ID de la obra: 638

Crónicas de Serentipy: Luz y Corona

Het
NC-17
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planificada Mini, escritos 163 páginas, 86.977 palabras, 9 capítulos
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Capítulo 3: ¿Lejos o cerca?

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      Capítulo 3: ¿Lejos o cerca?              El Príncipe Willem estaba en los jardines de la Academia, sentado bajo la sombra de un roble viejo, la espalda apoyada contra el tronco. La brisa arrastraba el aroma tenue de las flores tempranas, pero en su interior no había calma. Cerró los ojos, intentando despejar su mente, y en lugar de ello los recuerdos lo asaltaron con fuerza.       Unos días antes, tras aquel viaje astral con Mariek —la experiencia más extraña y reveladora de su vida—, ella se había acercado a él. Fue con todo el respeto debido a alguien de la Corona, como si nada hubiera ocurrido entre ellos. No mencionó lo sucedido en el claro, ni el abrazo, ni la oscuridad que casi los había atrapado. Solo inclinó la cabeza y habló con un tono firme, pero contenido:       —Su Alteza, tengo una petición.       Willem la había mirado sorprendido, dándole permiso con un gesto. Y entonces ella, con la serenidad que sólo reforzaba el muro que levantaba entre ambos, pronunció las palabras que aún le retumbaban en la cabeza:       —Pido permiso para dejar de entrenar con usted.       En ese instante, él se había quedado inmóvil, sin entender. Su primera reacción había sido la sorpresa, casi incredulidad. No quería distancia con ella. Todo lo contrario. Pero antes de poder pensar una respuesta mejor, buscó sus ojos, ese azul océano que lo desconcertaba, y se encontró con que ella los había bajado, evitando cualquier vínculo. Su cabello, de nuevo suelto, ocultaba parte de su rostro. No llevaba el broche.       La rabia, el orgullo, le quemaron por dentro. Y respondió con dureza, más de la necesaria:       —Muy bien. Ya encontraré con quién entrenar.       Lo había dicho con un filo helado, como si quisiera herirla. Y aunque no la miró más después de aquello, ahora lo reconocía: su respuesta había sido visceral, fruto de un impulso que no comprendía del todo.       Desde ese día, Mariek había procurado no cruzarse con él. No lo buscaba, no lo miraba, no lo nombraba. Solo la había visto de lejos, casi siempre en compañía de Elara, y ni una sola vez había tenido ocasión de acercarse. O quizás era ella quien se encargaba de que esa ocasión nunca existiera.       Willem abrió los ojos, observando las ramas mecidas por el viento. Su mandíbula se tensó. No le gustaba admitirlo, pero lo que más lo atormentaba no era la distancia… sino la sensación de que Mariek lo había borrado de su vida como si nada hubiese ocurrido aquella noche.       El silencio del jardín se quebró por el sonido de pasos firmes. Willem levantó la vista y vio a Henrik acompañado de Roderic. Ambos llevaban gesto grave, como hombres que traían consigo un peso del que no podían librarse.       —Alteza —saludó Roderic, inclinando apenas la cabeza. Henrik, en cambio, lo miró directamente, con esa severidad que muchas veces disfrazaba su preocupación.       —¿Ya lo sabéis? —preguntó Willem, erguido.       —Todos lo saben ya —respondió Henrik—. La noticia de Dürnstein corre como fuego en los pasillos. Cuentan que la ciudad quedó cubierta por una sombra imposible de describir… y que muchos apenas lograron salir con vida.       Roderic asintió.       —La gente huye hacia el norte. Algunos refugiados de la capital, incluso de Eisenburg, han sido vistos en Dunkelhof.       Al mencionar aquel nombre, Willem entrecerró los ojos. Dunkelhof… la pequeña ciudad de aserraderos y carpinterías, apenas a unas horas de la Academia. Tan cerca, que la amenaza ya no era solo un rumor lejano.       —Debemos investigar —dijo Willem con voz firme, la resolución vibrando en cada palabra.       Roderic frunció el ceño, cruzando los brazos.       —No pretenderá ir en su busca usted mismo, Alteza…       Henrik dio un paso hacia él.       —Willem, sabes que no debes ponerte en peligro. Si la oscuridad se extiende, tú eres el primero al que deben proteger.       El príncipe los observó a ambos. Sentía el peso de sus advertencias, pero también la certeza inquebrantable que lo impulsaba.       —No pienso quedarme sentado mientras mi gente sufre —replicó, su voz tan cortante como un filo de acero—. Iré.       Henrik y Roderic intercambiaron una mirada rápida, incrédulos.       —¿Cuándo? —preguntó Henrik, con un tono que oscilaba entre el reproche y la resignación.       Willem se puso en pie, acomodando la capa sobre sus hombros. Su porte, erguido bajo la luz cambiante del jardín, lo hacía parecer mayor de lo que era.       —En cinco días —anunció, sin dejar margen a réplica—. Será durante las fiestas de Dunkelhof. Con el bullicio y las celebraciones, será el momento perfecto para infiltrarme y encontrar a la gente del oeste.       Roderic apretó los labios, como si quisiera protestar. Henrik lo miró en silencio, reconociendo en los ojos del príncipe la misma determinación que había visto tantas veces en su padre. El aire se volvió pesado entre los tres. Willem ya había tomado una decisión. Y todos comprendieron que nada ni nadie podría apartarlo de ella.              Mientras, la luz temblorosa de las lámparas de aceite iluminaba la gran Biblioteca de la Academia, proyectando sombras danzantes sobre los altos estantes repletos de volúmenes antiguos. El silencio era casi absoluto, roto solo por el roce de páginas y el ocasional crujir de la madera bajo el peso de los años.       Mariek estaba encorvada sobre una mesa lateral, rodeada de tomos polvorientos que trataban sobre geografía y registros históricos de las provincias. Sus dedos recorrían las líneas con impaciencia, mientras su ceño se fruncía más y más.       "No tiene sentido…" pensaba.       ¿Por qué Dürnstein? ¿Por qué un ataque de tal magnitud allí? La oscuridad… esa oscuridad no debía haber aparecido todavía. No en esa región, no en ese tiempo. Si se cumplían los antiguos registros, cualquier manifestación debía brotar en Noirmont, al noroeste: tierras salvajes, bosques sin fin, rutas olvidadas. No en una ciudad minera al este.       El nombre de aquel lugar, Noirmont, le pesaba en la mente como una advertencia. "Él nunca mencionó que pudiera adelantarse… ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué cambió? No tendré tiempo de prepararme"       Frustrada, cerró el libro de golpe, el estruendo resonando en toda la sala. Varias cabezas se alzaron de inmediato, mirándola con reproche. Ella apartó la vista, mordiéndose el labio, hasta que notó una sombra detenerse a su lado.       Una voz clara, con un deje de acento norteño, rompió el silencio:       —Parece que ese libro te está dando más guerra que respuestas.       Mariek alzó la mirada. Frente a ella estaba una chica de cabellos rojizos que parecían arder bajo la luz cálida de la lámpara, ojos verdes esmeralda que brillaban con intensidad y una expresión entre curiosa y segura. Su porte era ágil, flexible; y en su espalda llevaba un arco, aunque en la biblioteca descansaba desarmada.       —¿Qué quieres? —preguntó Mariek, más cortante de lo que pretendía.       La pelirroja inclinó la cabeza hacia el tomo que Mariek acababa de cerrar con brusquedad.       —Noirmont. —Pronunció el nombre con naturalidad, como quien habla de su hogar—. Si necesitas ayuda con esas tierras, puedo serte útil.       Mariek la observó con recelo, sin contestar de inmediato.       —¿Y tú quién eres?       La otra sonrió apenas, un gesto breve pero genuino.       —Liora Arkwald. De Lunebourg.       Ese nombre encendió una chispa en la mente de Mariek: Lunebourg, la ciudad comercial del borde de Noirmont, el paso hacia rutas extranjeras. Tierra peligrosa. Tierra donde la oscuridad siempre había estado demasiado cerca. Tal vez, sin proponérselo, el destino acababa de poner a alguien útil frente a ella.       Liora tomó asiento frente a Mariek sin esperar invitación. Su mirada verde recorrió el libro abierto y luego se detuvo en ella, penetrante.       —He oído cosas, ¿sabes? —dijo en un tono más bajo, como si compartiera un secreto—. En Lunebourg ya se habla de movimientos extraños en los bosques. Gente que no vuelve de las rutas, caravanas atacadas en silencio…       Mariek frunció el ceño, inclinándose hacia ella.       —Eso no tiene sentido. —murmuró—. La oscuridad debía despertar en otro tiempo…       Liora la observó con una media sonrisa, enigmática.       —El sentido cambia por causas que no conocemos. Pero, he pensado que sería interesante hablar con los que vienen de allá… los refugiados. Ellos cargan en la piel y en la memoria lo que los mapas no muestran. ¿No crees?       Las palabras se le clavaron a Mariek. Sí, los refugiados. En Dunkelhof se habían visto varios llegados desde Eisenburg y más allá… era un camino a seguir. Aun así, la duda le punzó el pecho.       —¿Por qué me dices esto? —preguntó al fin, con cautela.       La seguridad en los ojos de Liora vaciló un instante. Bajó la mirada hacia sus manos entrelazadas sobre la mesa, y cuando habló, lo hizo en un murmullo apenas audible:       —Porque te he visto… —confesó—. Te he visto entrenar, he oído rumores sobre ti. Y te he estado observando. Sé que buscas algo más que lo que cuentan los maestros. Sé que estás hurgando entre líneas y sombras.       Mariek contuvo el aliento. Sentía que las palabras de Liora no eran una acusación, sino una confesión.       —¿Y por qué te importa? —se atrevió a insistir.       Liora tragó saliva, sus dedos jugueteando con el borde de su manga. Luego alzó la vista y, por primera vez, en sus ojos verdes no hubo ironía ni misterio, sino una frágil sinceridad.       —Porque yo también estoy preocupada. Por mi familia. Ellos viven cerca de los límites de Eisenburg… y si lo que dicen los rumores es cierto, si la oscuridad está despertando antes de tiempo… —su voz tembló, aunque enseguida se recompuso—. Necesito saber la verdad tanto como tú y prepararme… para lo que haga falta.       Mariek la miró en silencio, procesando la revelación. En ese instante comprendió que Liora no solo era observadora o intrigante: compartía con ella el mismo miedo, la misma urgencia. Antes de que pudiera responder, una voz alegre rompió la seriedad.       —¡Mariek! ¡Aquí estabas! —Elara apareció al final del pasillo de estantes, con la sonrisa luminosa que siempre parecía arrastrar consigo—. ¿Vienes al comedor?       Mariek se levantó despacio, cerrando el libro con cuidado. Asintió a su amiga, pero antes de irse se giró hacia Liora. La pelirroja seguía sentada, tranquila, como si no esperara que nadie la invitara.       Mariek la miró un segundo más… y comprendió. Esa chica también estaba sola.       —¿Vienes, Liora? —preguntó.       La arquera arqueó una ceja, divertida.       —¿Una arquera con dos hechiceras? ¿Eso no es un despropósito?       Elara rió suavemente comprendiendo el gesto de Mariek al invitarla. Por eso respondió con la naturalidad que la caracterizaba:       —Más bien tres chicas de Serendipy. Depende de cómo lo mires… todo puede encajar.       Liora sostuvo la mirada de ambas, y por primera vez sonrió de verdad. Se levantó, ajustándose el cinturón con un gesto ágil.       —Está bien. Vamos.       Y así, las tres salieron juntas de la biblioteca, las sombras de los estantes quedando atrás mientras en silencio, casi sin notarlo, un nuevo lazo empezaba a tejerse.              El día siguiente amaneció claro, con un aire fresco que anunciaba la cercanía del otoño. En los patios interiores de la Academia, los aprendices se dispersaban entre clases, charlas y entrenamientos. Mariek solía caminar sola hacia las aulas, pero esta vez Elara se le unió como siempre, y, para su sorpresa, también apareció Liora con su arco colgado a la espalda.       —¿No tienes entrenamiento esta mañana? —preguntó Elara, con su tono jovial de siempre.       —Sí. —respondió Liora con sencillez, ajustándose la trenza pelirroja sobre el hombro—. Pero terminé antes. Necesito más precisión, no más horas. —Sus ojos verdes brillaron de picardía mientras añadía—: Además, quería ver cómo se manejan las “hechiceras” cuando no están enterradas en libros.       Elara soltó una risa ligera.       —Cuidado, que Mariek podría lanzar un conjuro de viento y tirarte al estanque.       Mariek, que caminaba en silencio con las manos tras la espalda, arqueó una ceja sin detenerse.       —No malgasto mi magia en tonterías. —dijo seca, pero en el fondo había un matiz casi divertido que Elara percibió de inmediato.       —Eso suena a desafío. —replicó Liora con una sonrisa torcida, inclinándose un poco hacia Mariek—. Quizás debería comprobarlo.       Elara intercedió antes de que la tensión creciera, aunque sus ojos reían.       —Mejor comprobamos otra cosa… que juntas podemos almorzar sin que Selvara nos mire como si quisiéramos robarle la Corona.       —La única que podría robar “la Corona” sería Mariek—contestó Liora con cara de picardía.       Cuando atravesaban el patio central, entre columnas de piedra y enredaderas, un grupo de aprendices se volvió a mirarlas. La imagen llamaba la atención: la muchacha de cabello oscuro con el mechón blanco, la arquera pelirroja con porte salvaje, y la hechicera del Este con ojos claros y sonrisa luminosa.       —No sé, pero empiezo a sentir que nos observan demasiado. —susurró Liora, acomodando su arco en el hombro.       Elara respondió bajito, divertida:       —Es porque no encajamos… y al mismo tiempo encajamos demasiado.       Fue entonces cuando, al doblar un corredor, se encontraron de frente con Willem y Octavius. Ambos venían conversando en voz baja, pero al verlas, se detuvieron casi al unísono. Octavius alzó una ceja, sorprendido por la estampa que ofrecían juntas.       —Vaya trío… —murmuró apenas audible.       Willem no respondió, pero su mirada se clavó en Mariek. Ella lo notó de inmediato, como si un fuego invisible le recorriera la piel bajo la tela negra del uniforme. No bajó la vista, pero tampoco le ofreció saludo alguno. Simplemente pasó a su lado, con Elara y Liora siguiéndola, como si el príncipe y su amigo no fueran más que estatuas en el camino.       Elara, nerviosa, hizo una leve inclinación con la cabeza al pasar, gesto de cortesía. Liora, en cambio, sostuvo la mirada un segundo más de lo necesario, con una chispa desafiante en sus ojos verdes. Cuando las tres se alejaron, Octavius exhaló despacio.       —No me digas que no lo viste… —comentó.       —Lo vi. —respondió Willem, su voz grave, los ojos aún fijos en la silueta de Mariek, que desaparecía bajo los arcos de piedra. Su mandíbula se tensó apenas al ver cómo ella caminaba tan próxima a Elara, cómo Liora le hablaba con naturalidad. Ese lazo naciente entre ellas… no le gustaba. No sabía por qué, pero no le gustaba en absoluto.       Octavius lo observó de reojo, reprimiendo una sonrisa torcida.       —Cuidado, Alteza. La intriga y los celos son un cóctel peligroso.       Willem no contestó. Solo siguió mirando el vacío donde Mariek había estado segundos antes, con un brillo inquieto en sus ojos grises.              El bullicio del patio interior de la Academia se mezclaba con los repiques metálicos del entrenamiento y las voces de aprendices que iban y venían. Willem cruzaba entre ellos con paso firme, acompañado de Octavius a cierta distancia, cuando su mirada se detuvo en una figura familiar, de pie junto a la galería de columnas, sosteniendo un libro.       Frente a ella, Selvara y dos de sus inseparables compañeras cuchicheaban entre risas bajas. Selvara, con su sonrisa afilada, dio un paso más cerca, inclinándose con fingida dulzura:       —No deberías creerte tan distinta solo porque llevas un broche que ni siquiera te corresponde. La Academia sabe poner a cada quien en su lugar.       Mariek no contestó. Solo se giró, dispuesta a marcharse, el rostro impasible. Pero entonces, Willem intervino mirando a Selvara.       —Curioso —dijo el príncipe con voz clara, atrayendo todas las miradas—. Siempre pensé que una hechicera demostraba su poder con sabiduría, no con palabras vacías.       El silencio cayó como un manto. Selvara palideció apenas, clavando los ojos en él con una mezcla de desconcierto, sabía que lo decía por ella. Willem no la miró más. Dio un paso hacia Mariek, quien lo observaba de soslayo, sorprendida, pero sin decir nada.       —¿Puedo acompañarla a clase? —preguntó con una leve sonrisa, y antes de que ella pudiera negarse añadió en un tono ligero, casi divertido—. Prometo que podemos ir en silencio, si lo prefiere.       Mariek bajó la vista, ocultando su expresión tras la cortina oscura de su cabello. Asintió, breve. No podía hacer otra cosa, al fin y al cabo, era el Príncipe.       —Como desee, Alteza.       No intercambiaron más palabras en ese momento. Willem, con su porte erguido y elegante, caminaba con serenidad, mientras ella mantenía la mirada baja, sus pasos silenciosos, el cabello cayendo como un río oscuro sobre sus hombros.       Detrás, Selvara los siguió con la vista, los labios tensos, la envidia ardiendo en sus ojos. Ver al príncipe marcharse junto a Mariek —con esa naturalidad que ella jamás había conseguido— le quemaba más que cualquier derrota en un duelo.              Después de unos minutos, Mariek caminaba en silencio, sus pasos apenas resonaban en el suelo pulido. A su lado, Willem mantenía el porte impecable de un príncipe, las manos enlazadas tras la espalda, la capa rozando suavemente el suelo. Tras unos instantes de silencio, fue él quien habló primero, con una voz más serena que solemne:       —He visto que últimamente pasas tiempo con la señorita Elara y con la arquera… Liora, ¿verdad?       Mariek dudó.       —Sí… —respondió al fin, bajando un poco más la mirada—. Son… buenas conmigo.       —¿Buenas? —repitió Willem, arqueando apenas una ceja—. ¿Eso es todo lo que puedes decir?       Ella apretó los labios. No sabía cómo poner en palabras algo tan nuevo para ella. Nunca había tenido amigas de verdad, y admitirlo delante de él le resultaba incómodo pero inevitable.       —No sé cómo expresarlo, Alteza. Es… extraño. Pero me gusta. —se atrevió a decir en voz baja.       Él la miró de reojo y asintió, como si guardara para sí una satisfacción tranquila.       —Me alegra que tengas ese apoyo. Se llaman: amigas—dijo con un leve matiz cálido en el tono, que contrastaba con su porte regio.       Ella lo miró de soslayo, sorprendida, justo cuando él añadió con una media sonrisa que parecía tener filo oculto:       —Aunque espero que no se conviertan en tu refugio para evitar verme a mí.       Mariek se detuvo apenas un segundo, y en esa pausa se permitió alzar la mirada hacia él, seria, cortante.       —Si quisiera evitaros, Alteza… creedme, lo conseguiría.       El príncipe arqueó una ceja, divertido por la audacia, pero no replicó. Se limitó a seguir caminando, elegante y seguro, mientras ella retomaba el paso con la barbilla un poco más erguida. Y aunque había intentado desarmarlo con aquella frase, en el fondo sabía que sus palabras no habían hecho sino avivar el fuego en sus ojos grises.       El pasillo de piedra estaba casi vacío cuando llegaron al aula de Hechicería Elemental. Cuando se detuvieron frente a la puerta, ella se giró con cierta incomodidad.       —Alteza… ¿por qué hace esto? —preguntó, todavía con la mirada baja.       Él no respondió al instante. Se inclinó apenas hacia ella, y con un gesto firme pero medido le sostuvo la barbilla, obligándola a alzar los ojos.       —Porque no te escaparás tan fácil.       Mariek sintió cómo el calor le subía a las mejillas. Apartó un poco la vista, aunque no se movió. Willem sonrió, apenas un destello en su semblante serio.       —Y además, me gustaría que la señorita Felder se defendiera de hechiceras de menor rango.       Ella reaccionó de inmediato comprendiendo a lo que se refería.       —La señorita Duskbane no es de menor rango.       Una risa grave escapó de los labios del príncipe.       —La defiendes… eres muy tierna.       El rubor de Mariek se volvió indignación.       —¡No soy tierna!       Él rió otra vez, ahora con un dejo de complicidad que contrastaba con la dureza de su porte.       —Bien… eso quería ver. A la verdadera Mariek.       Soltó suavemente su barbilla y dio un paso atrás.       —Ve a tu clase. Yo tengo otra. Solo… no me evites del todo.       Con un movimiento elegante de capa, se giró y comenzó a alejarse por el corredor. Mariek lo observó unos segundos, apretando el libro contra el pecho. No supo si estaba más molesta con él… o consigo misma por haber sentido un extraño calor en aquel breve instante.              El patio lateral de la Academia estaba en calma aquella tarde. No había más ruido que el canto de los pájaros en los setos y el chapoteo de la fuente en el centro. Mariek estaba sentada en un banco de piedra, con los brazos cruzados sobre las rodillas, mientras Liora y Elara se acomodaban a cada lado.       Elara, siempre con esa sonrisa radiante que parecía abrir cualquier conversación, rompió el silencio.       —Dicen que el Príncipe Willem ha estado demasiado atento últimamente… —canturreó, girando la cabeza hacia Mariek con picardía.       Mariek ni se inmutó.       —Los rumores sobran en esta Academia. —respondió seca, aunque sin dureza.       Liora se echó hacia atrás, estirando las piernas con aire despreocupado, y soltó una carcajada.       —¡Ja! El príncipe y tú… ni hablar. ¿Os imagináis? —levantó las cejas burlona, como si la idea le pareciera un disparate divertido.       Mariek desvió la vista hacia el suelo, su expresión tan serena que no dejaba filtrar emoción alguna. Elara, en cambio, inclinó la cabeza con dulzura.       —No es tan imposible… —murmuró—. Tarde o temprano, el príncipe tendrá que elegir princesa. Y todos sabemos que los ojos del reino lo siguen.       Liora chasqueó la lengua.       —Pues que la elija entre las damas que se mueren por él. No entre nosotras, que bastante tenemos con sobrevivir a los entrenamientos.       Las dos miraron a Mariek, esperando alguna reacción. Pero ella se limitó a alzar los hombros, imperturbable.       —No me concierne lo que deba elegir el príncipe. —dijo con calma, y aunque sonaba tajante, había en su voz un tono de cercanía que indicaba confianza en sus amigas.       Elara, como si quisiera suavizar la seriedad, se inclinó hacia ella con entusiasmo.       —¡Déjame peinarte, Mariek! —pidió de pronto, ya con las manos jugueteando en su cabello oscuro—. Solo una trenza. Te quedará perfecta, ya verás.       Mariek suspiró, exhalando con resignación.       —Haz lo que quieras.       Elara sonrió victoriosa y, con la destreza de alguien que disfrutaba de esos pequeños gestos, comenzó a separar los mechones de su cabello. Mariek se dejó hacer, seria como siempre, aunque había en sus ojos un brillo distinto, como si en el fondo agradeciera aquel contacto. Liora observaba la escena con una sonrisa torcida, divertida por la naturalidad con la que Elara se tomaba esas confianzas.       —Ya está. —anunció Elara al terminar, ajustando el último mechón y colocando el broche en el lugar perfecto, justo sobre la trenza—. Ahora sí pareces alguien que sabe lo que vale.       Mariek pasó los dedos por el broche, como si pesara más de lo que aparentaba. Luego, sin apartar la vista de sus amigas, murmuró con una seriedad suave:       —Gracias.       El silencio que siguió no fue incómodo, sino cálido. Las tres se quedaron allí un rato más, juntas, distintas en todo pero unidas por algo que apenas empezaban a descubrir: una amistad que podía desafiar las sombras que se cernían sobre todas ellas.       De repente, Liora se puso en pie:       —¿Vamos a entrenar un rato?       Las otras dos chicas, sin mucho problema se pusieron de pie y la siguieron hacía el sitio en el que Liora solía practicar su puntería con el arco.              Por otro lado, Willem, como siempre, no podía caminar sin atraer miradas. Tres muchachas de casas nobles menores, lo seguían a cada paso, preguntándole por sus entrenamientos, fingiendo interés por temas que él despachaba con respuestas cortas.       El príncipe mantenía la compostura, pero en su interior hervía. A cada risa aguda, a cada intento de llamar su atención, crecía su deseo de escapar. Finalmente, aprovechando un recodo, se apartó de golpe y tomó un pasillo lateral. No miró atrás para comprobar si le seguían. Necesitaba aire.       Dejó atrás los muros de piedra y caminó hasta la arboleda cercana a la Academia, un reducto de calma donde pocas veces se aventuraban los estudiantes. Ahí, bajo las ramas, se escuchaba un silbido seco: el sonido de una flecha cortando el aire.       Willem se detuvo. A pocos metros, Liora tensaba un arco. La cuerda vibraba al soltarla, y la flecha se clavaba con un thunk certero en un tronco marcado con tiza. A su lado, Elara observaba con los brazos cruzados. Y un poco más atrás, casi en la sombra, estaba Mariek.       No participaba. Observaba. Su capa oscura se agitaba con el viento, y el cabello suelto enmarcaba un rostro tan sereno que casi parecía de piedra. Cuando Willem apareció, dio un paso atrás de forma instintiva, como si buscara desaparecer entre las sombras. El príncipe no lo permitió.       —Señorita Felder —saludó con un gesto elegante, inclinando apenas la cabeza.       Liora, que había notado enseguida la presencia del príncipe, disimuló mal una sonrisa y volvió a tensar el arco. Elara, en cambio, se limitó a observar en silencio, sus ojos atentos a la reacción de Mariek.       Ella no respondió. Solo inclinó la cabeza en reconocimiento y mantuvo las manos cruzadas delante de sí. Willem la observó en silencio unos segundos, hasta que el ruido de otra flecha silbando rompió el instante.       Pero Willem no insistió con ellas de inmediato. Dio unos pasos hacia el grupo, observando con curiosidad las marcas de tiza en el tronco.       —¿Y qué hacen aquí escondidas? —preguntó, con una media sonrisa.       —Entrenar —respondió Elara, casi con orgullo.       Liora, sin perder la ocasión, arqueó una ceja divertida.       —Concretamente, entrenar mi puntería.       El príncipe asintió y se detuvo frente al tronco atravesado por flechas.       —Buen tiro. Deberías practicar con Roderic —dijo, genuinamente impresionado.       Liora, entusiasmada por la atención, le tendió el arco sin dudar.       —¿Quiere intentarlo, Alteza?       Willem vaciló apenas, luego aceptó con elegancia. Sujetó el arco con naturalidad, aunque dejó escapar un comentario que hizo arquear cejas a todas:       —Está bien practicar la puntería, pero… quizá habría que pensar cómo compaginarlo con los poderes.       Elara, que brillaba de emoción, dio un paso al frente.       —¡Mariek! Haz lo del otro día. El fuego que acompañó la flecha de Liora.       Mariek alzó la vista con un gesto incómodo.       —No creo que sea lo mejor ahora.       —¿Qué pasa? —se burló Liora, con ese tono provocador que usaba a veces con ella—. ¿No podrás seguir la flecha de su Alteza?       El comentario prendió algo en los ojos oscuros de Mariek. Su expresión se endureció apenas.       —Bien —dijo, aceptando el reto.       Willem, curioso y expectante, colocó la flecha, tensó la cuerda y disparó hacia un árbol marcado. En el aire, antes de que el proyectil alcanzara su objetivo, Mariek elevó la mano y lanzó un hechizo de fuego. La magia se cruzó con la flecha a mitad del trayecto… y lo inesperado ocurrió. Al tocar la flecha del príncipe, el hechizo no solo la envolvió, sino que se potenció con violencia: la flecha se convirtió en un dardo incendiado que estalló contra el tronco y lo prendió en llamas.       Por un segundo, hubo silencio. Los ojos de Willem brillaban de sorpresa. El corazón de Mariek latía con fuerza; no entendía por qué la potencia de su magia había crecido al unirse con él. Con Liora nunca había sucedido nada así.       —Por los cielos… —murmuró Elara, sin dar crédito.       Liora abrió los labios, incrédula.       Pero la sorpresa dio paso a lo urgente: las llamas trepaban rápido por la corteza del árbol. Mariek reaccionó de inmediato, alzando las manos para conjurar un hechizo de agua. Una corriente surgió, envolviendo las llamas. Willem, al ver su esfuerzo, levantó las manos también y añadió su propio hechizo al de ella. El agua se multiplicó con furia. Juntos apagaron el fuego en cuestión de segundos, como si las fuerzas de ambos hubieran nacido para complementarse.       Quedaron jadeando, frente al tronco humeante. El silencio era pesado, hasta que Elara habló con voz baja, pero cargada de significado:       —Leí una vez… una leyenda. Que los corazones, cuando se conectan, pueden potenciar los poderes de quienes los portan.       Mariek bajó la mirada de inmediato, sintiendo un calor extraño subirle por el rostro. Willem desvió la vista, claramente incómodo. Liora, rápida para cortar la tensión, agitó la mano con una sonrisa forzada.       —Bueno, bueno… al fin y al cabo es solo una leyenda, ¿no?       Elara calló, pero la chispa de duda quedó flotando en el aire. Las risas de Liora y Elara aún flotaban en el aire cuando Octavius apareció en el borde de la arboleda, con paso firme y el porte inconfundible de un soldado en formación. Su voz grave rompió el momento:       —Alteza, os he estado buscando.       Willem bajó el arco con calma, pero en sus ojos aún brillaba el recuerdo de la flecha incendiada. Mariek, a su lado, no se movió, aunque la incomodidad le endurecía los gestos.       —Vamos, nos esperan —dijo Octavius, inclinando apenas la cabeza.              El sol de la mañana entraba tímido entre los ventanales altos de la habitación de Mariek, pintando el suelo de tonos dorados. La carta había llegado temprano, llevada por un paje con la pulcritud de siempre. Ella la reconoció de inmediato: la caligrafía sobria, firme, de Henrik.       "¿Paseo juntos? En 20 minutos en las caballerizas?"       Una sonrisa, pequeña pero sincera, se dibujó en sus labios. Era sábado, un día en que la Academia se relajaba: menos disciplina, menos obligaciones. El día perfecto para respirar aire libre. Se recogió el cabello con una cinta sencilla, se cubrió con una capa ligera y bajó con paso decidido.       Las caballerizas olían a heno fresco y cuero curtido. Los caballos resoplaban en sus establos, nerviosos ante la promesa de la salida. Henrik la esperaba allí, de pie junto a un robusto corcel marrón. Cuando la vio aparecer, sonrió con esa mezcla de seriedad y ternura que reservaba solo para ella.       —Llegas puntual —comentó, mientras ajustaba la silla de su montura.       —No iba a hacer esperar a mi hermano —respondió ella, y sus ojos brillaron con un afecto que rara vez mostraba.       Henrik la ayudó a montar sobre un caballo negro de crines brillantes. Mariek se acomodó con naturalidad, como si la postura sobre la silla fuese una segunda piel. En cuanto ambos estuvieron listos, salieron de la Academia al trote, dejando atrás el bullicio y el eco de los entrenamientos.       Los prados se extendían infinitos alrededor, verdes y húmedos por el rocío. La brisa matinal agitaba las capas y despeinaba suavemente los cabellos. El ritmo de los cascos golpeando la tierra se volvió una música constante, liberadora.       —No sabes cuánto extrañaba esto —dijo Mariek, cerrando los ojos por un instante, dejándose acariciar por el viento.       Henrik la observó de reojo, con un orgullo silencioso.        —Aquí siempre pareces distinta… más tú.       Ella lo miró, arqueando una ceja divertida.       —¿Eso es un cumplido?       —Eso es… una verdad —respondió él, esbozando una sonrisa ligera, poco común en su semblante.       Cabalgaban uno junto al otro, pero cada tanto los caballos jugaban entre sí y se adelantaban o se rezagaban, como si acompañaran el vaivén natural de la conversación. Desde una colina, la Academia quedaba a lo lejos, entre torres y murallas, empequeñecida frente a la amplitud del paisaje.       —Es raro… —murmuró Mariek, con un deje de melancolía—, sentir que allá dentro nos esperan deberes, secretos, incluso sombras… y que aquí, por un momento, todo parece simple.       Henrik la miró serio, pero con ternura.       —Por eso quería traerte. Noto cuando necesitas un momento para respirar.       Ella sostuvo su mirada un instante más de lo necesario. El corazón le dio un vuelco, no por temor ni angustia, sino por el calor inesperado de esas palabras. Bajó los ojos al camino, acariciando la crin de su caballo.       —Gracias       Los caballos se lanzaron al galope por los prados, levantando nubes de polvo húmedo bajo sus cascos. El viento les azotaba los rostros, y por primera vez en mucho tiempo Mariek rió con libertad, adelantando a Henrik con una maniobra ágil.       —¡Vamos, Henrik! —gritó, desafiándolo con la voz y la mirada chispeante.       Henrik apretó los dientes y espoleó a su caballo marrón, alcanzándola poco a poco. Ambos corrieron codo con codo, hasta que el murmullo de un río cercano los obligó a frenar.       Llegaron a la orilla jadeantes. El agua clara corría entre piedras lisas, reflejando los primeros rayos del sol de la mañana. Mariek desmontó con ligereza, arrojando una piedra al agua que hizo tres saltos antes de hundirse. Henrik la imitó, sonriendo con un aire nostálgico.       —Siempre ganabas en eso —comentó él, con un brillo extraño en los ojos.       Mariek, sin responder, extendió una mano sobre el río. El agua se alzó obedeciendo a su magia, formando esferas cristalinas que giraban a su alrededor.       Henrik la observó en silencio. El recuerdo lo golpeó con fuerza: ella, con apenas ocho años, de pie junto al río cerca de la Casa Felder, el mechón blanco brillando mientras el agua se movía con una facilidad imposible. Él había sentido entonces lo que sentía ahora: un estremecimiento reverente y un miedo silencioso. Desde aquel instante supo lo que ella era. Algo que nadie debía descubrir, algo que él juró proteger incluso a costa de callar la verdad.       —Sigues igual que entonces —murmuró al fin, como si hablara solo para sí.       Mariek le lanzó una mirada inquisitiva, pero no preguntó nada. Henrik sonrió, desviando la vista hacia el horizonte. Después de un rato, volvieron a montar. El regreso a la Academia fue tranquilo, el rumor del río aún en sus oídos.              Mientras, Aurelia Vaeloria esperaba en el patio lateral de la Academia, lejos del bullicio de los estudiantes. Cuando Willem apareció, inclinó la cabeza con una sonrisa medida, una cortesía impecable.       —Alteza. —su voz era suave, clara, modulada como si cada palabra hubiese sido ensayada para sonar exacta.       —Aurelia. —respondió Willem con igual corrección, aunque su tono arrastraba un leve cansancio.       Caminaban en paralelo bajo los arcos de piedra. El silencio entre ambos pesaba más de lo habitual. Ella, al cabo de unos segundos, decidió romperlo.       —Hace semanas que apenas nos dirigimos palabra. —comentó, sin reproche, solo con la firmeza elegante de alguien que sabe decir lo justo—. ¿He de suponer que vuestra Alteza desea confirmar los rumores?       Willem la miró de reojo, el ceño fruncido.       —¿Rumores?       —De que ya no caminamos en la misma dirección. —La sonrisa de Aurelia fue leve, casi imperceptible, pero había un destello de alivio en sus ojos azules.       El príncipe desvió la vista hacia el suelo de piedra. Su silencio fue más elocuente que cualquier respuesta. Ella lo notó, pero no lo juzgó. Simplemente añadió en voz baja, cargada de una verdad que también la atravesaba:       —No os culpo, Alteza. Al fin y al cabo, estamos en la misma posición. —Se detuvo y lo miró con seriedad, aunque sin dureza—. Obedecer las expectativas.       Las palabras quedaron suspendidas entre ellos. Willem alzó la mirada, y por un instante vio en Aurelia no a la heredera perfecta de Montclair, sino a una joven tan prisionera de los deberes como él.       Iba a responderle, tal vez con un gesto de complicidad sincera, cuando algo al otro lado del patio quebró el momento. Su mirada tropezó con Mariek.       La muchacha acababa de entrar desde las caballerizas, aún con el cabello suelto por la brisa y la capa ligeramente desordenada tras el paseo. Henrik caminaba a su lado, el porte recto del caballero contrastando con la serenidad oscura de su hermana.       Willem se detuvo en seco. El aire se le escapó de los pulmones como un golpe invisible. No había protocolo, no había expectativas, no había deberes: con ella nunca los había.       Aurelia lo notó. Siguió la dirección de sus ojos y descubrió a la joven de cabello oscuro y mechón blanco. No dijo nada, pero el destello fugaz en sus pupilas claras lo dijo todo: había comprendido.       Willem, sin pensarlo, dio un paso hacia adelante, interrumpiendo la conversación sin más palabras. Con una inclinación breve, cortés pero apresurada, se despidió:       —Perdonadme, Aurelia.       Y antes de que ella pudiera responder, ya caminaba con decisión hacia Mariek y Henrik.       Aurelia permaneció inmóvil bajo los arcos del patio, con las manos recogidas y la compostura intacta. Desde allí, a lo lejos, vio cómo el príncipe Willem avanzaba con decisión hacia los hermanos Felder.       Lo observó detenerse frente a ellos, pronunciar unas palabras que hicieron sonreír a Henrik. El gesto relajado del caballero era inusual, casi fraternal. Aurelia alzó apenas una ceja, sorprendida.       La chica de cabellos oscuros, en cambio, no sonrió. Su expresión se endureció de inmediato, un rastro de enfado y exasperación dibujándose en sus facciones. Willem parecía divertirse con esa reacción; incluso se inclinó un poco hacia ella, como si disfrutara de provocar aquella chispa.       Al cabo de un momento, Henrik levantó la mano en una despedida tranquila y se apartó, dejándolos solos. Aurelia pudo ver claramente cómo el príncipe y la joven permanecían frente a frente. Hablaron, sí, pero las palabras de ella fueron cortantes, medidas, como si quisiera poner distancia. Y sin embargo, contra toda etiqueta, contra todo deber, Willem… rió. Rió en alto, con un gesto franco que Aurelia jamás había escuchado en él.       La muchacha, visiblemente desarmada por aquella risa, terminó por asentir con incomodidad. Y entonces, casi sin darse cuenta, ambos comenzaron a caminar juntos hacia el interior de la Academia.       Aurelia no se movió de su sitio. Los siguió con la mirada, con el porte aún impecable, aunque por dentro una oleada distinta la atravesaba. No eran celos amargos, ni resentimientos. Era algo más sereno, pero no menos punzante: una sana envidia.       Porque esa joven de cabellos oscuros, sin nombre ni títulos que la respaldan, era capaz de mostrar un príncipe que Aurelia nunca había presenciado. Un Willem libre de la coraza del deber. Un Willem humano.       Y mientras sus pasos resonaban alejándose bajo los corredores, Aurelia comprendió que había cosas que ni la educación más exquisita ni la nobleza más antigua podían forzar: la libertad de ser uno mismo ante otro.              Esa noche desde lo alto de la Torre de los Hechiceros, Mariek reposaba junto a la ventana abierta de su habitación. El viento nocturno agitaba las cortinas y el mechón blanco sobre su frente.       Desde allí, la vista alcanzaba a la Torre de los Caballeros, donde las ventanas iluminadas revelaban aún movimiento: centinelas de guardia, armas que relucían bajo las antorchas… y la estancia del príncipe Willem, cuya luz ardía tenue, señal de que aún no se había retirado. Mariek frunció el ceño. Algo estaba mal.       Una vibración sutil, apenas un roce en el plano espiritual, recorrió el aire. No era viento ni eco, sino una presencia que reptaba, casi invisible, entre las sombras de los muros. Sus ojos azules se entornaron, percibiendo la energía oscura que se arrastraba hacia la ventana de la Torre de los Caballeros.       —No… —murmuró apenas.       No esperó más. Tomó la capa oscura que descansaba sobre el respaldo de la silla y, con un movimiento rápido, la echó sobre sus hombros. El pasillo de piedra resonó bajo sus pasos veloces. Nadie la vio atravesar los corredores: se movía como una sombra entre sombras.       En el patio, el aire olía distinto, cargado, como antes de una tormenta. Mariek levantó la vista. Allí estaba: una figura negra, incorpórea, trepando por los muros de la Torre de los Caballeros, acercándose al ventanal donde se adivinaba la silueta de Willem.       Mariek alzó la mano. La luz brotó de ella como un latido. Un fulgor blanco, puro, cortó el aire y alcanzó a la sombra antes de que pudiera deslizarse dentro. El ser emitió un chillido sordo, un sonido que helaba la sangre, antes de desintegrarse en trozos que se disolvieron en la nada. El resplandor se apagó al instante, dejando el patio en penumbra de nuevo.       Mariek se quedó inmóvil, con el corazón desbocado, respirando hondo mientras el eco de la oscuridad se desvanecía. Levantó la vista hacia la ventana: Willem, aún de espaldas, seguía revisando unos papeles, sin haber notado lo ocurrido. Ella bajó la mano lentamente y ocultó su expresión bajo la capucha.       —Mientras esté aquí… no lo tocarán —susurró para sí.       Pero al dar unos pasos, su mente ardía con pensamientos más inquietantes. Desde el telegrama de su padre, era la tercera vez que percibía esa oscuridad en las últimas semanas. Tres veces… y siempre, de alguna forma, buscando acercarse al príncipe. ¿Cómo podían esos seres atravesar las defensas de la Academia? Nadie entra ni sale sin pasar por los sellos de protección. Nadie… salvo alguien desde dentro. El mechón blanco brilló tenuemente bajo la luna mientras su ceño se fruncía.       —Alguien les está abriendo las puertas —pensó, con un escalofrío—. Y si no lo descubro pronto, será demasiado tarde.       Se perdió otra vez en las sombras de la torre, con el corazón aún acelerado y la certeza creciente de que los muros de la Academia ya no eran tan seguros como parecían.       En ese mismo momento, Willem se inclinaba sobre su escritorio. El pergamino estaba lleno de anotaciones y cálculos que había heredado de su padre; debía comprenderlos antes de la próxima lección con los consejeros del Rey en las vacaciones de invierno.       El silencio era absoluto, roto solo por el roce de la pluma sobre el papel. Hasta que, de repente, un escalofrío le recorrió la espalda. Levantó la cabeza, alerta.       La llama de la vela titiló con violencia, como sacudida por un viento invisible, aunque las ventanas estaban cerradas. Willem entrecerró los ojos, fijando la vista en el cristal. Por un segundo creyó ver un reflejo: un destello blanco, como si la luna se hubiera fragmentado en el vidrio.       Se levantó de golpe y se acercó al ventanal. No había nada. Solo la noche, el patio en penumbra y las sombras de los muros. Sin embargo, una sensación de haber estado a un paso del peligro le erizó la piel.       —Qué extraño… —murmuró.       Apoyó la mano sobre el cristal frío. No supo explicar por qué, pero sintió una especie de calma, como si alguien hubiera estado allí, invisible, velando por él. Frunció el ceño, intentando sacudirse la idea absurda. Dio media vuelta, se retiró la capa y dejó que cayera sobre la silla. Aun así, cuando apagó la vela y se dejó caer en la cama, la última imagen que rondó por su mente fue la del destello en la ventana. Como si una luz hubiera interpuesto su fuerza contra algo que nunca llegó a ver.              El aire fresco de la mañana en la galería norte se colaba por los ventanales abiertos, removiendo los pergaminos extendidos sobre la mesa de piedra. Mariek y Liora habían aprovechado un rato libre tras el almuerzo para repasar textos de estrategia, aunque a ratos Liora distraía la atención con una pluma entre los dedos, tamborileando suavemente.       De pronto, la pelirroja dejó de hacerlo. Sus ojos verdes se clavaron en el vacío más allá de los muros, como si hubiese recordado algo.       —Anoche vi algo raro desde mi torre —dijo en voz baja, interrumpiendo el silencio. Mariek levantó la mirada del pergamino, arqueando una ceja.        —¿Raro cómo?       Liora se inclinó hacia ella, bajando el tono como si compartiera un secreto incómodo.       —Figuras moviéndose entre las sombras. Al principio pensé que eran guardias, pero… no. Se encaminaron hacia los lindes del bosque. Y… presiento algo extraño en eso.       Mariek dejó la pluma sobre la mesa, observándola con atención.       —¿Presientes algo? —repitió, intrigada—. ¿Desde tan lejos? La Torre de Arqueros no está precisamente cerca del bosque.       El rubor subió a las mejillas de Liora. Se apartó un mechón cobrizo detrás de la oreja, incómoda bajo la mirada inquisitiva de Mariek.       —No sé… —balbuceó—. No me pasa siempre. Solo… a veces. Como si algo se encendiera dentro de mí cuando ocurre algo fuera de lugar.       Mariek la sostuvo en silencio unos segundos. Había un nerviosismo en la forma en que Liora evitaba sus ojos, un secreto a medio camino entre la confesión y la duda. Podía haber presionado más, pero en cambio relajó el gesto y cerró el pergamino frente a ella.       —Tal vez solo fueron sombras —dijo con calma, restándole importancia—. La noche es maestra en engañar los sentidos.       Liora suspiró, agradecida por la salida fácil.       —Sí, seguramente tienes razón.       Mariek bajó de nuevo la mirada al pergamino, pero en su interior las palabras de Liora seguían resonando. Ese “presentimiento” no sonaba a simple intuición.              La noche se había cerrado sobre la Academia, un silencio pesado que ni el canto de los grillos se atrevía a romper. Desde la ventana de su torre, Mariek entrecerró los ojos. Ahí estaba otra vez: esa vibración extraña, esa mancha de oscuridad que ya había aprendido a identificar.       Cerró los párpados y buscó, con ese sentido interno que la guiaba, la chispa luminosa del príncipe Willem. Sí… lo sentía en los corredores de la sala este, demasiado cerca de la sombra que reptaba en silencio.       Mariek se puso la capa sin dudar y bajó con paso decidido. Pero en la penumbra de los pasillos, algo la detuvo: un roce de tela, una presencia conocida. Giró rápido y sus ojos se abrieron con sorpresa.       —¿Liora? —susurró.       La pelirroja emergió de la oscuridad con la capucha verde cubriéndole el rostro, los ojos tensos y brillantes en la penumbra.       —Tú también lo sientes… —dijo en un murmullo nervioso.       Mariek frunció el ceño.       —¿Qué haces aquí?       Liora tragó saliva, como atrapada entre el miedo y la determinación.       —Hay… algo detrás del príncipe. Lo vi. Lo siento. No podía quedarme quieta.       No había tiempo para preguntas. El eco de unos pasos resonó más adelante: Willem, avanzando sin sospechar lo que se cernía sobre él. Mariek apretó la mandíbula.       —Liora —dijo con firmeza, apenas un hilo de voz—. Coge tu daga. Apúntala directo a la sombra. Yo me encargo del príncipe.       Los ojos de la pelirroja se abrieron con asombro, pero asintió con decisión. Mariek salió entonces al encuentro del príncipe. Dio unos pasos apresurados y fingió un tropiezo; cayó contra él, arrastrándolo con un golpe seco al suelo. Willem soltó un jadeo, sorprendido.       El estrépito hizo que la sombra se abalanzara de inmediato. Desde la oscuridad, la daga de Liora brilló un instante y surcó el aire. El proyectil se clavó con un chasquido certero. La criatura estalló en un siseo seco antes de desvanecerse como humo disperso.       El corredor quedó en silencio, solo roto por la respiración agitada de Willem y el repiqueteo distante de la daga al caer al suelo.       Mariek se incorporó con rapidez. Buscó con la mirada la esquina donde Liora se había ocultado. Apenas un destello verde, un gesto rápido de su mano, y luego… nada. Había desaparecido.       —¿Mariek? —la voz de Willem la hizo girar. Sus ojos claros la miraban con desconcierto, el ceño fruncido por más preguntas de las que podía formular en ese instante—. ¿Qué significa esto?       Mariek no perdió tiempo en buscar excusas. Se levantó y extendió la mano con firmeza, sujetando la de Willem.       —Pronto, vamos.       Él arqueó las cejas, sorprendido por la urgencia en su voz.       —¿Qué…? —intentó preguntar, pero ella tiró de él con fuerza.       Los pasos resonaron apresurados en el corredor de piedra, la capa de Mariek ondeando tras de sí mientras arrastraba al príncipe. Willem no opuso resistencia, aunque en su rostro se dibujaba la confusión. Había sentido algo extraño, un pulso oscuro que lo había llevado hasta allí, pero nada que justificara la forma en que ella lo sacaba casi a rastras.       Al fin llegaron a un pasillo más amplio y bañado por la luz de varias antorchas. Ambos se detuvieron, respirando con agitación. Mariek soltó su mano y se giró.       Por un instante, sus ojos grises se encontraron, y en aquel silencio roto sólo por sus jadeos, Willem comprendió.       —Ya lo sabes, ¿no? —murmuró él, con voz grave.       Mariek parpadeó, desconcertada.       —¿Saber qué?       Willem la sostuvo con la mirada, penetrante.       —Algo va tras de mí.       Las palabras se hundieron en el pecho de ella. Quiso responder, negarlo, pero el peso de la verdad se interponía. Sus labios temblaron un instante, hasta que, al fin, soltó el aire en un suspiro resignado. El príncipe vio la tensión en su rostro, el secreto en sus ojos. Y en ese leve gesto, en ese silencio, encontró su confirmación. Mariek, todavía jadeando, inclinó apenas la cabeza en un asentimiento.       Los ojos del príncipe brillaron con una sombra de alivio al saberse comprendido. Dio un paso más cerca, bajando la voz:       —Yo también lo he notado. Presencias que no deberían estar aquí. Pero la Academia… —hizo una pausa, como si buscara las palabras correctas—. Alguien permite que entren.       Mariek asintió lentamente. Esa idea ya había cruzado su mente más de una vez.       —No es posible que hayan atravesado las defensas por sí solos. Tiene que haber una grieta, una mano desde dentro.       Willem frunció el ceño, la tensión endureciéndole el rostro.       —¿Cuántas veces lo has percibido?       —Cuatro —respondió ella sin titubear—. Desde el día en que recibí la carta de mi padre, la cuarta esta misma noche.       Hubo un silencio denso, cargado de la gravedad de lo que compartían. Entonces, Willem se inclinó apenas hacia ella, como si temiera que incluso las paredes pudieran escucharlos.       —No somos los únicos —susurró—. Hay… otros. Algunos caballeros, y no solo ellos. He oído rumores de estudiantes que perciben lo mismo, aunque lo callan por miedo.       Los ojos oscuros de Mariek se abrieron con sorpresa.       —¿Los profesores?       Él negó con la cabeza.       —No. Pocos se atreven a admitirlo.       El corazón de Mariek latía con fuerza, no solo por la revelación, sino porque en aquel instante entendió la gravedad. Willem sostuvo su mirada, firme, como si un acuerdo tácito quedara sellado entre ambos.       —Sea quien sea que los deja entrar… debemos encontrarlo.       Ella respiró hondo, y por primera vez no apartó los ojos de los suyos.       —Y detenerlo.       La antorcha chisporroteó en el pasillo, única testigo del pacto silencioso que acababan de forjar. Willem guardó silencio un instante, luego asintió con gravedad.       —Mañana hablaremos con calma —dijo—. Idearemos un plan.       Mariek frunció el ceño al escucharlo.       —¿Mañana? —repitió—. ¿Y ahora qué? ¿Pretende regresar solo a la Torre de los Caballeros?       Él arqueó una ceja, sorprendido por el tono firme de su voz.       —No es la primera vez que camino por la Academia de noche, señorita Felder.       —No es lo mismo —respondió ella con dureza—. No después de lo que acabamos de ver.       Willem dejó escapar una breve risa, incrédula, que rompió la tensión por un segundo.       —¿Se preocupa por mí? Me temo que debería ser al revés.       Mariek apretó la mandíbula nerviosa, conteniendo el impulso de apartar la mirada.       —Usted es el próximo rey. Yo… soy solo una más.       Las palabras resonaron en el aire con un eco que a Willem no le gustó. Algo en él se tensó. Su sonrisa se borró y una sombra de incomodidad cruzó por sus ojos grises.       —No vuelva a decir eso —murmuró, grave.       Ella lo observó, desconcertada, como si no comprendiera la intensidad en su tono. Pero Willem no añadió nada más. Se limitó a soltar un suspiro, resignado, y tras un breve silencio, inclinó apenas la cabeza.       —Está bien. Acompáñeme.       Mariek asintió, y juntos iniciaron el camino por los corredores silenciosos. Las antorchas arrojaban sombras alargadas sobre la piedra, y sus pasos resonaban acompasados, distintos, pero en un mismo compás. Willem no dijo nada más, pero en su mente revoloteaba la frase de ella, clavándose como una espina: “solo una más”. Y sin embargo, en aquel trayecto hacia la Torre de los Caballeros, con Mariek a su lado, él supo con una certeza inexplicable que no había nadie más como ella.       Cuando finalmente se detuvieron frente a la puerta de la habitación del príncipe, se intercambiaron una mirada cargada de complicidad silenciosa.       —Gracias… —murmuró Willem, apenas un suspiro.       —Solo… cuídese —respondió ella, con la voz firme pero los ojos brillando por el esfuerzo y la tensión.       Él asintió y desapareció en su habitación. Mariek, con el corazón todavía acelerado, regresó a su propia torre, donde se quitó la capa y se dejó caer sobre el borde de la ventana, observando en silencio la Torre de los Caballeros, buscando asegurarse de que nada amenazara al príncipe. El eco de los pasos de Willem aún resonaba en su memoria, y el recuerdo del momento compartido le mantenía alerta y concentrada.       A lo lejos, en un corredor sombrío del ala este de la Academia, alguien emergía de las sombras. Sus manos, nerviosas y crispadas, recogieron la daga que Liora había lanzado durante la confrontación. Los dedos se cerraron sobre el metal con fuerza, y por un instante, una luz fría brilló en sus ojos. Había fallado tres veces ya. Tres intentos frustrados de alcanzar al príncipe y sembrar caos en la Academia. La rabia lo hizo soltar un gruñido y, con un golpe contundente, estrelló un objeto cercano contra la pared, rompiéndolo en mil fragmentos.       El sonido resonó en los pasillos vacíos, pero nadie lo vio ni lo detuvo. Su mirada se dirigió hacia la torre de Mariek, lejos, y comprendió que no sería fácil. La oscuridad que pretendía infiltrar la Academia se topaba con más resistencia de la que había anticipado. Pero no desistiría; sabía que alguien desde dentro le permitía entrar, y la noche aún no había terminado.       En la Torre de los Hechiceros, Mariek cerró los ojos por un momento, respirando profundo, sintiendo el pulso de la Academia y las presencias que aún rondaban. La daga lanzada, la sombra extinguida… todo era un recordatorio de que la amenaza no había terminado, y de que su vigilancia, junto con Willem, era más crucial que nunca.       El viento nocturno agitó su cabello y su capa, y mientras contemplaba la Torre de los Caballeros iluminada, una sensación de frío recorrió su espalda: no sabía quién era la mano que abría las puertas a la oscuridad, pero estaba segura de una cosa. La próxima vez no habría error.       
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