Capítulo 2: Extraña conexión...
16 de septiembre de 2025, 17:25
Capítulo 2: Extraña conexión…
La mañana amaneció despejada, el cielo tan limpio que parecía recién lavado por la brisa del norte. Los ventanales de la torre de los Hechiceros reflejaban la luz, y el murmullo de los estudiantes llenaba los patios interiores de la Academia.
Mariek caminaba en silencio, con paso firme y la vista baja. Llevaba la mochila de cuero colgada de un hombro y, aunque intentaba pasar desapercibida, el broche nuevo sujetando su mechón blanco brillaba al sol con un resplandor imposible de ocultar.
—¡MARIEK!
La voz la sobresaltó. Giró apenas la cabeza y vio a Elara, que corría hacia ella con una sonrisa radiante, tan desbordante de entusiasmo que parecía que el día entero giraba alrededor suyo.
—Pensé que no te alcanzaría —dijo la muchacha de cabellos castaños, respirando agitada pero feliz—. ¿Vamos juntas a clase?
Mariek se tensó, como si la cercanía fuese un terreno desconocido. No estaba acostumbrada a tener a nadie caminando a su lado, menos aún alguien que la buscara con tanta naturalidad.
—No tienes por qué… —empezó, seca.
Elara ladeó la cabeza, su sonrisa no se movió ni un ápice.
—Lo sé. Pero quiero. —Sus ojos verdes chispeaban con una sinceridad que desarmaba—. No pareces muy amiga de las multitudes, ¿verdad?
Mariek suspiró y apartó la mirada, pero un gesto leve en sus labios, apenas perceptible, insinuó algo parecido a una sonrisa.
—No sé… tener amigas —admitió al fin, en voz baja.
Elara la miró con ternura y respondió, ligera, como si no quisiera darle más peso del necesario:
—Pues ya es hora de que aprendas. Y tendrás que aguantarme.
Las dos siguieron caminando juntas, mochilas al hombro, mientras la marea de estudiantes se abría y se cerraba a su alrededor.
Al doblar un pasillo, se encontraron con Octavius, que venía de la torre de los Caballeros. Se detuvo al verlas y sus ojos se clavaron en Mariek. Durante un instante pareció confundido, hasta que su mirada bajó hacia el broche que brillaba en su cabello.
—Vaya… —dijo con una sonrisa torcida—. Eso es obra del príncipe Willem, ¿no?
Mariek sintió el calor subirle a las mejillas y bajó la mirada, incómoda. Se limitó a asentir con un leve movimiento de cabeza.
Octavius rió, divertido.
—Ya veo que nuestro querido príncipe empieza a dejar huella incluso en las torres de los Hechiceros.
—No es… nada de eso —murmuró Mariek, aunque Elara se cubrió la boca intentando ocultar una risa.
El caballero las acompañó unos pasos, conversando con naturalidad. Elara hacía preguntas y reía, Octavius respondía con ese tono relajado que lo caracterizaba, y Mariek permanecía más callada, aunque sus silencios ya no eran tan fríos, sino expectantes, casi tímidos.
Al llegar a la entrada de la torre, Octavius se despidió con una reverencia exagerada, como si estuviera ante damas de la corte, lo que provocó la risa franca de Elara. Mariek negó con la cabeza, sin poder evitar que el gesto del caballero le arrancará un suspiro medio divertido.
—Vamos —dijo al fin, empujando suavemente a Elara hacia la escalera de piedra que las llevaría a su aula de runas antiguas.
Y por primera vez en mucho tiempo, no subió sola.
Octavius se quedó quieto en el pasillo, observando cómo Mariek y Elara desaparecían tras los arcos de piedra de la torre. Se llevó una mano a la barbilla, pensativo.
—Misteriosa… —murmuró para sí—. Hay algo en esa chica.
Unas pisadas firmes lo sacaron de sus pensamientos. Willem apareció desde el corredor lateral, con la chaqueta de la Academia abierta y el porte tan natural que cualquiera habría jurado que no cargaba con la corona sobre sus hombros.
—Octavius —lo saludó el príncipe, con un leve gesto de cabeza.
El caballero lo miró un segundo, cruzándose de brazos.
—Alteza… —dijo con cierta sorna, bajando un poco la voz—. Quizá no debería mostrar sus intenciones hacia la Señorita Felder tan abiertamente.
Willem arqueó una ceja, sorprendido.
—¿Intenciones? ¿Hablas del broche? —rió incrédulo—. ¿Lo está usando delante de todos?
Octavius soltó un suspiro exasperado, rodando los ojos.
—Por supuesto que lo lleva. Y todos lo hemos notado. —Luego bajó el tono, con un deje de seriedad—. No todos aquí entienden tus juegos, Willem. No olvides quién eres.
El príncipe lo miró con esa chispa desafiante en los ojos grises. Habían pasado años desde aquellos veranos en Thalmaris, en los que compartían carreras a caballo y discusiones interminables en los salones de mármol. Octavius conocía al príncipe mejor que nadie, sabía cuando la sonrisa era solo fachada… y cuando ocultaba algo más peligroso.
—Eres igual que siempre —dijo Willem con un leve gesto de cabeza—, viendo peligros en cada sombra.
—Y tú eres igual que siempre: buscando fuego donde sabes que puede quemarte.
Por un instante, ambos sostuvieron la mirada como en los viejos tiempos. Entonces Willem se volvió hacia la torre de los Hechiceros, ajustándose la capa con gesto seguro.
—¿Dónde vas ahora? —preguntó Octavius, aunque la respuesta la intuía.
El príncipe alzó la mano a modo de despedida, una sonrisa ladeada en sus labios.
—A comprobar la obediencia de Mariek.
Octavius negó con la cabeza, dejando escapar una risa incrédula.
—Algún día esa testarudez te meterá en un problema del que ni yo podré sacarte.
Willem, sin detenerse, levantó la mano una vez más, como quien acepta el reto.
Las puertas de la sala de Runas se abrieron con un chirrido, dejando salir primero a Selvara y Kaelith. Caminaban erguidas, seguras de sí mismas, y al ver al príncipe Willem aguardando apoyado con elegancia en la columna del pasillo, ambas inclinaron la cabeza en reverencia, intentando captar su atención.
—Alteza —entonó Selvara con un aire suave pero calculado.
—Un honor verle por aquí —añadió Kaelith, con esa sonrisa de superioridad que tanto la caracterizaba.
Willem devolvió un saludo breve y correcto, sin darles mayor importancia. Pero en cuanto la puerta volvió a abrirse y aparecieron Elara y Mariek, su gesto cambió. Se despidió con elegancia de las otras dos y, casi sin disimular, se encaminó tras ellas.
Selvara y Kaelith, al apartarse, se fijaron entonces en el broche que sujetaba el cabello de Mariek, despejando su rostro. El símbolo de la Corona brilló a la luz del mediodía. Las dos jóvenes se miraron en silencio, las cejas alzadas.
—¿Qué significa eso? —susurró Kaelith, con incredulidad.
Selvara frunció los labios, sus ojos oscuros chispeando de sospecha. Mientras tanto, Willem alcanzó a las dos chicas.
—Vaya… veo que has decidido aceptar mi obsequio —comentó con tono provocador, mirando el broche con una sonrisa insinuante.
Mariek mantuvo la vista al frente, la expresión serena. Su voz fue tranquila, casi apagada:
—Es un presente de Su Alteza. Sería descortés no llevarlo.
No hubo ironía, ni dureza, sólo una obediencia respetuosa. Willem se detuvo un instante, sorprendido. Esa mansedumbre no era lo que recordaba de ella. Donde antes había dureza y desafío, ahora solo había contención. Y lo supo: era porque ella ya conocía quién era él en realidad.
Un leve enfado se encendió en su pecho. Esa naturalidad con la que lo había tratado, sin reverencias ni títulos, era lo que lo había atraído. Y ahora… ahora lo trataba como al príncipe que todos temían decepcionar.
—Bien —dijo, con voz más áspera de lo que pretendía—. Nos veremos después de la comida, para el entrenamiento de Hechicería.
Mariek no respondió.
Elara miró de reojo a su compañera, percibiendo el aire tenso entre ellos. Cuando el príncipe se alejó, la joven del Oeste suspiró suavemente.
—Vamos… —murmuró Mariek con un tono apagado, como si quisiera cerrar el tema de raíz—. Es mejor que sigamos con el día.
Elara asintió, aunque en su mirada verde brillaba la inquietud.
El sol del mediodía caía sobre el campo de entrenamiento de los Hechiceros. Willem aguardaba de pie, con los brazos cruzados, la postura impecable pero el ceño marcado por la impaciencia. Octavius, que lo había acompañado, ya se había retirado, no sin antes advertirle que no se tomara aquello como un juego. El príncipe, sin embargo, no podía disimular la ansiedad por verla.
Pasaron los minutos. Demasiados. Por fin, escuchó el eco de pasos en el empedrado. Willem levantó la vista y la vio aparecer.
Mariek avanzaba despacio, con un aire distinto al de los días previos. Ya no llevaba el uniforme pulcro de la mañana, sino ropa de entrenamiento ligera: blusa ajustada con pantalones oscuros y botas firmes. Pero lo que más llamó la atención del príncipe fue su cabello: ya no caía como un velo sobre su rostro ni estaba sujeto por el broche real, sino recogido en una coleta alta que dejaba al descubierto el mechón blanco y sus ojos azul océano.
Willem sintió una punzada extraña, casi un golpe en el pecho. La esperaba con el broche. La esperaba obediente. En su lugar, llegaba desafiante en su propio estilo.
—Llegas tarde —dijo él, con un tono bajo, cargado de reproche.
—He venido —respondió Mariek con calma, sin excusarse.
Willem la observó de arriba abajo, recorriendo su figura con descaro, hasta detenerse en la coleta.
—Curioso… —murmuró—. Pensé que mi obsequio te sería útil.
Mariek sostuvo su mirada sin vacilar.
—Hoy entreno. El broche es demasiado fino para eso.
El príncipe alzó una ceja, entre molesto y divertido.
—¿Así que decides cuándo obedecer y cuándo no?
Mariek apretó las manos tras la espalda, pero su voz siguió firme, cortante:
—Obedezco, Alteza. Estoy aquí.
Ese “Alteza” le sonó como un muro entre ambos. Willem sintió cómo su enfado se mezclaba con una atracción más intensa aún. Esa muchacha lo desarmaba con cada gesto, incluso cuando parecía desafiarlo con su misma frialdad.
—Bien —replicó, acercándose un paso, sin apartar los ojos de ella—. Entonces empecemos. Y recuerda, Mariek… —su voz se volvió un susurro cargado de intención— no me conformo con medias entregas.
El aire entre ambos se tensó. Ella no respondió, solo se acomodó los guantes de entrenamiento y se plantó frente a él, con la cabeza erguida y el mechón blanco brillando bajo el sol. Willem sonrió apenas, esa sonrisa que nadie de la academia conocía: cálida y peligrosa a la vez.
—Veamos de qué eres capaz cuando dejas de esconderte.
El campo de entrenamiento estaba vacío, salvo por ellos dos. El silencio se rompía únicamente con el murmullo del viento y el crujir de las hojas bajo sus pasos.
—Prepárate —dijo Willem, girando la muñeca. Una chispa grisácea recorrió sus dedos hasta encenderse en un resplandor metálico.
Mariek no respondió. Solo alzó la mano derecha, dejando que un fulgor azulado brotara entre sus palmas. Sus ojos oceánicos se fijaron en los de él, con calma tensa.
El primer choque de energías fue directo: una ráfaga de luz contra otra de sombras aceradas. El aire vibró, levantando polvo a su alrededor. Willem sonrió, entusiasmado, al sentir la fuerza que había detrás de ella.
—Nada mal, Mariek…
Ella apretó los labios, y tras una pausa dijo con frialdad:
—Alteza, creo que debería llamarme señorita Felder. Tanta familiaridad en tan poco tiempo… podría generar confusiones.
El golpe fue sutil, pero Willem lo sintió como una daga. Su sonrisa se tensó en una mueca peligrosa.
—¿Confusiones? —repitió, avanzando un paso mientras aumentaba la presión mágica en su mano—. Te aseguro que yo no me confundo.
Ella sostuvo el empuje, sin retroceder.
—Entonces debería ser más cuidadoso. No todos lo entienden como usted.
Las chispas de sus energías bailaban en el aire, chocando sin acabar de devorarse. Willem arqueó una ceja, observando cómo esa muchacha no titubeaba ni siquiera delante de él.
El enfrentamiento continuó. Pasaron a conjurar movimientos más complejos: círculos de runas que se encendían y desaparecían, proyecciones lumínicas y ráfagas cortantes. Pero cada vez que una embestida podía golpear de lleno, algo invisible los detenía a ambos. Un resquicio de duda, una chispa que no llegaba a prender. Mariek lo notó primero. Apretó los dientes, frustrada.
—Esto es absurdo —susurró, lanzando un hechizo que estalló en el aire sin llegar a tocarlo.
Willem también lo había percibido. Su magia, que nunca dudaba, parecía replegarse justo antes de herirla. Como si una parte de él se negara.
—Curioso… —dijo, bajando lentamente la mano mientras la miraba con intensidad—. Es como si nuestra magia se resistiera a enfrentarse.
Mariek, con el mechón blanco deslizándose sobre su rostro sudoroso, respiraba con agitación.
—Quizá… —respondió, cortante— es porque esto no debería estar ocurriendo.
Willem la observó en silencio, fascinado. Cada palabra suya era un muro, pero también una invitación involuntaria a seguir derribándolo. Una sonrisa lenta apareció en sus labios.
—O quizá —replicó con voz grave— es porque estamos hechos para algo distinto que luchar el uno contra el otro.
Mariek sintió un estremecimiento, pero enseguida reprimió la reacción, erguida y fría.
—No fantasee, Alteza. Yo vine aquí a entrenar, nada más.
Él inclinó apenas la cabeza, divertido por su firmeza, y dejó que las últimas chispas de energía se disiparan en el aire.
—Ya lo veremos, señorita Felder. Ya lo veremos.
El silencio volvió a envolverlos, cargado de lo no dicho, mientras ambos comprendían —aunque ninguno lo admitiría— que ese primer entrenamiento había sido mucho más que un cruce de hechizos.
Los dos avanzaban en el ejercicio. Willem desplegaba llamas grises en la palma de su mano, que giraban como un torbellino contenido; Mariek respondía con ráfagas de viento y destellos azules que estallaban en luces rápidas.
El choque de sus poderes crepitaba en el aire como una tormenta a punto de desatarse. Willem la observaba con una mezcla de fascinación y desafío, mientras Mariek apretaba los dientes, decidida a no permitir que la extraña barrera que sentía la detuviera otra vez.
«No voy a contenerme», pensó con furia contenida. Alzó ambas manos, un círculo de runas brilló alrededor de sus dedos, y concentró su energía con tal intensidad que el aire se estremeció. Quiso lanzar la magia directamente contra él, obligándose a atravesar ese muro invisible.
Pero, en el instante decisivo, ocurrió algo inesperado: la fuerza de su propio hechizo pareció torcerse, como si una corriente invisible la arrastrara. La energía tiró de ella con violencia, y en un grito ahogado Mariek perdió el control, lanzada hacia adelante.
—¡Mariek! —exclamó Willem, extendiendo los brazos por instinto.
El impacto fue inevitable. Ella cayó contra él con fuerza, derribándolo sobre la hierba. Su coleta deshecha llevó a que su cabello oscuro, con el mechón blanco brillando bajo la luz, se desparramara sobre su rostro. Los ojos azul océano se abrieron muy cerca de los grises acerados del príncipe.
El silencio que siguió fue espeso, solo roto por su respiración agitada. Mariek sintió el calor de su pecho contra el suyo, el peso de sus manos apoyadas en los hombros de Willem, el temblor involuntario de su propio cuerpo.
Él, por su parte, no apartó la mirada. Una chispa distinta, más peligrosa que cualquier magia, ardió en sus ojos. Sonrió apenas, con esa seguridad irritante que la desconcertaba.
—Parece que tu magia me busca, Mariek.
Ella palideció, intentando recuperar la compostura. Se incorporó con brusquedad, apartándose de él como si se quemara.
—Fue un error —dijo, seca, mientras evitaba mirarlo y se rehacía la coleta.
Willem se incorporó despacio, sin borrar la sonrisa de su rostro.
—Claro… un error —repitió, aunque su voz dejaba entrever que no lo creía en absoluto.
Mariek respiró hondo, reprimiendo la confusión que bullía en su interior. No debía temblar, no debía dejar que nada de aquello la desarmara. Se obligó a mirarlo con frialdad.
—Sigamos con el entrenamiento.
Willem arqueó una ceja, divertido, pero no replicó. Solo la observó mientras volvía a alzar las manos, como si hubiera descubierto algo mucho más interesante que cualquier hechizo.
Un rato después, Willem se pasó el dorso de la mano por la frente, quitándose un mechón de cabello oscuro que le caía sobre los ojos. Con un gesto elegante, lanzó contra Mariek una espiral de luz plateada que chisporroteaba en el aire. Ella bloqueó el ataque con un muro de viento, los cabellos oscuros ondeando tras ella. Sus ojos azul océano, tensos, no se apartaban de los grises acerados del príncipe.
—Tus defensas son firmes… —comentó Willem, avanzando un paso mientras hacía que su magia se enroscase como una serpiente alrededor de la suya—. Pero esa barrera que sientes… te traiciona.
Mariek apretó los labios, conteniendo la rabia.
—No es traición. Es concentración.
Willem sonrió con aire provocador, lanzando una ráfaga que ella esquivó de forma impecable.
—Oh, no, Mariek. Fue tu magia la que decidió lanzarte contra mí antes. No tus pies, no tus manos… tu propia esencia buscándome.
Ella sintió un escalofrío en la nuca, pero lo disimuló con un gesto frío, encendiendo una llamarada azul en sus palmas.
—No imagine cosas, Alteza. Mi magia obedece a mi voluntad. Nada más.
Él alzó una ceja, divertido, dejándose rodear por un aura gris que vibraba en el aire.
—¿De verdad? —susurró, mientras daba otro paso, reduciendo la distancia entre ellos—. Porque yo juraría que hay algo en ti que lucha por acercarse a mí… aunque tú te empeñes en negarlo.
El corazón de Mariek golpeó con fuerza en su pecho, pero no bajó la mirada. El mechón blanco en su cabello cayó hacia adelante, brillando como un recordatorio de todo lo que era y lo que debía ocultar.
—Tal vez su Alteza se equivoca —dijo con calma forzada—. Tal vez lo que siente es su propia necesidad de atención.
Por primera vez, Willem rió bajo, genuinamente sorprendido. Volvía a ser la de antes.
—Cortante como siempre.
El aire entre los dos vibraba, cargado de energía, cuando una voz irrumpió desde el borde del campo:
—¡Mariek! —Henrik corría hacia ellos, rubio y alto, con expresión preocupada.
La chica bajó los brazos, la magia disipándose en un destello. Willem también dejó que la suya se extinguiera, aunque sus ojos permanecieron clavados en ella, como si no quisiera romper el instante.
Henrik llegó hasta ellos, jadeando un poco.
—Mariek, Principe Willem… —miró a su hermana con urgencia—. Un mensajero de padre acaba de llegar. Trae una notificación para los dos. Dice que es urgente.
Mariek sintió un nudo en el estómago al escuchar el tono de su hermano. Willem, sin apartar su mirada de ella, se pasó una mano por el mentón y sonrió con un interés renovado.
—Entonces… nos tendremos que ver en otro momento —murmuró el príncipe, con un tono que parecía guardar un doble sentido.
Habían pasado ya varios días desde la llegada del mensajero. Ni Henrik ni Mariek habían revelado el contenido del mensaje de su padre, pero ambos se mostraban más callados de lo habitual, como si un peso invisible los oprimiera. Willem lo notaba. Notaba también cómo Mariek lo evitaba: en cuanto él se acercaba, ella encontraba una excusa para escabullirse. Y, sin embargo, seguía llevando el broche con el emblema de la Corona y entrenando con él en los momentos indicados.
Lo único distinto era que ahora se veía a Mariek más a menudo en compañía de Elara. La muchacha de ojos verdes parecía haberse convertido en su sombra, y aunque Mariek se mantenía reservada, dejaba que aquella amistad floreciera.
Aquel mediodía, Elara avanzaba por el pasillo de piedra con paso ligero, los pergaminos contra el pecho, tarareando apenas una melodía para darse ánimos.
—¿Mariek? —susurró, mirando a ambos lados, esperanzada de encontrarla.
—Buscas a tu amiga.
Elara se sobresaltó y giró. Octavius Thalmyr estaba allí, apoyado con elegancia contra una columna. Su porte de caballero era impecable, la rectitud de alguien formado en disciplina, pero sus ojos marrones la miraban con un matiz de calidez inesperada.
—Oh… sí —respondió Elara con una sonrisa tímida—. No está en la torre y pensé que tal vez la vería aquí.
Octavius inclinó levemente la cabeza, estudiándola.
—Es raro que alguien logre acercarse a la Señorita Felder. Con lo reservada que es. Tú lo has hecho. Eso dice mucho de ti.
Elara bajó la vista, sonrojándose, apretando los pergaminos.
—Ella… es distinta a los demás. Y yo también lo soy. Por eso… nos entendemos.
Octavius abrió la boca para responder, pero una risa cortante, afilada como una hoja, quebró el momento.
—Qué cuadro tan tierno.
Elara se tensó. Selvara Duskbane avanzaba por el pasillo, impecable, cada paso calculado. Sus labios se curvaron en una sonrisa cruel.
—La pastorcita de Vacherenne intentando conversar con un Thalmyr… —se burló, arqueando una ceja—. Supongo que las vacas de tu aldea no saben escuchar, ¿verdad?
Elara apretó los labios con fuerza, intentando que la vergüenza no se le escapara en forma de lágrimas. Octavius sintió la incomodidad clavársele en el pecho, la mandíbula tensa, pero sus ojos cayeron hacia el suelo. No dijo nada.
Elara retrocedió un paso. Luego, con un temblor en las manos que sujetaban los pergaminos, se dio la vuelta y caminó rápido. Octavius alcanzó a ver cómo, antes de doblar la esquina, una lágrima brillante rodaba por su mejilla. Selvara lo observó, satisfecha, con una sonrisa venenosa en los labios.
—Qué decepción, Thalmyr —dijo en un susurro que goteaba veneno—. Pensé que tendrías más criterio que entretenerte con una chica de campo.
Octavius la miró, serio, pero no dijo nada. Selvara dio un paso más cerca, alargando un dedo enguantado para rozar apenas la tela de su hombrera.
—Podrías estar rodeado de quienes realmente cuentan, y sin embargo bajas la vista por alguien como ella… ¿o es que te avergüenza que te haya atrapado en plena ternura?
La sonrisa de Selvara era perfecta, afilada, calculada para desgarrar. Octavius desvió la mirada hacia el suelo, la mandíbula apretada. Dentro de él, la imagen de la lágrima de Elara seguía clavándose como una espina.
—No es asunto tuyo, Selvara —murmuró al fin, con voz grave.
Ella rió suavemente, un murmullo sedoso que rebotó en las paredes del pasillo.
—Claro que lo es. Todo lo que ocurre aquí es mi asunto. Recuerda que en esta Academia no hay lugar para los débiles… y ella ya está marcada.
Octavius levantó la vista hacia ella, los ojos fríos, aunque en su interior hervía la incomodidad.
—A veces confundes fortaleza con crueldad. Y la Señorita Étoile no es débil.
Por un instante, Selvara lo observó en silencio, sorprendida por el tono. Luego sonrió otra vez, como si aquello fuera un juego.
—Tal vez. Pero dime, ¿a quién prefieres que te vean acompañar, a una Duskbane… o a una pastora temblorosa?
Él cerró los ojos y apretó el puño. La lágrima de Elara volvía a su mente, clara, insistente. Y lo único que sentía era un profundo remordimiento por no haber hecho nada.
Mientras, Elara caminaba rápido, con la cabeza gacha, los pergaminos apretados contra el pecho. Sentía que las palabras de Selvara todavía la seguían, como ecos que arañaban su corazón. Al doblar un pasillo, no pudo esquivar a Mariek, que avanzaba en dirección contraria.
—Elara —dijo ella, alzando apenas las cejas al ver el estado de su amiga.
La otra bajó la vista, murmurando:
—No pasa nada… —pero la voz le temblaba, y en sus mejillas aún había restos húmedos.
Mariek suspiró, cruzándose de brazos.
—Cuéntame.
Elara tragó saliva, y al final lo soltó en un susurro:
—Selvara… y… Octavius estaba allí. Pasé mucha vergüenza…
Por primera vez, Mariek ladeó el rostro con un gesto de dureza. Había aprendido a ignorar las espinas de Selvara hacía ella misma, pero ver el efecto en Elara le encendía un fuego distinto.
—Elara, tienes que hacerte fuerte —dijo con calma, aunque su tono era firme como el acero.
—¿Fuerte? —repitió la joven, confundida.
Mariek asintió y le tomó suavemente del brazo.
—Ven conmigo.
La condujo fuera, hasta el campo de entrenamiento. El sol caía oblicuo sobre las gradas vacías, y la brisa levantaba el polvo suave del terreno. Allí, Mariek se plantó frente a ella, con los ojos decididos.
—Proyecta tu magia.
Elara la miró atónita.
—¿Qué tiene que ver eso con Selvara?
Mariek dio un paso más cerca, su voz firme, clara:
—Todo. Cuando te veas capaz de controlar tu poder, sabrás que lo que digan otros no puede hundirte. Si te dejas derrumbar por sus palabras, será como cederles tu fuerza antes siquiera de usarla.
Elara apretó los labios, dudando. Luego asintió, con timidez.
—Está bien… intentaré.
Mariek retrocedió un poco, alzando una mano como gesto de apoyo.
—Concéntrate. Respira. Siente lo que eres. No lo que dicen los demás.
Elara cerró los ojos, tratando de concentrarse. Varias veces falló, su magia escapaba en destellos débiles, sin dirección. Mariek no se movía, solo la observaba, paciente, repitiendo consejos cortos:
—No huyas de lo que sientes. Canalízalo.
—No pienses en Selvara. Piensa en ti.
—El dolor también puede ser fuerza.
Elara volvió a intentarlo. Esta vez, un chorro de luz verde brotó de sus manos, más fuerte, más estable. No era perfecto, pero sí mucho más sólido. Elara abrió los ojos sorprendida, respirando agitada.
Mariek le dedicó un gesto leve, casi imperceptible de orgullo.
—¿Ves? Nadie puede decirte que eres débil si puedes hacer esto.
Elara sonrió apenas, con timidez, pero con un brillo nuevo en los ojos.
Desde las sombras de un arco, Willem las observaba. Había llegado buscando a Mariek para entrenar, pero al ver la escena se detuvo. Apoyado contra la pared, contempló en silencio. El modo en que Mariek hablaba, la serenidad de su voz, la firmeza de sus gestos. No estaba enseñando solo magia. Estaba enseñando a resistir.
El príncipe permaneció quieto, sin atreverse a interrumpir, pero cada palabra de Mariek se le quedaba grabada. La estaba descubriendo en una faceta que nunca había visto tan clara, y lo fascinaba.
Mariek retrocedió unos pasos, se colocó firme en el campo de entrenamiento y chasqueó los dedos. Una pequeña llamarada surgió en su palma.
—Muy bien. Ahora, prepárate, Elara —dijo, con un brillo de desafío en los ojos.
Elara abrió mucho los suyos, retrocediendo un poco.
—¿Qué… qué haces?
—Pon a prueba tu magia. No basta con invocar, debes saber usarla. —Mariek lanzó de pronto un destello de fuego, calculado para pasar rozando a Elara sin tocarla—. ¡Defiéndete!
Elara se encogió, levantando los brazos con miedo. El fuego se deshizo en el aire.
—¡Mariek! —protestó, con el corazón latiendo fuerte.
—¿Vas a huir siempre? —respondió ella con calma, seria pero sin dureza—. Si no aprendes a resistir un ataque aquí, ¿cómo lo harás cuando no tengas elección?
Elara tragó saliva, respiró hondo, y levantó las manos. Una ráfaga de luz verde chisporroteó, pero se apagó enseguida.
—Otra vez —ordenó Mariek, y le lanzó un pequeño golpe de viento que la obligó a afirmarse en el suelo.
—¡No estoy lista! —exclamó Elara, pero esta vez sus pies no se movieron.
Mariek sonrió apenas.
—Nadie lo está al principio. Tu magia puede tomar muchas formas, pero siempre habrá un elemento que domine sobre los demás. Descúbrelo.
Un nuevo proyectil de fuego voló hacia Elara. Esta cerró los ojos, levantó ambas manos… y el suelo tembló. Una costra de tierra emergió frente a ella como un escudo improvisado. El fuego se apagó contra la arcilla, dejando apenas un humo oscuro.
Elara abrió los ojos, sorprendida.
—¿Lo hice yo…?
Mariek asintió, con una chispa de orgullo en su mirada.
—Claro que sí. Hazlo de nuevo.
Esta vez, Mariek invocó varias esferas de agua, lanzándolas rápido como proyectiles. Elara alzó los brazos con decisión: del suelo se alzaron raíces y piedras que desviaron el ataque, salpicando gotas alrededor.
—¡Muy bien! —Mariek levantó la voz, por primera vez sonando animada—. ¡Esa eres tú, Elara! No la que baja la cabeza, no la que se calla. La que se planta firme y hace frente.
Elara respiraba con fuerza, el rostro enrojecido, pero una sonrisa grande se dibujó en su rostro.
—Se siente… increíble.
Mariek chasqueó los dedos y una llamarada danzó sobre su mano.
—Otra vez. Esta vez no me lo pongas fácil.
Elara afirmó los pies, sus ojos verdes brillando. Golpeó el suelo con una palma y, con un rugido de poder, la tierra respondió: un muro de piedra emergió entre ambas, sólido, imponente. Mariek dejó que el fuego se apagara y cruzó los brazos, asintiendo con satisfacción.
—Ahora lo entiendo. El elemento te eligió a ti, Elara. La tierra siempre estuvo contigo.
La joven soltó una risa nerviosa, feliz, tocando con incredulidad el muro de piedra.
—Nunca pensé que podría hacer algo así…
Mariek le dio una palmada en el hombro, seria pero con calidez en los ojos.
—Recuerda este momento. Nadie podrá volver a hacerte sentir débil.
Elara asintió, casi con lágrimas de emoción, pero esta vez no de tristeza.
Mientras, Willem se quedó allí, en silencio, conmovido y fascinado, memorizando la imagen de ambas jóvenes bajo el sol del campo de entrenamiento: una descubriendo su fuerza, la otra enseñándole a no rendirse.
La biblioteca estaba casi vacía a esas horas. Sólo el crepitar de unas velas y el roce de páginas al pasar rompían el silencio. Mariek tenía los codos apoyados sobre la mesa, las manos sujetándose la frente. Ante ella, un tomo antiguo lleno de runas intrincadas parecía burlarse de su paciencia.
—No tiene sentido… —murmuró en voz baja, frunciendo el ceño mientras pasaba de nuevo el dedo por una línea—. No puede ser que me atasque aquí…
Repitió una y otra vez los mismos símbolos, pero cada vez las líneas le parecían más confusas. Susurró algo en voz baja, medio enojada consigo misma, y cerró los ojos un instante para contener la frustración.
—Tal vez el problema no sea el texto, sino la forma en que lo lees.
Mariek se sobresaltó. Levantó la cabeza y vio, a unos pasos, al Príncipe Willem. Estaba de pie entre los estantes, con un tomo bajo el brazo y esa media sonrisa suya, elegante y un poco traviesa a la vez.
—¿Qué hace aquí, Alteza? —preguntó ella, bajando la mirada con cierto rubor.
—Lo mismo que tú, supongo. Buscar respuestas. —Se acercó despacio, y con una inclinación suave de cabeza añadió—: Y, por lo que veo, también dar ayuda donde se necesita.
Mariek cerró el libro con un golpe suave, como si quisiera ocultar su torpeza.
—No es necesario. Puedo arreglármelas sola.
Willem apoyó el tomo que traía sobre la mesa y se sentó frente a ella.
—Estoy seguro de que puedes. Pero eso no significa que debas hacerlo sola.
Ella lo miró de reojo, intentando mantener la seriedad, aunque su voz se quebró levemente.
—No entiendo estas runas. El Maestro quiere que mañana traduzcamos un pasaje completo… y ni siquiera reconozco la raíz de estos símbolos.
Willem tomó el libro con cuidado, lo abrió por la página que Mariek había estado estudiando y lo giró hacia sí mismo.
—Son runas antiguas, sí. Pero el truco está en mirar la estructura, no el símbolo aislado. —Se inclinó un poco hacia ella, señalando una línea con el dedo—. Mira aquí: parece un trazo suelto, ¿no? Pero en realidad es un prefijo que se repite en todos los conjuros de protección.
Mariek lo observaba en silencio. La forma tranquila en que explicaba, la seguridad de su voz, y el hecho de que no la juzgara, sino que la guiara, la desconcertaban más que las propias runas.
—¿Lo ves? —dijo él, levantando la mirada hacia ella.
Ella asintió apenas, murmurando:
—Sí… ahora sí.
Willem sonrió satisfecho, como si la victoria fuera suya.
—Entonces no es tan terrible como pensabas. Solo necesitabas un poco de perspectiva.
Mariek sostuvo su mirada unos segundos, y luego bajó los ojos, jugueteando con el borde de una página.
—Gracias… Alteza.
—Willem —la corrigió suavemente, sin apartar la mirada—. Aquí, en este momento, no soy tu Príncipe. Solo soy alguien que no quiere que te frustres.
Mariek parpadeó, sorprendida por la cercanía de esas palabras. Willem pasó un rato más hojeando el libro delante de ella, en silencio. La luz de las velas iluminaba sus facciones concentradas, y el ambiente en la biblioteca se volvió extraño para Mariek: una calma que le resultaba casi agradable, pese a la incomodidad que sentía al estar tan cerca de él.
Al cabo de un tiempo, ella levantó la vista del pergamino y lo observó. Willem parecía absorto en sus notas, el ceño apenas fruncido.
—¿No tiene hambre, Alteza? —se atrevió a preguntar de repente, con voz suave.
Él levantó la mirada y ladeó una sonrisa.
—¿Y tú?
Mariek apretó los labios.
—No.
Pero, como si el destino quisiera delatarla, un gruñido leve, inconfundible, resonó en la quietud de la sala. El color subió de inmediato a sus mejillas.
Willem soltó una carcajada clara, dejando el libro a un lado.
—Tu estómago no sabe mentir, Señorita Felder.
Ella bajó la cabeza, avergonzada, mientras murmuraba:
—Es tarde ya… y además prefiero no ir al comedor. La cena casi habrá terminado.
El Príncipe la observó unos segundos, como calibrando sus palabras, hasta que sus labios se curvaron en una sonrisa más traviesa.
—Bien. En ese caso… —se inclinó hacia ella, como si compartiera un secreto— haremos uso de mis títulos.
Mariek lo miró con el ceño fruncido, desconcertada.
—¿Sus… títulos?
Willem se puso de pie con elegancia, ofreciéndole la mano como si la invitara a un baile.
—Los de Príncipe heredero, nada menos. Que sirven, entre otras cosas, para colarnos en las cocinas de la Academia.
Mariek parpadeó, sorprendida por la naturalidad con la que lo decía, y aunque intentó mantener su seriedad, una sonrisa casi imperceptible se le escapó.
—Eso no parece muy correcto —murmuró, pero ya estaba levantándose.
—Quizá no lo sea. Pero te prometo que es infinitamente más agradable que pasar la noche discutiendo con runas imposibles. —Su mirada chispeó con picardía—. Vamos.
Sin darle tiempo a replicar, Willem la condujo fuera de la biblioteca. El eco de sus pasos resonaba en los pasillos solitarios mientras caminaban hacia las cocinas, ambos conscientes de lo inusual —y peligroso, para sus corazones— que era compartir aquella complicidad bajo las sombras de la noche.
El olor a pan recién hecho y guisos aún tibios los envolvió en cuanto cruzaron la puerta de las cocinas. Era un espacio amplio, iluminado por hogueras ya casi apagadas, con largas mesas donde reposaban bandejas aún cargadas de panecillos, quesos y frutas.
Los cocineros, acostumbrados a las visitas nocturnas del Príncipe Willem, no se sobresaltaron demasiado… hasta que notaron la presencia de Mariek. Un murmullo apenas contenido recorrió la estancia: miradas curiosas, cejas alzadas, sonrisas discretas que parecían querer adivinar más de lo que debían.
—Su Alteza —saludó el maestro cocinero con una reverencia exagerada, lanzando de reojo una mirada a Mariek—. Qué sorpresa… y qué honor recibirlo en tan grata compañía.
Willem sonrió con una calma que parecía entrenada.
—Nada de honores, solo hambre. ¿Podríais prepararnos algo sencillo?
El maestro cocinero ya hacía gestos a su gente, que se apresuraba a desplegar bandejas con panes calientes, queso aromático, carne curada, frutas frescas y hasta dulces que normalmente se reservaban para banquetes.
Mariek, consciente de lo que todos estaban pensando, tensó los labios y quiso intervenir.
—No es lo que parece. Yo solo… —comenzó a decir, con voz contenida.
Pero la mirada satisfecha del cocinero, como si no escuchara nada de lo que ella intentaba aclarar, la hizo desistir. Willem, divertido, tomó asiento sin perder la compostura, invitándole a hacer lo mismo.
—Al parecer es imposible convencerlos —murmuró Mariek mientras se sentaba, seria como siempre.
—Déjalos pensar lo que quieran —replicó Willem, sirviéndose un pedazo de pan—. Es parte de su entretenimiento nocturno.
Comenzaron a cenar, y por un instante el ambiente se volvió extraño: la sencillez de la comida contrastaba con la grandeza de sus títulos, pero en ese rincón, con las risas de los cocineros apagándose al fondo, todo parecía más humano.
Fue Mariek quien rompió el silencio.
—Dicen que usted… domina todas las sendas. ¿Es cierto?
Willem la miró, sorprendido por la pregunta directa, pero respondió con naturalidad.
—Desde pequeño, sí. No sé por qué. Los maestros lo consideran una anomalía, un privilegio… o una carga, según a quién se le pregunte. —Alzó los hombros, restando importancia—. Pero siempre ha estado ahí, como respirar.
Mariek bajó la mirada hacia su plato, pensativa. Willem, en cambio, la observó con una chispa en los ojos.
—Aunque tú también las dominas, ¿no?
Ella alzó los ojos de inmediato, sorprendida.
—¿Qué?
Él sonrió apenas, como quien desvela un secreto que tenía guardado.
—Lo he visto. La forma en que conjuras tu magia muestra que no te limitas a una sola senda. Y no es solo eso: tu manera de moverte en los entrenamientos revela que sabes blandir una espada. Tus gestos cuando miras con atención… me dicen que el arco no es un misterio para ti. Y ser sabia… —hizo una pausa, con un brillo juguetón en la mirada— bueno, quizás las runas se empeñen en llevarte la contraria, pero yo diría que la sabiduría es algo que ya llevas dentro.
El corazón de Mariek dio un vuelco. Lo miró con una mezcla de sorpresa y desconfianza, como si buscara una trampa en aquellas palabras. No dijo nada. Partió el pan en silencio, con los dedos firmes, como si esa acción pudiera servirle de refugio. Pero, unos segundos después, levantó la mirada y sus ojos azules se clavaron en los de Willem con una intensidad que él no esperaba.
—¿Y si le dijera que no es un don… sino una condena? —dijo con voz baja, sin rastro de titubeo.
Willem parpadeó, sorprendido.
—¿Condena? ¿Por qué?
Ella apartó la vista, sus dedos jugando con una miga de pan, pero su tono seguía tan firme como antes.
—Porque cuando todos esperan que seas algo extraordinario, lo único que consiguen es encerrarte. Y lo que otros llaman privilegio… pueden sentirse como cadenas. —Alzó la vista de nuevo, serena, como si ya hubiera aceptado esa verdad—. Dominar muchas sendas no significa libertad, Alteza. A veces significa que nunca tendrás un lugar al que pertenecer.
El silencio cayó entre ellos, pesado pero vibrante. Willem no sabía qué responder. Estaba acostumbrado a la admiración, a las expectativas depositadas en él… pero nunca lo había escuchado descrito de aquella manera.
Ella, en cambio, tomó un trozo de queso y continuó comiendo con calma, como si nada hubiera ocurrido. Como si no hubiera dejado al príncipe sin palabras.
Willem la observó un instante más, con un nudo en el pecho que no supo descifrar. Y por primera vez en mucho tiempo, se sintió comprendido.
Horas después, la sala común de los caballeros estaba casi vacía. El fuego de la chimenea chisporroteaba, lanzando sombras largas sobre los muros de piedra. Henrik afilaba su espada con calma, sentado en un banco, mientras Octavius revisaba un pergamino con mapas de campaña, la frente fruncida en concentración.
La puerta se abrió, y el Príncipe Willem entró. Llevaba aún la capa puesta, y el aire fresco de la noche lo acompañó como un susurro. Henrik levantó la vista.
—Llegas tarde, Alteza. —Una sonrisa apenas dibujada cruzó su rostro—. ¿Dónde te habías metido?
Octavius giró el pergamino, interesado.
—Sí, nos preguntábamos lo mismo.
Willem se detuvo un instante. Notó sus miradas inquisitivas, y por un momento pensó en decirlo. Pensó en contar que había estado en la biblioteca… y luego en las cocinas… con Mariek. Pero algo en su interior lo detuvo, después de todo era la hermana de Henrik. Se quitó la capa con un movimiento rápido y se dejó caer en un sillón frente al fuego.
—Necesitaba aire —respondió, con un tono neutral.
Henrik arqueó una ceja, como si no estuviera del todo convencido. Octavius lo observaba en silencio, analizando, como siempre hacía.
Willem desvió la mirada hacia las llamas, pero no pudo evitar que una chispa de sonrisa asomara en sus labios. El recuerdo de la seriedad de Mariek, de su respuesta inesperada, de cómo había roto su silencio con una confesión tan intensa… seguía vivo en su mente.
Henrik notó aquella expresión y dejó la piedra de afilar a un lado.
—Sonríe —dijo con voz baja, estudiando cada gesto del príncipe—. Hacía tiempo que no le veía así.
Willem carraspeó, volviendo a clavar los ojos en el fuego.
—Nada en especial.
Octavius entrecerró los ojos, cruzando los brazos.
—¿Nada? —repitió, con un tono que sonaba más a prueba que a simple curiosidad.
El príncipe no respondió. Se limitó a inclinar la cabeza hacia un lado, dejando que las sombras ocultaran parte de su rostro. Pero en el fondo, sabía que ellos tenían razón. Y esa sola idea, la de admitirlo, le revolvía tanto como le atraía.
Porque estaba empezando a notar algo imposible de negar: la compañía de Mariek le gustaba. Demasiado.
Días después, el sol de la tarde se filtraba entre las ramas altas del viejo roble. Allí, sentada como una sombra silenciosa, Mariek hojeaba un grueso tomo de runas. El viento agitaba su cabello oscuro, pero sus ojos seguían clavados en las páginas, atentos.
En el prado de abajo, Elara practicaba, con su concentración casi infantil. Entre sus manos verdes de energía se formaban pequeñas enredaderas que brotaban del suelo, aunque no siempre obedecían como ella quería. Tropezaba, reía sola y volvía a intentarlo. Mariek giró una página, sin decir nada. Observaba, aunque fingiera que no.
Entonces, se oyó un paso firme. Octavius Thalmyr apareció por el sendero, con las manos a la espalda y un aire más solemne de lo habitual. Su mirada se suavizó al ver a Elara.
—Señorita Elara —dijo con voz grave, inclinando apenas la cabeza—. Quería disculparme por… aquel día. —Parecía buscar las palabras correctas—. No actué como debía.
Elara se tensó, sorprendida. Sus mejillas se encendieron al instante, bajó la vista hacia sus manos manchadas de tierra.
—No… no hacía falta —murmuró, nerviosa—. Estoy bien.
Octavius iba a responder cuando una risa estridente rompió la calma.
—¿Otra vez…?
Selvara Duskbane apareció con dos de sus inseparables compañeras. Sus pasos eran seguros, su mirada venenosa. Se detuvo frente a Elara, cruzando los brazos con desdén.
—La pastora jugando a hechicera… y ahora con pretendientes nobles. —La sonrisa se le curvó en un filo cruel—. Qué ascenso tan ridículo.
Elara apretó los labios. El aire pareció detenerse. Levantó la vista, instintivamente, hacia lo alto del roble. Mariek, silenciosa, la observaba. Y sin una palabra, le asintió. La mirada verde de Elara se endureció. Inspiró profundo, y con una voz firme que sorprendió incluso a Octavius, declaró:
—Selvara Duskbane. Te reto a un duelo.
Hubo un silencio absoluto. Selvara arqueó las cejas, incrédula, antes de soltar una carcajada suave.
—¿Tú? ¿Contra mí? —dio un paso adelante, evaluando aquella determinación inesperada—. Muy bien. Te concederé el capricho.
El duelo se preparó en segundos. Ambas se situaron frente a frente en la hierba, las túnicas negras ondeando con el viento, las insignias de la Academia brillando en el pecho. Sus compañeras formaron un círculo expectante, y hasta Mariek cerró el libro, con la atención fija en el prado.
El choque fue inmediato. Selvara lanzó descargas de energía oscura que cortaban el aire como látigos. Elara retrocedía, bloqueando como podía, su magia verde levantando muros de raíces y ramas que se quebraban con cada golpe.
—¿Eso es todo? —rió Selvara, avanzando con paso felino.
Pero entonces, Elara se detuvo. Cerró los ojos un segundo. Recordó la voz de Mariek: Cuando te veas capaz, sabrás que lo que digan otros no pueden hundirte. El suelo bajo sus pies vibró. La hierba creció con violencia, raíces gruesas brotaron de la tierra, atrapando los ataques de Selvara y devolviendo la fuerza contra ella.
El duelo se volvió feroz. Chispas, viento, ramas desgarradas… hasta que, con un grito, Elara alzó ambas manos y una oleada de espinas se elevó haciendo que Selvara retrocediera tambaleando. Cayó hacia atrás, derrotada, la túnica manchada de tierra, la respiración agitada. El círculo estalló en murmullos. Nadie esperaba ver a Elara en pie… y vencedora.
Con el rostro sudado, pero los ojos firmes, Elara dio un paso hacia adelante. Extendió la mano hacia Selvara.
—Lo siento. Te ayudo…
Por un instante, el gesto quedó suspendido. Pero Selvara, con la furia ardiendo en las pupilas, apartó la mano. Se incorporó sola, tambaleante… y de pronto alzó la suya, buscando abofetear a Elara.
—¡Basta!
Antes de que el golpe cayera, un brazo firme detuvo la muñeca de Selvara. Octavius estaba allí, erguido, su rostro pétreo, su voz grave.
—Es suficiente, Selvara. —Su mirada se endureció—. Será mejor que te alejes de ella.
El silencio fue absoluto. Selvara lo miró, sorprendida por la frialdad en sus ojos. Se soltó con un movimiento brusco, su orgullo herido más que su cuerpo.
—Esto no acaba aquí —escupió, y con un giro de capa, salió del círculo, sus amigas detrás.
En lo alto del árbol, Mariek apoyó el libro sobre sus rodillas. Sus labios apenas se curvaron en una sonrisa ligera. Muy bien, Elara. Octavius, sin fijarse en la presencia de Mariek, dio un paso hacia Elara, inclinando apenas la cabeza en señal de respeto, aunque sus ojos marrones no se apartaban de los de ella.
—Has demostrado más fortaleza de la que muchos aquí se atreverían a mostrar —dijo, con voz grave, pero suavizada por un matiz de orgullo—. ¿Me permites acompañarte de regreso a la Academia?
Elara lo miró, aún sonrojada por la adrenalina y por aquel inesperado gesto de apoyo que había recibido minutos atrás. Sus labios temblaron antes de dibujar una sonrisa tímida, luminosa en su sencillez.
—Sí… claro —respondió, con un hilo de voz que apenas logró contener su emoción.
Octavius extendió un brazo con discreción, no un gesto de caballero altivo, sino de compañero atento. Ella lo aceptó, caminando a su lado con paso más seguro que al llegar.
Desde lo alto del árbol, Mariek los observaba marchar. Sus ojos siguieron a su amiga, y por primera vez en mucho tiempo la vio caminar erguida, sin sombra de duda. Eso está bien, pensó, y abrió nuevamente su libro.
Pero entonces, en ese mismo instante, una punzada inesperada la atravesó: el recuerdo de la biblioteca vacía, de los pergaminos entre ellos, de la risa de Willem cuando le sonaron las tripas y de aquella cena furtiva en las cocinas. Cerró el libro con un suspiro, apoyándolo contra el tronco, mientras su pensamiento se volvía ineludible. ¿Por qué siempre vuelve a él? El viento agitó su cabello oscuro, como si el propio cielo quisiera arrancarle la respuesta.
Unos días después, el murmullo de dos alumnas resonaba en el pasillo lateral de la biblioteca. Mariek, que buscaba un tomo de runas, se detuvo sin querer al escuchar su nombre.
—¿La has visto otra vez con él? —decía una, con sorna—. El Príncipe Willem, nada menos, caminando junto a esa chica.
—Es ridículo —rió la otra—. ¿Qué esperará de alguien así? Siempre con esa expresión oscura, como si llevara un peso que nadie más entiende. Una sombra no puede aspirar a caminar junto a la luz de la Corona.
El comentario la atravesó como una daga. No era nuevo, y aun así, esa vez dolió distinto. Quizá porque, en el fondo, temía que tuvieran razón. Willem… siempre tan directo, tan dispuesto a acercarse. Y ella, que apenas podía permitirse un paso en falso, ¿qué estaba haciendo?
Apretó los labios y continuó su camino, los libros contra el pecho, dispuesta a enterrar esa punzada en silencio. Pero entonces escuchó pasos conocidos detrás de ella.
—Mariek —la voz de Willem la alcanzó con naturalidad, como si fuera lo más común buscarla en aquel pasillo—. Me alegra encontrarte. Pensaba que estarías en la torre de estudio.
Ella se detuvo, rígida.
—Alteza. —La inclinación de su cabeza fue impecable, pero su tono, seco.
Él arqueó apenas una ceja, sorprendido por la frialdad. Caminó hasta situarse a su lado, sin perder la serenidad.
—Siempre tan formal conmigo últimamente —dijo con un atisbo de sonrisa, como si intentara suavizar la distancia—. Creí que habíamos alcanzado cierta… normalidad entre los dos.
Mariek mantuvo la vista fija en los mosaicos del suelo.
—No deseo que confunda mis gestos de respeto, Alteza. Esa normalidad a la que alude… no me corresponde.
Willem ladeó un poco la cabeza, estudiándola con esa paciencia que lo caracterizaba.
—¿No te corresponde, o no la deseas?
Ella se tensó más, como si la pregunta hubiera rozado un límite invisible.
—No todos tenemos el lujo de elegir lo que deseamos.
El silencio entre ambos se volvió espeso. Willem respiró hondo, intentando no mostrar el desconcierto que lo invadía.
—Quizá tengas razón. Pero me extraña, Mariek… porque contigo pensé que no hacía falta fingir.
Ella levantó la vista, solo un instante, con una mezcla de dolor y firmeza antes de decir algo que realmente no pensaba.
—Entonces se equivocó, Alteza. Fingir es lo único que me permite seguir aquí.
Willem apretó la mandíbula, y aunque su porte se mantuvo impecable, la herida era evidente en sus ojos.
—Entiendo. —Hizo una leve inclinación—. Espero que tus estudios sigan siendo tan provechosos como hasta ahora.
Giró sobre sus talones y se marchó, sin mirar atrás. Mariek lo siguió con la mirada hasta perderlo de vista, y por un segundo, el eco de aquellas voces despectivas resonó de nuevo en su cabeza. Su pecho ardía, aunque no supo si de rabia… o de tristeza.
Al otro lado de Serentipy, la tarde se deslizaba como un paño sucio sobre Dürnstein, la ciudad encajada en el valle de Rochesombre, donde las chimeneas nunca se apagaban y el carbón olía más fuerte que las flores. Las casas —de piedra ennegrecida y madera curtida por el hollín— apoyaban sus sombras unas sobre otras, y las calles, estrechas y pendientes, llevaban el rastro del trabajo diario: carros cargados, botas embarradas, voces cortas.
El cielo tenía el color de la ceniza recién caída. Un viento frío, húmedo, barría las plazas y traía consigo un leve sabor metálico. En el mercado, los puestos permanecían medio vacíos; las cuerdas que sujetaban los toldos se movían sin nadie que las ajustara. Un par de gallinas corrían inquietas entre los pies de la gente, mientras un grupo de mineros se apartaba de la calle principal con la mirada dura, apretando las manos en los bolsillos como quien desea ocultar algo.
No había explicaciones fáciles. Los rumores circulaban en cascada: “Se encontraron los perros del conde muertos junto al pozo”, decía una mujer con la voz rota; “el carnicero cerró ayer y no ha abierto desde entonces”, murmuró un niño con el delantal manchado; “hay marcas en la puerta de la capilla, quemaduras pequeñas, oscuras, como si alguien hubiera sujetado la noche misma contra la madera”, añadió un anciano. La gente bajaba la voz al pronunciar esas cosas, como si nombrarlas les diera forma.
En la entrada de una bocamina, varios hombres se agolpaban alrededor de una viga ahumada en la que alguien había tallado, con manos torpes o apresuradas, un símbolo que ninguno de ellos reconocía: no era lo de los predicadores ni lo de los gremios; era curvo, espiralado, con un punto central que parecía absorber la luz. La piedra a su alrededor estaba tiznada, como si el carbón hubiera exudado su propia sombra. Uno de los mineros, con la cara cubierta de hollín y la garganta áspera, murmuró: “La veta... no suena igual. Los picos rebotan y se callan. Y cuando volvimos a bajar, el aire... olía diferente. Como cuando la tormenta se lleva la calma.”
No eran solo supersticiones. Aquella noche, en una de las esquinas menos transitadas, los perros que servían de centinela a una taberna encontraron su corral desordenado: los animales estaban vivos pero mudos, con los ojos abiertos a un miedo que no correspondía a ningún predador conocido. Nadie vio al causante. Nadie vio las huellas que atravesaron la tierra blanda y se perdieron en dirección a la antigua hondonada donde los ancianos aún recordaban hogueras prohibidas.
Y había otro detalle que manaba pequeño pero persistente: el carbón extraído traía, pegado a las paredes del filón, un polvo que no era polvo: se movía un centímetro cuando nadie lo miraba, brillaba apenas con un tono más oscuro que la propia oscuridad, y al tocarlo la piel quedaba fría durante un rato, como si la luz hubiera pasado de largo. Un curandero local, que había venido a examinarlo, se retiró con las manos temblando y un dicho torcido en los labios: “No es fiebre de mina… parece hambre. No humana.”
La plaza de la ciudad albergó la peor señal: alguien —o algo— había dejado una marca en el centro, sobre las piedras. No era un símbolo humano, no del todo: parecía una rueda quebrada, con runas pequeñas alrededor, trazadas en un hollín espeso. Al tocarla, las manos de la gente se cubrieron de una sensación sorda, como si un vientre oscuro hubiera gruñido. Nadie se atrevía a borrarla. Nadie quería ser el primero en mirarla demasiado tiempo.
En los rincones, las parroquias encendían velas con más cuidado que de costumbre; una anciana cerraba puertas con llave a mayor hora; un joven herrero dejó de cantar al dar golpes. Las conversaciones derivaban en recuerdos amortiguados de viejas historias: viejas guerras, sombras que se tragaban fogatas, pactos que nunca se pronunciaban ya en voz alta. Eran relatos que se contaban para asustar a los niños —hasta ahora— y que volvieron a sonar con un tono distinto.
Al caer la noche, la luz de la ciudad parecía ser absorbida con facilidad. Nadie en Dürnstein dijo la palabra final en voz alta. Pero la ciudad la pronunció en los hechos: menos risas, más puertas cerradas, un carbón que ya no se dejaba tocar. Y en el aire quedó la sensación fría de que algo, minúsculo al principio, estaba germinando.
El trono de Serendipy no estaba en su sala habitual aquella tarde tras recibir las noticias de Dürnstein del día anterior. El rey Theobald, de túnica sobria y expresión ensombrecida, había pedido reunir a su consejo más estrecho en la Sala de Estrategias, un recinto de piedra circular en lo alto del ala norte del castillo. Mapas extendidos sobre la mesa, velas encendidas a pesar de ser aún de día, y un silencio que pesaba tanto como las murallas que los rodeaban.
El capitán Gideon Felder se encontraba de pie frente a la mesa, brazo cruzado sobre el pecho, el gesto severo. Junto a él, los otros dos capitanes de confianza del rey: Sir Aldren Veynar, un veterano curtido en cien batallas, de barba gris y mirada implacable; y Dorian Kaelthorne, más joven, conocido por su prudencia y agudo juicio.
Theobald dejó reposar la carta recién llegada sobre el mapa ennegrecido de la Provincia del Este. Su voz grave retumbó en la sala:
—Dürnstein. La ciudad del carbón… —se detuvo, apretando el pergamino como si pudiera arrancarle más respuestas—. El mensaje habla de símbolos extraños, animales muertos, de un silencio que hiela la sangre en las minas. Y de un polvo oscuro que parece… vivo.
Sir Aldren apretó los puños.
—Esos signos no son simples supersticiones de mineros. No se escriben en piedra por casualidad.
Dorian, con la mirada clavada en el mapa, asintió con lentitud.
—Si lo que dicen es cierto, y ese polvo en verdad se mueve… no es solo un mal augurio. Es un aviso.
El capitán Gideon frunció el ceño, sus palabras fueron directas:
—Majestad, si se trata de lo que sospechamos, no puede ignorarse. El Este es vulnerable. Debemos ir allí, nosotros mismos.
El rey Theobald lo observó con gravedad, y en sus ojos oscuros se notó un brillo de decisión.
—No enviaré mensajeros ni un ejército que levante sospechas. Si la oscuridad está despertando, no debe saber aún que lo sabemos.
Miró a cada uno de los tres, uno por uno, y sus palabras fueron firmes:
—Vosotros, mis capitanes de mayor confianza, me acompañaréis. Partiremos en dos noches, sin estandartes, sin escoltas ruidosas. De incógnito.
Los tres hombres se inclinaron en señal de aceptación, aunque la tensión en el aire se podía cortar con filo. Theobald entonces extendió otra carta sobre la mesa, distinta, sellada con la insignia real.
—Pero hay otro que debe saberlo —dijo en voz baja—. El príncipe Willem.
El rey apretó los labios antes de continuar:
—Gideon, redacta un informe para la Academia. Que lo reciba como confidencial. Willem debe estar advertido, aunque no a los ojos de todos. Lo que ocurra en Dürnstein podría exigir de él… más de lo que imagina.
Gideon asintió, con un respeto que rozaba lo solemne.
—Así será, Majestad.
Las velas chisporrotearon en ese momento, como si el aire mismo hubiera escuchado el secreto. Nadie habló más, pero cada uno comprendía la magnitud de lo que se avecinaba: el Este estaba llamando, y no con voces humanas.
Las campanas de la Academia Arensbourg apenas habían marcado la hora del descanso nocturno cuando una mensajera del ala administrativa buscó a Mariek en los corredores de la Torre de los Hechiceros. Llevaba en las manos un pequeño sobre lacrado con un sello extraño, no el real, sino el personal del capitán Gideon.
—Un telegrama para ti, señorita Felder —anunció, entregándoselo con cierta cautela.
Mariek arqueó una ceja. Nadie enviaba telegramas a los estudiantes. Y mucho menos cifrados. Guardó silencio, inclinó la cabeza a modo de agradecimiento y subió sin demora hasta lo alto de la torre, a su habitación apartada.
Al cerrar la puerta, Lumos se alzó sobre sus patas traseras, curioso, la cola iluminada con un resplandor leve. Mariek se sentó en su escritorio junto al ventanal, abrió el sobre y extrajo una cinta de papel con símbolos desordenados, aparentemente incoherentes.
Sus labios se curvaron apenas, con un gesto serio.
—Padre… —susurró, reconociendo la escritura en clave.
Sacó un tomo grueso de su estante, uno de los manuales de cifrado que había aprendido de Gideon. Con un movimiento ágil de dedos, empezó a ordenar, sumar, restar letras según la fórmula oculta. Lumos ladeó la cabeza, siguiendo el ir y venir de la pluma de su dueña. Poco a poco, las palabras fueron surgiendo bajo su caligrafía clara:
"Alteza Willem debe ser informado. Movimientos inquietantes en el Este. Dürnstein. Señales de oscuridad. Guarda prudencia. Habla con él solo en privado. El Rey viaja al Este de incógnito. Le acompaño"
Mariek dejó la pluma sobre la mesa, se recostó en la silla y exhaló un suspiro hondo. Sus ojos azul océano brillaron con incomodidad.
—¿Por qué yo? —murmuró.
No tenía elección. Aquello no era un mensaje para ella, sino para el príncipe. Y aunque detestaba la idea de tener que buscarlo, sabía que era su deber. Se puso de pie, ajustó la capa oscura de su uniforme y tomó el telegrama ya descifrado. Lumos rozó su pierna con el hocico, como dándole valor.
—Está bien —dijo ella con sequedad, acariciándole apenas la cabeza—. Vamos a encontrar al Príncipe Willem.
Salió de la habitación con paso firme, aunque por dentro ardía el disgusto.
El patio interior de la Academia estaba tranquilo. Willem y Octavius habían tomado asiento en un banco de piedra, a la sombra de una arcada que daba a los jardines contemplando las estrellas. El príncipe giraba un anillo entre los dedos, distraído, mientras Octavius lo observaba en silencio.
—Hace días que no estás con ella —comentó Octavius con sorna, rompiendo el silencio.
Willem arqueó una ceja, aunque no apartó la vista del anillo.
—¿Quién?
—No finjas. Todos lo han notado. Mariek Felder. —Octavius se inclinó hacia él con una sonrisa torcida—. Y también que se escabulle cada vez que apareces.
El príncipe dejó escapar un resoplido, casi una risa amarga.
—Es testaruda. No tolera mi autoridad.
—Justo por eso no puedes dejar de pensar en ella —replicó Octavius, divertido.
Willem le lanzó una mirada acerada, pero no lo desmintió. Sus ojos grises vagaron un instante hacia la torre de los Hechiceros. Octavius chasqueó la lengua.
—Solo te advierto, Willem, que cuanto más la presiones, más se alejará. Y cuando un Felder se aleja… —hizo una pausa, recordando la lealtad férrea de esa familia— …no vuelve.
El príncipe iba a replicar, cuando entre los arcos del pasillo de piedra, apareció Mariek. El cabello recogido en su coleta alta brillaba bajo la luz del sol, y el broche con el emblema de la Corona sujetaba con elegancia el mechón blanco que caía sobre su sien. Llevaba en la mano un sobre doblado y su mirada era grave, resuelta.
Octavius se enderezó, sorprendido. Willem, en cambio, sonrió apenas, con una chispa de expectación en los ojos.
—Hablando del demonio… —murmuró.
Mariek avanzó hacia ellos con paso firme. No se detuvo hasta quedar frente al príncipe, y allí, con una reverencia, pronunció con voz clara:
—Alteza. Necesito hablar con usted.
El aire entre los tres se tensó de inmediato. El príncipe arqueó una ceja, sorprendido por el tono. Octavius se puso de pie.
—Nos vemos luego… —murmuró, despidiéndose con un gesto breve. Se alejó con paso lento, pero sin volver la vista atrás.
Cuando quedaron solos, Mariek extendió el pequeño papel ante la mirada confusa del Príncipe
—¿Y esto? —preguntó con su habitual suficiencia.
—Un telegrama cifrado de mi padre que llegó esta mañana. —respondió con calma, aunque un ligero temblor le recorría las manos—. Su Majestad, el Rey, quiere que usted lo lea.
Willem lo abrió, al principio con una sonrisa ligera. Pero a medida que sus ojos recorrían las líneas, su expresión cambió: la mandíbula se tensó, el gris de sus pupilas se volvió duro como el acero.
—Debo estar ahí. Debo acompañarle—sentenció.
Mariek parpadeó, dando un paso hacia él.
—¿Cómo que debe estar ahí? ¡Eso es una locura! —Su voz sonó más fuerte de lo que pretendía.
Willem levantó la vista, la autoridad en cada palabra.
—No le he pedido su opinión, señorita Felder.
Ese “señorita Felder” la encendió. Su respiración se agitó, el mechón blanco cayéndole sobre un ojo mientras lo encaraba.
—No me importa si me pide opinión o no, Alteza —respondió, la palabra cargada de hierro—. No debe poner en peligro su vida. ¿Acaso no entiende que precisamente eso es lo que su padre teme?
Willem se levantó para ponerse en camino. Su altura y porte lo hacían imponerse, pero Mariek no retrocedió.
—¿Y qué quiere que haga? ¿Que me quede aquí sentado, entretenido con clases, mientras la oscuridad avanza allá afuera y mi padre se arriesga solo a investigar? —Su voz vibraba de rabia contenida—. No. No pienso quedarme de brazos cruzados.
Mariek no retrocedió. Lo miraba fijo, sin rastro de sumisión, como si frente a ella no hubiera un príncipe, sino un muchacho testarudo.
—¡Es usted muy testarudo! ¿Cree que arriesgar su vida es lo que salvará al reino? ¿Acaso su orgullo vale más que la Corona?
El filo en sus palabras lo sorprendió. Nadie le hablaba así. Nadie. Por un instante, Willem se sintió desnudo, sin títulos ni reverencias que lo ampararan. Dio un paso atrás, dispuesto a retirarse, cuando Mariek, en un acto reflejo, extendió la mano y lo detuvo sujetándolo por la suya.
El mundo pareció quedarse en suspenso. El calor del contacto recorrió a ambos, tan intenso que ninguno supo si era magia o pura sangre agitada. Willem se giró lentamente, sus ojos buscando los de ella con un nerviosismo que no recordaba haber sentido jamás. Mariek, al percatarse de lo que acababa de hacer, se sonrojó violentamente y retiró la mano, como si el roce la hubiera quemado.
Él dio un leve paso hacia delante, acortando la distancia. Su voz, grave y contenida, rozó un hilo de sinceridad que pocas veces dejaba escapar:
—¿Por qué… te preocupas tanto por mí?
Mariek lo miró sorprendida, con los labios apenas entreabiertos. Dudó en responder; quería apartar la mirada, pero la intensidad de sus ojos la sujetaba. Inspiró hondo, y aunque bajó un poco la voz, sus palabras fueron claras:
—Porque alguien tiene que hacerlo.
Willem sintió un golpe seco en el pecho. Esa respuesta, tan sencilla y tan firme, lo desarmó más que cualquier argumento. Ella apartó la vista de golpe, intentando recomponerse, y murmuró:
—Si lo que desea es asegurarse de que el Rey está bien… existe otra forma. Puede… ir sin ir.
Él frunció el ceño, desconcertado, aún con la calidez de aquel gesto latiendo en su piel.
—¿Ir sin ir? ¿Qué significa eso?
Mariek bajó la mirada, como si revelara un secreto demasiado pesado, pero aun así lo sostuvo con resolución.
—Significa que no todo lo que se ve es lo único que existe, Willem.
Fue la primera vez que lo llamó por su nombre. El joven príncipe se quedó helado; esa palabra le atravesó más hondo que cualquier reproche o cualquier gesto de distancia.
—¿Qué propones…? —preguntó en un murmullo, casi temiendo la respuesta.
Ella levantó la vista, y con una calma extraña señaló hacia lo alto.
—Póngase lo más oscuro que tenga… también una capa negra. Nos vemos en el balcón entre las dos Torres —sus dedos marcaron la línea entre la torre de caballeros y la de hechiceros—. Quince minutos.
Mariek no sabía si era lo correcto proponerle esto al Príncipe Heredero, pero no podía permitir que saliera de la Academia… Su padre lo dejó muy claro en el primer mensaje que les envió a ella y a su hermano: “El Príncipe está en peligro, protegerlo”. Willem por su parte tuvo una natural confianza al plan que le proponía la chica así que sin dudarlo mucho con esos ojos grises mirándola dijo:
—Nos vemos en 15 minutos.
La habitación de Mariek estaba apenas iluminada por una vela que ardía lentamente sobre la mesilla. De pie frente al pequeño espejo ovalado, se soltó la coleta alta. El cabello negro, espeso, cayó como un río oscuro sobre sus hombros, ocultando momentáneamente el mechón blanco que brilló bajo la luz temblorosa. Sus dedos rozaron el broche con el emblema de la Corona. Lo retiró con cuidado y lo dejó sobre la mesilla de noche. El metal reflejó la llama, proyectando un destello que le recordó inevitablemente a él.
Willem. El nombre se repitió en su mente, con el eco de lo que había hecho hacía apenas unos minutos. Nunca había tratado a alguien de la realeza de ese modo. Y sin embargo, lo había enfrentado… y había pronunciado su nombre como si siempre le hubiese pertenecido. Se mordió el labio, cerrando los ojos un instante. Pero otra imagen vino a su mente: su padre, marchando hacia Dürnstein. La oscuridad acechaba y, de alguna forma, ella estaba atrapada en medio de ambas fuerzas. Ella también quería comprobar que estaban bien.
Sacó su capa negra del baúl, la agitó para quitarle el polvo y se la colocó, cerrándola al cuello con un gesto decidido. Se arrodilló frente a Lumos, que la observaba con esos ojos brillantes e insondables. El lúpenyx ladeó la cabeza, atento.
—Te necesito —susurró ella, acariciando suavemente su hocico—. Necesito hacer un traslado una vez más…
El animal la miró con intensidad, y ella supo que comprendía. Mariek sonrió con un cariño breve y contenido.
—Lumos, no debe verte, ¿vale? —añadió con seriedad.
El lúpenyx inclinó la cabeza en un gesto que era casi humano, aceptando. Entonces, Mariek se levantó, caminó hasta la ventana y apoyó la palma en el vidrio frío. La llama azul surgió de su mano con un murmullo suave, como un suspiro encendido. Atravesó la oscuridad de la noche y se perdió en la espesura del bosque, marcando un punto lejano entre los árboles.
—Nos vemos ahí —murmuró, siguiendo el rastro de la chispa—. Iré con él.
Lumos saltó con agilidad sobre el alfeizar. Con un último cruce de miradas, se dejó caer en silencio hacia la noche, desapareciendo en las sombras.
Mariek aspiró hondo, recogió la capucha de su capa y la echó sobre su rostro. La vela se apagó de un soplo, y en el silencio se escuchó el golpe suave de la puerta al cerrarse tras ella.
El pasillo estaba desierto cuando bajó, los pasos de sus botas resonaban amortiguados sobre la piedra. En el punto acordado, bajo la penumbra, ya la esperaba él. Willem estaba de pie, con capa oscura, la capucha cubriéndole el rostro. El porte regio era imposible de disimular, incluso oculto en las sombras.
Por un instante, el tiempo pareció detenerse. Ella avanzó hasta situarse frente a él, lo bastante cerca como para percibir su respiración bajo la tela.
—Sígueme —susurró apenas, con una voz que rozaba el secreto compartido.
Willem asintió en silencio. Juntos, se deslizaron como dos sombras por los pasadizos traseros de la Academia, hasta alcanzar el exterior. El aire nocturno los envolvió, frío y húmedo, mientras atravesaban el terreno abierto. Cada paso los alejaba del resguardo de las torres y los llevaba hacia la espesura.
En el límite del bosque, Mariek levantó la mano y con un leve chasquido, el mismo fuego azul que había lanzado desde su ventana reapareció, señalándoles la ruta. Willem la miró de reojo, intrigado.
Ella no dijo nada más. Simplemente caminó, la capucha cubriendo el rostro, el azul de la llama guiando sus pasos. Willem la siguió en silencio, aunque dentro de él algo ardía: una mezcla de desconfianza, fascinación y una certeza creciente de que esa chica guardaba secretos mucho más grandes de lo que dejaba ver. Y juntos, en plena oscuridad, salieron de la Academia hacia lo desconocido.
El bosque se alzaba sombrío, los árboles negros contra el cielo profundo. La brisa agitaba apenas las ramas, como un murmullo lejano. Entre la penumbra, la llama azul que Mariek había conjurado parpadeaban sobre una roca, señalando el punto exacto.
Ella se detuvo y giró hacia él. Lentamente, bajó la capucha. El cabello oscuro se deslizó sobre sus hombros, y el mechón blanco brilló bajo la tenue luz, enmarcando su rostro con un aire solemne.
—Bien, Alteza… —dijo con voz firme—. Ahora vamos a ir sin ir.
Willem la observó unos segundos en silencio, y entonces, con un gesto deliberado, bajó también la capucha de su capa. La penumbra dejó al descubierto sus ojos grises, intensos, fijos en ella.
—Puedes llamarme Willem. Estamos solos.
Los ojos azul océano de Mariek lo sostuvieron apenas un instante. Sintió el peso de la intimidad en esa confesión, pero enseguida se obligó a apartar la mirada y recuperar su compostura.
—Haremos un viaje astral —dijo, esquivando la propuesta con una seriedad que no admitía dudas—. Debe cogerme de las manos fuertemente. Nuestros cuerpos quedarán aquí… pero nuestras almas irán donde queramos.
Willem entrecerró los ojos, sorprendido.
—¿Viaje astral…? —repitió, como probando la extrañeza de esas palabras en su boca.
Mariek extendió las manos hacia él, con la capa cayendo a los costados como alas oscuras.
—Para esta hora, Su Majestad, el Rey, y… mi padre, ya estarán en Dürnstein. Podremos buscarles y ver cómo están.
Su voz tembló apenas al mencionar a su padre, pero se sostuvo firme. Willem la miró con una mezcla de incredulidad y admiración.
—¿Confía en mí, Alteza? —preguntó ella, dejando caer un silencio denso entre ambos.
Willem no respondió enseguida. Su mirada descendió hasta sus manos extendidas. Luego volvió a mirarla, esos ojos grises buscando algo más allá de sus palabras. Mariek respiró hondo, dio un paso más cerca y, sin vacilar, repitió en un susurro cargado de significado:
—¿Confías en mí… Willem?
Esa vez, el nombre retumbó en él como un juramento. Willem levantó las manos y las posó sobre las suyas. El contacto fue un impacto eléctrico; sus palmas unidas parecían encajar como si hubiesen estado destinadas a encontrarse.
El silencio del bosque se volvió solemne. Mariek cerró los ojos, empezando a pronunciar palabras antiguas en un murmullo cadencioso. Su voz era un canto bajo, etéreo, que parecía vibrar con la tierra misma. Willem, sorprendido, sintió un tirón invisible en su interior. Sus párpados se cerraron sin que pudiera evitarlo.
En ese instante, Lumos salió de entre los arbustos. El Lúpenyx giraba alrededor de ellos con movimientos rápidos, el brillo de su cola dejando un rastro luminoso en círculos concéntricos. Cada vuelta levantaba una brisa cargada de energía, hasta que una esfera de protección azulada rodeó sus cuerpos inmóviles.
Las almas de Mariek y Willem se elevaron, desprendiéndose lentamente de la materia. Sus cuerpos quedaron quietos, protegidos por el fulgor de Lumos, mientras sus espíritus se precipitaban hacia lo desconocido, unidos por el lazo invisible de sus manos entrelazadas. El bosque, testigo mudo, los vio partir.
El mundo físico se desvaneció. Ya no había bosque ni tierra bajo sus pies. Mariek y Willem flotaban en un océano de luz y penumbra, suspendidos en un espacio infinito donde no existía el tiempo. Sus cuerpos eran siluetas translúcidas, y sin embargo, cada línea, cada contorno irradiaba una fuerza que les unía más de lo que ninguno admitiría.
Mariek sintió el calor de Willem junto a ella, aunque no hubiera piel ni carne, solo alma. Su respiración, que no debía existir en ese plano, se acompasó con la de él. Por un instante, creyó escuchar su propio corazón latiendo en el pecho ajeno.
Willem, desconcertado y fascinado, extendió la mano; no necesitaba verla, porque ya la tenía entrelazada con la suya. Pero ahora, en este plano, notó cómo el azul oceánico de sus ojos ardía más allá de lo humano, como si fueran faros que rasgaban la oscuridad. Sintió la tentación de acercarse más, demasiado más. Y le sorprendió que, por primera vez, la idea no le pareciera imprudente, sino inevitable.
—Mariek… —susurró, como si al pronunciar su nombre temiera romper el hechizo.
Ella lo miró, y un leve estremecimiento recorrió su ser etéreo. Pero se obligó a volver la vista al frente, allí donde la realidad los llamaba. En un latido, el flujo del viaje los arrastró, y el vacío fue reemplazado por una visión tangible: Dürnstein.
El valle ennegrecido se extendía bajo ellos, envuelto en un aura oscura que se elevaba como humo acechante. Las casas estaban apagadas, las calles desiertas, y sobre la ciudad reposaba un silencio antinatural, quebrado apenas por los ecos de gritos lejanos.
—Por los dioses… —murmuró Willem, con el ceño fruncido.
Mariek alzó la vista: en medio de la plaza central de Dürnstein, envuelto por la penumbra, un resplandor débil brillaba como último baluarte. Allí estaba el Rey Theobald, sin parecer el rey, con la espada desenvainada, flanqueado por sus tres capitanes de mayor confianza, también de incógnito. El acero relucía al chocar contra armas imbuidas de energía oscura; las chispas iluminaban rostros endurecidos, sudorosos, pero indomables.
Las sombras encapuchadas surgían una tras otra, rápidas, fluidas, casi incorpóreas. Eran más que hombres: se movían como espectros, con la malevolencia palpable de la magia negra.
—¡Padre! —la voz de Willem retumbó en el plano astral, cargada de urgencia.
Uno de los atacantes alzó una lanza de pura energía oscura, apuntando directo al corazón del monarca.
Mariek no pensó. Extendió la mano y un haz azul destelló desde su palma, como un relámpago que atraviesa mundos. El proyectil fue desviado, estallando contra el empedrado con un estruendo seco. El humo se elevó, cubriendo de momentánea confusión el campo de batalla.
El Rey Theobald giró un instante, extrañado. Había sentido algo, un escudo invisible que lo había protegido. Gideon también frunció el ceño, sin detener su espada que segaba a un enemigo de un tajo certero.
Otro de los encapuchados se lanzó contra un flanco desprotegido. Willem reaccionó con un gesto rápido: de sus manos brotó un torbellino etéreo que arremetió como un muro de viento invisible, arrojando al enemigo hacia atrás.
Gideon aprovechó la abertura para hundir su acero en el pecho de otro atacante, mientras los otros dos capitanes respondían con fuerza devastadora: uno blandía una maza que rompía huesos con cada impacto; el otro, ágil y certero, ejecutaba cortes precisos que deshacían las figuras como humo herido.
La sinfonía del combate rugía: acero contra acero, explosiones mágicas, rugidos ahogados.
Mariek y Willem, invisibles en ese plano, inclinaban la balanza. Una ráfaga de luz de ella desvió un filo que habría alcanzado el cuello de un capitán. Un golpe de energía de él derribó a dos encapuchados que rodeaban al Rey. Cada movimiento de los jóvenes era un soplo oculto que daba a los hombres del Rey un segundo más de vida, un filo más de ventaja.
Y, por un instante, la batalla parecía ganada. Los enemigos huyeron, debilitados. Ninguno de los hombres del Rey había caído ni sufrido herida alguna. Aprovecharon la retirada para subir a sus caballos y salir de Dürnstein. Ya habían visto lo suficiente.
Cuando Mariek y Willem los vieron alejarse, se cruzaron en silencio una mirada cargada de dudas. Entonces, el suelo de Dürnstein se estremeció… no como un temblor físico, sino como un gemido profundo en el plano espiritual. Era como si algo vivo se arrastrara desde las entrañas de la tierra hacia la superficie.
Del empedrado, de los muros ennegrecidos, de cada sombra que se extendía entre las piedras, emergió una marea oscura. Una nube viscosa, espesa, con la vaga silueta de un ser humano, se levantó hasta cubrir la plaza. No tenía rostro, y sin embargo, la certeza de que los veía era innegable.
De aquella negrura brotó una voz imposible: un eco que desgarraba el aire, que vibraba en las entrañas como cuchillas invisibles.
—VAN LIGHT…
El nombre retumbó como un golpe. Mariek sintió que le arrancaban un secreto desde lo más hondo, un secreto que había jurado enterrar. El mechón blanco de su cabello brilló en su forma astral, como una marca que la exponía al mundo. El miedo la atenazó, apretando cada fibra de su cuerpo.
Willem lo percibió. Dio un paso adelante, el gris acerado de sus ojos encendido en furia.
—¡No la toques! —rugió, con una fuerza que no sabía que tenía
Entonces ocurrió. De la nube de tinieblas se estiró un brazo negro, alargado y viscoso, que atravesó el aire como una lanza. No era materia, pero su filo espectral atravesó el espacio para clavarse en el pecho de Mariek. Ella ahogó un grito: un frío glacial se coló en su interior, como si quisieran arrancarle el alma del cuerpo.
—¡Mariek! —Willem rugió, con la voz rota.
Instintivamente, se lanzó hacia ella, interponiendo su cuerpo como escudo. La tomó de la cintura, y con un gesto desesperado apretó su mano contra la de ella. El contacto ardió como un rayo, y la magia del príncipe se encendió con violencia, rompiendo el agarre de las tinieblas con una chispa cegadora.
El eco de la sombra retumbó, furioso, con un grito que desgarró la plaza:
—VAN LIGHT… ¡VAN LIGHT!
Las garras negras se multiplicaron, pero Willem, sin soltarla, gritó con toda la fuerza de su voluntad:
—¡Volvemos!
El hechizo de regreso se activó con brutalidad. El arrastre fue tan fuerte que sintieron como si una tormenta los succionara hacia un abismo. Un destello cegador los arrancó de Dürnstein. Sus cuerpos fueron arrastrados como almas precipitándose por un abismo, hasta caer de golpe en el claro del bosque. El impacto fue brutal: Mariek cayó sobre Willem, y juntos rodaron contra la hierba húmeda.
El peso de ella quedó sobre su pecho. Su respiración entrecortada rozaba la piel de su cuello, y en medio del cabello negro que lo cubría, la franja blanca brillaba con la luz de la luna. Willem, jadeante, la sujetaba todavía por los brazos, como si temiera que el más leve descuido la dejara escapar de su alcance.
Por un instante, el mundo quedó en silencio. Solo se oía el latido frenético del corazón de Willem, que golpeaba con tanta fuerza que Mariek lo sentía bajo su propio cuerpo.
Entonces él la rodeó con los brazos. La apretó contra sí con un instinto primario, brutal, desesperado, como si la sombra aún pudiera alcanzarla desde la distancia. No entendía por qué lo hacía. Solo sabía que, cuando vio aquella cosa extenderse hacia ella, había sentido un terror absoluto, como si perderla fuese lo mismo que perderse a sí mismo.
Mariek, atrapada en ese abrazo, sintió el temblor que lo recorría. Era la primera vez que percibía al príncipe sin la coraza de su linaje: ya no era el heredero, era un muchacho con miedo, que la sujetaba como si en ello se le fuera la vida.
El rubor le encendió las mejillas, y apenas logró susurrar, con voz queda, quebrada entre el pudor y el alivio:
—Estoy bien, Alteza…
Pero Willem no la soltó. Su respiración era áspera, clavada en su oído, y la apretó con más fuerza, como si aún no pudiera convencerse de que estaba a salvo.
—Willem… —susurró entonces Mariek, frágil, íntima, como si la palabra se escapara de lo más hondo de ella.
El nombre cayó entre ambos como una chispa que incendió el aire. Willem alzó el rostro, sorprendido, y encontró sus ojos. Azul encendido contra gris acerado. Ninguno de los dos respiró por un segundo eterno.
Con un gesto tembloroso, casi sin pensarlo, Willem elevó la mano hasta su rostro. Con suavidad apartó un mechón oscuro que le cubría la frente. Sus dedos rozaron la piel de Mariek y, en un impulso que ni él mismo comprendió, recorrieron el contorno de su mejilla hasta detenerse en la línea de sus labios. No buscaba un atrevimiento, sino un modo de convencerse de que ella estaba allí, viva, a salvo.
Mariek contuvo el aliento. El roce le incendió la piel y le estremeció el pecho, dejándola paralizada bajo la intensidad de su mirada.
Fue entonces cuando Willem se dio cuenta de lo que hacía. Como si despertara bruscamente de un trance, retiró la mano de golpe, con el mismo desconcierto con el que la había alzado. El aire frío de la noche irrumpió entre ambos, devolviéndoles la distancia.
Se miraron apenas un instante más, la respiración aún agitada, antes de apartar la vista. Ambos se incorporaron, sacudiéndose la hierba húmeda y el polvo del claro, intentando recomponer la dignidad que habían perdido en el suelo. Pero nada, ni la distancia, ni el silencio, pudo borrar el recuerdo ardiente del contacto.
Ambos permanecieron un instante de pie, la respiración aún descompasada por el regreso abrupto. El claro estaba silencioso, como si hasta los insectos se hubiesen escondido de lo que acababa de ocurrir. Fue Mariek quien rompió la rigidez: suspiró, se dejó caer sobre la hierba húmeda y, tras rebuscar en el pequeño bolso cruzado, sacó una tableta envuelta en papel.
—Esto ayuda a recomponerse después de un viaje astral —murmuró, partiendo un trozo y dejándolo extendido hacia él sin mirarlo directamente.
Willem la observó en silencio. El temblor leve de sus dedos, el mechón blanco caído sobre su rostro… había algo demasiado humano en esa aparente calma. Se sentó frente a ella y aceptó el trozo. El chocolate se deshizo en la lengua, cálido, devolviendo energía al cuerpo y algo de quietud al alma.
El silencio compartido casi resultaba reconfortante, hasta que Willem habló, su voz baja, como si no quisiera que el bosque lo oyera:
—Mariek… ¿Quién eres en realidad? ¿Cómo puede una aprendiz conjurar un viaje astral como si fuera lo más sencillo del mundo? ¿Por qué quiso atarcarte esa oscuridad?
Ella levantó los ojos. No había desafío, pero sí una dureza que parecía un muro. Fingió serenidad.
—Lo aprendí leyendo libros. Y… no lo sé.
El príncipe entrecerró los ojos. Lo supo de inmediato: mentira. Pero el cansancio, y sobre todo el recuerdo de la sombra, lo dejaron sin fuerzas para presionar. Mariek apartó la vista, clavándola en el suelo, como si las briznas de hierba fueran más seguras que sus ojos grises.
—Los que atacaron al Rey… —dijo ella en un susurro—. No eran hombres comunes. Cada movimiento estaba corrompido. No era magia corriente.
Willem asintió lentamente.
—Eran como espectros. Oscuros. Y aun así… —sus palabras se apagaron un instante, antes de recomponerse— menos mal que el Rey y los caballeros están a salvo.
Mariek apretó el trozo de chocolate entre los dedos, como si necesitara algo físico a lo que aferrarse.
—Sí… a salvo —repitió, aunque en su interior sabía que la batalla apenas comenzaba.
Un silencio espeso volvió a caer entre ambos, distinto al de antes. No era el de la calma, sino el de lo no dicho. Willem bajó la mirada, fijándola en la hierba entre sus manos.
—Sobre lo de antes… —su voz era casi un murmullo—. Ese abrazo y ese gesto… fue poco caballeroso. No debí…lo siento.
El rubor subió a las mejillas de Mariek. Cerró los ojos un instante, reprimiendo el recuerdo del calor de ese contacto.
—Alteza… —lo interrumpió, firme, aunque su voz tembló al final—. No tiene por qué disculparse.
Willem permaneció un instante mirándola, el silencio cargado de todo lo no dicho. Finalmente, su voz grave rompió la quietud:
—Sí… debo disculparme —dijo, inclinando apenas la cabeza—, porque no puedo generar confusiones.
Mariek respiró hondo. Bajó un poco la voz, como si le costara articular lo que pensaba:
—No diré nada de lo ocurrido. No tendrá que cumplir ninguna obligación conmigo.
Los ojos de Willem se abrieron con un brillo de orgullo y molestia. Sabía perfectamente a qué se refería: en su mundo, si un caballero se sobrepasaba con una dama, debía asumir las consecuencias públicas. Pero él no pensaba en eso.
—¡No me preocupa mi honor! —replicó, con un filo en la voz que la sorprendió.
Mariek frunció levemente el ceño, expectante.
—¿Entonces…?
Willem sostuvo su mirada unos segundos, y en esos segundos fue como si todo lo demás desapareciera: las sombras del bosque, la brisa nocturna, incluso el recuerdo de la amenaza que acababan de enfrentar. Solo quedaban sus ojos grises contra los azules de ella. Pero, al instante siguiente, desvió la vista hacia la oscuridad de los árboles, como si temiera dejar al descubierto demasiado. Aun así, el leve rubor en sus mejillas lo delataba.
—Porque eres importante —dijo al fin, con voz baja, casi rota.
El mundo pareció detenerse. Mariek contuvo la respiración. Su pecho se agitó, el mechón blanco rozando su mejilla. Comprendió perfectamente lo que él quería decir… y, sin embargo, sus labios pronunciaron lo que su deber le dictaba:
—Alteza… sé perfectamente cuál es mi lugar.
Unos segundos de silencio cayeron entre ellos como un manto denso, apenas roto por el murmullo del viento entre las ramas. Willem bajó la vista, luego fue el primero en moverse. Se incorporó lentamente, la capa oscura cayendo sobre sus hombros, y subió la capucha, ocultando parcialmente su rostro.
Con un gesto simple, pero cargado de significado, extendió la mano hacia ella.
—¿Volvemos? —preguntó, su voz grave, firme, sin apartar los ojos de los de Mariek.
Ella lo observó unos segundos, como midiendo sus intenciones, tratando de descifrar qué escondía ese gesto. Luego, con una lentitud casi reverente, levantó la capucha de su propia capa. Sus dedos se alargaron hacia los de él, y se encontraron.
El contacto, breve pero intenso, no fue un simple acto de ayuda: fue un estremecimiento compartido, una promesa muda, un lazo invisible que se tejía en la penumbra. Willem sostuvo su mano con firmeza, asegurándose de que se incorporara por completo. Durante un segundo más, ninguno de los dos soltó al otro.
Y entonces… se separaron.
Sin decir una palabra, bajo el manto oscuro de la noche y con el viento rozando sus capas, comenzaron juntos el camino de regreso a la Academia. Caminaban en silencio, pero los dos sabían que algo había cambiado, silencioso, secreto… e irrevocable.