Capítulo 5: Cambio de mirada
4 de octubre de 2025, 21:10
Capítulo 5: Cambio de mirada
La sala de reuniones reservada para el príncipe Willem estaba en penumbra, iluminada solo por un par de lámparas de aceite y el resplandor tenue que entraba por la vidriera alta. La estancia era sobria, con una mesa rectangular de madera oscura en el centro, rodeada de sillas altas, y tapices que mostraban antiguas gestas de los reyes de Serentipy. A pesar de la solemnidad del lugar, el ambiente era de confidencia, casi conspirativo.
Willem estaba en la cabecera, con la capa desabrochada y las manos apoyadas sobre la mesa. A su derecha, Roderic mantenía los brazos cruzados, con el gesto grave; Henrik, más serio de lo habitual, repasaba una pequeña libreta de notas; Octavius, en cambio, se reclinaba con aire reflexivo, como quien analiza un rompecabezas; Elara jugueteaba con un mechón de su cabello, aunque sus ojos no se apartaban de nadie; y Liora tenía la espalda recta, el arco apoyado contra la silla, los ojos atentos a cada palabra.
Mariek estaba más hacia el extremo, observando en silencio, aunque sus dedos tamborileaban muy despacio sobre la madera, un gesto de impaciencia contenida.
—Bien —rompió Willem el silencio, su voz baja pero firme—. Ya llevamos varios días de observación. Es hora de poner en común lo que sabemos.
Henrik fue el primero en hablar.
—El maestro Beltran de Estrategia Militar… —frunció el ceño—. Ha pasado varias noches fuera de sus aposentos. Dice que se queda en la biblioteca hasta tarde, pero los registros no lo muestran entrando.
Octavius levantó la mano con calma.
—Lo vi yo mismo. No estuvo en la biblioteca la noche que dijo. Aunque tampoco regresó a sus aposentos hasta antes del amanecer. Nadie lo acompañaba.
Liora apoyó los codos sobre la mesa.
—Podría ser una pista… o podría ser que simplemente tiene un hábito que no conocemos. No me convence todavía.
Elara entrecerró los ojos, pensativa.
—Yo observé a la profesora Sybille de Herbolaria. Está nerviosa. Cada vez que alguien la sorprende, oculta algo entre sus faldas o en la mesa. Ayer derramó un frasco y lo recogió con tanta prisa que casi se corta.
—¿Y qué contenía? —preguntó Roderic, escéptico.
—No lo sé —admitió Elara, encogiéndose de hombros—. Pero el olor… era acre. Como hierro quemado. No era una poción normal de sus clases.
Mariek finalmente habló, con su tono tranquilo pero directo.
—Yo me encargué de seguir al profesor Deynor. Siempre parece ausente. Habla poco con otros maestros, evita las reuniones. Lo vi detenerse varias veces junto a la Torre Oeste… justo en las murallas más cercanas a donde los espectros aparecieron.
Los demás guardaron silencio, procesando la información. Willem apoyó los dedos sobre su sien, pensativo.
—Tres nombres, tres sospechas. Y ninguno con pruebas suficientes.
—Pero ya tenemos patrones —intervino Octavius con calma—. Movimientos extraños, ocultamientos, evasivas. No es casualidad.
Henrik asintió.
—Debemos seguir dividiéndonos, pero ser más arriesgados. No solo observar: provocar.
Willem levantó la vista hacia ellos, su expresión endurecida.
—Sí. Es hora de que el culpable se delate.
Un murmullo de aprobación recorrió la mesa. El Príncipe continuó:
—Entonces queda decidido: debemos vigilar a los tres profesores sospechosos durante la noche. —Su voz era firme, pero sus ojos recorrían a los presentes con un dejo de cansancio.
Roderic fue el primero en dar un paso adelante, con una sonrisa confiada.
—Me ofrezco a ir con Mariek. —Lo dijo tan natural, como si fuera lo más lógico del mundo.
El corazón de Willem dio un vuelco. Fingió serenidad, apoyando los codos sobre la mesa.
—¿Y por qué tú? —preguntó con calma forzada.
—Porque conozco bien la ruta por la Torre Oeste, y ella ya ha estado observando a Deynor. Haremos buen equipo.
Mariek no dijo nada, apenas asintió, acostumbrada a que las decisiones se tomarán sin que sus sentimientos importaran.
—Perfecto —añadió Octavius, acomodándose en la silla—. Entonces iré con Elara. Nos entenderemos bien.
Elara arqueó una ceja, divertida.
—Eso ya lo veremos.
Henrik, con gesto severo, se incorporó.
—Eso me deja con Liora. —Y clavó su mirada en ella como si ya fuese un acuerdo cerrado.
—Me parece justo —respondió Liora, sin alterar su postura recta.
Willem apretó la mandíbula. El reparto estaba hecho, y todos parecían satisfechos… menos él. La idea de Roderic pasando horas en la oscuridad con Mariek lo quemaba por dentro, aunque intentara disimular.
—Un momento… —empezó a decir, buscando alguna excusa para cambiarlo, pero en ese instante llamaron a la puerta.
Todos guardaron silencio hasta que la voz de Willem indicó:
—Adelante.
La figura de Aurelia llenó el umbral, elegante y serena con su porte habitual. Su cabello rubio recogía la luz de las lámparas y sus ojos azul cielo recorrieron la mesa con calma.
—Perdonad la intromisión —dijo con una ligera reverencia—. Pero he notado que planean algo… y quiero ayudar.
Un murmullo recorrió la sala. Octavius se reclinó en su silla, divertido; Liora, en cambio, entrecerró los ojos; Henrik frunció el ceño con sospecha. Fue Roderic quien habló primero:
—¿Y cómo sabéis que estamos aquí?
Aurelia vaciló apenas un instante. Bajó la mirada, y luego se obligó a responder con franqueza:
—Recibí una carta de mi padre hace dos días. En ella me pedía que me mantuviera al margen de cualquier cosa extraña que ocurriera en la Academia.
Aquello bastó para helar el aire. La frase resonó en la mente de todos, pero sobre todo en la de Mariek. El jefe de la casa Vaeloria no era un hombre que se expresara sin motivo. Si advertía a su hija, era porque sabía algo.
Mariek se puso de pie despacio. Sus botas resonaron en la madera mientras se acercaba hasta quedar frente a Aurelia. Sus ojos azules, oscuros como un océano profundo, se clavaron en los azul cielo de la otra chica con una intensidad que hizo contener el aliento a varios en la mesa.
—Entonces, si vuestro padre os recomienda algo —dijo, con un filo de dureza en la voz—, ¿por qué desobedecéis? ¿Intentáis buscar información?
Un silencio tenso se extendió por la sala. Nadie había visto a Mariek tan directa, tan cortante. Willem la observaba con atención, sorprendido por aquella chispa de carácter que rara vez dejaba ver.
Aurelia sostuvo la mirada sin apartarse, firme.
—Señorita Felder, sé que la confianza se gana. Pero… solo quiero hacer algo por alguien. —Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa tranquila, y sus palabras parecían pesar más de lo que decían—. ¿A usted no le ocurre lo mismo…?
La pregunta flotó en el aire. Sin proponérselo, Mariek desvió la vista hacia Willem. Fue un gesto breve, casi imperceptible, pero suficiente. El príncipe la observaba ya, como si hubiese estado esperándola en ese cruce de miradas. Mariek reaccionó enseguida, volviendo a mirar a Aurelia. Inspiró hondo y, con seriedad, bajó la cabeza en una ligera inclinación.
—Os pido disculpas, señorita Vaeloria.
La sonrisa de Aurelia se suavizó, sencilla, elegante.
—No hay nada que disculpar. No me conoces, es normal que desconfíes. Pero, el Príncipe y yo nos conocemos desde hace años, ¿verdad?
Mariek, sin decir más, se acercó a uno de los ventanales. Willem carraspeó y retomó la palabra.
—Entonces… —miró a todos—. Podemos contar con ella.
En pocas frases le resumieron el plan de vigilancia a Aurelia: tres profesores sospechosos, guardias nocturnas, relevos discretos. Aurelia escuchó con atención, asintiendo con calma. Fue entonces cuando Willem, aprovechando la ocasión, se levantó de la mesa con energía inusual.
—Perfecto. En ese caso… cambiamos los equipos. —Su tono sonó rápido, casi ansioso—. Roderic con Liora. Octavius con Elara. Henrik con Aurelia. Y yo… con Mariek.
Un murmullo divertido recorrió la sala. Octavius no contuvo la carcajada; Elara se llevó la mano a los labios para tapar la sonrisa; incluso Liora inclinó la cabeza, entretenida. Mariek, inmóvil, intentaba aparentar desinterés, aunque el calor en sus mejillas la traicionaba. Henrik, en cambio, no ocultó su disgusto.
—¿En serio? —espetó, mirando al príncipe—. ¿La futura prometida del príncipe, con un simple caballero como yo?
El ambiente volvió a tensarse, pero Aurelia intervino con naturalidad, sin perder la compostura:
—Si sois capaz de proteger a un príncipe en batalla, seréis capaz de cuidarme en una guardia, ¿no?
Henrik bajó la vista, mordiéndose la lengua. Octavius dejó escapar otra risa contenida, y poco a poco la incomodidad se disipó. Todos menos Willem, que ocultaba su satisfacción, y Mariek, que mantenía la mirada baja, deseando que aquel calor en sus mejillas desapareciera de una vez.
El sol del mediodía caía sobre los patios de la Academia, tiñendo de oro las columnas y las arcadas. Los estudiantes transitaban en grupos, algunos con libros, otros con armas al hombro, entre conversaciones y risas que llenaban el aire.
Aurelia se detuvo al borde del claustro, la luz acariciando sus cabellos rubios recogidos con delicadeza. Sus ojos azul cielo se fijaron en un punto del jardín: allí, Willem caminaba junto a Mariek. No estaban demasiado cerca, pero algo en la forma en que hablaban —él inclinado hacia ella, ella respondiendo con la seriedad que la caracterizaba— parecía formar un espacio invisible solo para ellos dos.
Los labios de Aurelia se curvaron en una leve sonrisa, tan sutil que resultaba imposible descifrar si era tierna… o fría. Su mente divagó un instante. ¿Así que incluso tú puedes reír, Willem? ¿Y solo con ella?
El mechón blanco de Mariek brilló bajo el sol cuando giró la cabeza. Aurelia ladeó apenas la suya, observando con atención, como quien estudia una pieza de ajedrez en el tablero. No había en su mirada despecho abierto, ni dulzura… solo un cálculo contenido, un secreto que no compartía con nadie.
—¿Os interesa tanto? —la voz de Henrik la sacó de su contemplación.
Aurelia parpadeó y giró hacia él con elegancia, como si no la hubieran sorprendido. Henrik estaba a su lado, brazos cruzados, mirada aguda.
—Al príncipe —aclaró él, con un tono que quería sonar ligero pero destilaba cierta desconfianza.
Aurelia sostuvo la compostura con calma impecable.
—Es natural —respondió, con voz suave, casi musical—. Después de todo, será nuestro rey.
Henrik no replicó enseguida, pero sus ojos parecieron querer descifrar algo más allá de sus palabras. Aurelia, sin inmutarse, desvió de nuevo la mirada hacia los jardines, aunque esta vez con un gesto neutro. Mariek y Willem ya se habían internado bajo la sombra de los árboles, fuera de su vista.
Henrik suspiró, como si no terminara de fiarse, y cambió de tema. Aurelia, mientras tanto, permaneció en silencio. Pero en lo profundo de su mente, la duda seguía latiendo: ¿era interés político lo que la movía, o algo más oscuro y personal?
Esa noche, la Academia estaba envuelta en un silencio expectante, roto solo por el ulular de un búho y el crujido de la hierba bajo las botas de los vigilantes. Cada grupo estaba en su puesto. La misión era clara: seguir a los profesores sospechosos y, con suerte, desenmascarar al infiltrado.
En el bosque, Willem y Mariek avanzaban juntos, atentos. Era el lugar donde siempre desaparecía la sombra. La luna iluminaba la espada del príncipe, y un leve fulgor mágico recorría sus dedos. Mariek, con los ojos brillando en la penumbra, tenía preparada la energía oscura de su magia, lista para estallar al menor movimiento.
De pronto, un silbido cortó el aire. Una flecha, disparada por Liora desde la distancia, se clavó en el tronco frente a ellos.
—¡Cuidado! ¡Sombra! —gritó la arquera, tensando otra flecha.
De entre los árboles emergió la figura que habían perseguido tantas veces, más sólida que nunca, con movimientos demasiado inteligentes. La oscuridad se arrojó contra Mariek como una ola negra. Willem la atrajo contra sí con un gesto instintivo; ambos rodaron por la hierba, su respiración entrecortada mezclándose en la cercanía. Por un instante, sus rostros quedaron a un palmo, la chispa de la magia iluminándoles los ojos.
El segundo ataque de la sombra se estrelló contra la tierra, rompiendo aquel momento. Willem la soltó de golpe, incorporándose. Mariek alzó las manos y liberó una cadena oscura que se entrelazó con la barrera luminosa de él. El choque retumbó en el bosque como un relámpago.
Roderic y Liora llegaron a toda prisa.
—¡Ahora! —rugió Willem, sacando su espada y lanzándose al frente. Su espada, envuelta en un destello dorado, atravesó parte de la sombra, que chilló con un sonido inhumano antes de fragmentarse en varios jirones.
En ese instante, Henrik y Aurelia aparecieron desde un lateral. Roderic y Henrik atacaron los fragmentos con sus espadas, cortando la bruma como si fueran cuerpos sólidos. Liora disparó flechas rápidas, cada una bañada en luz por el conjuro de Elara, que perforaron el espectro.
Mientras todos se centraban en atacar a la sombra, Aurelia fijó su mirada en el lado contrario: otra sombra se escondía entre los árboles. Sin pensarlo, sacó su daga y la lanzó hacía esa sombra. Supo que había acertado por el grito ahogado que escucho.
En el otro lado, la criatura retrocedió, debilitada. Intentó huir hacia el bosque, pero Mariek extendió una ráfaga oscura que lo ancló al suelo como cadenas invisibles. Willem dio el golpe final, atravesando su núcleo con la espada. El espectro estalló en un torbellino de humo negro que se dispersó en todas direcciones… pero algo quedó atrás. En el suelo, entre hojas y ceniza oscura, yacía un amuleto de hierro ennegrecido, con grabados de runas extrañas.
Henrik lo recogió con cuidado.
—Esto no es de la Academia —murmuró, examinando los símbolos—. Ni siquiera parece de nuestro reino.
Liora lo miró con inquietud.
—Y sin embargo… estaba aquí, oculto en esa cosa.
Todos guardaron silencio. El aire olía a hierro quemado y magia antigua. Willem frunció el ceño, apretando los puños.
—Sea quien sea el que alimenta estas sombras, nos acaba de dejar su huella.
Mariek, aún con la respiración agitada, miró el amuleto con frialdad, pero en su interior sintió algo más profundo: aquella oscuridad le era extrañamente familiar. La primera pista estaba en sus manos. Y con ella, el comienzo de algo mucho más grande.
Entonces, un sonido les volvió a poner en alerta. Un grito repentino cortó el aire. Un grito de Aurelia. Mariek no esperó y corrió en dirección al grito, cuando llegó Aurelia estaba rodeada de otro núcleo de oscuridad con gesto horrorizado.
—¡Aurelia!
Mariek sabía lo debía hacer. Cerró los ojos, extendió una mano hacía el cielo e invocó la luz de las estrellas. En ese momento bajó como un rayo una intensa luz hacía la palma de su mano. La oscuridad giró hacia ella con violencia, lanzando un látigo que se enroscó en su muñeca y le abrió un corte.
—¡MARIEK! —la voz de Willem fue un rugido desesperado.
Corrió hacia ella, pero se detuvo al verla. Liora, que había llegado junto al Príncipe, también se quedó paralizada al ver la escena. El fulgor estelar se extendía por el brazo de la muchacha, mezclándose con la sangre y con la oscuridad que aún palpitaba en sus dedos. Era un contraste imposible: luz y sombra coexistiendo en la misma forma.
Antes de que Henrik, Liora, Roderic o el Príncipe Willem pudieran hacer algo. Mariek avanzó hacía la sombra extendiendo su mano. Su mirada parecía fuera de este mundo y la oscuridad no parecía poder moverse ante tanta luz. La joven hechicera cogió con fuerza la mano de Aurelia y tiró de ella sacándola de las sombras.
El aire se tensó. Mariek se elevó apenas del suelo, y en su brazo la luz tomó forma de lanza. Con un grito ahogado, lanzó el hechizo contra el núcleo oscuro. El bosque se inundó de un resplandor cegador. Luego: Silencio
El Príncipe Willem abrió los ojos lentamente, pudo ver a Aurelia en el suelo jadeando y a su lado de pie a Mariek, todavía con la mirada perdida. Dio un paso hacia ella, conteniendo el impulso de tocarla.
—Mariek… —su voz fue apenas un susurro, pero lleno de una urgencia que lo delataba.
Ella parpadeó, como si despertara de un sueño. Finalmente lo miró, y su voz salió entrecortada:
—Alteza… ¿Está bien?
—Estoy bien —contestó Willem, aunque no lo estaba. El corazón le ardía al verla, poderosa y vulnerable al mismo tiempo, con el mechón blanco pegado a su mejilla y la sangre cayendo por su muñeca.
Mariek bajó la mirada de inmediato, intentando esconder la intensidad que brillaba en sus ojos. Aurelia, tambaleante, se levantó y se acercó a ella.
—Gracias… —murmuró con un temblor de sinceridad
Pero Willem apenas escuchaba. Sus ojos seguían fijos en Mariek, en aquella mezcla de luz y oscuridad que aún palpitaba en ella, y en el nudo insoportable que esa visión le apretaba en el pecho.
Horas después, la torre de los Caballeros estaba en calma, bañada por la luz pálida de la luna. Desde allí se veía el bosque, oscuro y silencioso tras la pelea. Willem permanecía de pie, apoyado en la piedra fría de la muralla, con la espada desenvainada descansando a un lado.
No podía apartar de su mente la imagen de Mariek: la luz envolviendo su cuerpo, la sangre en su muñeca, el brillo casi irreal en sus ojos cuando desafió a la sombra. Había sentido miedo… pero también algo más, un estremecimiento que lo había desarmado de un modo que ni las armas ni la magia lo habían hecho jamás.
—Sabía que estarías aquí —dijo una voz a su espalda.
Willem giró. Octavius entró con paso tranquilo, cerrando la puerta tras de sí. Llevaba el rostro cansado, aunque sus ojos parecían alertas.
—Me dijeron que Mariek está bien —continuó, acercándose—. Los profesores no se han enterado de nada… o por lo menos no todavía.
Willem asintió, pero no respondió. Se limitó a volver la vista al horizonte. Octavius se colocó a su lado, apoyando también los brazos en la muralla.
—También tengo algo que contarte —dijo después de un silencio breve—. Lo que descubrimos Elara y yo.
Willem lo miró de reojo, en silencio. Octavius inspiró hondo, como si midiera sus palabras. Se sentó a su lado.
—Con Elara. Seguimos a la profesora Sybille, como estaba previsto. —Hizo una pausa, como si midiera sus palabras—. Y encontramos algo
Hizo una pausa, bajando la voz.
—Su familia está arruinada. Hace años que arrastran deudas imposibles… con el Duque de la zona de Montclair. Fue él quien ordenó ejecutar a su hermano por impago, y desde entonces vive bajo amenaza. Las cartas que recibe en secreto son de su madre: suplican ayuda, advierten que el Duque no se detendrá.
Willem sintió un vuelco en el estómago.
—¿El Duque Crestbane? —preguntó, con el ceño fruncido.
—Sí. Y aunque oficialmente es “un asunto privado”, todos sabemos lo que significa en realidad. Los vasallos de un Duque no tienen escapatoria. Sybille se quedó aquí, en la Academia, enseñando herbolaria… pero en el fondo, vive presa de ese miedo.
El príncipe guardó silencio unos segundos. El aire parecía más denso.
—Así que ni siquiera dentro de la Academia se está a salvo de esa despiadad doblez…—murmuró, casi para sí.
Octavius lo observó con atención.
—No lo tomes como un ataque a la Corona.
Pero Willem soltó una risa seca, amarga.
—¿Cómo no hacerlo? Da igual que sea un Duque, Octavius. Al final el poder siempre se clava en los mismos: los que no pueden defenderse. Y mientras tanto, nosotros hablamos de linajes y coronas como si fueran bendiciones. Hay una Ley contra la pena de muerte en Serentipy.
Apretó los puños, bajando la mirada, y continuó:
—¿Qué gano yo con todo esto? ¿Qué gano yo con ser “el heredero”? ¿Qué gana Sybille, qué ganó su hermano, qué gana cualquiera que viva bajo esa cadena de poder? Nada. Solo ruina y muerte. Y no hemos logrado detenerlos. ¿Podremos luchar contra la oscuridad, entonces?
El silencio cayó entre los dos. Se escuchaba a lo lejos el murmullo del viento colándose entre los muros de piedra. Octavius se enderezó, con gesto serio.
—Sé lo que piensas, Willem. Que preferirías no llevar ese título. Que darías lo que fuera por librarte de la carga de la Corona.
Willem levantó la mirada hacia la luna. Sus ojos reflejaban la luz plateada, pero en ellos había una mezcla de furia y cansancio.
—Sí… porque cada vez que veo a alguien como Sybille, siento que el trono no es más que una soga. Una soga que aprieta el cuello de todos, incluso el mío.
Octavius lo miró en silencio durante un largo momento, y finalmente habló con calma:
—Entonces no cargues esa soga solo. Déjanos estar a tu lado. Porque si no… los Duques, los enemigos, las sombras, todos ellos, te arrastrarán antes de que tengas tiempo de elegir.
Willem no respondió. Bajó la vista, y en su mente volvió a aparecer Mariek, rodeada de luz, sosteniendo a Aurelia contra las sombras. Y el deseo imposible: ser solo un muchacho más, libre de todo aquello.
Los días siguientes parecieron teñirse de una calma engañosa. El bosque estaba en silencio, sin rastros de las sombras, y la Academia volvió poco a poco a su rutina: clases, entrenamientos, pasillos llenos de risas y murmullos. Para los estudiantes, todo seguía igual. Pero no para ellos.
En la biblioteca común, Elara se inclinaba sobre un grueso tomo de runas antiguas. Sus dedos recorrían con delicadeza los grabados de la página, mientras fingía tomar notas para una clase. En realidad, estaba cotejando símbolos: comparando las líneas irregulares del amuleto que habían hallado con las marcas arcanas olvidadas hacía siglos. Nadie podía sospechar que escondía aquel objeto en la bolsa de cuero junto a sus libros.
—Curioso… muy curioso —murmuró, en voz tan baja que solo ella pudo oírla—. Esto no debería existir.
Al otro lado de la sala, Aurelia cerraba un cuaderno con suavidad. Su porte elegante, su silencio medido, la hacían parecer intocable. Pero en sus ojos había algo distinto: observaba a Mariek, que se había refugiado de nuevo en su rincón favorito, con varios volúmenes apilados frente a ella. La muchacha de cabellos oscuros y mechón blanco apenas levantaba la vista de la lectura, fingiendo concentración. En realidad, lo que evitaba era algo mucho más evidente: los ojos del príncipe Willem, que había intentado hablarle varias veces en los últimos días.
Aurelia esperó. Cuando los demás se levantaron y la sala fue quedando vacía, se acercó con pasos ligeros hasta el rincón donde estaba Mariek.
—Siempre con un libro entre manos —comentó, con una sonrisa tenue.
Mariek levantó la vista apenas un instante, sorprendida, y luego la volvió a bajar.
—Es lo que mejor se me da.
Aurelia se inclinó un poco, con elegancia estudiada.
—¿O lo que mejor te protege?
Mariek la miró entonces, en silencio. Sus ojos azules, serios, destellaron un instante. No respondió. Aurelia sostuvo la mirada con calma, sin retarla, solo observándola como quien busca descifrar un secreto.
—He notado que últimamente… evitas al Príncipe —dijo en voz baja, casi como una confidencia—. Y no me malinterpretes, no pretendo juzgarte. Solo… me llama la atención.
Mariek cerró con firmeza el libro que tenía abierto y lo colocó sobre la mesa.
—El Príncipe Willem tiene cosas más importantes de las que preocuparse que de mí.
—¿Y tú? —preguntó Aurelia, ladeando apenas la cabeza—. ¿De qué te preocupas tú, Mariek Felder?
El silencio se prolongó un poco más. Mariek apretó los labios, buscando volver a refugiarse en los libros, pero sintió que aquellas palabras de Aurelia habían tocado una grieta que prefería mantener oculta. La rubia no insistió. Se enderezó, dibujando una leve sonrisa, elegante como siempre.
—No tienes que responder. Quizá algún día lo sepa.
Se giró para marcharse, y sólo entonces añadió, casi en un susurro:
—Aunque a veces, esconderse demasiado… solo atrae más miradas.
Y se fue, dejándola sola con sus libros y con un peso extraño en el pecho.
El sol de media mañana bañaba el campo de entrenamiento de la senda de los arqueros. Los arcos tensados silbaban con ritmo constante, y el aire estaba impregnado del olor a cuerda de lino y madera pulida. Entre los alumnos, Liora destacaba: firme, precisa, cada disparo era una línea recta que parecía guiada por el viento mismo.
El príncipe Willem, que también se entrenaba con la destreza propia de alguien instruido en las cinco sendas, observaba en silencio. Tras el último blanco atravesado por una flecha limpia de Liora, avanzó unos pasos.
—Profesor Ardan —anunció, con voz clara que captó la atención de todos—. La señorita Liora Arkwald debería ser elevada de nivel y entrenar con el grupo avanzado.
Un murmullo recorrió a los arqueros. Algunos intercambiaron miradas, otros fruncieron el ceño. Una arquera de cabellos castaños alzó la voz:
—Con todo respeto, Alteza, no es justo. A otros también nos cuesta llegar aquí. ¿Por qué ella tendría un lugar privilegiado?
Otro arquero asintió.
—Muchos llevamos más tiempo que ella, y aún seguimos en el grupo intermedio.
Antes de que la tensión creciera, el profesor Ardan, encargado de la senda de los arqueros y veterano instructor de la Academia, se acercó. Su capa de cuero y la mirada experimentada imponían respeto.
—Silencio. —dijo con voz firme—. Si el príncipe considera que está lista para el grupo avanzado, confío en su criterio. Aún así… deberá probarlo.
Los estudiantes se callaron, y algunos asintieron, resignados ante la autoridad del profesor. Willem sonrió apenas y alzó un arco de práctica.
—Entonces no será cuestión de palabras, sino de pruebas.
Se volvió hacia Liora.
—¿Aceptas?
Ella, con un ligero nerviosismo pero decidida, asintió.
El príncipe y Liora tomaron posición frente a los blancos. Willem hizo una seña y los instructores marcaron la prueba: disparar sobre blancos móviles, a diferentes distancias, en sucesión rápida.
Las flechas silbaron en el aire. Willem disparaba con precisión letal, pero fue Liora quien sorprendió a todos: sus flechas no solo alcanzaban los blancos, sino que lo hacían con una velocidad y exactitud tan fluida que parecía que su cuerpo y el arco fueran uno solo. En el último disparo, cuando tres discos de madera fueron lanzados al mismo tiempo, Liora encajó sus tres flechas antes de que tocaran el suelo, arrancando un murmullo de asombro entre los presentes.
Willem bajó el arco y asintió satisfecho.
—¿Alguna objeción más? —preguntó con una media sonrisa.
El silencio fue la única respuesta. Los que antes habían protestado bajaron la mirada.
Al terminar la clase, mientras los demás se dispersaban, Liora se acercó al príncipe y le hizo una reverencia ligera.
—Gracias, Alteza. No tenía que hacerlo.
Willem negó con la cabeza.
—Te lo ganaste tú. Solo lo mostré a los demás. Además, necesito gente de confianza cerca.
Su expresión se tornó más seria. Se inclinó un poco hacia ella, bajando la voz.
—Debo pedirle un favor. Quiero que vigile a Aurelia. Sin ser notada.
Liora parpadeó, sorprendida.
—¿Aurelia? ¿La senda de los sabios? ¿Su… posible…?
Él asintió cortando su última palabra.
Un recuerdo fugaz cruzó la mente de Willem: Aurelia, en las galerías de piedra, con una carta temblando entre sus manos. Su rostro había palidecido al leerla, y justo después sus ojos habían buscado, casi con ansiedad, a Mariek, que en aquel momento estaba sentada sobre un muro, leyendo en silencio con su mechón blanco cayéndole sobre la frente. Algo en esa mirada de Aurelia había quedado grabado en él.
De vuelta al presente, Willem sostuvo la mirada firme en Liora.
—Es importante. No preguntes por qué.
Liora no lo hizo. Bajó la cabeza con obediencia.
—Como desee, Alteza.
El crepúsculo teñía las torres del castillo de Serendor con un resplandor rojizo, como si el cielo ardiera. El Rey Theobald permanecía de pie junto a la ventana de la sala del consejo, las manos apoyadas en el alféizar de piedra. Su silueta se recortaba contra la luz menguante, inmóvil, aunque su mente era un torbellino.
A sus espaldas, el mensajero inclinó la cabeza tras entregar el informe y se retiró sin una palabra más. El silencio que quedó fue espeso, quebrado solo por el crepitar de las antorchas en las paredes.
El Capitán Felder seguía allí, firme, con su capa oscura y el ceño marcado por la preocupación. Observaba al monarca en silencio, sabiendo que aquel momento no era de simples formalidades. Acababan de escuchar las últimas noticias de la Academia Arensbourg.
Theobald suspiró hondo, sus ojos grises fijos en el horizonte.
—Se multiplican los rumores… sombras en las aldeas, ataques en los caminos, incluso dentro de nuestras fronteras más seguras. —Su voz sonaba grave, cargada de cansancio y de la dureza de quien ha reinado demasiado tiempo—. Y ahora… dentro de la propia Academia.
Se giró despacio hacia el Capitán, clavando en él una mirada penetrante.
—Decidme, Felder. ¿Aún confiáis en que vuestros hijos son capaces de proteger a Willem?
El Capitán sostuvo la mirada del Rey sin vacilar, aunque por dentro sentía el peso de la pregunta como un hierro candente. Pensó en Henrik, con su férrea lealtad y disciplina de caballero. Pensó en Mariek, en ese poder oscuro que ella misma apenas comprendía, pero que había demostrado una y otra vez que era capaz de inclinar la balanza.
—Majestad —dijo con voz firme, aunque el eco de la duda le arañaba por dentro—. Nunca lo he dudado. Henrik y Mariek lo darían todo por el príncipe. No hay sombras que los aparten de ese deber.
Theobald entrecerró los ojos, como si buscara algo más allá de las palabras. Caminó unos pasos por la sala, arrastrando su capa bordada con un murmullo pesado, antes de detenerse otra vez.
—¿Lo darían todo…? —repitió, con un matiz que no era pregunta, sino sentencia.
El silencio cayó entre ambos. El Capitán inclinó la cabeza, sabiendo que el Rey había percibido más de lo que él había querido mostrar. Theobald volvió de nuevo hacia la ventana, donde la luz del sol ya se extinguía y la noche reclamaba el cielo.
—El destino de Willem no puede seguir bajo mi sombra —murmuró, como si hablara consigo mismo—. Debe enfrentar la oscuridad dentro de esos muros, mientras aún tiene margen para caer y levantarse. Un día no habrá Academia que lo proteja, ni reyes que lo guíen. Y cuando llegue ese día… —apretó la mano sobre el alféizar de piedra—. Tendrá que ser más fuerte que yo.
El Capitán sintió un nudo en el pecho, pero no replicó. Sabía que no podía pedirle al Rey que interviniera, no cuando la oscuridad crecía como una tormenta imparable en los confines del reino.
—La oscuridad avanza con demasiada prisa, Majestad —se atrevió a decir en un murmullo grave—. Si la Academia ya no es segura…
Theobald alzó la mano para interrumpirle. Su voz, cuando habló, sonó como un eco de hierro.
—Precisamente por eso, Felder. Allí debe templarse. Si no resiste ahora, jamás lo hará cuando llegue la verdadera guerra.
El Capitán cerró los ojos un instante, rindiéndose a la verdad amarga. Cuando los abrió, asintió con solemnidad. Theobald permaneció en silencio unos segundos, mirando hacia la oscuridad más allá de las murallas.
—El tiempo cada vez es más escaso. La oscuridad no esperará a que mi hijo aprenda a amar lo que debe proteger.
El Capitán se irguió, intentando dar firmeza allí donde el aire pesaba con presagio.
—Entonces tendremos que asegurarnos de que aprenda más rápido.
Theobald asintió, pero sus labios dibujaron una línea amarga.
—Dentro de la Academia está el campo de batalla que le forjará. Si cae, que caiga ahí, donde aún puede levantarse. Afuera… —sus ojos se entornaron, como si miraran más allá de las montañas— afuera no habrá segundas oportunidades.
Hubo un silencio, roto sólo por el crepitar de las antorchas. Luego el Rey, como al descuido, dejó caer una reflexión que heló al Capitán.
—Y aún me pregunto si todos los que lo rodean están a su favor…
El Capitán Felder alzó los ojos hacia el Rey, sin responder de inmediato.
—Mi Rey… —murmuró al fin—. Si hay dudas, lo descubrirán.
Theobald asintió con un gesto lento, sombrío.
—Así debe ser. Que Willem aprenda en quién confiar. Solo entonces podrá ser Rey.
El sol había desaparecido. La sala quedó bajo la penumbra total, mientras las antorchas proyectaban sombras alargadas en las paredes. Y en ese silencio compartido, ambos hombres supieron que el verdadero peso del reino descansaba ya sobre los hombros de un príncipe que aún no entendía cuánto lo necesitaban.
Willem se encontraba en su habitación, pero no hallaba reposo. Había intentado leer un informe de entrenamiento, luego un viejo tomo de estrategia, después incluso tomar notas… todo inútil. La pluma temblaba en su mano hasta que la dejó caer con un golpe seco sobre el escritorio.
Su mente volvía, una y otra vez, a la misma imagen: Mariek sentada en el jardín con Liora y Elara, riendo muy suavemente ante un comentario de la arquera. Sus ojos azules oscuros brillaban bajo el sol, y en su mano —esa misma que había sangrado por salvar a Aurelia— ya no había rastro del vendaje. Willem había querido acercarse, decirle algo, cualquier cosa. Pero ella lo vio primero. Y simplemente bajó la mirada, cerró el libro entre sus brazos y se levantó, evitando pasar cerca de él.
El príncipe apretó los dientes, golpeando con el puño la mesa.
—Siempre lo mismo… siempre huye.
Se levantó de golpe, caminando por la habitación como una fiera enjaulada. La corona invisible de su destino parecía pesarle más que nunca en los hombros. Ser el príncipe, ser el futuro rey, cuidar de todos, decidir por todos… ¿Y él? ¿Dónde quedaba él?
La rabia le subió por la garganta como un nudo ardiente.
—¡No pedí nada de esto! —escupió en la soledad de la estancia, su voz quebrándose.
Necesitaba aire. Necesitaba escapar. Cogió su capa sin pensar demasiado y salió, bajando por los corredores silenciosos de la Academia hasta que el murmullo lejano de voces y pasos desapareció tras él. Empujó una puerta lateral y salió a los jardines exteriores.
La brisa de la tarde le golpeó el rostro como una bofetada fresca. Caminó sin rumbo, con el corazón acelerado, hasta alcanzar la baranda de piedra que daba hacia las llanuras de Serendipy. Se apoyó en ella, con ambas manos tensas, respirando profundo, intentando aplacar el fuego en su pecho.
Allí estaba: el reino. Tierras verdes que se extendían hasta perderse en el horizonte, aldeas diminutas apenas visibles bajo el resplandor del ocaso. Todo aquello dependía de él. Y sin embargo, en su interior, lo único que lo atormentaba era la distancia cada vez más insalvable con la única persona que deseaba tener cerca.
Cerró los ojos, dejando que la brisa agitara su cabello.
—¿Cómo voy a amar todo esto… si ni siquiera sé cómo hacer que no huyas de mí? —murmuró para sí, la voz apenas un suspiro.
El silencio le respondió, pesado y cruel. Willem se dejó caer de espaldas contra la baranda, mirando el cielo que se oscurecía, sintiendo cómo el peso de la corona aún invisible lo ahogaba más que nunca.
Caminó un rato, sin dirección, hasta que el murmullo de los estudiantes en los dormitorios se fue apagando detrás de él. Levantó la vista y se dio cuenta de que estaba cerca de la Torre Este. Una de las más viejas, de piedra gastada por siglos de viento. Siempre había sentido que ese lugar respiraba una calma distinta.
Por un instante dudó. Quizá volver a su cuarto y forzar el sueño sería lo más sensato. Pero el impulso lo guió hacia las escaleras en espiral que subían hacia la cima. No buscaba a nadie. No esperaba a nadie. Solo quería altura, distancia, aire.
Subió la escalera en espiral con pasos lentos, dejándose guiar por la intuición más que por la razón. No buscaba compañía, ni siquiera palabras. Solo un espacio en el que soltar todo lo que lo oprimía. Pero al empujar la estrecha puerta de piedra, la encontró a ella. Mariek.
Sentada en el borde del muro, envuelta en una capa oscura, con un cuaderno en las manos. El mechón blanco sobre su frente brillaba bajo la luna, como una pequeña llama que desafiaba la noche. Sus ojos, absortos en el firmamento, parecían buscar algo más allá de lo visible.
Willem se detuvo, sin hacer ruido. La contempló unos segundos desde el umbral, atrapado por la serenidad que irradiaba su figura contra el cielo abierto. Había en ella una calma que él no lograba encontrar en ningún otro lugar. Una calma que lo atraía como un faro en medio de la tormenta.
Tal vez era el destino, pensó con un dejo amargo. En su huida de todo, había acabado justo allí, frente a la única persona que parecía mirar el mundo con una claridad que él envidiaba.
Inspiró hondo, como si necesitara el valor que le faltaba, y entonces dejó que su voz rompiera el silencio:
—No sabía que alguien más usara esta torre de noche
Mariek giró la cabeza de golpe. Willem estaba allí, apoyado con desenfado en el umbral, su silueta contra las escaleras iluminadas por antorchas. Ella se levantó rápido, demasiado recta, e hizo una leve inclinación.
—Su Alteza… disculpe, no quería…
—Mariek. —La interrumpió, con un tono que no admitía formalidades—. No necesito que me llames así cuando no hay nadie más.
Ella titubeó, bajando la mirada, y luego volvió a sentarse despacio en el muro de piedra. Willem cruzó la distancia y se acomodó a su lado, dejando apenas un palmo entre ellos. El silencio se estiró unos segundos. La noche parecía contener la respiración.
—¿Qué escribes? —preguntó Willem al notar el cuaderno.
Mariek lo cerró de inmediato, como si guardara un secreto.
—Anotaciones. Sobre el cielo.
Él ladeó la cabeza, intrigado.
—¿El cielo?
Ella alzó la mirada y señaló hacia lo alto, a una constelación que brillaba con fuerza.
—¿Ve esas tres estrellas en línea? —Su voz se volvió más suave, casi didáctica—. Los antiguos la llamaban “la Corona”. Decían que quien supiera reconocerla en el firmamento nunca perdería el camino de regreso a casa.
Willem siguió la dirección de su dedo, observando el trazo luminoso en el cielo.
—La Corona… camino a casa…—repitió, con un matiz melancólico—. Nunca lo había pensado así.
Mariek lo miró de reojo.
—¿No os enseñaron astronomía de niño?
—Me enseñaron a blandir una espada antes que a buscar estrellas. —Su sonrisa fue breve, cansada—. Y a gobernar, aunque todavía no entiendo del todo qué significa.
Ella bajó la vista, jugando con la esquina del cuaderno.
—A veces las estrellas dicen más que los hombres. No porque hablen, sino porque siempre están ahí… constantes.
Willem la miró entonces, en silencio. El perfil de ella, iluminado por la luna, le pareció más real que cualquier constelación.
—¿Y tú? —preguntó al fin—. ¿Cuál es tu estrella?
Mariek abrió un poco los ojos, sorprendida por la pregunta. Luego señaló otra constelación, más discreta, hacia el norte.
—Aquella. “El Errante”. Es la única que nunca sigue el mismo patrón. Los sabios aún discuten si pertenece al cielo o si es un error. Willem arqueó una ceja.
—Un error… ¿o un destino distinto?
Ella lo miró entonces, por primera vez en semanas sin la muralla de la formalidad entre ellos. Sus ojos se encontraron y por un instante ninguno desvió la mirada. Mariek fue la primera en romper el silencio, cerrando el cuaderno y levantándose.
—Deberíamos volver. Si nos encuentran aquí… hablarían demasiado.
Willem también se puso en pie, pero antes de dejarla marchar murmuró, apenas audible:
—Que hablen.
Ella se detuvo en seco en el segundo escalón, sin girarse. El viento agitó su capa. Willem aún miraba el firmamento.
—Mariek… ¿Puedo confesarte algo?
Ella se quedó quieta un instante, con la mano sobre la piedra rugosa del pasamanos. Dudó, pero luego asintió y subió de nuevo los dos escalones, hasta quedar frente a él. Willem respiró hondo. Sus palabras parecían un peso acumulado demasiado tiempo.
—Todos me ven como el heredero, como el príncipe. Un título, un símbolo… Pero yo no sé si seré capaz de cargar con todo lo que esperan de mí. El reino entero. Las alianzas. La guerra. —Su voz bajó un tono, casi un susurro—. A veces siento que lo que esperan no es un hombre, sino una estatua.
Mariek lo escuchó en silencio, la capa ondeando suavemente con el viento nocturno. Sus ojos brillaban con una empatía que ella no permitía mostrar en público.
—¿Sabes qué pienso yo? —dijo al fin, con calma—. Que no hay mayor honor que vivir para proteger a otros. Eso da sentido a cualquier carga, incluso a la más pesada.
Él frunció el ceño, curioso. Mariek se giró hacia el horizonte, señalando con el dedo como si pudiera trazar un mapa en el aire.
—Allí, al este, está Valdehor, con sus acantilados infinitos que se tiñen de oro al amanecer. Al sur, las llanuras de Daroven, donde el viento sopla tan fuerte que parece querer llevarse tus pensamientos. Y al norte, Hohenlicht, con sus montañas sagradas, que tocan el cielo como si quisieran conversar con las estrellas. ¿No merece la pena cargar con el peso de proteger todo eso?
Willem dejó escapar una risa breve, incrédula.
—Hablas como si hubieras viajado a cada rincón del reino.
Mariek lo miró de lado, seria, y negó despacio.
—No físicamente.
La sonrisa del príncipe se borró al instante. El recuerdo se encendió en su memoria: aquella noche del viaje astral, cuando ella lo llevó a través de paisajes que ningún mapa contenía.
—Llévame de nuevo —dijo con súbita firmeza.
Mariek parpadeó, sorprendida, y enseguida frunció el ceño.
—No es tan sencillo. Eso no se hace a la ligera.
Él dio un paso hacia ella, acortando la distancia, con una mezcla de súplica y determinación en los ojos.
—Entonces dime cómo. Enséñame a mirar Serentipy como tú.
Mariek respiró hondo, apartando la mirada hacia el cielo estrellado, como si buscara en él una respuesta. Willem no se movió. Su mirada, fija en Mariek, contenía una mezcla de obstinación y vulnerabilidad que rara vez mostraba.
—Por favor…necesito comprender por qué vale la pena —dijo en voz baja, casi un ruego.
Ella se quedó en silencio un segundo, luchando consigo misma. Luego, suspiró y asintió apenas.
—Está bien. Pero … esto no es un juego. No se trata de curiosidad ni de capricho. Si tu mente no se abre con sinceridad… no comprenderás la grandeza.
Willem inclinó la cabeza, aceptando.
—Lo entiendo.
Mariek dio un paso hacia atrás. El viento nocturno hizo que su capa negra se agitara suavemente. Cerró los ojos, inspiró hondo y levantó la mano derecha, como si en ella sostuviera un hilo invisible que la unía al cielo estrellado. Willem la observaba expectante, mientras Mariek, con la mano aún alzada, cerraba los ojos con concentración.
Al principio no pasó nada, solo el rumor del viento. Luego, un destello pequeño, como una chispa en el aire, apareció frente a ellos. Se materializó con suavidad, primero como un brillo, luego como una figura peluda que emergía de la penumbra como si siempre hubiera estado ahí: Lumos.
El pequeño Lúpenyx se sacudió al llegar, como un cachorro recién despierto, dejando que de su pelaje brotara un resplandor suave. Sus ojos, de un azul profundo que se tornaba plateado al mirarlos, buscaron de inmediato a Mariek. Ella bajó la mano y lo acarició entre las orejas erguidas.
—Uno de mis mayores secretos… —susurró, más para sí misma que para Willem.
El príncipe lo contemplaba fascinado. Nunca había visto nada parecido.
—¿Qué… qué es?
—Un Lúpenyx —respondió Mariek, con voz tranquila, aunque sus dedos no dejaban de rozar el lomo del pequeño—. Él protege nuestro cuerpo cuando viajamos en espíritu. Sin él, quedaríamos vulnerables.
Lumos giró la cabeza hacia Willem, ladeándola como hacen los cachorros curiosos. Sus ojos cambiaron a un tono más cálido, como ámbar, al mirarlo. Willem sonrió de forma instintiva, sorprendido por la ternura que emanaba de aquella criatura tan extraña.
—Es… ¿un cachorro? —preguntó, divertido y asombrado a la vez.
Mariek lo miró con seriedad.
—No te dejes engañar por su aspecto, Alteza. Es mucho más que eso.
El Lúpenyx levantó la cola, cuya punta parecía brillar con diminutas chispas, y soltó un leve gruñido juguetón, como si entendiera perfectamente lo que ambos decían. Willem no pudo contener una risa suave.
—Nunca había visto nada igual.
—Nadie lo ha visto. —La voz de Mariek se volvió más baja, casi solemne—. Los Lúpenyx existen solo en las leyendas. Nadie en Serendipy creía que todavía vivieran. Hasta que… lo encontré.
El silencio se hizo entre ellos. Willem la miraba con una mezcla de respeto y desconcierto. Había demasiados misterios en torno a ella. Demasiadas respuestas que él aún no tenía. Mariek seguía acariciando a Lumos, que emitía un suave resplandor desde la punta de la cola. Sus ojos parecían dos brasas azules, atentos a cada gesto de su dueña.
—¿Está seguro, Alteza? —preguntó ella, con voz más baja de lo normal, como si las estrellas mismas no debieran escuchar la respuesta.
Willem asintió sin vacilar.
—Sí.
Mariek suspiró, resignada. Se inclinó un poco hacia Lumos y murmuró:
—Bien. Lumos, ya sabes qué hacer.
El pequeño guardián se tumbó sobre la piedra fría de la torre, justo detrás de ellos, como si estuviera preparado para custodiar el mundo entero. Mariek se volvió hacia Willem, sus ojos atrapando los suyos a la luz de la luna.
—Debe sentir su cuerpo… y su alma. —Extendió ambas manos hacia él, serena pero con una tensión casi imperceptible en la comisura de sus labios—. Cierre los ojos, concéntrese en lo que lo mantiene vivo. Y luego… intente moverse solo con el alma.
Willem, sin titubear, cerró los ojos y posó sus manos sobre las de ella. El contacto fue ligero, pero suficiente para que Mariek perdiera por un instante la concentración. Se quedó observando su rostro iluminado por la luna: las pestañas largas, la firmeza de su mandíbula, la calma engañosa en su respiración. Un calor súbito le subió a las mejillas, y apartó la vista un segundo, sonrojada.
Se obligó a continuar, aunque su voz se volvió más suave de lo habitual:
—Y luego… tiene que pronunciarlo desde dentro. No con la boca, sino con el corazón. El conjuro es… «Lux animae, viam ostende».
Willem repitió en silencio esas palabras en su interior, con los ojos aún cerrados, apretando un poco más las manos de Mariek como si esa fuera su única certeza en el mundo. Lumos, al sentirlo, levantó la cabeza. Sus ojos se encendieron en un tono plateado.
El aire alrededor comenzó a vibrar. Willem sintió un tirón hacia dentro, como si todo su cuerpo se hubiera deshecho en luz. El vértigo le arrancó un sobresalto en el pecho, pero cuando abrió los ojos, ya no estaba en la torre.
Frente a él, las estrellas brillaban mucho más cerca, enormes y danzantes, como si pudieran tocarse. Bajo sus pies no había piedra, sino un suelo transparente, luminoso, como si caminaran sobre un río de cristal suspendido en el cielo. Willem miró alrededor, aturdido, hasta que notó la figura de Mariek a su lado. Ella irradiaba la misma claridad, aunque tenue, como si su alma entera hubiera tomado forma.
Detrás, Lumos seguía tendido en la torre, su pequeño cuerpo resguardando los de ambos. El cachorro tenía los ojos encendidos en plata, vigilando con una seriedad impropia de su tamaño.
—No tenga miedo —dijo Mariek, su voz resonando más cerca de lo que parecía—. Esto no es más que un reflejo de lo que somos.
Ante ellos se desplegaron las costas infinitas de Lysmarin: el mar como un tapiz de zafiros, las olas rompiendo contra los acantilados blancos, y las aldeas costeras con faroles que parecían luciérnagas. Willem quedó sin palabras. El aire tenía un frescor salado, y a lo lejos se escuchaba el canto de gaviotas, aunque sabían que no eran más que ecos de memoria.
—Siempre me gustó Lysmarin —susurró Mariek, sin soltar su mano—. Sus playas parecen no terminar nunca… como si el mar quisiera recordarnos lo pequeños que somos.
Willem giró hacia ella, sorprendido por la emoción en su voz. Nunca había escuchado a Mariek hablar así.
—Es hermoso —admitió, y lo pensó con sinceridad. No lo había visto antes con tal claridad.
Ella asintió con una leve sonrisa, y antes de que pudiera contestar, el paisaje se disolvió otra vez.
Ahora estaban en las montañas bajas de Hohenlicht. El aire era más frío, fragante de pinos, y bajo ellos se alzaban monasterios antiguos, templos blancos incrustados en la roca, de donde brotaban luces cálidas como fuegos eternos. Las campanas resonaban en un eco profundo que parecía acariciar el alma. Mariek lo observaba todo con una paz distinta.
—Aquí dicen que la montaña guarda las plegarias. Cada oración pronunciada se queda atrapada en las piedras y nunca muere. —Se volvió hacia él y sus ojos azules brillaron bajo la luz plateada—. Es mi lugar favorito.
Willem guardó silencio un instante. Nunca había reparado en aquello, ni siquiera cuando su padre lo llevaba en viajes oficiales. Todo le había parecido antes rutinario, parte del deber. Pero allí, viendo el reino a través de los ojos de Mariek, comprendía algo nuevo: la grandeza no estaba solo en el trono, sino en la vida, en la belleza callada que sostenía a la gente.
—Siempre creí que mi carga era soportar el peso de todo esto —confesó en voz baja, observando las cumbres—. Pero nunca… nunca lo había visto así.
Mariek lo miró, seria, y respondió con suavidad:
—Porque nunca lo miró con el alma.
Mariek lo observó con un destello extraño en los ojos. Por un momento, pareció dudar… pero luego su voz, firme y suave a la vez, lo envolvió.
—Pero Alteza… —dijo, todavía sosteniéndole la mano—. Le voy a enseñar lo más valioso de su reino.
Willem arqueó una ceja, intrigado. Y entonces, el aire volvió a quebrarse como un espejo líquido, y el mundo los arrastró de nuevo.
De pronto se hallaban sobrevolando Serendor, la capital. Las torres se erguían majestuosas, las avenidas llenas de gente como un río interminable. El bullicio era palpable incluso allí, en su estado incorpóreo. Carros cargados de telas, caballeros marchando en orden, niños corriendo entre los puestos, ancianas conversando frente a las panaderías.
Mariek le señaló una plaza donde un juglar tocaba laúd y un corro de campesinos lo rodeaba, riendo con ganas.
—Ahí, Alteza. ¿Lo ve? —susurró—. No son los muros, ni las estatuas, ni las banderas… sino los rostros. Ellos son Serendor.
El príncipe guardó silencio. Se obligó a mirarlos bien, uno por uno, como nunca lo había hecho.
El salto siguiente fue hacia Montclair. Colinas onduladas cubiertas de viñedos se extendían hasta perderse en la bruma, y en las laderas se alzaban casas solariegas de nobles menores. Hombres recogían racimos en cestas, mujeres reían mientras pisaban la uva en lagares, y niños correteaban entre las hileras de parras.
—Aquí la tierra alimenta y une —dijo Mariek—. Los nobles creen que es su poder lo que mantiene Montclair, pero en verdad son estas manos, estas risas.
Willem asintió lentamente. Había visitado Montclair en celebraciones oficiales, pero jamás había reparado en ese latido sencillo, humano.
El mundo volvió a girar, y aparecieron en Belvarenne, un puerto lleno de aromas: especias, pescado recién descargado, perfumes orientales. El mercado hervía de voces: mercaderes discutiendo, marineros descargando fardos, mujeres regateando por telas de colores vivos. Una caravana de camellos incluso atravesaba la plaza, dejando tras de sí un murmullo de curiosidad.
Mariek señaló a un anciano que, sentado en un banco, enseñaba a un niño a tallar una pieza de madera.
—Aquí el reino comercia, pero también sueña. Mire, Alteza: cada mirada trae un mundo.
El príncipe se inclinó un poco, fijándose. Era cierto. Rostros distintos, colores distintos, pero todos formando un mismo latido común.
Finalmente, la bruma los llevó hasta Islevert, la ciudad isleña. Las olas rompían contra los muros del puerto, y sobre el peñón central se alzaba un faro imponente, lanzando su luz sobre la oscuridad marina. Marineros entonaban cantos mientras tensaban cuerdas, familias paseaban por los muelles iluminados por antorchas, y jóvenes reían al borde del agua lanzando piedras que saltaban sobre la superficie.
Mariek se volvió hacia él, su cabello flotando como si también estuviera hecho de luz.
—Ese faro —dijo, señalando— guía a los barcos. Pero lo que mantiene viva la ciudad son esos niños, esas mujeres que esperan, esos hombres que regresan.
Willem sintió un nudo en la garganta. Apretó la mano de Mariek con fuerza, como si necesitara anclarse a esa visión. Todo lo que había visto hasta ahora —las torres, los templos, las fortalezas— de pronto palidecía ante la simplicidad de aquello.
—Nunca lo había mirado así —confesó, con voz ronca.
Ella lo observó con una media sonrisa que era tanto ternura como advertencia.
—Porque siempre le enseñaron a mirar el trono, no al pueblo.
El silencio cayó entre ellos mientras contemplaban Islevert, sus luces, sus gentes. Willem comprendió, con un estremecimiento, que lo más valioso del reino no era el poder que heredaría… sino la vida que debía proteger.
Mariek se mantuvo callada unos segundos, como si dudara si mostrarle lo que venía después. Al fin, suspiró y, con un leve movimiento de su mano, el mundo volvió a agitarse.
—Pero… también hay sufrimiento, Alteza. No puede olvidarlo.
De pronto, se hallaban en un callejón húmedo de Serendor, lejos de las plazas luminosas. Un niño harapiento recogía migas de pan del suelo mientras su hermana pequeña, encogida, lo miraba con ojos hundidos. A unos pasos, una mujer rezaba arrodillada junto a la puerta cerrada de un hospital, con lágrimas que no tenían ya fuerza para brotar.
Willem sintió un golpe seco en el estómago. Aquella era la misma ciudad donde horas antes había visto risas y músicas.
Sin darle tiempo a reaccionar, Mariek lo llevó hasta Montclair de nuevo. Pero ahora no había vendimias ni cantos: un campesino discutía con un recaudador que le arrancaba la última cesta de uvas. Su esposa lloraba, sus hijos se escondían tras ella. El noble a caballo giró la cara con indiferencia y se marchó, dejando tras de sí el polvo del camino.
—Los viñedos no siempre son risas —dijo Mariek, casi con amargura—. También esconden hambre y deuda.
El salto siguiente los lanzó a Belvarenne, pero no al mercado vibrante, sino a los muelles sombríos. Hombres encadenados bajaban de un barco, maltratados, mientras un capataz los empujaba a la fuerza. El olor a sal y sudor se mezclaba con el llanto de alguien que era separado de su familia.
Willem quiso apartar la vista, pero Mariek se lo impidió.
—No basta con ver lo hermoso. El deber de un rey es también mirar lo insoportable.
El último destello los arrastró hacia el norte. Aparecieron sobre un bosque oscuro, sus copas enlutadas, los troncos retorcidos como si hubieran sufrido una herida imposible de cerrar. Willem lo reconoció al instante.
—Gravenstein… —murmuró, helado.
El aire estaba impregnado de un silencio extraño. Aquí y allá, aún quedaban huellas ennegrecidas en la tierra, restos de magia oscura que no terminaban de disiparse. En medio del claro, una cruz de madera improvisada marcaba el lugar donde, años atrás, cayeron los últimos defensores en la batalla.
Mariek no habló. Sus ojos estaban fijos en aquel bosque, en concreto en una casa en ruinas, y en su rostro se mezclaban la pena y una fuerza contenida. Willem sintió que la garganta se le cerraba.
Por primera vez en mucho tiempo, entendió que la corona que algún día cargaría no solo pesaba por la gloria… sino por cada niño que sufría hambre, por cada familia separada, por cada herida abierta en lugares como Gravenstein. Cuando al fin habló, su voz era grave, rota:
—Gracias…Mariek. Necesitaba verlo…necesitaba ver… mi… mi reino.
Ella giró la cabeza, y por un instante sus miradas se encontraron. No hubo títulos, ni barreras. Solo un silencio compartido bajo aquel cielo estrellado que lo contenía todo: belleza, dolor, y la promesa de algo aún más grande.
El torbellino de luces se deshizo en un suspiro y, de pronto, Willem abrió los ojos. El frío de la piedra de la torre lo recibió con fuerza. El cielo real —infinito, estrellado y sereno— lo abarcaba todo sobre sus cabezas.
Su respiración estaba agitada, y sentía el cuerpo pesado, como si hubiera corrido durante días. Lentamente, se dejó caer de espaldas contra el suelo, con los brazos abiertos, la vista fija en aquel manto azul profundo salpicado de estrellas.
Mariek, aún erguida, lo observó en silencio. Había en él un cansancio distinto, no solo físico, sino del alma. Y sin embargo, en su rostro brillaba una calma que nunca antes había visto.
Con un gesto contenido, ella se acomodó a su lado. No se tumbó de golpe, sino que se dejó caer con gracia, quedando paralela a él. Sus cabellos oscuros se derramaron sobre la piedra, y durante un instante no dijo nada.
Fue entonces cuando Willem, sin apartar la vista del firmamento, alargó lentamente la mano hacia ella. No buscó su rostro ni sus ojos. Solo dejó que sus dedos se acercaran hasta rozar los de Mariek.
Ella se sobresaltó, apenas un instante. El contacto era cálido, inesperado… peligroso. Dudó, pero luego, con un leve movimiento, entrelazó sus dedos con los de él.
Ninguno habló. Ninguno lo rompió. Se quedaron así, uno junto al otro, mirando el cielo en silencio, como si todo lo que habían visto durante aquel viaje hubiera quedado grabado entre sus manos.
Y por primera vez en mucho tiempo, Willem no sintió la carga de ser príncipe. Ni Mariek la de ser distinta. Solo había dos almas bajo las estrellas, unidas en un instante de calma imposible de olvidar.
Willem sintió cómo la tensión de sus hombros se disolvía poco a poco. Era como si todo lo que había visto —la miseria, la belleza, la carga de su nombre— hubiera quedado suspendido, y en su lugar solo existiera el calor leve de la mano de Mariek.
Él la miró entonces, de lado. La luz de la luna le acariciaba el rostro, y Willem tuvo la certeza de que, si algún día todo se derrumbaba, esa imagen sería lo último que querría olvidar.
El Lúpenyx, recostado a pocos pasos, abrió los ojos plateados un momento, vigilando en silencio. Luego los cerró otra vez, como si entendiera que no debía interrumpir. El frío de la piedra comenzaba a filtrarse por los uniformes, pero ninguno quiso moverse. La noche se estiró, lenta, inmensa, hasta volverse casi eterna.
Y allí, bajo aquel cielo que parecía escucharlos, Willem comprendió que por primera vez en mucho tiempo su carga no dolía. Porque había encontrado —sin pretenderlo— a alguien que la compartiera sin pedir nada a cambio.
El amanecer llegó sin avisar. Una bruma azulada se filtró entre los muros de la torre, disipando la penumbra mientras las primeras luces del sol rozaban las almenas. El aire estaba frío, sereno, lleno de ese silencio previo a los sonidos del día.
Willem seguía dormido, tendido sobre la piedra, una mano aún extendida hacia el vacío donde antes había estado la de Mariek. Lumos, despierto junto a él, lo observaba con sus ojos de plata, quieto, paciente.
A unos pasos, Mariek se incorporó con suavidad. El viento agitó su cabello oscuro, enredando algunos mechones en su capa. Se detuvo un momento para mirarlo. Había en su expresión algo que mezclaba ternura y distancia, como si quisiera recordar esa imagen y borrarla al mismo tiempo. Su mano tembló un segundo sobre el aire, indecisa, como si fuera a rozarle el rostro. Pero no lo hizo. Solo susurró, apenas audible, con un tono más triste de lo que habría querido:
—No debería haberlo permitido.
Luego, giró sobre sus talones y caminó hacia la escalera. El eco de sus pasos fue leve, casi un rumor. Lumos la siguió con la mirada, pero al verla desaparecer, se puso de pie y también desapareció.
Cuando Willem abrió los ojos, el sol ya bañaba la torre con una luz dorada. Parpadeó, confuso, y tardó en reconocer el lugar. El aire olía a mañana y a piedra húmeda. Se incorporó lentamente, con el cuerpo aún entumecido, buscando instintivamente a su lado.
No había nadie. Solo la marca tenue de una capa plegada sobre el muro y un rastro de luz plateada que se desvanecía poco a poco. Se llevó una mano a la frente, intentando ordenar los recuerdos. El viaje, las visiones, las estrellas, la calidez de una mano entre la suya… ¿había sido real? El corazón le dio un vuelco, incierto.
Miró hacia el horizonte, donde el sol ascendía sobre las torres de la Academia, tiñendo el cielo de un dorado tenue. Por un momento, creyó distinguir una silueta oscura caminando por los jardines, el cabello oscuro movido por el viento. Parpadeó, y la figura ya no estaba.
Willem exhaló despacio, una sonrisa casi invisible curvándole los labios, mezcla de desconcierto y anhelo. No sabía si aquella noche había sido un sueño, un hechizo… o simplemente verdad. Pero mientras descendía de la torre, una certeza persistía en su pecho: algo en él había cambiado.