ahora fría como el hielo—. ¿A que haya más desaparecidos o algo peor?
Se hizo un silencio cargado. El Ministro se alisó la túnica con gesto irritado.
—El Ministerio asumirá la investigación de forma oficial. Enviaremos un par de aurores a revisar los hechos. Pero por ahora, les pido que mantengan la calma. Alarmar al resto de los estudiantes podría causar un pánico innecesario.
Tras la reunión, mientras los padres hablaban en voz baja, Dumbledore permaneció de pie frente a la ventana. No se giró cuando los Bellerose se acercaron a él.
—Nos prometió protegerlos —dijo Gregor Bellerose con los dientes apretados.
—Y lo haré —respondió el director sin volverse—. Pero quizás… no de la forma que espera el Ministerio.
Elsa, que había estado callada, se adelantó.
—¿Y qué significa eso?
Dumbledore se giró por fin. Su mirada era seria, más grave de lo habitual.
—Significa que hay una red de personas trabajando fuera del alcance de estas paredes. Algunos nos llaman idealistas. Otros, insensatos.
— La Orden del Fénix de nuevo.
Hubo un leve temblor en los labios de Gregor, como si recordara algo que no quería recordar. Habían hablado sobre la Orden en otro momento, él no había querido acceder, pero ahora… las cosas eran distintas.
—¿Y protegerán a nuestra familia?
—Si me lo permiten —respondió Dumbledore con tono solemne—, no solo la protegeremos. Lucharemos por ella.
Desde el umbral de la puerta, McGonagall los observaba. Cuando Dumbledore la miró de soslayo, ella asintió casi imperceptiblemente. La maquinaria se había puesto en marcha. Pero era invisible a ojos del Ministro.
La ausencia de Kate empezaba a tomar una forma concreta, no tanto por su duración como por la forma en que alteraba lo cotidiano. Era como una grieta invisible que se deslizaba por los pasillos, los dormitorios, las palabras no dichas. Nadie la nombraba directamente, como si al hacerlo, la convirtieran en un recuerdo y no en alguien por recuperar.
En la biblioteca, Pippa sostenía un tomo enorme de Herbología Avanzada, pero no pasaba las páginas. Lo tenía abierto solo por costumbre. Frente a ella, Remus tomaba notas sin escribir realmente nada. El pergamino estaba casi en blanco.
—Siempre decía que los libros no servían de nada si no salías a hacer algo con ellos —murmuró Pippa, sin apartar la vista del texto.
Remus levantó la mirada, lento.
—Decía que la teoría era para quienes no tenían agallas de ensuciarse las manos —recordó, con una leve sonrisa. Luego bajó la voz—. ¿Tú crees que tendrá valor para aguantar lo que sea que esté viviendo…?
—Sí —interrumpió Pippa—. Porque lo necesita. Y porque es Kate.
En el campo de Quidditch, James avanzaba sin su escoba, las manos en los bolsillos, pisando la escarcha que empezaba a formarse en el césped. A unos metros, Alice estaba sentada en las gradas, envuelta en una bufanda escarlata. Miraba el cielo, el mismo cielo que tantas veces habían surcado todos juntos.
—¿Te acuerdas cuando dijo que si tenía que morir, prefería hacerlo volando? —preguntó Alice, sin volverse.
James se detuvo, el viento despeinándole el flequillo.
—Dijo que volando todo parecía más pequeño. Incluso el miedo.
Ambos guardaron silencio un momento. La escoba de Kate seguía colgada en el cobertizo. Intacta. Esperando.
En un aula de las mazmorras, Lily sostenía un frasco de poción Matalobos entre sus manos. Había ido allí por rutina, con la excusa de comprobar las reservas, pero hacía rato que solo miraba el líquido espeso moverse lentamente bajo el cristal. Frente a la mesa de trabajo, el espacio vacío le pareció de pronto insoportable.
—“Si me echan de Hogwarts por insubordinación… al menos que sea por algo útil.” —La frase llegó como un eco.
Lily no respondió. Cerró el frasco con cuidado, lo colocó junto a los demás, y se quedó allí. De pie. Sola. Como si Kate pudiera volver a ocupar ese lugar en cualquier momento.
Marlene y Edward Bellerose estaban sentados en uno de los muros exteriores, donde últimamente solían escapar para charlas que no querían compartir con nadie. La noche era fría, pero no parecía importarles.
—¿Tú sabías que se metía en líos por otros desde que era niña? —dijo Edward, sin mirarla.
—La vi romperle la nariz a un chico de sexto por molestar a Mary en segundo curso —respondió Marlene—. Lo hizo con una risa tan calmada que hasta el chico se confundió.
—Mis padres piensan que es impulsiva… pero elegía sus batallas —murmuró Edward—. Siempre lo hacía.
El tono era seco. Herido. Pero también lleno de una determinación tensa, apenas contenida.
Mary hojeaba un libro sin leer. Lo tenía abierto en el regazo, pero no pasaba las páginas. Frente a ella, la chimenea chisporroteaba en un intento patético de traer consuelo. Un mechón le cayó sobre los ojos y, casi sin pensarlo, hizo lo mismo que Kate le había enseñado: se lo trenzó hacia atrás con rapidez: "Las chicas con el cabello en la cara no ven venir las maldiciones, Mary." No había leído una sola palabra. Se incorporó, bajó las manos y caminó hacia la chimenea.
Sirius, en cambio, no caminaba. Estaba sentado en la escalera del ala este, con la espalda contra la piedra fría, la cabeza hundida entre las rodillas. Cuando oyó pasos, no se molestó en mirar.
—Sr. Black —dijo una voz. Minerva McGonagall.
Sirius no respondió. Ella no insistió. Se sentó junto a él, sin emitir juicio ni exigencia. Pasaron unos minutos antes de que él hablara.
—No sabía cuánto dolía esto. No así. No por alguien que… —se interrumpió—. Ni siquiera es mía.
McGonagall lo miró de reojo.
—Las personas no son cosas. Nadie pertenece a nadie —dijo con calma—. Pero hay vínculos que duelen como si fueran parte del cuerpo. Y eso, señor Black, no lo hace menos real.
Sirius asintió despacio, sin mirarla.
—Yo la llevé a ese claro hace unos años. Por eso pensó que era yo. Nott lo usó, no sé cómo lo supo. No es casualidad.
—Lo que hicieron con esa información no es tu carga. Tú confiaste. Y la confianza no es un error, es un riesgo.
Él se frotó el rostro con las manos.
—No soy lo bastante fuerte. No como todos piensan.
—No necesitas ser fuerte todo el tiempo. Solo lo suficiente como para no rendirte.
Sirius la miró por fin. No había ningún sermón en su tono. Solo verdad.
—Profesora… ¿Y si no hay final feliz?
McGonagall suspiró, con una tristeza que no ocultó.
—Entonces asegúrate de que el camino hasta allí valga la pena. Que, pase lo que pase, sepa que luchaste. Por ella. Por ti mismo. Por el Bien.
—Ella solía decir que yo tenía fuego en la sangre…que, por eso, me gusta tanto romper las reglas.
McGonagall esbozó una sonrisa apenas perceptible.
—Pues que ese fuego te sirva ahora, Sr. Black. No para quemarte… sino para iluminar el camino que aún tienes por delante.
Sirius levantó la mirada. Había algo distinto en sus ojos. Dolor, sí. Pero también decisión.
—Gracias, profesora.
Ella se levantó.
—No me des las gracias. Solo asegúrate de que cuando la encuentres, pueda decir que estaba orgullosa de ti. Igual que yo, no es casualidad que el Sombrero Seleccionador te haya puesto en Gryffindor.
Él asintió, sin palabras. La profesora se alejó por el pasillo. Sirius se quedó un momento más, solo, pero no perdido. La oscuridad seguía allí. Pero ya no era tan espesa.
Y esa noche, la sala común de Gryffindor volvió a llenarse. Uno a uno, fueron regresando: Remus, James, Peter, Lily, Mary, Alice, Marlene, Pippa… incluso los gemelos Prewett y Frank, que se sumaron sin necesidad de ser llamados. No hacía falta convocarlos. Todos sabían por qué estaban allí.
Los mapas se desplegaron de nuevo sobre la mesa. Pippa y Marlene trazaban posibles rutas, Lily organizaba la información con una precisión casi obsesiva. Mary revolvía su cuaderno buscando apuntes. Alice revisaba hechizos de rastreo. Los Prewett cuchicheaban entre ellos, intercambiando ideas en voz baja con Remus.
Sirius, de pie junto al fuego, los observaba en silencio. Por primera vez en todo el día, su rabia parecía haberse transformado en algo más afilado. Más útil. James se acercó y le dio un leve empujón en el hombro.
—¿Entonces? ¿Vamos a esperar sentados a que los adultos lo resuelvan?
Sirius lo miró, la sombra de una sonrisa torcida cruzando su rostro.
—¿Desde cuándo hacemos eso?
—Exacto —intervino Marlene sin levantar la vista del mapa—. No podemos quedarnos quietos. No esta vez.
—Kate contaría con nosotros —dijo Lily, sin vacilar—. Lo haría por cualquiera de nosotros.
Remus asintió.
—Y si nos metemos en problemas… Bueno, no sería la primera vez.
—Ni la última —agregó Peter, algo pálido, pero firme.
Hubo un breve silencio, como si todos estuvieran respirando el mismo aire contenido, la misma mezcla de miedo y determinación. Luego, Sirius alzó la voz:
—Nadie más desaparece. No en nuestra casa. No en Hogwarts. Si el Ministerio quiere arrastrar los pies… nosotros no.
Y entonces, sin necesidad de juramentos ni palabras solemnes, todos lo entendieron. Como si una chispa invisible se encendiera entre ellos. No era solo rabia. Era convicción. El fuego crepitaba. Las sombras eran largas. Y aunque nadie lo dijo en voz alta, todos lo sabían: Un grupo de leones heridos había decidido dejar de esperar. Si querían respuestas… tendrían que encontrarlas por su cuenta.