Capítulo 4: Proteger, no sentir. Servir, no desear.
1 de octubre de 2025, 4:44
Capítulo 4: Proteger, no sentir. Servir, no desear.
La noche aún teñía de sombras los muros de la Academia cuando Mariek salió de su habitación. Había dejado el parte médico en la mesa, excusa perfecta para no asistir a clases al día siguiente. Su cabello negro iba recogido bajo la capucha, y el traje oscuro se confundía con la penumbra del pasillo.
Atravesó el recinto en silencio hasta llegar a las caballerizas. Un corcel negro, de ojos nobles y patas fuertes, resopló al verla. Ella lo acarició suavemente en el cuello, como disculpándose, antes de montarlo y galopar hacia el norte.
El viento frío le cortaba las mejillas, pero no aflojó las riendas hasta que el resplandor del amanecer comenzó a teñir el horizonte. Antes de llegar a Dunkelhof, se detuvo en un prado oculto por altos arbustos y dejó allí al caballo, acariciándole el hocico para tranquilizarlo. El resto del camino lo hizo a pie, cubierta con la capa, avanzando entre el murmullo creciente de la gente que acudía a la ciudad.
Dunkelhof amanecía bulliciosa. Los estandartes colgaban en las calles, los molinos y aserraderos estaban engalanados con guirnaldas, y los comerciantes gritaban sus ofertas sobre frutas, pan recién horneado y figuras talladas en madera. Los niños corrían con coronas de flores, y la música de gaitas y flautas empezaba a llenar el aire.
Mariek se internó entre la multitud, sin quitarse la capucha. Caminaba despacio, fingiendo distraerse en los puestos, pero sus ojos analizaban cada gesto, cada palabra.
En una mesa, compró un par de manzanas. La tendera, ocupada en pesar más fruta, ni siquiera le miró. Entonces Mariek aprovechó y preguntó en voz baja:
—He escuchado que hay forasteros… gente llegada de Eisenburg. ¿Es cierto?
La mujer ladeó la cabeza, desconfiada, y respondió casi con un susurro:
—Si quieres encontrarlos, no será aquí en la plaza. Están apartados… demasiado ruido para quienes han perdido casa y ciudad. —y señaló con un gesto leve hacia las calles del sur.
Mariek agradeció con una sonrisa breve, dejando un par de monedas sobre la mesa, y se alejó con el corazón acelerado.
Se adentró en la zona menos transitada de Dunkelhof. Las casas de madera se volvían más viejas, las calles más estrechas y embarradas. Allí ya no había música ni risas: solo voces bajas, cansadas, y miradas de recelo. Entre chozas improvisadas y carros detenidos, pudo verlos. Refugiados. Hombres y mujeres con los ropajes desgastados de Eisenburg, niños que se aferraban a mantas demasiado delgadas para el frío del norte. Mariek respiró hondo. Sabía que había llegado al lugar que buscaba.
Caminaba entre los refugiados con paso silencioso, procurando no llamar la atención. El aire olía a humo húmedo y a madera recién cortada, un contraste extraño con la miseria que veía a su alrededor.
Un grupo de hombres cargaban pesadas vigas para improvisar un techo; el esfuerzo los hacía tambalearse. Mariek cerró apenas los ojos y, con un movimiento sutil de los dedos, dejó que una corriente de aire invisible aliviara el peso. Los hombres lograron alzarlas con menos dificultad. Uno de ellos, sorprendido, murmuró:
—Es como si los dioses nos echaran una mano…
Los demás rieron con alivio, agradeciendo aquella suerte inesperada.
Más adelante, Mariek encendió discretamente varias hogueras con un chispazo de su magia, disimulando el gesto entre movimientos naturales. Las llamas se propagaron rápido, arrancando sonrisas de quienes tiritaban de frío. Controló las ráfagas de viento para que el humo no molestara a los niños, y aunque nadie supo de dónde provenía aquella ayuda, todos la recibieron con gratitud.
Se acercó luego a un grupo de mujeres que removían una gran olla con agua y hierbas. El aroma de sopa pobre se mezclaba con el cansancio en sus rostros. Mariek se inclinó un poco, ofreciendo sus manos.
—¿Puedo ayudar?
Las mujeres asintieron, dándole algunas verduras que cortar. Mientras trabajaban, hablaban en voz baja.
—Las sombras... llegaron de repente. Nadie las esperaba —dijo una, con la mirada perdida.
—Eran como espectros, pero más densos… más crueles. —La otra se estremeció—. No tuvimos tiempo de huir todos. Muchos quedaron atrás.
Mariek escuchó en silencio, con el corazón apretado. No necesitaba más detalles: esas sombras eran las mismas que había visto cuando ayudó al Rey en Dürnstein, durante el viaje astral con Willem.
Un alboroto estalló entonces a pocos metros. Unos hombres habían atrapado a un niño que robaba pan. La hermana pequeña lloraba desesperada, gritando que lo soltaran. El hombre alzó la mano dispuesto a castigar al chico.
Mariek no lo pensó. Movió discretamente la muñeca y un chispazo de magia invisible hizo que la mano del hombre se soltara sola. El muchacho cayó al suelo y corrió hacia su hermana. Mariek se adelantó, con voz serena pero firme:
—Ya ha tenido suficiente. Déjelos.
El hombre la miró con rabia, pero algo en los ojos de Mariek lo hizo retroceder. Bufó, soltó una maldición y se marchó. Ella se agachó frente a los dos niños, sacando de su bolsa las manzanas que había comprado.
—Tomad. Son vuestras.
Los pequeños dudaron. El hermano, de unos diez años, la observaba con recelo, interponiéndose entre su hermana y aquella desconocida.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó Mariek suavemente.
—Alric —respondió el mayor, con voz tensa—. Y ella es Nella.
—Bonitos nombres… —dijo Mariek sonriendo pero aguantando el dolor que sentía en el corazón.—. Mi nombre es Mariek…
Con algo de persuasión, logró que la siguieran, alejándose de la multitud. No podía dejar a esos niños solos. Ellos le contaron cómo habían escapado, pero no llegaron lejos. Tres hombres armados, con aspecto de saqueadores, les cerraron el paso.
—Mira lo que tenemos aquí… —dijo uno, con sonrisa torcida.
Mariek reaccionó rápido, levantando la mano y desatando una ráfaga que empujó a uno contra la pared. Los otros dos se lanzaron sobre ella. El pequeño Alric, queriendo defenderla, intentó abalanzarse, pero Mariek lo apartó de un empujón. Una cuchilla descendía hacia ella…
Pero el golpe nunca llegó.
Un brazo firme detuvo el arma a medio aire. Con un giro seco, aquel desconocido lanzó al esbirro al suelo. El resto, al ver su fuerza, huyó entre insultos ahogados.
Mariek se incorporó, jadeante, y entonces lo vio. La capa negra, la capucha, las botas firmes. El porte, inconfundible. Su corazón dio un vuelco. El hombre extendió una mano hacia ella.
—Es mejor que nos vayamos de aquí —dijo con voz grave.
Mariek la aceptó, sintiendo la firmeza de sus dedos al levantarla. Antes de que pudiera decir nada, él miró hacia los niños y luego volvió a clavar sus ojos grises en los de ella.
—Nos los llevamos —sentenció—. Ya pensaremos una solución.
Mariek sostuvo su mirada un segundo, comprendiendo la decisión que no dejaba lugar a réplica. Asintió, con un leve temblor en los labios.
—De acuerdo… Alteza.
Los niños los miraban con esperanza, sin saber que acababan de quedar bajo la protección del Príncipe Heredero y de la muchacha del mechón blanco.
Las calles de Dunkelhof bullían con las fiestas, pero entre la música de gaitas, el aroma de carne asada y las risas, corría una corriente de miedo disimulado. Los refugiados se mantenían en la periferia, apartados de la algarabía. Mariek caminaba con la capucha baja, los niños pegados a su capa, Willem un paso detrás, atento a cada esquina.
—Nadie puede reconocernos —susurró él, la voz grave pero serena—. Si alguien me ve, habrá preguntas que no deseo contestar.
El corazón de Mariek latía con fuerza. El brazo de Willem rozaba el suyo a veces al avanzar por los pasadizos estrechos, y los niños se aferraban a ella con una confianza que pesaba tanto como la responsabilidad.
Él inclinó el rostro hacia ella, sin apartar la vista de la multitud.
—¿Cómo llegaste hasta aquí?
—Dejé mi caballo atado en un prado, al norte de la ciudad —respondió Mariek, en un susurro rápido.
—El mío está junto a la entrada principal —replicó él—. Tenemos que llegar hasta allí. Después, directo al claro.
El plan era simple, pero cada paso parecía interminable. Esquivaron un grupo de soldados ebrios, se ocultaron tras los puestos de telas de colores, atravesaron callejones impregnados de humo de hogueras. Los niños, agotados, tropezaban a cada tanto. Willem terminó cargando en brazos a la pequeña Nella, mientras Alric, con ojos decididos, seguía de la mano de Mariek.
—Resiste, campeón —le dijo ella en voz baja, y el niño asintió, apretando la mandíbula como si tuviera años más de los que aparentaba.
Al fin alcanzaron la entrada de la ciudad. El caballo del príncipe, un corcel oscuro, resoplaba nervioso entre los árboles. Subieron con rapidez: Willem alzó a Nella y luego a Alric, asegurándolos en la silla. Luego, ayudó a Mariek a subir y él detrás.
Galoparon hasta perder de vista las murallas, hasta que solo quedaba el eco lejano de las fiestas. Cuando se detuvieron en el claro, los niños ya dormían, exhaustos. Willem los acomodó con cuidado sobre una manta improvisada y suspiró profundamente.
Mariek se dejó caer en la hierba, apartando un mechón de su rostro. El silencio del bosque era un bálsamo después del bullicio de la ciudad.
—¿Qué hace aquí, Alteza? —preguntó ella, mirándolo de reojo.
Él giró hacia ella con una media sonrisa que no alcanzó a suavizar la dureza en sus ojos grises.
—La misma pregunta podría hacerle yo.
—Quería saber la realidad de lo ocurrido en Eisenburg.
—Tenemos el mismo motivo…
Willem se sentó en un tronco caído, con el ceño fruncido. Los niños dormían a un lado, acurrucados bajo la capa extra que Mariek les había puesto encima. Nella se aferraba a su hermano Alric incluso en sueños, como si temiera que alguien pudiera arrebatárselo.
—Al menos… parecen tranquilos ahora —dijo en voz baja, mirando a los pequeños.
Mariek asintió, sin apartar la vista de ellos.
—Nella tiene ocho… Alric, diez. Han visto demasiado para su edad. —Su voz se quebró un instante, pero se obligó a continuar—. Me contaron que las sombras llegaron de repente. Que su padre los metió en el carro del vecino antes de… —se detuvo, tragando saliva— antes de que todo se tiñera de gritos.
Willem apretó los puños sobre las rodillas. Ella suspiró, y volvió la vista hacia los niños dormidos.
—¿Qué será de ellos? No tienen a nadie… más que a nosotros, por ahora.
Él se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
—Entonces nos encargaremos. —Su tono fue firme, decidido—. Ya pensaremos cómo. Pero no los dejaremos solos.
Luego, cerrando los ojos, el Príncipe continuó:
—Son sombras que desgarran pueblos enteros, y nosotros apenas logramos desviar un ataque en Dürnstein. Esto va más rápido de lo que pensábamos.
La calma le dio espacio al recuerdo en Mariek. Dürnstein. Las sombras, el frío que traspasaba la piel, los gritos apagados de quienes no pudieron escapar. El eco de la voz oscura llamándola por su apellido. Y algo más: la punzada que sentía en el pecho, un dolor extraño, como si esa oscuridad hubiera querido devorarla desde dentro. Luego como un susurró dijo:
—No eran simples hombres. Había algo más… algo que devoraba la luz. Y lo sentí aquí. —Se llevó una mano al pecho, apretando con fuerza.
De pronto, sin poder contenerlo, un sollozo se escapó de sus labios. Se cubrió el rostro con las manos, pero las lágrimas salieron sin control, desbordándola. Willem se giró de inmediato. Nunca la había visto así.
—Mariek… —murmuró, desconcertado.
Ella negó con la cabeza, intentando reponerse, pero el llanto la desarmó por completo.
—No puedo… —murmuró entre jadeos, temblando—. No puedo soportar esta opresión, es como si la oscuridad me buscara.
Él se quedó helado unos segundos, viéndola derrumbarse. Luego, dio un paso, y otro, hasta quedar frente a ella. Su corazón latía con violencia. No pensó en títulos, ni en protocolos. Se inclinó y, con decisión, tiró de ella hacia su pecho.
—Basta —dijo en voz baja, apretándola con fuerza contra sí—. No tienes que soportarlo sola.
Mariek no resistió. Se dejó sostener, como si todo el peso del mundo cayera por fin en hombros ajenos. Su llanto se ahogó contra la tela de la capa de Willem, y él, sorprendido al inicio, acabó cerrando los ojos, hundiendo el rostro en su cabello oscuro.
El tiempo pareció detenerse. No había príncipe ni hechicera, solo dos jóvenes que por primera vez se enfrentaban al verdadero alcance de la oscuridad… y al miedo que esta traía consigo.
Ella temblaba en su abrazo, pero poco a poco, entre lágrimas, el cuerpo empezó a relajarse. Willem la sostuvo con más firmeza, como si con solo ese gesto pudiera prometerle que nada malo le ocurriría.
Cuando al fin la respiración de Mariek se fue calmando, levantó apenas la cabeza, los ojos aún humedecidos. Willem la miró, y por un instante, sintió un filo de dolor propio: nunca le había dolido tanto ver a alguien sufrir.
—Estoy contigo —dijo él en un susurro, casi sin darse cuenta.
Willem bajó la vista y la encontró con los párpados pesados, luchando inútilmente contra el sueño.
—Mariek… —susurró, como si pudiera animarla a mantenerse despierta.
Pero ella ya no respondió. Exhausta por el esfuerzo del viaje, por la tensión del día y por las emociones acumuladas, se había quedado dormida en sus brazos.
El príncipe permaneció inmóvil, sin saber cómo reaccionar. Su primer instinto fue incorporarla con suavidad y despertarla, recordándole que debían volver a la Academia antes de que alguien notara su ausencia. Pero cuando la sintió respirar profundamente, confiada, el impulso se desvaneció.
La estrechó un poco más contra sí, sorprendido por la calidez de ese gesto.
—¿Qué voy a hacer contigo? —murmuró en un suspiro apenas audible.
Con cuidado, la acomodó junto a él, apoyando su cabeza en su hombro y protegiéndola con su capa. El claro se volvió un refugio en silencio: solo el murmullo del viento entre las ramas y el dormir tranquilo de los niños rompían la calma.
Willem alzó la vista hacia la luna, los pensamientos enredados en una maraña de sentimientos que no quería nombrar. El peso de su deber le recordaba que esto era un error, que debía mantener la distancia. Y sin embargo, ahí estaba, guardando el sueño de Mariek como si su vida dependiera de ello.
Decidió esperar. Solo un poco más, hasta que recuperara fuerzas. Luego la despertaría y volverían juntos a la Academia, como si nada de esto hubiera ocurrido. Como si pudiera ser tan sencillo.
El silencio del claro se prolongó hasta que el murmullo de los pájaros madrugadores comenzó a mezclarse con la brisa fresca. Willem, con la espalda apoyada contra el tronco de un roble, notó que Mariek se movía suavemente entre sus brazos.
—Mmm… —ella suspiró, abriendo los ojos poco a poco, todavía perdida en el letargo del sueño.
Al incorporarse un poco, se encontró con la mirada de Willem tan cerca que apenas un soplo los separaba. El corazón de ambos dio un vuelco. Por un instante, demasiado real para negarlo, Mariek pareció olvidar dónde estaban; sus ojos azules se aferraron a los de él con una franqueza que nunca había permitido antes.
Willem tragó saliva, incapaz de apartar la vista. El calor del momento era tan palpable que casi parecía inevitable que rompieran la distancia. Pero fue ella la primera en reaccionar: se enderezó rápidamente, llevando una mano a su cabello suelto para cubrir la incomodidad.
—Alteza… —murmuró, bajando la mirada.
El título devolvió la barrera entre ellos, la formalidad que hasta hacía un segundo había desaparecido. Willem se incorporó también, ajustándose la capa con un ademán brusco, como si necesitara reponerse.
—Es hora de volver —dijo con voz grave.
Ella asintió en silencio, agradecida de que ninguno de los dos nombrara lo ocurrido. Despertaron a los niños con suavidad. Alric protestó con un bostezo, mientras Nella se frotaba los ojos, aún medio dormida. Willem les sonrió con una paciencia que pocas veces mostraba, y Mariek les aseguró que pronto estarían a salvo.
Caminaron juntos hasta donde habían dejado los caballos. Montaron con cuidado, cada uno llevando a un niño frente a la montura, y emprendieron el camino de regreso hacia la Academia. El silencio reinaba entre ellos, cargado de todo lo no dicho, mientras los primeros rayos de sol iluminaban el sendero.
El sol apenas despuntaba cuando los muros de la Academia se alzaron frente a ellos. Willem tensó la mandíbula al ver a los guardias en la entrada; aunque los festejos en Dunkelhof habían atraído a muchos, la vigilancia nunca desaparecía del todo.
—Bajemos aquí —ordenó en voz baja. Guiaron los caballos hacia un sendero lateral, oculto entre arbustos, y desmontaron con rapidez. Nella y Alric se aferraban a Mariek, agotados y asustados.
—Si alguien los ve…los esconderé conmigo —susurró ella, mirando a Willem con seriedad.
Él asintió. Se movieron con sigilo, aprovechando cada sombra y cada pasillo desierto hasta alcanzar la escalera de caracol que conducía a la torre de los hechiceros. El corazón de Mariek golpeaba con fuerza en el pecho; cada crujido, cada voz le parecía demasiado cercano. Willem se mantenía alerta, preparado para cualquier imprevisto.
Finalmente, alcanzaron la puerta de la habitación de Mariek. Ella la abrió con cuidado y los hizo entrar. La estancia era pequeña, ordenada, con un escritorio lleno de libros abiertos, una lámpara de aceite aún encendida y la cama cubierta por una colcha sencilla. Una ventana dejaba entrar la luz de la mañana, iluminando cada rincón.
Willem se detuvo unos segundos, sorprendido. Aquella torre alta y apartada, en silencio absoluto, reflejaba la esencia de Mariek mejor que cualquier palabra. Todo limpio, austero, sin adornos innecesarios, pero con un aura de calma que le resultaba extrañamente acogedora.
Un rubor subió a su rostro al darse cuenta de dónde estaba: en la habitación de Mariek, ese espacio privado al que nadie más debía acceder. Se obligó a desviar la mirada y, con torpeza, murmuró:
—Realmente te gusta la soledad.
Ella, de pie junto a la cama, acomodando a los niños entre las mantas, giró el rostro hacia él. Sus ojos brillaban con algo que Willem no supo descifrar, pero no respondió. Solo lo miró en silencio, como si ese gesto dijera más que cualquier palabra. Él tragó saliva, incómodo, y se giró hacia la ventana para disimular. Los latidos de su corazón seguían desbocados.
—Gracias… por ayudarme con ellos —dijo en un susurro, inclinando la cabeza en una reverencia contenida—. No lo olvidaré, Alteza.
Willem la miró con incredulidad, como si esas palabras hubieran sido un jarro de agua helada. Llevaban pocos meses de conocerse y ya habían vivido dos experiencias intensas, ¿por qué le trataba así? Suspiró, frustrado, y dejó caer los hombros.
—¿De verdad tienes que mantener tanto las formas? —preguntó, con la exasperación marcando cada sílaba.
Mariek lo sostuvo con calma, aunque sus manos se tensaron frente a su falda.
—Es lo propio de una noble ante la Corona.
Él entornó los ojos, un destello de enfado cruzándole la mirada.
—No quiero lo propio, Mariek. —Su voz bajó, pero la dureza se mantuvo—. Quiero la verdad. Y lo cierto es que eres cobarde de ser tú misma. Lo eras antes de saber quién era yo.
La frase la atravesó como una daga. Sus labios se entreabrieron, pero no salió sonido alguno al principio. El silencio se volvió insoportable hasta que, finalmente, respondió con firmeza:
—No soy cobarde. Solo sé mi lugar.
Willem dio un paso hacia ella, sus pupilas grises clavadas en los océanos azules de los ojos de Mariek.
—Entonces demuéstralo. Demuestra que sabes ser tú misma sin importar que soy el Príncipe heredero.
El aire en la pequeña habitación se volvió pesado, cargado de algo invisible. Mariek no apartó la mirada; dio un paso, luego otro, hasta quedar tan cerca que el roce de sus capas bastaba para que ambos sintieran el calor del otro. Su cabello negro cayó hacia adelante, el mechón blanco brillando como una llama entre sombras.
Los dos sabían lo que deseaban hacer, lo que sus corazones les gritaban, pero también lo que debían callar. Ambos sabían que no debían dar paso a lo que se entretejía entre ellos, pero aún así Willem apenas inclinó la cabeza, como si esperara… como si suplicara en silencio.
Mariek tragó saliva, el pecho subiéndole y bajándole con rapidez. Por un instante, sus labios se separaron apenas, como si fueran a pronunciar algo distinto… pero al final retrocedió medio paso.
—Es mejor que se retire… —murmuró, desviando la vista.
Willem cerró los ojos un segundo, la mandíbula apretada, conteniendo lo que bullía en su interior. Cuando los abrió de nuevo, solo asintió con rigidez y giró hacia la puerta. El silencio que dejó a su paso fue más ensordecedor que cualquier palabra no dicha.
Después de aquel instante, ninguno de los dos supo cómo volver a acercarse. Habían compartido demasiado, se habían visto demasiado, y ahora las palabras parecían insuficientes o, peor aún, peligrosas. Así, ambos eligieron refugiarse momentáneamente en la distancia, como si al no nombrar lo ocurrido pudieran protegerse del vértigo de lo inevitable.
Mientras, la vida en la Academia continuaba con su rutina inmutable: clases, exámenes, entrenamientos, pasillos llenos de murmullos y pasos apresurados. Nadie sospechaba que, en lo alto de la torre de los hechiceros, dos niños se escondían bajo la protección silenciosa de Mariek. Esa doble vida —la de la alumna reservada y la de la guardiana en secreto— tensaba cada día un poco más el hilo que la unía al príncipe, aunque ambos fingieran que nada había cambiado.
Pero, aquella mañana, el destino jugó su juego. Willem avanzaba por el pasillo central acompañado de Octavius, Henrik y Roderic. Sus voces se mezclaban en un murmullo bajo, hablando de tácticas y del próximo entrenamiento. La capa del príncipe ondeaba suavemente a cada paso, su porte erguido, seguro, inconfundible.
Del lado contrario, Mariek se aproximaba con Elara y Liora. Las tres conversaban en voz baja, cargando libros y pergaminos entre los brazos. El mechón blanco de Mariek caía rebelde sobre su frente, ocultando parte de sus ojos, como si ya supiera lo inevitable.
Y entonces ocurrió: se cruzaron. No hubo palabras. Willem pasó de largo, el ceño apenas fruncido, manteniendo la mirada al frente. Mariek hizo lo mismo, su paso firme, la barbilla alzada con esa frialdad tan suya.
Pero en el instante exacto en que quedaron a la misma altura, algo invisible se encendió entre ellos, como un eco de lo vivido, como un roce de almas que ninguno de los dos quiso —ni pudo— ignorar.
Él se detuvo, un segundo apenas, el aire atrapado en los pulmones. Ella también. No se miraron, no se atrevieron. Pero la tensión, sorda y abrasadora, quedó suspendida en el pasillo.
Elara y Liora siguieron andando unos pasos antes de notar que Mariek se había frenado. Henrik miró a su príncipe con una leve confusión.
Y entonces, como si ambos hubieran recordado al mismo tiempo quiénes eran y qué se suponía que debían aparentar, reanudaron la marcha. Willem retomó la conversación con Octavius. Pero, aunque Mariek siguió caminando junto a Elara y Liora, fingiendo que atendía a sus comentarios, por dentro ardía de impaciencia. Sus pensamientos se agolpaban: los niños. Nella y Alric. Solo ella y Willem conocían su secreto, y necesitaban encontrar una solución antes de que alguien en la Academia los descubriera.
Su paso se volvió más lento, el corazón martillando en el pecho. Y, sin previo aviso, se giró hacia atrás.
—¡Alteza! —su voz resonó en el pasillo, clara, firme, desatando murmullos entre los estudiantes que transitaban alrededor.
El grupo de Willem se detuvo al instante. El príncipe, que ya se alejaba, contuvo una sonrisa al escucharla. Había esperado ese instante. Lentamente, giró sobre sus talones, con una calma que contrastaba con la súbita agitación en los ojos de Mariek.
Ella avanzó hacia él, el mechón blanco deslizándose sobre su frente, y con todo el respeto que las formas exigían, se inclinó apenas.
—Necesito pedirle permiso para tratar un asunto con usted, Alteza. —su voz sonaba segura, pero sus manos, ocultas entre las mangas, apretaban los pliegues de su capa.
Willem sostuvo su mirada. Por un segundo, se permitió leer en esos ojos azul océano el nerviosismo que intentaba ocultar. A su lado, Henrik observaba con atención creciente; algo en aquella interacción comenzaba a encajarle demasiado bien.
El príncipe, con una media sonrisa que nadie más supo interpretar, respondió:
—Señorita Felder, ahora mismo no puedo atenderle. Si le parece… podemos vernos en el descanso de la tarde, antes de la caída del sol.
La expresión de Mariek se quebró levemente, apenas un parpadeo de desconcierto. Eso era lo que menos deseaba: verle tan a solas, fuera de miradas y testigos. Pero no podía negarse. Inclinó la cabeza en un gesto de aceptación y sus labios pronunciaron apenas un susurro de respeto:
—Así será, Alteza.
Se giró para regresar junto a sus amigas, la reverencia aún grabada en su cuerpo.
El grupo de nobles retomó el paso. Henrik clavó los ojos en su príncipe con una mezcla de sospecha y preocupación. Octavius, en cambio, se permitió un suspiro y ladeó la cabeza hacia Willem.
—Vas a salir mal de todo esto —murmuró con ironía, aunque en su mirada se adivinaba la sombra de una advertencia más seria.
Willem no respondió. Una chispa de emoción ardía en sus pupilas grises mientras el eco de la voz de Mariek seguía resonando en su mente.
Mariek estaba sentada junto a la ventana de su habitación. La tenue luz de la tarde se filtraba entre los cristales, tiñendo de ámbar los muros de piedra. En sus manos reposaba un libro abierto que no leía. Su mente estaba en otro lugar, atrapada en un recuerdo que aún la perseguía.
“Mantén distancia con el príncipe.” Las palabras, pronunciadas días atrás con la seriedad de una advertencia, resonaban como un eco imposible de silenciar. “Tu deber es protegerlo, no implicarte. Tu corazón no puede confundirse en esto.”
Mariek cerró los ojos con fuerza, apretando el lomo del libro. Lo entendía. Lo había repetido a sí misma como un mantra. Proteger, no sentir. Vigilar, no acercarse. Pero entonces, ¿por qué aquella sensación de vacío cada vez que trataba de esquivar al príncipe? ¿Por qué cada palabra de él, cada mirada, parecía encender un fuego que le costaba sofocar?
Se puso de pie con brusquedad, como si pudiera dejar atrás esos pensamientos. El tiempo del encuentro se acercaba, y no podía llegar con la mente turbada. Debía ser fuerte.
Cuando la tarde caía sobre los jardines de la Academia, tiñendo de tonos dorados y rosados las copas de los árboles. El murmullo del agua en las fuentes y el canto lejano de algunos pájaros daban al lugar un aire de calma serena. Allí, donde casi nadie iba a esa hora, el príncipe Willem aguardaba.
Se mantenía erguido, con la capa sobre los hombros y las manos enlazadas tras la espalda. Sus ojos grises se perdían en el horizonte, donde el sol empezaba a descender lentamente.
Los pasos suaves sobre la hierba anunciaron la llegada de Mariek. Willem, de pie bajo la luz anaranjada del ocaso, levantó la mirada y la vio avanzar hacia él. Primero distinguió la capa oscura que ocultaba su silueta, pero al llegar más cerca, ella dejó caer la capucha. Su cabello negro, suelto, se agitó con la brisa, y aquel mechón blanco rebelde atrapó de inmediato la última chispa de sol.
El uniforme de la Academia resaltaba en ella con una sobria elegancia que le pareció distinta a la habitual. La blusa blanca de mangas largas, impecable bajo la chaqueta negra con el escudo bordado en el pecho, realzaba la firmeza de su porte. La falda, recta y negra, caía apenas por encima de las rodillas, y las medias oscuras cubrían sus piernas por completo hasta los zapatos, cuya suela crujía con cada paso sobre la hierba. En otro momento, el atuendo no habría tenido nada de especial; pero ahora, bajo aquella luz incierta, Willem se sorprendió fijándose en cada detalle, como si buscara aferrarse a la imagen de ella para hacerla suya.
Por un instante, ninguno habló. El silencio no era incómodo, pero sí estaba cargado de todo lo que no habían dicho desde aquella noche del viaje astral. Fue Willem quien rompió la distancia.
—Sabía que vendrías.
Mariek respiró hondo, manteniendo la compostura.
—No tuve otra opción. Los niños... necesitamos encontrar una solución. —Su tono era firme, como si aferrarse a lo práctico pudiera apartarla de cualquier otra emoción.
Willem asintió, pero no apartó sus ojos de ella. La caída del sol bañaba su rostro en una mezcla de luz y sombra, y en ese instante, se le antojó más cercana y más lejana que nunca.
Mariek inspiró hondo antes de hablar, intentando sonar lo más serena posible.
—Los niños no pueden quedarse en la Academia para siempre. —Bajó la mirada un instante, pensando en Nella y Alric durmiendo en su cama la noche anterior—. Ya es un milagro que nadie los haya descubierto.
Willem inclinó apenas la cabeza, serio.
—Lo sé. Y tampoco puedo mandarlos a palacio, sería demasiado arriesgado. Nadie debe saber de su existencia, al menos por ahora. No podemos revelar que hemos estado ahí.
El silencio se instaló unos segundos, hasta que Mariek levantó la vista, con un atisbo de decisión en sus ojos océano.
—Podrían ir a casa de mis padres. —Dijo finalmente—. En Serendor estarían seguros, es un lugar tranquilo… y mi padre sabe cuidar de quienes lo necesitan. La Casa Felder podría ser su hogar.
Willem arqueó una ceja, sorprendido.
—¿Les confiarías a ellos?
—Sí. —Mariek apretó las manos contra su capa, nerviosa, pero convencida—. Sé… por experiencia…que los acogerán como si fueran propios.
El príncipe guardó silencio, evaluando sus palabras. Quiso preguntar cuál era la experiencia a la que se refería, pero entendió que no era el momento, así que asintió, despacio.
—Está bien. Entonces, cuando llegue el momento oportuno, los enviaremos con ellos.
Una sensación de alivio cruzó el pecho de Mariek, aunque la tensión no se deshizo del todo. Algo en su interior sabía que esa decisión era correcta… y a la vez peligrosa. Era mantener “algo” que le unía al Príncipe. Por un momento, ambos quedaron callados, contemplando el reflejo del sol agonizante sobre la fuente cercana. Willem fue el primero en romper la distancia de nuevo.
—Me sorprende que me hables con tanta frialdad, cuando hace unos días estabas… —Se detuvo, como si lo que iba a decir fuera demasiado.
Mariek se tensó. El recuerdo del claro, las lágrimas, el abrazo… ardió en su memoria como si hubiera ocurrido hacía un segundo.
—Alteza… —empezó, en un intento de retomar las formas.
Willem suspiró con fuerza, interrumpiéndola.
—¿De verdad otra vez con “Alteza”? —Su voz sonó entre cansada y exasperada—. Ya no sé si hablas conmigo… o con la corona sobre mi cabeza.
Mariek lo miró fijamente, con ese azul profundo que parecía atravesar muros.
—Es lo correcto. —respondió con firmeza, aunque la voz le tembló al final—. Es mi deber.
Willem dio un paso hacia ella. El aire entre ambos se tensó, y la luz dorada del atardecer envolvió sus siluetas.
—No es tu deber esconderte de mí. —La intensidad en sus ojos grises era casi insoportable—. No lo hacías antes de saber quién era. ¿Por qué ahora sí?
El corazón de Mariek latía tan fuerte que le dolía. Su mechón blanco se deslizó sobre su mejilla con la brisa, y tragó saliva, buscando recuperar el control.
—Alteza… —dijo despacio, como si cada palabra le doliera—. Es mejor que mantengamos la distancia.
Willem frunció el ceño, incrédulo.
—¿Por qué?
Ella apretó los labios, evitando sus ojos.
—Porque a usted no le conviene relacionarse con una chica como yo. —Se obligó a mantener la voz firme, aunque por dentro se quebraba—. Usted está destinado a grandes logros, a una vida dedicada a su pueblo. A gobernar junto a una mujer que pueda cuidarle… y darle descendencia.
Willem sintió que algo en su pecho se tensaba como un arco a punto de romperse. Dio un paso hacia ella, con los ojos fijos en su rostro.
—¿Y tú? —preguntó en un murmullo áspero—. ¿Cuál es tu destino, Mariek?
El aire pareció detenerse. Ella tragó saliva, nerviosa, sus dedos retorcieron un pliegue de la falda de su uniforme como si buscara sostenerse de algo. El mechón blanco cayó sobre su mejilla, ocultándole un instante los ojos océano.
—Mi destino… —susurró, alzando apenas la mirada hacia él, vulnerable y decidida a la vez— es protegerle.
Willem contuvo la respiración. El tono de su voz no había sido de sumisión, sino de convicción. Ella no lo decía como una noble que juraba fidelidad a la corona, sino como alguien que ya había decidido darlo todo, incluso a costa de sí misma.
Un instante eterno se extendió entre ambos. El príncipe estuvo a punto de decir algo, de romper con esa distancia que ella insistía en levantar. Pero Mariek, nerviosa, retrocedió un paso.
—Es lo mejor. —dijo con suavidad, aunque sus ojos brillaban con un fuego contenido.
Willem apretó la mandíbula. Quería contradecirla, quería decirle que no, que no podía aceptar aquello. Pero en su interior sabía que si insistía, la rompería más de lo que ya estaba. Apretó la mandíbula. Su corazón golpeaba como si no pudiera soportar aquella barrera invisible. Y entonces, con voz baja pero firme, dejó escapar la pregunta que lo atormentaba.
—¿Y si es inevitable?
Mariek lo miró, sorprendida. No había reproche en sus ojos, solo una verdad cruda y peligrosa que la desarmó. Sus labios se entreabrieron, pero ninguna respuesta salió. El silencio entre ambos se volvió denso, eléctrico.
Willem no dijo más. Solo sostuvo su mirada unos segundos eternos, antes de apartarse un poco, dándole espacio. El aire se había llenado de todo lo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.
Ella inclinó apenas la cabeza, como si aquel silencio fuera la única respuesta posible, y dio un paso atrás. Luego otro. Sin palabras, giró sobre sus talones y se retiró por el sendero del jardín, la falda oscura balanceándose con la prisa de quien huye de algo imposible de controlar.
Willem la siguió con la mirada hasta que su silueta se perdió en la penumbra. Sólo entonces dejó escapar el aire, sintiendo que esa pregunta —¿y si es inevitable?— pesaba más que cualquier promesa o juramento de la corona.
Permaneció de pie en el jardín aún largo rato después de que Mariek se marchara. El eco de sus palabras, la reverencia y aquella promesa que acababa de sellar, retumbaban dentro de él con un peso insoportable.
Se pasó una mano por el cabello, exasperado. No entendía cómo podía sentirse tan dividido. Por un lado, sabía que ella tenía razón: no podía permitirse un vínculo que pusiera en riesgo su deber, su destino, la corona que tarde o temprano caería sobre sus hombros. Pero, por otro lado, cada vez que pensaba en su voz, en sus ojos azules como océanos en calma y tormenta, el fuego en su interior le recordaba que no quería esa distancia.
Caminó unos pasos, con la capa ondeando tras él. La luz del sol ya casi se había extinguido, bañando los jardines en un dorado agonizante.
—Protegerme… —murmuró, con la rabia y la ternura mezclados en un mismo nudo—. ¿Y quién te protege a ti, Mariek?
Sintió el impulso de ir tras ella, de romper la distancia antes incluso de que tuviera tiempo de asentarse en su corazón. Pero se obligó a detenerse. Era príncipe. No podía dejarse guiar por algo tan humano, tan frágil, tan prohibido.
Willem levantó la mirada al cielo que oscurecía y, por un instante, deseó no ser quien era. Deseó no tener que elegir entre la corona y aquello que su alma anhelaba en secreto. ¿Por qué ella era capaz de verle más digno de la Corona que él mismo? Sin embargo, sabía que esa debilidad debía enterrarla. La próxima vez que la viera, debería recordar la distancia, el silencio y el deber. Aunque la decisión le quemara por dentro.
El mercado costero de Belvarenne estaba más vivo que nunca. Aromas de especias dulces y picantes se mezclaban con el olor a sal del mar y el chirriar de las gaviotas sobrevolando los barcos atracados en el muelle. Mercaderes del Sur-este voceaban sus productos: sedas, joyas de coral, perfumes, sal cristalizada de Lysmarin. Pero ese día, la atención estaba puesta en una flota recién llegada: tres navíos cargados de mercancías extrañas, procedentes de rutas lejanas.
El Capitán Vahl Arker, comandante de la guardia portuaria y padre de Roderic, inspeccionaba el cargamento con mirada dura.
—Demasiado hermético para ser solo especias —murmuró, mientras uno de sus hombres le mostraba un sello que no pertenecía a ningún gremio conocido.
Ordenó abrir los cofres. Ante los ojos atónitos de todos, se revelaron sacos de hierbas ennegrecidas y cristales rojizos que emanaban un leve resplandor. En otra sección, cuidadosamente envueltas en telas, había espadas forjadas con símbolos grabados en la hoja, símbolos que sólo un iniciado en las artes arcanas reconocería.
—Esto no pertenece a Belvarenne —dictaminó Vahl, cerrando el cofre con fuerza—. Y hasta que se investigue su origen, nadie moverá nada. Avisad al jefe de los hechiceros para que investiguen.
El informe fue enviado también al Rey Theobald con la máxima urgencia. La mercancía quedó bajo estricta vigilancia en los almacenes del puerto, con guardias de turno constante.
Pero esa misma noche, cuando el viento marino azotaba las velas de los barcos vacíos y la luna se alzaba como un faro pálido sobre el agua, algo ocurrió.
Los centinelas jurarían después que una sombra se deslizó por los muelles, más fría que el aire del mar. Las antorchas se apagaron de golpe, sofocadas como si una mano invisible las apagara El silencio fue absoluto durante un instante… hasta que un murmullo en una lengua oscura recorrió las paredes de piedra.
Cuando la guardia irrumpió con refuerzos, los cofres habían desaparecido por completo. Ni rastro de ellos. No había marcas de ruedas, ni huellas en la arena húmeda. Solo un olor extraño, metálico y agrio, que impregnaba el aire como si la magia hubiera quemado algo invisible.
El Capitán Vahl contempló el almacén vacío, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada.
—No es contrabando. Es algo peor. Y alguien lo ha reclamado antes que nosotros.
Un rumor comenzó a extenderse en la ciudad: la oscuridad no solo acechaba en el Este… también había extendido sus garras hasta el Sur-este de Serendipy.
En el corazón de Serendor, capital del reino, los salones del palacio estaban más silenciosos de lo habitual. Fuera, el bullicio de la ciudad se mezclaba con el repicar de campanas y los ecos de la vida en la gran plaza. Pero dentro, en la sala del consejo, el ambiente era pesado, casi asfixiante.
El Rey Theobald de Serentipy, de pie junto a los ventanales que daban al río Seran, sostenía en la mano el informe recién llegado desde Belvarenne. El pergamino temblaba ligeramente entre sus dedos, aunque no por debilidad, sino por la tensión contenida.
—¿Espadas forjadas con símbolos arcanos? ¿Cristales de origen desconocido? —su voz retumbó en la sala, grave, colérica—. Y ahora me dicen que todo desapareció en una sola noche… bajo la mirada de mis propios hombres.
Uno de los consejeros carraspeó con nerviosismo.
—Majestad, el Capitán Vahl asegura que no fue un robo común. Los guardias hablan de voces en la oscuridad, de sombras que… que no caminaban como hombres.
El Rey apretó el informe hasta arrugarlo, girándose hacia los presentes. Sus ojos, del mismo gris acerado que los de Willem, brillaban con furia contenida.
—La oscuridad ataca en el Este, y ahora toca los puertos del Sur. Esto no es coincidencia. Alguien mueve sus piezas en secreto, y lo hace con rapidez.
Gideon Felder, capitán de los caballeros reales, dio un paso al frente.
—Majestad, debemos reforzar las defensas de Serendor y de todo el reino. Si esas armas caen en manos enemigas, la estabilidad del reino entero estará en riesgo.
—¿Y qué me propones, Gideon? —replicó Theobald, golpeando la mesa con un puño—. ¿Que encierre a mi pueblo detrás de murallas mientras los enemigos avanzan sin resistencia?
El silencio cayó como un manto pesado. El Rey respiró hondo, luego dejó caer el informe sobre la mesa.
—No. Debemos encontrar a quien está detrás de esto. —Sus ojos recorrieron a cada uno de los presentes, hasta detenerse en Gideon—. Manda exploradores a Belvarenne. Quiero respuestas. Y si esas mercancías vuelven a aparecer, deben ser recuperadas a cualquier precio.
Un murmullo de aprobación recorrió la sala, aunque nadie pudo ignorar el tono sombrío que teñía cada palabra del monarca.
Cuando todos se retiraron, el Rey quedó solo, apoyado en la mesa, con la mirada fija en el mapa del reino. Sus dedos trazaron el recorrido de la costa, luego las montañas del norte, y finalmente la llanura del este. Tres puntos distintos, tres focos de tensión.
—Sombras en Dürnstein… ahora en Belvarenne. —susurró para sí mismo, con un dejo de preocupación paternal en la voz—. Willem…
El eco de sus palabras quedó atrapado en los altos muros de piedra, como si el palacio mismo compartiera su inquietud.
La luz del atardecer se colaba por la ventana de la habitación de la Torre de los Hechiceros, pintando todo con tonos dorados y cálidos. Mariek estaba sentada en una pequeña silla, peinando con paciencia el cabello de Nella, mientras la niña observaba fascinada cómo los mechones negros caían ordenados, sin un solo nudo.
Alric, por su parte, jugaba con Lumos, haciendo que el Lúpenyx diera saltitos alrededor de él. Cada chispa de luz que desprendía la cola del pequeño animal provocaba risas en el niño.
—¿Sabes, Nella? —comenzó Mariek con voz suave, mientras pasaba el peine con cuidado—, cuando vayáis a casa de la familia Felder, vais a ver un lago enorme, y la casa es muy alegre. Mi madre prepara la mejor comida que puedas imaginar… os vais a sentir muy cómodos allí.
Nella abrió los ojos como platos y se abrazó a Mariek, entusiasmada.
—¿Y vendrá el Príncipe Willem? —preguntó con voz tímida.
Mariek se detuvo un instante, el peine quedó suspendido en el aire. Una sonrisa dulce se dibujó en su rostro, aunque sus ojos se nublaron por un instante con nostalgia.
—Yo… seguro vendré para las fiestas de invierno —dijo, dejando caer un mechón rebelde detrás de su oreja—. Pero el Príncipe… él tendrá que decidir si viene. Tendrás que invitarle tú misma.
Alric, con la inocencia de sus nueve años, dio un salto y abrazó a Lumos.
—¡Seguro que viene! —dijo, con una sonrisa traviesa—. ¡El otro día me prometió enseñarme a usar la espada!
Mariek rió suavemente, sin poder evitar que una chispa de melancolía se colara en su corazón. Miró a través de la ventana, hacia la torre de los Caballeros, imaginando al joven príncipe entre sombras y luces grises.
—Sí, seguro que vendrá —murmuró para sí misma, mientras recogía un mechón de cabello de Nella y lo sujetaba con cuidado—. Ahora solo tenemos que asegurarnos de que estéis bien.
Nella le abrazó la cintura, y Alric se acurrucó junto a Lumos, fatigado tras tanto juego. Mariek los observó con ternura, sus manos acariciando suavemente sus cabellos. Por un momento, todo parecía tranquilo, casi mágico, mientras la amenaza creciente de las sombras se extendía por el reino, sin que ellos lo notaran.
Pero en su corazón, entre la risa de los niños y los recuerdos de su joven príncipe, Mariek guardaba un secreto suspiro: un deseo de volver a verlo, aunque supiera que la distancia y la formalidad aún los separaban.
Una hora después, los pasillos de la Academia estaban llenos del bullicio propio de la mañana: estudiantes que corrían de un aula a otra, el eco metálico de las armas de los caballeros en entrenamiento, el murmullo de conjuros recitados en voz baja por los aprendices de hechicería.
Mariek caminaba junto a Liora, ambas conversando en voz baja sobre los últimos ejercicios en clase de runas. El cabello rojizo de Liora brillaba bajo la luz de las lámparas mágicas mientras asentía, sonriendo.
—Nos vemos después, Mariek —dijo finalmente, ajustándose la aljaba sobre el hombro—. Si llego tarde al entrenamiento de arco, mi instructor me colgará de las torres.
Mariek asintió, con esa media sonrisa que solo mostraba en momentos de confianza.
—Suerte con eso, Liora.
Liora se despidió con un gesto de la mano y desapareció entre la multitud. Fue entonces cuando Roderic apareció, caminando con paso seguro.
—Buenos días, señorita Felder —la saludó con tono cordial, acomodando la capa sobre su hombro—. Siempre me sorprende verla tan puntual.
Mariek ladeó apenas la cabeza, acostumbrada ya al trato formal.
—Buenos días. Intento mantener la disciplina.
Comenzaron a caminar juntos, el ritmo acompasado entre las clases que los aguardaban. Durante unos instantes conversaron sobre la vida en la Academia, nada demasiado comprometido, aunque Roderic parecía interesado en mantener el diálogo vivo. Al llegar a la bifurcación de los pasillos, Mariek se detuvo.
—Aquí nos separamos. Tengo clase de hechizos no verbales.
Roderic asintió, con una leve inclinación de cabeza.
—Por mi parte, sigo hacia estrategias militares. Que tenga un buen día, señorita Felder.
Ella respondió con una reverencia mínima antes de perderse entre los arcos de piedra. Roderic continuó hasta la sala de estrategias, donde ya se encontraban varios compañeros. Entre ellos, Henrik, revisando algunos mapas extendidos sobre la mesa.
—He coincidido con tu hermana en el pasillo —comentó Roderic con naturalidad, tomando asiento frente a él—. Siempre parece tan centrada… hasta en una conversación sencilla.
Henrik alzó una ceja, sin darle mayor importancia.
—Sí, Mariek es así. —Respondió con un dejo de orgullo fraternal.
En un rincón, escuchando en silencio mientras fingía ajustar sus guantes de cuero, estaba Willem. No dijo nada, no levantó la vista ni interrumpió. Pero por dentro, cada palabra le cayó como un golpe seco en el pecho. El comentario casual, la naturalidad con que otros podían hablar de ella, caminar a su lado, sin sentir el peso de la distancia que él mismo se había impuesto.
—Tu hermana es… intrigante—comentó, con un dejo de curiosidad genuina—. Siempre tan reservada y, al mismo tiempo, con una fuerza que uno percibe incluso en los detalles más pequeños. Me intriga lo distintos que son ustedes dos.
Henrik, que había estado trazando una línea en el mapa con un compás, detuvo la mano. El gesto apenas fue perceptible, pero suficiente para denotar incomodidad.
—Mariek y yo… hemos seguido caminos distintos —respondió con cautela, eligiendo las palabras con precisión—. No hay mucho que comparar.
Roderic sonrió levemente, como si quisiera provocar un poco más.
—Aun así, llama la atención. Entre todos los alumnos de la Academia, ella es de los pocos que parecen cargar con algo más grande que simples estudios o entrenamientos.
Las palabras quedaron flotando. Henrik bajó la mirada, incómodo. Nadie sabía la verdad sobre Mariek, nadie salvo él mismo y… Willem. Fue entonces cuando la voz del príncipe interrumpió, firme, clara, como una espada desenvainada:
—La señorita Felder no necesita ser diseccionada en una mesa de estrategias —dijo Willem sin levantar demasiado el tono, pero con una fuerza que acalló la conversación de los más cercanos—. Ella sabe quién es y cuál es su deber. Eso debería bastar.
Roderic le sostuvo la mirada unos segundos, con una media sonrisa que no era desafío, sino algo más sutil.
—No lo niego, Alteza. Pero a veces, quienes saben demasiado de su deber… olvidan que también tienen derecho a vivir, a sentir.
Un silencio tenso se apoderó de la sala. Henrik apretó los labios, nervioso, mirando de reojo a Willem, temiendo que algo estallara. Entonces, Octavius, que observaba desde el otro extremo, habló con tono ligero, casi burlón, para suavizar la atmósfera:
—Vaya, vaya, ¿desde cuándo la estrategia militar incluye filosofar sobre sentimientos? Pensé que estábamos aquí para hablar de líneas de defensa y no de corazones vulnerables.
Henrik se inclinó un poco hacia Roderic, hablando en un tono bajo, como si quisiera cerrar el tema:
—Mariek nunca tendrá un interés amoroso por nadie. La conozco muy bien. Ella solo estaría con alguien con quien realmente compartiera un destino… pero Mariek… ella… es otra cosa.
Sus palabras, más que una declaración, sonaron como un secreto que no debía haberse dejado escapar. Willem, que escuchó cada sílaba, sintió cómo se clavaban en su pecho. Roderic asintió despacio, con un brillo indescifrable en los ojos, como si hubiera encontrado justo la grieta que buscaba.
El maestro entró al aula, dando comienzo a la clase y enterrando momentáneamente la tensión. Pero Willem ya no prestaba atención a los mapas ni a las rutas. Solo quedaba en su mente el eco de esas palabras y la media sonrisa de Roderic.
Horas después, el acero silbaba en el aire. Cada estocada de Willem era más brusca que la anterior, cargada de un ímpetu que no pertenecía al entrenamiento, sino a algo que ardía más hondo. El sudor resbalaba por su frente, empapando la camisa, mientras la espada cortaba la brisa de la tarde.
Golpe tras golpe contra el tronco improvisado como blanco, hasta que el príncipe perdió la respiración y con un grito ahogado descargó toda la rabia en un tajo brutal que casi partió la madera.
Se quedó quieto, jadeante, apoyando la frente contra el frío metal de la hoja. Mariek y Roderic. El pensamiento le cruzó como una cuchillada. Tal vez sería lo mejor para ella… alguien como él, alguien libre, sin cadenas reales. Pero…Su mano tembló, apretando la empuñadura hasta que los nudillos se le pusieron blancos. No lo soporto.
Entonces, un destello lo sacó de sus pensamientos. Un parpadeo azul, eléctrico, que vibró entre los árboles. Willem alzó la vista, siguiendo el resplandor. Se internó en el bosque con pasos silenciosos, hasta que la vio: Mariek.
En medio de un claro reducido, la joven se movía con una destreza feroz y elegante. En una mano llevaba una espada, en la otra, descargas de magia, proyectándose contra muñecos encantados que ella misma había animado. No pronunciaba hechizos en alto sino que los evocaba con la mente. Cada figura atacaba con precisión mortal, y ella respondía con una danza letal: cortes limpios, estallidos de energía, giros que hacían que su cabello oscuro con el mechón blanco ondeara como un estandarte en medio de la tormenta.
Por un instante, Willem se quedó inmóvil, atrapado por aquella imagen. La Mariek reservada, silenciosa, que siempre bajaba la cabeza… allí estaba convertida en algo imponente, imposible de ignorar.
Uno de los muñecos lanzó un golpe certero hacia ella. Willem, casi sin pensarlo, levantó su mano y lo detuvo con su propia magia, desintegrando la embestida en el aire. Mariek se giró sorprendida. Sus ojos azules océano se encontraron con los de él. El tiempo se suspendió en ese cruce de miradas. Ella no dijo nada. Él tampoco.
Mariek giró de nuevo la espada en su mano, como una invitación muda. Willem esbozó apenas una sonrisa seria, y desenvainó la suya. Los muñecos se desvanecieron con un gesto de ella, y entonces ambos avanzaron uno contra el otro.
El primer choque de espadas retumbó como un trueno en el claro. Chispas mágicas salieron despedidas, vibrando en el aire. Willem atacó con fuerza, Mariek respondió con rapidez y un toque de hechicería en cada movimiento. Ella lanzó una ráfaga de viento, él contrarrestó con un campo de energía. Las hojas del bosque bailaban alrededor como si el propio entorno celebrara aquella colisión de voluntades.
De acero contra acero, de magia contra magia, siguieron una coreografía no ensayada pero perfecta. No había palabras, solo respiraciones entrecortadas, miradas intensas y el lenguaje de los cuerpos que se buscaban y repelían en la misma medida.
En un instante, las espadas se trabaron, los rostros a apenas un palmo de distancia. El corazón de Willem golpeaba en su pecho como un tambor de guerra. Los ojos de Mariek brillaban, no de rabia, sino de una fuerza que lo quemaba por dentro. La presión se quebró, y con un movimiento ágil lo obligó a retroceder un paso. Willem sonrió con un brillo desafiante en los ojos.
—Así que te guardabas esto para ti —murmuró con voz grave, casi entre dientes.
Mariek no contestó, se limitó a avanzar. La espada dió un golpe certero que él apenas alcanzó a bloquear. Siguió una ráfaga de movimientos: acero, viento, chispas etéreas iluminando el claro. Willem respondió con fuerza bruta, ella con precisión y agilidad.
Cada golpe acercaba más sus cuerpos, cada hechizo entrechocado llenaba el aire de energía. Finalmente, Mariek lanzó una combinación impecable: un giro de cadera, la espada deslizándose en un arco descendente, y al mismo tiempo una corriente de aire que desestabilizó su defensa. Willem apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de sentir cómo su arma salía disparada de su mano, clavándose en el suelo a un par de metros.
El silencio se hizo.
Mariek, con el pecho agitado y el cabello desordenado pegado a su rostro, mantenía la punta de la espada a un suspiro de su barbilla. Willem, desarmado, alzó lentamente la vista hasta encontrarse con ella. Sus respiraciones se mezclaron en el breve espacio que los separaba. Él no apartó la mirada. Una sonrisa leve, casi orgullosa, asomó en sus labios.
—Entonces… supongo que gano yo —dijo ella en un hilo de voz, aún sorprendida de su propio triunfo.
Willem inclinó apenas el rostro hacia adelante, con la mirada fija en esos ojos azules que parecían atravesarlo.
—No, Mariek… —murmuró con una intensidad que la desarmó más que cualquier golpe—. Has demostrado algo mucho más peligroso que vencerme.
La espada tembló un instante en su mano antes de que la bajara despacio. Por primera vez, fue ella quien apartó los ojos, incapaz de sostener el peso de aquel momento.
Willem recogió su arma del suelo, pero no rompió la tensión. Se quedaron en pie frente a frente, a pocos pasos, con el eco de su duelo vibrando todavía entre los árboles y algo nuevo, indomable, latiendo entre los dos.
El silencio aún vibraba entre ellos cuando un crujido de ramas anunció una presencia cercana.
—¿Mariek? —la voz de Henrik rompió el instante.
Ella se giró de golpe, aún con el cabello suelto sobre el rostro y la espada en mano. Willem, sereno pero alerta, bajó el arma con una calma estudiada. Henrik avanzó unos pasos hasta que la luz lo alcanzó. Sus ojos se abrieron, sorprendido al ver al Príncipe Willem frente a su hermana.
—¿Qué… significa esto? —preguntó con cautela, sin dureza pero con una tensión evidente.
Mariek abrió los labios para responder, pero Willem la adelantó, erguido y seguro.
—Confidencial —dijo con firmeza—. Nada de lo que has visto debe salir de aquí.
Henrik lo miró incrédulo, dudando de sus mismas palabras “Mariek nunca tendrá un interés amoroso”. Entonces, sintió rabia. No le importó que fuera el Príncipe, incluso eso le molestaba más.
—¿Confidencial? ¿Con mi hermana?
El Príncipe asintió apenas, sin perder la compostura.
—Solo entrenamos. Nada más.
Hubo un silencio breve. Henrik buscó los ojos de Mariek, como esperando una confirmación, pero ella bajó la mirada, nerviosa.
Willem recogió su capa del suelo y se la echó sobre los hombros. Antes de retirarse, sostuvo un segundo más la mirada de Mariek, lo justo para que solo ella entendiera lo que no se había dicho. Luego, sin añadir palabra, pasó junto a Henrik y se perdió entre los árboles del claro.
Henrik exhaló con fuerza, girándose hacia su hermana.
—¿Desde cuándo? —preguntó, esta vez más bajo, casi con miedo a la respuesta.
Mariek guardó silencio. Se limitó a envainar su espada con un gesto rápido y esquivar la pregunta.
—Debemos volver —dijo con voz neutra.
—¿Qué estabas haciendo? —la voz de Henrik cortó el silencio como una espada.
Mariek se giró de golpe. Allí estaba su hermano, con la mirada fija en ella, los ojos claros destellando bajo la luz temblorosa que se colaba entre las ramas.
—Entrenando —replicó ella, erguida, con la espada aún en la mano.
Henrik avanzó, cada paso impregnado de reproche.
—Entrenando con él a solas. ¿Has perdido el juicio? ¿Sabes lo que eso puede causar si se entera?
Mariek apretó la mandíbula.
—Solo fue un ejercicio. Nada más.
—¡No te engañes, Mariek! —Henrik alzó la voz, sus palabras vibrando de contención—. No puedes permitirte eso. Tu deber es claro: proteger a la Corona, no enredarte con ella.
Mariek dio un paso hacia él, los ojos azul océano encendidos de furia.
—¡Y lo hago! ¿O acaso dudas de mí?
—No dudo de tu poder —replicó Henrik, firme, señalando la espada que ella aún empuñaba—. Eres una gran hechicera, quizá la mejor de nuestra generación. Pero cuanto más te acercas a él, más te expones. ¿No entiendes que si caes, no solo te pierdo yo, sino que también peligra la Corona?
Mariek bajó la vista por un instante, la respiración agitada. El peso de aquellas palabras le calaba hasta los huesos.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que viva como una sombra? ¿Que niegue lo que soy?
—Quiero que seas fuerte —respondió Henrik sin titubear—. Que recuerdes lo que nos inculcaron desde el principio: proteger, no sentir. Servir, no desear.
Mariek lo miró con rabia contenida.
—¿Y si deseo ser algo más que una protectora? ¿Alguna vez pensaste en eso?
Henrik titubeó, sorprendido por la dureza de su tono. En sus ojos claros apareció un destello de dolor.
—Mariek… —murmuró, más suave, acercándose un paso—. Quiero protegerte a ti, no solo a la Corona.
El silencio se cerró entre ellos, denso como una pared invisible. Mariek apretó con fuerza la empuñadura de la espada, y durante un instante Henrik creyó ver en su mirada algo imposible: un deseo reprimido de ser normal, de elegir su destino en lugar de cargar con él. Ella, sin embargo, no dijo nada más. Bajó la espada lentamente, giró el rostro y, sin mirarlo, murmuró:
—No necesito que me lo recuerdes. Ya lo sé.
Henrik la observó en silencio, con un nudo en el pecho. Sabía que había tocado una herida abierta, una que ni él mismo sabía cómo cerrar.
Mariek estaba apoyada en la barandilla de piedra, la mirada perdida en las montañas que se teñían de un azul profundo con el caer de la tarde. El viento agitaba su cabello oscuro y el mechón blanco caía rebelde sobre su rostro, como un recordatorio constante de lo que cargaba. Aún sentía el eco áspero de las palabras de su hermano resonando en la memoria: no debes sentir, no debes desear.
Los pasos ligeros de Elara rompieron el silencio. La muchacha se detuvo a unos metros, observándola en silencio antes de acercarse.
—Pareces a punto de pelear con las montañas —comentó con una media sonrisa, apoyándose junto a ella.
Mariek no respondió. Solo entrecerró los ojos, como si aquella broma hubiera resbalado sin rozarla. Elara la miró de reojo, paciente.
—¿Qué ocurre?
—Nada —respondió Mariek con un tono demasiado rápido, demasiado seco.
Elara no insistió, pero dejó escapar un suspiro suave.
—Ya… —murmuró, pensativa—. Supongo que no hace falta que me lo cuentes. Solo sé que a veces la lucha no está en los pasillos ni en los entrenamientos, sino aquí —se llevó una mano al pecho, justo sobre el corazón—. Entre lo que creemos que debemos ser… y lo que de verdad sentimos.
Mariek giró el rostro apenas, sorprendida por la claridad de sus palabras.
—¿Qué insinúas?
Elara se encogió de hombros, con un brillo pícaro pero sincero en los ojos.
—Que puede que tenga que ver con el deber… y con el amar. Y esas dos cosas nunca han sabido llevarse demasiado bien.
El silencio se extendió entre ambas. Mariek bajó la vista, incapaz de responder de inmediato. La frase de Elara la golpeaba con más fuerza de la que quería admitir. Ella, que siempre había mantenido todo bajo llave, sentía ahora cómo la cerradura se resquebrajaba un poco.
Al cabo de un rato, su voz salió más baja, casi un susurro:
—Me alegra haberte conocido.
Elara parpadeó, sorprendida. Ladeó la cabeza para mirarla mejor, como si quisiera asegurarse de haber escuchado bien.
—¿Eso ha salido de tu boca, Mariek Felder? —dijo con una sonrisa que oscilaba entre la burla y la ternura.
Mariek apartó la mirada, incómoda, aunque un leve rubor asomó en sus mejillas.
—No te acostumbres.
Pero Elara no se lo tomó a mal. Su sonrisa se ensanchó, cálida. Y aunque Mariek no lo admitiera, en ese instante supo que su amiga había conseguido aliviar un poco la tormenta que llevaba dentro.
De pronto, Elara frunció el ceño y señaló con el dedo hacia los muros cercanos.
—¿Qué es eso?
Mariek siguió la dirección de su mirada y el aire se le heló en el pecho. Sombras informes reptaban por la piedra, trepando como espectros nacidos de la misma penumbra. Y demasiado cerca… demasiado cerca de la Torre de los Caballeros. Del príncipe.
—No… —susurró, y la alarma endureció su expresión.
Elara percibió el cambio en su amiga. Vio la tensión en sus ojos, la forma en que su rostro se crispaba de pura preocupación. Y antes de que Mariek pudiera reaccionar, se adelantó un paso con decisión.
—¡Elara, espera! —alcanzó a decir, pero la voz se ahogó en la urgencia.
La joven extendió las manos hacia el suelo, y de la hierba brotaron raíces gruesas y retorcidas, alzándose como serpientes vivas. Con un chasquido brutal atravesaron al espectro, desgarrando su forma oscura. Un chillido ahogado se disipó en el aire, y el ente se deshizo en la brisa nocturna. El silencio que siguió fue aún más pesado.
Mariek giró de inmediato hacia la Torre. Y allí estaba él: Willem, enmarcado por la ventana iluminada, los ojos grises fijos en ellas, fijos en ella. El brillo de su mirada no dejaba dudas. Lo había visto todo.
El corazón de Mariek se aceleró. Comprendió al instante: Willem lo hacía a propósito. No era descuido ni inocencia. Había estado esperando, dejando que los espectros se acercaran lo suficiente para atraer a quien los guiaba. Para obligar al traidor a dar un paso en falso.
Su respiración se agitó. Se obligó a mirar más allá, buscando con el instinto que ya había aprendido a escuchar. Y allí, entre los corredores que conducían a las salas de los profesores, una sombra se deslizó, rápida, como huyendo de la escena.
Mariek lo vio. Willem también. Sus miradas se cruzaron una última vez desde la distancia, sellando la misma certeza: el enemigo estaba demasiado cerca.
Dos días habían pasado desde aquella noche en que la sombra se deshizo en los corredores y tanto Willem como Mariek vieron con claridad hacia dónde huía: la zona de los profesores. Desde entonces, la tensión en la Academia se había vuelto un hilo invisible, tirante, que parecía envolverlos a todos sin que los demás se dieran cuenta.
En una sala austera, de paredes de piedra y una mesa rectangular de roble macizo, Willem se reunió con Octavius, Henrik y Roderic. Afuera, la tarde declinaba lentamente, proyectando un resplandor ámbar a través de las vidrieras altas.
Octavius fue el primero en hablar, con la severidad de quien no permite concesiones:
—No hay duda. El infiltrado se oculta entre los maestros. Nadie más podría atravesar las defensas de la Academia. Las runas de los muros, las barreras mágicas… todo eso está diseñado para repeler entidades oscuras. Y sin embargo, se cuelan como si nada.
Roderic apoyó el codo en la mesa, con el ceño fruncido
—Podría ser uno de los nuevos. El profesor Kroll lleva apenas un año… y siempre he pensado que oculta algo.
Henrik negó con la cabeza, más cauto:
—No debemos precipitarnos. Acusar a un maestro sin pruebas sería un desastre. Lo que sabemos hasta ahora es demasiado vago.
—¿Y qué sugieres? —replicó Octavius con voz dura—. ¿Que esperemos a que consigan lo que buscan? Casi cinco intentos fallidos. No tardarán en volver a probar.
Willem había permanecido en silencio, con los dedos entrelazados sobre la mesa, escuchando. Sus ojos grises, tensos, se alzaron finalmente hacia ellos.
—Lo cierto es que no todos los profesores pueden estar implicados. Y, sin embargo… alguien está abriendo esa puerta. —Su voz era grave, pero mesurada—. La pregunta es quién, y por qué.
Hubo un silencio pesado. El chisporroteo del fuego en la chimenea parecía subrayar la falta de respuestas. Henrik inclinó la cabeza hacia el príncipe.
—¿Y si lo que buscan no es a usted, Alteza… sino algo dentro de la Academia? ¿Y si Usted es el medio de conseguirlo?
Roderic alzó las cejas, sorprendido.
—¿Qué podría interesarles más que el heredero al trono?
—El poder o algún arma —dijo Octavius con frialdad—. Aquí se guarda conocimiento prohibido. Magia que debería estar enterrada. Si alguien abre las puertas a la oscuridad, quizá no sea solo para atacar al príncipe… sino para hacerse con lo que duerme entre estos muros.
Willem escuchó en silencio, las palabras de Octavius calando hondo. Al final, exhaló despacio.
—Sea lo que sea… no permitiré que lo consigan.
En ese instante, un guardia entró con pasos apresurados, inclinándose en una reverencia.
—Alteza, lo solicitan en las caballerizas. Un carruaje parte hacia Serentipy.
Willem se puso en pie al instante. Sus caballeros lo miraron, comprendiendo sin necesidad de más palabras.
—Luego nos vemos —murmuró Willem, y salió de la sala con decisión.
Las ruedas del carruaje con el blasón de los Felder se fueron perdiendo por el camino de tierra, hasta que solo quedó el eco distante de los cascos de los caballos. La penumbra de las caballerizas volvió a envolverlos en silencio. Mariek permaneció de pie, los brazos cruzados bajo la capa, observando fijamente hacia el punto donde ya nada se veía. Willem, a su lado, no intentó disimular la melancolía que le nublaba los ojos. Por un largo momento, ninguno habló.
—Estarán muy bien —murmuró al fin Willem, como si quisiera convencerse a sí mismo más que a ella.
Mariek asintió apenas, sin apartar la vista.
—Sí. Aunque a veces… el silencio después de una partida pesa más que la partida misma.
Willem la miró de reojo. Había algo en su tono, en esa calma contenida, que le hizo preguntarse qué tanto silencio había habitado en la infancia de Mariek.
—¿Cómo eras de niña? —preguntó de pronto, con una sonrisa leve, casi tímida.
Ella parpadeó, sorprendida por la pregunta.
—¿Yo? —ladeó la cabeza—. Callada. Siempre con un libro. No tenía demasiados amigos… no los buscaba tampoco.
—Lo imaginaba —respondió Willem, con cierta picardía en la voz.
—¿Y usted? —replicó Mariek, intentando desviar la atención.
Él rió suavemente, aunque había algo de amargura en esa risa.
—Príncipe Willem: siempre protegido, siempre bajo la sombra de lo que debía ser. Lecciones interminables, reverencias a cada paso, discursos que nunca entendía del todo… —suspiró—. Y, aun así, con ansias de libertad. Siempre mirando más allá de los muros del palacio, preguntándome cómo era realmente el mundo.
Mariek lo observó en silencio, y por primera vez, lo imaginó de niño: inquieto, ansioso, con esa chispa en los ojos que todavía tenía. Willem bajó la voz, como si lo que estaba a punto de confesar llevara guardado demasiado tiempo.
—De hecho… ya te había visto antes de llegar aquí.
Ella lo miró, desconcertada.
—¿Antes?
Él asintió, con una sonrisa que mezclaba nostalgia y asombro.
—Hace un año, en la ciudad. Iba huyendo de un grupo de soldados… no importa por qué. Giré en una calle estrecha y choqué contigo. —Hizo una pausa, y la intensidad de sus ojos grises se fijó en ella—. Recuerdo el golpe, el libro cayendo al suelo, y tu voz. Nadie me hablaba así.
Mariek se tensó, sus labios se entreabrieron sin saber qué responder. Willem avanzó un paso, como si al revivir la escena necesitara acercarse.
—Tenías la capucha puesta, pero ese mechón blanco… —alzó apenas la mano, deteniéndose a medio gesto, como si temiera rozarla de nuevo—. Fue imposible olvidarlo. Y tus ojos… —susurró—. Me dijiste que no me metiera con los demás, que si no sabía caminar, mejor me quedara en casa.
Mariek sintió que un calor extraño le subía a las mejillas. Recordaba aquella tarde. Recordaba la prisa de aquel muchacho que nunca supo quién era.
—Así que… eras tú —murmuró, bajando un poco la mirada, como si de pronto esa coincidencia la dejara desnuda.
Willem sostuvo su silencio unos segundos más, con una media sonrisa.
—Nunca imaginé que serías tú, aquí, en la Academia.
El aire entre ellos se tensó demasiado. Fue Mariek quien, con un leve carraspeo, lo rompió.
—La verdad… me hice daño ese día, por tu culpa —dijo con seriedad, aunque sus mejillas se encendieron levemente—. Y… lo siento por cómo te hablé.
Willem arqueó una ceja y, en vez de ofenderse, sonrió con una chispa en los ojos.
—Me gusta más cuando me tratas así que cuando me llamas “Alteza”.
Ella suspiró, desviando la mirada con un intento fallido de frialdad.
—¿Volvemos?
—Sí… me están esperando para… —Willem se interrumpió de golpe, como si una idea acabara de atravesarlo. Mariek lo miró, confusa.
—¿Alteza?
Él bajó la voz, acercándose un poco.
—A lo mejor, podéis ayudarnos. Tú y Elara lo habéis visto. Y Liora… por la forma en que me observa estas últimas semanas, estoy seguro de que también lo percibe.
Mariek abrió los ojos, sorprendida, y un leve destello de emoción cruzó por ellos. Sabía que se refería a la sombra que estaba permitiendo la entrada de la oscuridad en la Academia.
—¿Quiere decir… que yo también podría ayudarle a protegerle?
Willem la miró fijamente, y al verla así, con ese brillo repentino en los ojos, sintió que algo dentro de él se tambaleaba. Un calor inesperado le subió al cuello, y por un instante tuvo que apartar la vista.
—Eso mismo —murmuró, ruborizado, antes de añadir con una sonrisa leve—. Venga, vamos… busquemos a las otras.
Mariek asintió, todavía con el corazón latiendo con fuerza, y ambos comenzaron a caminar lado a lado hacia los corredores de la Academia.