Capítulo 6: No ella, sino tú
8 de octubre de 2025, 2:54
Capítulo 6: No ella, sino tú.
La mañana despertó tranquila sobre la Academia. El cielo despejado bañaba de luz los patios de piedra, y el murmullo de los aprendices llenaba los corredores como un río constante. Todo parecía seguir su curso, pero Willem caminaba ajeno a ese ritmo.
Llevaba horas preguntándose si la noche en la Torre Este había sido real. El recuerdo de la mano de Mariek entrelazada con la suya, el resplandor de las estrellas, el viaje imposible a través del reino… Todo se sentía tan vívido que le costaba creer que pudiera haberlo soñado. Y sin embargo, cuando despertó, ella ya no estaba. Ni rastro, ni palabra, ni mirada que confirmara que había compartido esa experiencia con él.
Al doblar uno de los pasillos del claustro, la vio. Mariek estaba de pie junto a una columna del corredor, el cabello oscuro cayendo sobre los hombros, el mechón blanco brillando bajo la luz matinal. Hablaba con Elara y Liora, aunque más bien parecía escucharlas, seria y distante, con los brazos cruzados sobre un libro cerrado.
Cuando Willem se acercó, ella lo notó. No fue necesario que la llamara: su presencia bastó para tensar el aire. Mariek alzó brevemente la mirada, sus ojos azules se encontraron con los de él apenas un segundo… y enseguida bajó la vista.
—Debo irme —dijo, con voz baja, cortés pero firme.
Elara frunció el ceño.
—¿Ya? Pero la clase aún no—
—El maestro Arven pidió revisar los informes de táctica —interrumpió Mariek con calma controlada, y tras inclinar la cabeza a modo de despedida, se marchó sin mirar atrás.
Willem se quedó inmóvil. Liora siguió con la mirada a Mariek hasta que desapareció por el pasillo.
—Está más callada de lo habitual —murmuró.
Elara notó el leve temblor en los dedos del príncipe, esa vacilación tan impropia en él. Lo observó unos segundos antes de hablar, midiendo con cuidado sus palabras, la cortesía del rango marcando la distancia.
—¿Necesitáis algo, alteza? —preguntó con voz suave, sin reproche, pero con una curiosidad que se filtraba entre las sílabas.
Willem parpadeó, como si despertara de un pensamiento profundo. Inspiró hondo, tratando de ocultar el desconcierto que lo desbordaba desde que Mariek se había marchado tan repentinamente.
—No —contestó con un gesto que pretendía ser tranquilo—. Solo... quería saber si habéis avanzado con las runas del amuleto.
Elara y Liora se miraron antes de negar al unísono.
—Son más antiguas de lo que imaginábamos —dijo Liora, sujetando el libro de registros—. Ni siquiera los tomos del archivo mayor las mencionan completas.
—Y no podemos preguntar abiertamente —añadió Elara—. Llamaría la atención.
Willem asintió en silencio. Por un instante, la conversación se apagó y solo se oía el murmullo de los estudiantes en el patio inferior. Fue entonces cuando, al girar la vista, divisó a lo lejos a la profesora Sybille cruzando el corredor opuesto, la silueta tensa bajo su capa verde.
Su mente se llenó de recuerdos: el rostro cansado de la profesora, la carta del Duque de Arvensburg, las deudas, la ejecución de su hermano... y las palabras de Mariek, frías y certeras, resonando como un eco en su pecho: "A veces, para ver el rostro de un reino, hay que mirar el dolor de su gente, no la gloria de sus torres."
Willem apretó la mandíbula. Por primera vez, entendió el peso real de lo que ella quería decir. No podía limitarse a proteger el trono si no comprendía aquello que lo sostenía. No bastaba con luchar contra la oscuridad… debía entenderla.
—Alteza —dijo Liora con cautela, viendo cómo su expresión cambiaba—. ¿Ocurre algo?
Él levantó la mirada, con una determinación que parecía recién forjada.
—Nada… —susurró, aunque en su interior todo ardía—. Solo que tengo algo que hacer.
Les dedicó una leve inclinación de cabeza.
—Gracias por vuestro trabajo. Avisadme si encontráis algo nuevo.
Elara hizo una reverencia. Liora lo observó irse, con el arco aún colgado al hombro, preguntándose qué había visto en ese instante que lo había dejado tan distinto.
Willem se alejó por los corredores bañados por la luz del mediodía. Era hora de actuar, no como príncipe heredero… sino como alguien que comenzaba, por fin, a entender a quién debía servir.
Encontró a Octavius en los jardines del ala sur, revisando unos pergaminos sobre táctica de guerra con la habitual concentración serena que lo caracterizaba. El sonido de las fuentes y el canto de los pájaros contrastaba con la tensión que traía el príncipe en los hombros.
—Octavius —llamó Willem con tono firme.
El joven levantó la vista, sorprendido por la urgencia en su voz.
—¿Alteza? ¿Ocurre algo?
Willem se detuvo frente a él, sin rodeos.
—Necesito los informes de la Casa del Duque de Arvensburg. Cuentas, relaciones, registros de impuestos, todo lo que puedas encontrar. Si hay alguna irregularidad, la quiero sobre mi mesa antes del anochecer.¿Puedes conseguirlo?
Octavius parpadeó, desconcertado.
—¿La Casa de Arvensburg? —repitió, dejando el pergamino a un lado—. ¿pero… puedo saber por qué tanta decisión repentina?
El príncipe sostuvo su mirada, la luz del mediodía reflejándose en sus ojos grises, intensos.
—Porque alguien que extorsiona no lo hace por simple codicia —dijo Willem con una calma peligrosa—. Lo hace porque teme que algo salga a la luz.
Octavius frunció el ceño.
—¿Extorsión? ¿Estáis hablando de la profesora Sybille?
Willem asintió apenas, el gesto endurecido.
—Su familia está atrapada en una deuda injusta. Si lo que sospecho es cierto, el Duque de Arvensburg ha usado esa deuda para someterla. Si descubro pruebas, no solo liberaremos a una inocente… también revelaremos una red de corrupción… que no está permitida en el Reino.
Octavius lo observó en silencio unos segundos. No era la primera vez que veía a Willem actuar con determinación, pero esa vez había algo distinto: una fuerza más templada, más humana.
—Eso… suena a algo más que una investigación —murmuró finalmente—. Suena a justicia.
Willem esbozó una media sonrisa, amarga pero firme.
—Será el camino para eliminar una injusticia. Y, tal vez… —bajó un poco la voz— para empezar a ver este reino como ella lo ve.
Octavius no necesitó preguntar a quién se refería. Simplemente asintió, con respeto.
—Lo haré, alteza. Pero si vais a enfrentarte a un duque, no lo hagáis solo.
Willem soltó un leve suspiro, y su sonrisa se tornó más sincera.
—Nunca estoy solo, Octavius. Tengo amigos que creen en lo mismo que yo… aunque algunos aún no lo sepan.
El viento movió las hojas de los rosales cercanos. Octavius inclinó la cabeza en un gesto de lealtad y se marchó con paso rápido, mientras Willem quedaba mirando el horizonte de Serentipy, donde el sol comenzaba a caer tras las torres.
Mariek estaba en el corredor superior, justo sobre el jardín donde Willem hablaba con Octavius. No había sido su intención escuchar, pero la voz del príncipe llegó con claridad a través del aire templado.
Desde su posición entre las columnas, pudo verlo abajo, de pie, con el sol reflejándose en su cabello. Su expresión era resuelta, casi desafiante, pero había en sus palabras algo distinto. Esa firmeza no nacía de la autoridad… sino de una convicción íntima, casi noble.
Mariek se quedó inmóvil, cada frase de Willem atravesándola como un eco. “Será el camino para eliminar una injusticia… y, tal vez, para empezar a ver este reino como ella lo ve.”
Ella bajó la mirada al suelo de piedra. Sintió un temblor pequeño en el pecho, una emoción cálida y peligrosa que amenazó con escaparse. Por un instante, su rostro se suavizó: una sonrisa apenas perceptible curvó sus labios.
Pero fue solo un instante. Como si recordara de golpe dónde estaba, Mariek respiró hondo y esa tenue expresión desapareció. Su mirada volvió a endurecerse, azul y distante.
“No debo permitirlo”, pensó con frialdad aprendida. “No debo olvidar quién soy… ni por qué estoy aquí.”
Sus dedos se cerraron con fuerza sobre su propia mano izquierda —la misma que Willem había sostenido aquella noche—. Aún recordaba el calor de su piel, la calma imposible que había sentido entre sus brazos. Aquella noche que tal vez no existió, pero que la había marcado más de lo que quería admitir.
Cerró los ojos.
“Solo debo protegerlo. No sentir. No dudar.”
Cuando volvió a abrirlos, Willem ya se había alejado del jardín, su capa ondeando tras él. Mariek lo siguió con la mirada unos segundos más, hasta que desapareció entre los arcos de piedra. Entonces giró sobre sus pasos y se marchó en silencio, hundiendo esa emoción en lo más profundo de su alma, allí donde guardaba todo lo que no debía ser visto. Una vez más, su deber había ganado sobre su corazón.
La Academia se encontraba en penumbra, solo iluminada por la tenue luz de la luna que se filtraba por los ventanales altos. Los pasillos estaban vacíos, y un silencio pesado parecía absorber hasta el murmullo del viento.
Desde un balcón lateral, alguien observaba con paciencia, el rostro oculto tras la sombra de una capucha. Sus ojos, afilados y atentos, seguían cada movimiento de la joven que caminaba sola por los corredores del ala este: Aurelia. Su paso era medido, casi silencioso, y sus dedos jugaban distraídos con un pergamino que sostenía.
El observador notó cómo la muchacha se detuvo frente a un antiguo ventanal, apoyando la frente contra el frío cristal. Su respiración formaba nubes de vapor en el aire fresco de la noche. Sus ojos, azul cielo, se posaron por un instante sobre el patio desierto, y entonces algo cambió: un destello de preocupación cruzó su rostro, como si hubiera leído algo más en la carta que nadie debía ver.
El profesor en las sombras inclinó la cabeza, evaluando la reacción con un interés casi clínico. No se movió, no hizo ruido; solo estudió, calculando cada gesto. Había algo en ella, algo que no podía definir con exactitud.
—Demasiado joven pero debe ser ella —susurró para sí, con una voz tan baja que solo él la escuchaba.
Aurelia parecía sola, pero el observador sabía que su fuerza real no estaba en la espada ni en la sabiduría. Era otra cosa, algo escondido bajo su calma y aparente obediencia. Un recurso que podía ser tanto una ventaja como una vulnerabilidad.
Tras unos minutos, Aurelia dobló la esquina y desapareció entre las sombras de los pasillos. El profesor permaneció unos segundos más, observando cómo la luz de su figura se perdía en la distancia, antes de retirarse silenciosamente por otra escalera, dejando tras de sí un aire inquietante.
La noche siguiente, la niebla se deslizaba sobre los jardines de la Academia como un velo húmedo. Las antorchas encendidas a lo largo de los muros crepitaban débilmente, dejando sombras que parecían moverse por cuenta propia.
Aurelia caminaba con paso sereno por el sendero que conducía hacia la Torre de los Profesores. Llevaba la capa reglamentaria, el rostro tranquilo, el porte impecable de una alumna que conocía su lugar. Pero bajo esa calma, su respiración era más corta de lo normal. Había sentido los pasos desde hacía rato. Igual que los días anteriores. No pesados, no torpes… sino medidos. Sigilosos. Demasiado sigilosos.
Giró levemente la cabeza, fingiendo distraerse con una farola que parpadeaba. Nada. Solo el rumor del viento entre las hojas. Continuó caminando.
Cada tanto, un leve roce, el crujido de una rama. Aurelia, con el corazón acelerado, mantuvo el ritmo, como si no hubiera notado nada. En el interior de su guante, sus dedos rozaron el pequeño sello mágico que llevaba oculto —una simple runa de contención, por si acaso.
Al doblar la esquina, divisó a Henrik esperándola junto a una de las columnas de piedra. El chico estaba distraído, con la mano en la empuñadura de su espada, mirando hacia los ventanales superiores.
—Llegas tarde —dijo, sin sospechar nada.
Aurelia sonrió levemente, aunque su mirada barría los alrededores.
—Lo siento, los pasillos están más oscuros de lo habitual. —Hizo una pausa, calculando el momento exacto—. Henrik… ¿confías en mí?
Él la miró, confundido.
—¿Qué?
—Solo respóndeme.
—Sí… claro. —Frunció el ceño, sin entender.
Entonces, Aurelia alzó la voz con naturalidad, como si comentara algo trivial, pero dio un paso hacia atrás, situándose justo frente a él.
—Perfecto. Entonces confía ahora.
Y antes de que Henrik pudiera replicar, lo tomó de la mano con fuerza y echó a correr.
—¡Aurelia! —protestó, tropezando detrás de ella—. ¿Qué estás haciendo?
—No hables.
Su tono era tan firme que lo obedeció por instinto. Atravesaron un pasillo estrecho, subieron un tramo de escaleras en espiral, y se metieron en una de las aulas de la planta superior. Aurelia cerró la puerta con un rápido movimiento, deslizando un broche mágico que emitió un leve zumbido azul al sellarse. El silencio se hizo pesado. Henrik respiraba agitado, aún sin entender nada.
—¿Quieres explicarme qué demonios…? —empezó a decir, pero se detuvo al verla.
Aurelia estaba de espaldas a él, apoyada contra la puerta, con una mano en el pecho intentando controlar el temblor de su respiración. No era la muchacha compuesta y segura de costumbre. Sus ojos estaban muy abiertos, los labios apretados. Había un brillo de miedo —auténtico, frío— que no podía disimular.
Henrik dio un paso hacia ella, bajando el tono de su voz.
—¿Qué pasa?
Ella levantó una mano, pidiéndole silencio. Fuera, algo se movió. Un roce apenas perceptible. Luego, tres golpes lentos y huecos en la puerta.
Toc… toc… toc.
Henrik desenvainó su espada al instante.
—¿Es él? —le susurro.
Aurelia cerró los ojos un segundo asintiendo. Podía sentirlo: la misma energía turbia, como una sombra que reptaba entre los muros. La misma presencia que había sentido desde que comenzó la vigilancia.
—Nos estaba siguiendo —susurró, sin mirarlo—. Desde los jardines.
Henrik la observó, sorprendido.
—¿Por qué no dijiste nada?
—Porque quería que se mostrara. —Su voz sonó más firme ahora, aunque su respiración seguía temblando—. Pero no esperaba… esto. No podemos hacerle frente…
Los golpes cesaron. Un susurro leve se deslizó por la rendija inferior de la puerta, como si el aire mismo hablara: un murmullo sin palabras, gélido, imposible de descifrar. Henrik se colocó frente a ella, protegiéndola con el cuerpo.
—Sea quien sea, no entrará.
Aurelia, con los ojos clavados en la puerta, asintió despacio. Pero dentro de ella había algo más que miedo: un presentimiento oscuro. Aquella sombra no venía por ella al azar. La conocía. La buscaba.
El golpe volvió a sonar.
Toc… toc… toc.
Más fuerte. Más impaciente.
Aurelia retrocedió un paso, mirando la puerta con el rostro pálido. El sonido metálico del cerrojo tembló. Alguien —o algo— intentaba forzar la entrada. Henrik levantó la mano, pidiéndole silencio. Su mente trabajaba rápido. Estaban en un aula del segundo piso, sin salida más que esa ventana estrecha y la puerta que ya comenzaba a vibrar. Sin magia. Sin apoyo. Solo acero… y miedo.
Las sombras bajo la puerta se movieron como si tuvieran vida propia. El golpe siguiente hizo crujir la madera.
Henrik apretó los dientes. Dio un paso hacia la ventana y echó un vistazo: la caída era alta, pero más abajo se extendía el jardín norte, con un pequeño tramo de césped y los setos que bordeaban el invernadero. Si saltaban, podían sobrevivir… con suerte.
El golpe se repitió, más violento. Aurelia lo miró, con el terror apenas contenido.
—Henrik…
—Confía en mí —murmuró él. Luego cerró los ojos un instante y susurró una palabra que no debía pronunciar.
—Lumos.
Una luz cálida, casi plateada, emergió en la oscuridad.
Del resplandor nació una silueta majestuosa. Ya no era el simple cachorro que acompañaba a Mariek. Ante el peligro se manifestaba como un lobo alado de ojos azul océano y pelaje blanco. Su sola presencia llenó la habitación de calma y poder.
Aurelia contuvo el aliento. Nunca había visto nada igual. El Lupenyx miró a Henrik con esa inteligencia profunda que solo los seres de luz poseían. Henrik se acercó un paso.
—Ayúdame —le dijo, en voz baja.
Lumos inclinó la cabeza y, sin palabras, comprendió.
La puerta volvió a temblar con fuerza. Henrik se volvió hacia Aurelia, extendiendo la mano.
—Ahora tú… ¿confías en mí?
Ella lo miró. Por primera vez desde que se conocían, no había cálculo en sus ojos, ni reserva. Solo un atisbo de fe.
—Sí. —Y tomó su mano.
Henrik asintió una sola vez. Luego abrió la ventana de par en par. El aire nocturno los envolvió. Afuera, el jardín se extendía como una mancha plateada bajo la luna.
—Vamos. —Saltó primero, arrastrándola con él.
Lumos se lanzó tras ellos, desplegando sus alas y generando a su alrededor un campo luminoso que ralentizó la caída. El mundo pareció detenerse. Descendieron como flotando, envueltos en un resplandor blanco. Cayeron sobre la hierba húmeda, rodando varias veces antes de detenerse, ilesos pero aturdidos. Ambos quedaron escondidos por las sombras del jardín.
Aurelia levantó la cabeza, respirando con dificultad. Henrik, aún con la espada en la mano, miró hacia la ventana. Allí, enmarcada por la penumbra del aula, una sombra negra observaba intentando verles. No era un espectro cualquiera. Era humano. El infiltrado.
Henrik sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Lumos levantó la mirada hacia él, esperando una orden.
—Márcalo —susurró Henrik.
El Lupenyx alzó el vuelo con un rugido grave y sereno. Una estela de luz cruzó el aire, rasgando la noche. El proyectil de energía impactó en el brazo de la sombra, que retrocedió con un grito ahogado. Luego, como humo devorado por el viento, desapareció. Solo quedó el eco de su voz —o tal vez de su rencor—, diluyéndose en el aire helado.
Henrik bajó la espada. Aurelia, todavía temblando, miró el cielo donde Lumos se desvanecía poco a poco.
—¿Qué era eso…? —susurró.
Henrik guardó silencio un momento, observando la marca de quemadura que la luz había dejado en la hierba.
—Algo que no deberías haber visto. —Su voz era grave, pero no severa.
Ella lo miró, desconcertada, mientras el viento nocturno agitaba su capa. Y en los ojos del joven caballero, por un instante, brilló algo entre la duda y la determinación. Porque ambos sabían que lo que había ocurrido esa noche cambiaría el rumbo de todo.
Después de unos minutos, el jardín estaba en calma. Solo el murmullo del viento entre los setos y el resplandor lejano de la luna acompañaban a Henrik y Aurelia, sentados sobre el césped húmedo, todavía con el pulso agitado. Lumos se había desvanecido, dejando tras de sí un leve aroma a ozono y luz. Henrik, con la respiración aún irregular, miró de reojo a la joven a su lado.
—Ahora quiero saber la verdad —dijo, con voz grave, sin alzarla más de lo necesario—. ¿Qué era eso? ¿Por qué te seguían?
Aurelia mantuvo la vista baja, sus manos sobre las rodillas, entrelazadas con fuerza. Por un momento pareció que no respondería. Pero entonces alzó los ojos, y en ellos no había frialdad ni altivez, solo miedo… y cansancio.
—No es la primera vez que me siguen —murmuró.
—¿Qué dices? —Henrik frunció el ceño.
Aurelia respiró hondo. Su voz tembló apenas.
—La carta que recibí… no era una advertencia cualquiera. Era de mi padre. Me decía que el Príncipe estaba en peligro… que había quienes lo buscaban, quienes deseaban eliminar a todos los que lo protegieran.
—¿Y qué tiene que ver eso contigo? —preguntó Henrik, más brusco de lo que quería.
Ella lo miró a los ojos, sosteniendo su mirada con esfuerzo.
—Mi padre me ordenó que me mostrara como la prometida del Príncipe. Que lo acompañara, que pareciera… su escudo. —Una sonrisa amarga cruzó sus labios—. Me pidió que lo distrajera, que distrajera al enemigo. Que ganara tiempo para la verdadera protectora.
Henrik quedó inmóvil.
—¿Protectora? —repitió en un susurro.
Aurelia bajó la mirada, sus pestañas temblando.
—Dijo que esa persona tiene un vínculo con el Príncipe… uno que la oscuridad no tolera. Por eso también quieren eliminarla. —Entonces, volvió a mirarlo, con una franqueza que desarmó su habitual elegancia—. Yo solo intento que tengan una oportunidad más.
Henrik la observó en silencio. El peso de cada palabra se hundía en él como plomo. Hasta que finalmente preguntó, casi en un hilo de voz:
—¿Quién es su protectora, Aurelia?
Ella no respondió enseguida. Su respiración se mezclaba con la brisa, y por un momento, Henrik pensó que callaría. Pero luego, con un suspiro, alzó la mirada hacia él. Sus ojos azul claro se encontraron con los suyos, tan serenos como sinceros.
—Ya lo sabes, Henrik —susurró—. También has visto cómo se miran.
Henrik sintió un golpe seco en el pecho. Mariek. Su hermana. Otra vez atrapada en la corriente del destino, marcada por una fuerza que no comprendía del todo.
Cerró los ojos un instante, conteniendo la rabia, la impotencia y el miedo. Cuando volvió a abrirlos, Aurelia lo observaba, temblorosa. Entonces, ella extendió una mano y la colocó sobre la suya.
—Te ayudaré —dijo con una determinación inesperada—. En lo que haga falta.
Henrik la miró, y en ese instante comprendió dos cosas: que Aurelia hablaba con la verdad… y que, detrás de su calma aprendida, también había alguien cansado de fingir, alguien que necesitaba ser protegido.
Sin pensarlo, olvidando el protocolo, olvidando quién era ella y quién era él, Henrik la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí. Aurelia se quedó inmóvil, sorprendida, pero no se apartó. Solo cerró los ojos, dejando que por un instante el miedo se disolviera en aquella calidez inesperada.
El viento sopló entre los árboles, llevando consigo el último eco del peligro. Por unos segundos, solo existieron ellos dos, respirando el mismo silencio, unidos por un secreto que cambiaría el destino de todos.
La mañana siguiente amaneció envuelta en un aire engañosamente tranquilo. La rutina de la Academia había retomado su curso habitual: entrenamientos, estudios y murmullos en los pasillos, como si la noche anterior no hubiese existido. Pero entre algunos de ellos, la tensión flotaba silenciosa, imposible de disimular.
Henrik y Aurelia caminaban por el corredor central que conducía a la Torre de Estudios. No hablaban, pero el silencio entre ellos era denso, lleno de ecos no dichos. Cada vez que las miradas se cruzaban, ella desviaba los ojos hacia las vidrieras, y él fingía ajustar el cinturón de su espada, incapaz de sostener la calma que fingía tan bien en el campo de entrenamiento.
Aurelia llevaba el cabello recogido con más cuidado de lo habitual, pero había algo distinto en su porte: una serenidad nueva… o quizá una vulnerabilidad que Henrik no dejaba de notar.
Cuando doblaron el pasillo, se encontraron con el Príncipe Willem y Octavius, que ya los esperaban en la galería de mármol que conectaba con la Torre de los profesores. Willem los observó llegar. Durante un instante, su mirada se detuvo más de lo debido en Henrik, luego en Aurelia, y por un breve destello, creyó ver en sus ojos algo que no supo nombrar.
—¿Alguna señal? —preguntó, refiriéndose a su objetivo: el profesor herido. Henrik negó con la cabeza.
—Nada. He observado a tres de ellos esta mañana. Ninguno muestra señales de debilidad o dolor.
Octavius, con su tono más práctico, agregó mientras consultaba unas notas:
—Yo he revisado las listas de clases. Todos asistieron, incluso Deynor, aunque llegó con retraso. Ninguna herida visible.
—Podría ocultarla con un conjuro —murmuró Aurelia, sin mirar a nadie.
Su voz era suave, pero firme. Henrik la miró de reojo.
—Eso pensé yo también.
Willem percibió la complicidad entre ellos y entrecerró los ojos apenas, más por instinto que por sospecha. Luego, cambió de tema con un suspiro.
—Octavius, ¿qué supiste del Duque de Arvensburg?
Octavius levantó la vista, como si hubiese estado esperando la pregunta.
—Confirmado. El Duque tiene tratos con comerciantes de Calvessant. Operaciones discretas, pero lo bastante grandes para llamar la atención. Oro, medicinas, y… componentes alquímicos. Algunos, prohibidos aquí. Esa es la grieta.
Willem frunció el ceño.
—Entonces, la profesora Sybille no mentía. Las deudas de su familia no eran con la Corona, sino con el Duque que se aprovecha de una familia sencilla para comerciar ilegalmente.
—Exacto. —Octavius cerró su cuaderno—. Pero si intervenimos directamente, el Duque sabrá que lo estamos vigilando. Y si lo hacemos sin pruebas, será la palabra de un príncipe contra la de un noble con poder político.
Henrik asintió con gravedad.
—Y eso podría iniciar una disputa en el Consejo.
Willem se pasó una mano por el cabello, pensativo. La frustración se notaba en la forma en que exhalaba lentamente. Entonces, su mirada se desvió. Al fondo del corredor, distinguió a Mariek, inclinada sobre un libro de runas, con Liora a su lado.
Por un instante, todo el ruido a su alrededor se desvaneció. Recordó la noche en la que la vio alzando la luz contra la oscuridad. Recordó también el silencio posterior… y cómo ella había evitado sus ojos desde entonces. Recordó el calor de su mano… aunque aún no sabía si había sido un sueño.
Octavius notó el cambio en su semblante y apenas esbozó una sonrisa.
—¿Se te ocurre alguien que pueda ayudarnos con esto? —preguntó con fingida inocencia.
Willem apartó la mirada con un suspiro, pero no pudo disimular el leve rubor que le subió a las mejillas.
—Tal vez sí —respondió, y su voz se suavizó.
Aurelia, que observaba la escena en silencio, siguió el recorrido de su mirada. Su expresión apenas cambió, pero sus ojos, esos ojos azul cielo, reflejaron algo que solo Henrik alcanzó a notar: una sombra de tristeza, o quizá resignación.
El Príncipe se enderezó.
—Disculpadme. Creo que es hora de consultar a la senda de los hechiceros. —Y sin más, se alejó por el pasillo, rumbo a donde Mariek leía.
Octavius cruzó los brazos, sonriendo apenas.
—No cabe duda de que no hay mejor motivo para estudiar runas antiguas.
Henrik lo miró con fastidio.
—Octavius…
—¿Qué? —replicó con falsa inocencia—. Solo digo que el amor y la política hacen una combinación explosiva.
Aurelia apartó la mirada, fingiendo observar un tapiz, pero Henrik alcanzó a ver el brillo melancólico en sus ojos. Él quiso decir algo, pero se contuvo. Había promesas entre ellos que aún no podían pronunciarse en voz alta.
Y mientras Willem se acercaba a Mariek al fondo de la galería, el sol del mediodía bañaba la piedra con un brillo dorado, como si el tiempo se hubiese detenido justo antes de algo inevitable.
Mariek seguía revisando los símbolos grabados en la hoja abierta de su cuaderno. Las runas brillaban con tinta plateada bajo la luz del ventanal, y Liora murmuraba a su lado algunas observaciones sobre la correspondencia con las inscripciones del amuleto. El aire estaba tranquilo… hasta que una sombra se proyectó sobre las páginas.
—Mariek.
La voz era inconfundible. Ella alzó la vista despacio, y al verlo, un leve temblor —apenas perceptible— cruzó por sus dedos antes de que cerrara el cuaderno.
—Su Alteza —respondió, con el tono justo de cortesía.
—Dije que no me llamaras así cuando estamos solos —replicó él con suavidad, sin apartar los ojos de ella.
—No estamos solos, así que no hay falta… Alteza —respondió sin alterarse.
Liora miró a uno y otro, notando el cambio invisible en el aire. Con una sonrisa apenas disimulada, murmuró una excusa y se levantó, dejándolos solos entre los anaqueles.
El silencio se prolongó unos segundos. Willem se acercó despacio, deteniéndose a una distancia prudente, aunque la cercanía era suficiente para que el aroma a tinta y pergamino se mezclara con el leve perfume de las hierbas que ella solía usar.
—Necesito tu ayuda —dijo al fin.
Mariek alzó una ceja.
—¿Académica o personal?
Él sonrió apenas.
—Política, aunque ambas parecen entrelazarse últimamente.
Mariek ladeó un poco la cabeza.
—Le escucho.
Willem le explicó lo del Duque de Arvensburg: las cuentas con Calvessant, los materiales prohibidos, la deuda que atrapaba a la familia Sybille y cómo, sin pruebas directas, el Consejo se opondría a cualquier intervención del príncipe. Mientras hablaba, Mariek lo observaba con atención, los brazos cruzados, sin interrumpirlo. Solo cuando él terminó, bajó la mirada un instante, pensativa.
—Si las mercancías cruzan desde Calvessant —murmuró—, entonces debe haber un registro en la Oficina de Comercio Exterior. Los sellos aduaneros se graban con runas que certifican procedencia y destino. No pueden falsificarse fácilmente.
—¿Sugieres que busquemos los sellos?
—Sugiero —respondió ella con calma— que si encontramos un sello de exportación calvessiano en manos del Duque, será suficiente para exponerlo sin una acusación directa. Teniendo que dar cuenta de sus compras y mostrando la ilegalidad del producto en Serentipy.
Willem la miró, admirado.
—Eso podría liberar a la familia Sybille sin implicar al Consejo, porque como pena deberá pagar él una deuda y verse incapacitado para recibir pago alguno.
Mariek asintió apenas.
—Exacto. Lo harás parecer una iniciativa administrativa, no un acto político.
Él la observó un segundo más de lo necesario.
—Siempre logras simplificar lo imposible.
Ella no sonrió, pero en sus ojos pasó un brillo leve, casi imperceptible.
—No es simplificar, Alteza. Es mirar las grietas por donde entra la luz.
Willem bajó un poco la voz.
—¿Y si esa luz también se filtra en lugares donde no debería?
Mariek lo miró directamente. Su expresión no cambió, pero el silencio entre ambos se volvió más denso, como si una corriente invisible los uniera.
—Depende —respondió ella— de si esa luz busca sanar… o quemar.
Él respiró hondo. Un impulso lo llevó a dar un paso más cerca.
—Mariek… anoche soñé con lo que me mostraste. Las montañas, el mar, la gente… —Su voz bajó, cargada de sinceridad—. No sé si fue real o solo un reflejo, pero desde entonces, todo me parece distinto.
Ella sostuvo su mirada un instante, y luego desvió los ojos.
—Fue real, Alteza. Pero algunos reflejos dejan cicatrices si se miran demasiado.
El silencio volvió a caer. El sonido del viento filtrándose por la galería fue lo único que interrumpió el pulso contenido entre ellos. Willem asintió despacio.
—Entonces… seguiremos tu plan.
—Sí. —Mariek recogió su cuaderno y lo guardó con precisión—. Pediré acceso al archivo de comercio de la Biblioteca. Diré que investigo los sellos de validación para mi trabajo de Runas. Nadie sospechará.
—Y yo —dijo Willem— pediré una orden de revisión general de rutas comerciales, en nombre del Consejo.
Mariek lo miró, aprobando en silencio. Luego, con un gesto medido, añadió:
—Ten cuidado, Alteza. Los hombres como Arvensburg no perdonan a quien los expone.
Willem inclinó la cabeza, sin apartar los ojos de ella.
—La Corona ha enfrentado guerras con menos advertencias.
Mariek giró para marcharse, pero se detuvo cuando pasó junto a él. Durante un segundo, el roce sutil de su capa tocó la manga del príncipe. Fue apenas un contacto, pero bastó para que Willem contuviera el aliento. Sin mirarlo, ella dijo en voz baja:
—No confundas valor con temeridad… Willem.
Y se alejó por el pasillo, dejando tras de sí el aroma tenue de pergamino y aire frío. Willem la siguió con la mirada hasta que su silueta desapareció entre las columnas. Solo entonces sonrió, apenas, como quien ha sentido algo que empieza a cambiarlo sin remedio.
El patio de entrenamiento de la senda de los sabios vibraba con el sonido metálico de las espadas al chocar. Aunque el combate no era su especialidad, los sabios debían dominar al menos la defensa y el equilibrio del cuerpo, como parte del control mental que acompañaba a la magia. El sol del mediodía caía oblicuo sobre las piedras, y el aire olía a hierro, sudor y tierra.
Aurelia se movía con precisión medida, cada movimiento fluido, calculado. Sus golpes eran limpios, su postura impecable; el profesor, un veterano de la Guardia Real, la observaba con leve aprobación. Pero entre los golpes y el ruido del metal, algo la distrajo.
El compañero que entrenaba frente a ella —Darian, un sabio de un curso más avanzado, conocido por su disciplina y su rapidez con la espada— parecía diferente esa mañana. Sus movimientos carecían de la misma agilidad. Cada estocada tardaba una fracción de segundo más de lo habitual. Su respiración era irregular, y aunque intentaba disimularlo, su mano derecha temblaba apenas al ajustar la empuñadura.
Aurelia notó cómo su mirada evitaba la del profesor. Y, por un instante, creyó distinguir algo oscuro asomando bajo el vendaje de su muñeca.
—¿Aurelia? —la voz del profesor la sacó de su observación—. Tu concentración, muchacha.
—Disculpe, maestro.
Reanudó el entrenamiento, pero no dejó de observarlo de reojo. Cuando la clase concluyó y los demás se retiraron, Darian se apresuró a guardar su espada. Evitó cualquier conversación y desapareció hacia los corredores del ala norte.
Aurelia se quedó quieta unos segundos, con el ceño fruncido. Había algo en aquel temblor… algo que no pertenecía a un cansancio común.
El pasillo que llevaba a las salas de estudio estaba en silencio. Henrik acababa de terminar su guardia y hablaba con un joven escudero cuando la vio llegar. Caminaba rápido, el cabello recogido a medias, las manos aún manchadas del polvo del entrenamiento. Él se giró hacia ella al notar la expresión de su rostro.
—Aurelia. ¿Ha pasado algo?
Ella se detuvo frente a él, intentando calmar la respiración.
—No lo sé. Quizás sea una impresión… pero en la práctica de espada, Darian —el sabio del curso superior— no se movía como siempre. Era torpe. Y… creo que está herido.
Henrik frunció el ceño.
—¿Herido? ¿En qué sentido?
—Su mano derecha. Tenía un vendaje… y debajo vi algo que parecía una marca oscura. No una herida normal. —Bajó la voz—. Podría ser una quemadura… o algo más.
Henrik se tensó. Las palabras resonaron en su cabeza con un eco peligroso. Desde el ataque en la torre, todos buscaban al profesor herido. Pero ¿y si quien portaba la herida no era un profesor… sino alguien influido por él?
—¿Dónde lo viste ir? —preguntó Henrik.
—Hacia el ala norte. No sé si a los dormitorios o a la galería de los sabios.
Henrik asintió.
—Haré que Roderic y Liora se encarguen de vigilar discretamente esa zona. Tú no te acerques más a él, ¿entendido?
Aurelia iba a protestar, pero la mirada firme del joven la detuvo.
—Henrik, no soy una niña.
—No, pero eres más visible de lo que crees. —Bajó el tono—. Si alguien o algo está detrás de ese comportamiento, podría estar vigilando tus pasos también.
El silencio cayó entre ambos. Aurelia sostuvo su mirada unos segundos. Había en los ojos del caballero un reflejo sincero, una mezcla de autoridad y preocupación que le hizo bajar la guardia.
—De acuerdo —murmuró al fin—. Pero prométeme que si descubres algo, me lo dirás.
Henrik la observó en silencio. Luego asintió, con esa media sonrisa que a veces rompía su semblante serio.
—Lo prometo.
Ella asintió, y cuando se dio la vuelta para marcharse, Henrik la vio alejarse por el corredor bañado por la luz del atardecer. Sus pasos eran firmes, pero había algo en su silueta —una tensión contenida, una sombra en los hombros— que lo hizo quedarse mirando más de lo debido.
Y sin saber por qué, pensó en lo que había sentido al abrazarla aquella noche. Esa mezcla peligrosa de deber y algo que no debía nacer en medio de la oscuridad.
El aire estaba impregnado del perfume tenue de los rosales del jardín sur. Las luces del crepúsculo se deslizaban entre los árboles, tiñendo el mármol de los senderos de tonos dorados y violáceos.
Mariek caminaba despacio, con paso decidido, aunque por dentro sentía ese nudo incómodo que la acompañaba cada vez que tenía que buscar al Príncipe. Había pasado toda la tarde revisando viejos registros de comercio en los archivos del ala de Sabiduría, y al fin había hallado la pieza que faltaba para completar el plan sobre la profesora Sybille. Tenía que decírselo… aunque eso implicara mirarlo a los ojos otra vez. Al llegar a la zona del lago, lo vio.
El Príncipe Willem estaba sentado sobre la hierba, a pocos pasos del agua, con un libro abierto entre las manos. No llevaba la túnica formal, sino las prendas oscuras del entrenamiento de esa mañana; las mangas arremangadas, la espada apoyada a un lado. La luz del ocaso se reflejaba en su cabello, dándole un brillo casi ámbar.
Mariek se detuvo unos metros antes de acercarse. Durante un momento lo observó en silencio. Se veía tranquilo… o quizás solo aparentaba estarlo. Sus dedos pasaban las páginas sin realmente leer, y su mirada se perdía más allá del texto, hacia el reflejo del cielo sobre el agua. Respiró hondo y se obligó a avanzar.
—Alteza. —Su voz quebró el silencio del jardín.
Willem levantó la vista de inmediato. Por un instante pareció sorprendido, pero luego su expresión se suavizó.
—Mariek… —cerró el libro con calma, apoyándolo sobre su rodilla—. No esperaba verte a estas horas.
Ella bajó ligeramente la cabeza.
—He encontrado algo. Sobre lo que hablamos… la profesora Sybille. —Dio un paso más—. Y pensé que debía decírselo cuanto antes.
Él se incorporó un poco, apoyando los antebrazos sobre las rodillas, observándola.
—¿Algo importante?
—Sí. —Mariek se acercó hasta quedar frente a él, con el lago extendiéndose tras el Príncipe como un espejo plateado—. Hay registros de envíos con el sello del Duque de Arvensburg. Pagos encubiertos a través de comerciantes de Calvessant. Lo suficiente para probar que él manipulaba las deudas de la profesora.
Willem asintió lentamente, el gesto grave.
—Entonces podemos actuar.
—Sí. Pero… será difícil sin exponer a nadie dentro de la Academia. —Mariek bajó la mirada un instante, pensando—. Si usamos la correspondencia cifrada del archivo de Estrategia, podríamos enviar un mensaje al Consejo sin mencionar nombres.
El Príncipe la observó en silencio. Había algo en su voz que lo calmaba: esa precisión, esa claridad, esa ausencia de duda.
—Siempre encuentras el modo —murmuró él, apenas audible.
Mariek lo miró entonces, y el aire pareció volverse más denso entre ambos.
—No siempre —respondió con suavidad—. A veces solo intento que las cosas no se desmoronen.
Una sonrisa, leve y cansada, curvó los labios de Willem.
—Si no fuera por ti, ya se habrían desmoronado hace mucho.
Ella apartó la mirada, incómoda, y sus dedos rozaron el borde de su capa.
—No diga eso. No soy más que una aprendiz.
—No, Mariek. —La voz de Willem fue firme, pero baja, casi íntima—. No lo eres.
El silencio los envolvió. El sonido del agua contra la orilla, el canto de un ave lejana. Por un instante, Willem deseó decir lo que en realidad pensaba: que en ella encontraba un extraño consuelo, una calma que no hallaba ni en su título ni en su deber. Pero no lo hizo. En cambio, se levantó lentamente, con el libro aún en la mano.
—Gracias —dijo, con ese tono que intentaba sonar formal y fracasaba—. Has hecho más de lo que cualquiera podría esperar.
Mariek asintió.
—Haré la copia cifrada esta noche. Mañana la tendré lista.
—Bien. —El Príncipe se quedó mirándola unos segundos más de lo necesario—. Y… cuida de ti.
Ella lo sostuvo la mirada, apenas un momento, antes de inclinar la cabeza.
—Usted también, Alteza.
Se dio media vuelta y se alejó por el sendero, sin mirar atrás. Pero mientras lo hacía, Willem siguió observándola, hasta que su figura desapareció entre los árboles.
Sólo entonces miró el reflejo del lago, y se dio cuenta de que la calma que había sentido antes de verla… no era nada comparada con la tormenta silenciosa que ella dejaba tras de sí.
La luna ascendía sobre las torres de la Academia, proyectando una luz pálida sobre los tejados dormidos. En la última torre, apartada del bullicio de los estudiantes, Mariek escribía concentrada sobre una mesa cubierta de papeles, sellos de cera y plumas abiertas. La vela titilaba, lanzando sombras que danzaban en las paredes de piedra.
Lumos, en su forma pequeña, reposaba junto al ventanal. Su pelaje plateado brillaba tenuemente con el reflejo lunar. Mariek, sin levantar la vista, habló en voz baja:
—¿Vas a irte otra vez, Lumos? —preguntó con suavidad, mientras pasaba una línea de tinta sobre un pergamino.
El Lupenyx levantó las orejas, girando su cabeza hacia la ventana. Por un momento, sus ojos, de un azul profundo, se encontraron con los de ella. No hubo respuesta, ni gesto, solo ese silencio que siempre la acompañaba.
—Últimamente te vas cada noche… —murmuró, apenas audible, con un suspiro que dejó escapar el cansancio de los últimos días—. Si al menos me dijeras adónde…
La criatura la miró un instante más, luego saltó ágilmente hacia el alféizar y, en un destello de luz blanca, se desvaneció en la oscuridad.
Mariek se quedó inmóvil unos segundos. Bajó la pluma y observó la ventana abierta, el aire frío moviendo los mechones blancos que caían sobre su rostro.
—Supongo que tú también necesitas libertad… —susurró, y volvió al pergamino, aunque su mente ya no estaba en las runas.
En la otra punta de la Academia, en la Torre de los Caballeros, el Príncipe Willem se encontraba de pie junto a la ventana de su habitación. Había intentado dormir, pero la mente no le concedía descanso. Los pensamientos lo perseguían —Mariek, la oscuridad, la amenaza que crecía más allá de los muros—. Entonces, sintió algo. Una brisa, un leve resplandor. Sonrió sin girarse.
—Lumos… ¿Otra vez aquí, amigo? —susurró.
El Lupenyx, pequeño y etéreo, se posó sobre el alféizar. Willem se acercó lentamente y se arrodilló frente a él. La criatura inclinó la cabeza, y el brillo de su pelaje bañó la estancia en una luz suave.
—No deberías venir, ¿sabes? —dijo el Príncipe, sonriendo apenas—. Si te descubren, dirán que me he vuelto loco.
Lumos soltó un sonido leve, un ronroneo que no era de este mundo. Willem extendió la mano y rozó su lomo, sintiendo el calor extraño, casi humano, que emanaba.
—Por favor… —susurró, la voz quebrándose apenas—. Enséñamelos otra vez.
El Lupenyx alzó la cabeza. Sus ojos cambiaron lentamente de color, del plateado brillante al azul profundo, sereno, como el mar en calma. El mismo azul que él conocía tan bien. Willem lo contempló sin decir nada. En el reflejo de esos ojos vio algo más que magia: vio la serenidad de Mariek, la fuerza silenciosa que lo sostenía sin saberlo. Su respiración se hizo más lenta.
—Siempre vuelves a mí… —dijo con una sonrisa tenue, melancólica—. O quizás… solo me recuerdas lo que no debería olvidar.
Lumos inclinó el hocico, apoyándolo un instante en la mano del Príncipe, antes de desaparecer en un suave resplandor. Willem quedó solo, con el eco de aquella luz todavía ardiendo en su palma.
Miró hacia el cielo nocturno y, por primera vez en mucho tiempo, no sintió el peso del reino sobre los hombros, sino una calma profunda, cálida, como si alguien, en alguna otra torre, hubiera pensado en él también.
Días después, el sol caía sobre los patios de la Academia, teñidos de oro y polvo. Era uno de esos atardeceres en que el aire parecía sostener un secreto. Henrik caminaba con paso firme, aunque su mente no descansaba. Desde hacía días, Darien —un estudiante de cursos superiores, callado y aparentemente ejemplar— despertaba en él una sospecha que no lograba apartar. Había algo en su mirada, algo en su andar… y, sobre todo, el recuerdo de aquella noche en el bosque, cuando Aurelia lanzó la daga que desapareció entre la espesura.
Hoy, Henrik y Roderic lo seguían a distancia. Fingían recorrer el claustro como dos aprendices que charlan sin rumbo, pero cada paso era calculado.
—No apartes la vista —susurró Henrik sin mover los labios.
—No lo hago. —Roderic ajustó su capa, bajando la voz—. ¿Estás seguro de que vale la pena arriesgarte? Si nos descubren vigilando a un compañero, nos expulsarán.
—Si es inocente, no habrá nada que temer —replicó Henrik, observando cómo Darien giraba hacia la galería norte—. Pero si no lo es… prefiero ser expulsado antes que ver la oscuridad crecer dentro de la Academia.
Darien se detuvo junto a la fuente del patio. Conversó unos segundos con un profesor. Henrik entrecerró los ojos. Era Deynor, de la Senda de los Sabios, un hombre de sonrisa siempre justa y palabras medidas. En apariencia, un académico más. Pero había algo en su manera de mirar a los alumnos: una atención que pesaba demasiado.
—Ahí lo tienes —murmuró Henrik—. Otra vez Deynor.
Roderic siguió la línea de su mirada y asintió apenas.
—Están hablando demasiado cerca para ser una simple consulta.
Durante un instante, el sol se reflejó en la pierna de Darien, justo cuando el muchacho cambió de posición. Henrik notó un vendaje oscuro, mal cubierto por el pantalón. La sangre había traspasado la tela.
—La herida —susurró con los dientes apretados—. Es la marca de la daga de Aurelia.
Roderic frunció el ceño, comprendiendo.
—Entonces… no falló aquella noche.
Henrik se incorporó, su corazón latiendo más rápido.
—Tenemos que saber quién le dio la orden. Qué hace aquí dentro.
El profesor Deynor se marchó en dirección a la Torre de los Sabios, mientras Darien se quedó unos minutos más, como aguardando algo. Henrik y Roderic se miraron; era el momento. Cuando Darien finalmente caminó hacia los jardines exteriores, ellos le siguieron.
Mientras tanto, en otra parte de la Academia, Liora mantenía la vista fija en Aurelia. El Príncipe le había encomendado esa tarea con una seriedad que aún pesaba sobre ella: “Vigila sin ser vista. Dime si algo cambia en su comportamiento.” Y algo estaba cambiando.
Aurelia caminaba por los corredores con paso nervioso, mirando a su alrededor más de lo normal. Liora, camuflada entre los estudiantes que salían de clase, la seguía sin perder ritmo. No tardó en notar algo más: el profesor Deynor la observaba. No era una mirada casual ni de superior a la alumna; era una observación calculada, como si esperara un movimiento específico de la joven.
Cuando Aurelia se detuvo junto a la biblioteca, Deynor se acercó. Habló con ella unos segundos en voz baja. Liora no logró oír las palabras, pero lo que vio le heló la sangre: al ajustar su capa, el profesor dejó ver un colgante con una runa tallada. Era idéntica al amuleto que habían encontrado en el bosque semanas atrás.
El mismo símbolo que había corrompido a los lobos, el mismo brillo que Mariek había descrito como “energía de invocación”.
Liora contuvo el impulso de actuar. Lo observó disimular el amuleto bajo la túnica y alejarse con una calma sospechosa. Aurelia, en cambio, parecía confundida, como si acabara de recibir una orden o una advertencia.
Al caer la noche, Henrik y Roderic seguían el rastro de Darien. Las sombras del bosque empezaban a alargarse y el canto de los grillos llenaba el aire húmedo.
—Esto no me gusta —dijo Roderic, apartando una rama—. No debería salir del recinto.
—Precisamente por eso lo seguimos —respondió Henrik.
Darien avanzaba con pasos rápidos entre los árboles. No miraba atrás, pero sus movimientos eran demasiado seguros para alguien que deambulaba sin rumbo. Henrik lo sabía: los pasos de alguien que guía, no de quien huye. Siguieron en silencio unos minutos más, hasta que el muchacho se detuvo en un claro. Henrik alzó la mano, ordenando detenerse. Pero fue demasiado tarde.
—Salid —dijo Darien, su voz resonando entre los troncos. No miraba hacia ellos, pero su tono era helado, seguro—. Sé que me seguís.
Henrik intercambió una mirada con Roderic.
—¿Cómo lo supo? —susurró el segundo.
Darien giró lentamente. Bajo la luz pálida de la luna, su rostro mostraba algo más que cansancio: una sombra oscura se extendía desde el cuello hasta la mandíbula, como si algo dentro de él corriera bajo la piel.
—No deberíais haber venido —dijo, y en sus ojos se encendió un brillo rojo.
El viento se agitó. De su brazo herido comenzó a brotar humo negro, y una forma alada se insinuó tras su espalda, deformando la silueta humana.
Henrik desenvainó la espada.
—¡Roderic, atrás!
Un golpe de energía oscura estalló contra los árboles, levantando hojas y polvo. Darien avanzó, ya sin control aparente. Cada palabra suya era un gruñido.
—El maestro… no permitirá que lo detengáis.
Al mismo tiempo, en el interior de la Academia, Liora seguía de cerca a Aurelia. La vio cruzar el jardín principal y detenerse junto a la verja norte. Entonces, el profesor Deynor apareció tras ella, murmurando algo al oído. Aurelia se giró, sorprendida, pero antes de poder reaccionar, él extendió una mano y una ráfaga de energía oscura la envolvió.
—¡No! —susurró Liora, echando a correr.
Deynor y Aurelia desaparecieron entre sombras, absorbidos por un viento que los arrastró hacia el bosque.
Liora no dudó. Dio media vuelta y corrió hacia la Torre de los Hechiceros. Entró sin llamar, casi derribando la puerta. Mariek y Elara levantaron la vista con sorpresa.
—¿Qué ocurre? —preguntó, alarmada Elara.
—El profesor Deynor…es él… se ha llevado a Aurelia. Usó magia oscura.
El rostro de Mariek cambió en un instante. Se levantó, cerró los ojos y extendió una mano. Su respiración se hizo lenta, controlada.
—Puedo sentirla… —susurró Mariek—. Está en el bosque. No está sola. Henrik y Roderic también están allí… luchando… monstruo…
Abrió los ojos de golpe.
—Liora, ve con el Príncipe Willem. ¡Rápido!
Liora asintió sin dudar y echó a correr.
El viento nocturno azotaba las ramas de la ventana de la sala de trabajo del Príncipe. Willem y Octavius aún estaban allí, revisando documentos bajo la luz de una lámpara. Liora llegó jadeando.
—¡Alteza! —gritó—. ¡Aurelia ha sido raptada por Deynor! ¡Y Henrik… Henrik y Roderic están luchando en el bosque!
Willem se levantó de un salto, el rostro endurecido.
—¿Qué has dicho?
—Están en peligro. Mariek y Elara fueron tras ellos.
Octavius lanzó una mirada rápida a su amigo.
—Si Deynor está implicado… entonces encontramos el motivo de las sombras en la Academia.
Willem tomó su espada.
—Liora, guíanos.
Mientras partían hacia el bosque, la luna se alzaba sobre Serentipy, fría y testigo. En algún lugar entre los árboles, la batalla ya había comenzado. Y las sombras, por fin, mostraban su rostro.
El bosque parecía respirar. Cada rama, cada hoja, temblaba bajo una bruma azulada que se alzaba desde la tierra. El aire olía a hierro y ceniza. Henrik sostenía la espada con ambas manos, el pulso desbocado. Frente a él, la criatura rugía —una forma alada, mezcla de sombra y carne—. El brillo rojizo en sus ojos era lo único humano que quedaba.
Roderic, a su lado, retrocedió apenas para evitar un zarpazo que arrancó trozos de corteza del árbol tras ellos.
—¿Qué demonios es eso? —gritó.
Henrik no respondió. Lo sabía, aunque no quería admitirlo. Esa herida en la pierna, esa voz entrecortada… Darien. Pero ahora su cuerpo era una marioneta de la oscuridad, deformada por una energía que serpenteaba bajo su piel como raíces de fuego negro.
—¡Mantén tu posición! —ordenó Henrik.
—¡Estoy intentando seguir vivo! —replicó Roderic, girando para cubrir su flanco.
Un rugido sacudió el aire. La criatura embistió con una fuerza brutal, lanzando a ambos contra el suelo. Henrik rodó por la hierba húmeda, el cuerpo doliéndole, pero se incorporó enseguida. No podían ceder ni un paso. No ahora.
Mariek y Elara irrumpieron entre los árboles unos segundos después, guiadas por Lumos, que planeaba con un resplandor plateado entre las ramas. La luz del Lupenyx atravesaba la oscuridad, marcando el camino.
Al llegar al claro, Mariek se detuvo. Sus ojos recorrieron la escena con una rapidez instintiva: Henrik herido, Roderic defendiéndose, y más allá, un hombre —Deynor— con una sonrisa torcida, las manos alzadas en un gesto de control. Sobre él, Aurelia flotaba suspendida por cuerdas mágicas luminosas que se tensaban cada vez que intentaba moverse. Elara se llevó una mano a la boca.
—Por los cielos…
Mariek sintió la magia hervir dentro. Dio un paso al frente, sus ojos brillando con un fulgor azul.
—Lumos, protege a Elara —ordenó con voz firme.
La criatura aulló suavemente y se colocó junto a la joven maga.
Mariek extendió una mano, el aire a su alrededor vibró. Un círculo de energía azul comenzó a girar en su palma. Con la otra mano, estabilizó el flujo, concentrando la fuerza. Su cabello se agitó con el viento del poder que crecía.
—No te atrevas… —susurró Deynor, alzando una ceja.
Pero Mariek ya había cruzado el límite. Con ambas manos, formó un núcleo de magia pura, un resplandor que iluminó el bosque entero. Elara la siguió, creando runas defensivas en el suelo, su voz resonando en un canto antiguo.
La criatura rugió, sintiendo la amenaza. Las sombras se contorsionaron a su alrededor. Mariek apuntó. Elara levantó el brazo. El suelo tembló. Y justo cuando iban a liberar el ataque, la voz de Henrik desgarró el aire:
—¡No! ¡Es humano! ¡Es Darien!
El tiempo pareció detenerse. Mariek, con los ojos abiertos por la sorpresa, contuvo el hechizo a medio lanzar. Elara también se congeló, la runa temblando bajo sus pies.
Fue el instante que Deynor necesitó. Con un movimiento fluido, lanzó una ráfaga oscura. Dos serpientes de energía negra salieron de sus manos y golpearon a las dos hechiceras.
Elara fue lanzada contra un tronco; el impacto la dejó sin aire. Mariek retrocedió varios pasos, el azul de su magia apagándose un segundo. Deynor sonrió con una calma cruel.
—Tan predecibles —susurró—. La compasión siempre ha sido el punto débil de los puros.
A su alrededor, el suelo se abrió. De la tierra surgieron tres bestias formadas de humo y huesos. Tenían rostros vagamente humanos, pero cuerpos distorsionados, arrastrándose con garras negras.
Henrik levantó la espada justo a tiempo para detener el ataque de una de ellas. Roderic le cubrió el flanco, clavando su espada en el pecho de otra criatura que chilló con un sonido inhumano antes de desvanecerse.
—¡Elara! —gritó Henrik, viendo cómo la maga recuperaba el aliento.
—¡Aquí! —respondió ella, levantando una barrera de luz que desvió otro golpe.
Lumos rugió desde el aire, lanzándose sobre la tercera criatura. El impacto generó una explosión de chispas.
Mariek, recuperando el equilibrio, fijó los ojos en Deynor.
—Eres tú… —murmuró—. Fuiste tú quien los dejó entrar.
—Yo abrí la puerta —respondió él con una serenidad escalofriante—. Pero no fui yo quien la cruzó.
Sus palabras resonaron como una sentencia. Las cuerdas mágicas que sujetaban a Aurelia se tensaron, haciéndola gemir de dolor. Elara intentó acercarse, pero uno de los monstruos le bloqueó el paso.
—¡No! —Henrik cargó contra la criatura, cortándole un brazo de sombra. La sangre oscura lo salpicó, quemándole la piel.
Roderic atacó desde el otro lado, su espada brillando con la runa de defensa que Elara había grabado minutos antes. Pero no era suficiente. La oscuridad crecía, alimentada por el miedo.
Mariek respiró hondo. Sentía el pulso de la magia azul, vibrante, reclamando liberación.
—No puedo contenerla más… —susurró.
Elara, jadeando, asintió.
—Entonces, no lo hagas.
Mariek cerró los ojos y dejó que el poder fluyera. La energía estalló, un remolino azul que se alzó como un halo a su alrededor. Los árboles se inclinaron ante la fuerza. Deynor retrocedió apenas, frunciendo el ceño.
Pero en ese momento, una sombra se movió por detrás. La criatura alada —Darien—, aún medio humano, rugió de dolor y rabia. Al ver que Mariek se preparaba para liberar el hechizo, se lanzó contra ella con una velocidad imposible.
Henrik gritó:
—¡Mariek, detrás!
Ella se giró, pero era demasiado tarde. El monstruo la embistió, golpeándola con una de sus alas cubiertas de garras negras. Mariek salió despedida por los aires, su cuerpo girando entre ramas y hojas. Elara chilló su nombre. Henrik corrió hacia ella, desatendiendo a su enemigo.
—¡Mariek!
Durante un segundo eterno, todo se volvió silencio. La joven hechicera ascendía en el aire, suspendida entre la luz azul de su magia y el negro absoluto del bosque. Lumos aulló desde el cielo, lanzándose tras ella.
Elara alzó la vista con lágrimas en los ojos, el corazón desbordado de miedo. Henrik extendió la mano, impotente. Lumos no llegaría hasta ella.
Mariek cayó. Y el bosque entero contuvo el aliento
La gravedad la reclamaba con una lentitud cruel. El bosque giraba debajo de ella: manchas de oscuridad, destellos de acero, el brillo azul de su magia desvaneciéndose. El dolor se mezclaba con el vértigo. Oyó su nombre a lo lejos—Henrik, Elara, Roderic—pero el sonido más claro fue otro: el galope firme de algo que avanzaba sin miedo hacia la batalla. Lumos rugió en lo alto, y un destello dorado irrumpió desde el borde del claro. El aire parecía partirse en dos.
El Príncipe Willem apareció montando un caballo que resplandecía bajo la luna. A su lado Octavius, espada en mano, con el emblema de los caballeros de la corona ardiendo en su pecho. Tras ellos, Liora, con el arco preparado, seguía la estela de luz que dejaba la criatura mística.
Willem alzó la vista.
—¡Mariek!
El grito partió el cielo.
Se impulsó sobre la montura y, en un salto imposible, se lanzó hacia ella. La atrapó en el aire justo antes de que el suelo la devorara. El impacto los hizo rodar por la hierba húmeda; el aire se llenó de hojas y chispas de magia.
Cuando por fin se detuvieron, el silencio los rodeó unos segundos. Mariek estaba sobre su pecho, los cabellos oscuros cayéndole sobre el rostro, el cuerpo tembloroso entre sus brazos. Willem la sostuvo con cuidado, sintiendo el calor de su piel y el pulso acelerado contra su mano.
—¿Estás bien? —susurró, su voz apenas un temblor.
Mariek abrió los ojos, esos ojos que a veces parecían mirar más allá del mundo, y encontró los de él, grises, tan cercanos que por un instante olvidó el ruido del combate. Sus labios se movieron, apenas un murmullo.
—Willem…
El nombre sonó como una oración. Entonces lo abrazó con fuerza, aferrándose a él como si necesitara comprobar que seguía siendo real, que no todo se había deshecho en sombras.
Willem se quedó inmóvil, sorprendido. Sintió la respiración de ella contra su cuello, el temblor de su cuerpo… y algo se quebró dentro de él. Le devolvió el abrazo, fuerte, decidido.
—Vamos, Mariek —murmuró, inclinando el rostro junto a su oído—. Todavía tenemos sombras que detener.
Ella asintió con un leve gesto, recobrando el aire. Se separó de él con cierta torpeza, la mirada firme otra vez, aunque una chispa distinta ardía en su interior. El Príncipe se levantó primero, extendiéndole la mano. Ella la tomó sin dudar.
A su alrededor, el bosque ardía en ecos de guerra. La segunda parte de la batalla comenzó como un rugido. Las sombras de Deynor se multiplicaban, deformando el suelo. Cada paso del mago oscuro dejaba un círculo de corrupción, y la energía que emanaba de su cuerpo crepitaba con un tono rojizo. Aurelia seguía suspendida por cuerdas de magia, la luz que la envolvía palpitando como si intentara ahogarla.
—¡Willem! —gritó Henrik desde la distancia— ¡Está intentando matarla!
El Príncipe miró hacia donde Deynor sostenía a Aurelia. Liora disparó una flecha, el silbido rasgó el aire. El proyectil atravesó a una de las criaturas menores que se lanzaban sobre Henrik y Roderic, disolviéndola en humo. Octavius se adelantó, su espada relampagueando con cada golpe.
—¡Por la Corona! —rugió, cortando otra sombra que intentaba abalanzarse sobre el Príncipe.
Mariek, de pie a su lado, alzó ambas manos. El círculo mágico azul reapareció bajo sus pies, más nítido, más poderoso. Willem la vio concentrarse, su rostro frío como el hielo, la luz temblando entre sus dedos.
—Cubre mi flanco —le ordenó él.
—Intenta no distraerte, Alteza —respondió ella, con un tono seco pero cargado de una tensión que no era solo de guerra.
La oscuridad se abalanzó. El Príncipe giró su espada, canalizando un conjuro de luz que brotó desde la hoja en un arco dorado. Mariek lo siguió con un hechizo paralelo: dos corrientes de energía, oro y azul, se cruzaron en el aire, cortando la horda de sombras como un relámpago doble. El choque iluminó el claro. Los árboles ardieron en una luz sobrenatural.
Deynor retrocedió, los dientes apretados.
—Inútiles… —susurró—. La oscuridad no se detiene.
Con un movimiento de sus manos, las cuerdas mágicas que sujetaban a Aurelia se tensaron aún más. La joven gritó, la energía oscura devorándole los brazos. Henrik, que había estado combatiendo una de las criaturas, giró al escucharla. Su mirada se heló. No iba a permitir que muriera. No después de todo.
—¡Roderic, cúbreme! —ordenó.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó su amigo, herido, jadeando.
—¡Salvarla!
Henrik corrió, esquivando un zarpazo de sombra. Su espada brilló con una luz blanca repentina —Lumos, desde el cielo, había derramado un destello sobre la hoja—. Con ese impulso, Henrik cargó contra Deynor, gritando con una furia que partió el aire.
El hechicero giró apenas para defenderse, y el choque de sus energías fue brutal. Chispas, fuego, humo. Henrik fue lanzado hacia atrás, pero no sin antes haber roto una de las cuerdas mágicas.
Aurelia gritó su nombre.
—¡Henrik!
Mariek alzó la vista, viendo la escena. Sin pensarlo, levantó las manos y liberó un hechizo de contención. Un anillo de luz azul se extendió desde sus palmas, envolviendo parcialmente a Deynor, quien retrocedió con el ceño fruncido. Willem aprovechó la apertura. Saltó sobre el terreno, su espada envuelta en fuego dorado, y golpeó con fuerza el círculo mágico que sostenía la prisión de Aurelia.
—¡Ahora, Henrik! —gritó el Príncipe.
Henrik se levantó, la sangre resbalando por la mejilla, y con un rugido cortó la última cuerda. Aurelia cayó, pero Elara levantó un campo de energía sencillo que amortiguó la caída.
El silencio duró apenas un suspiro antes de romperse con un coro de gritos: los monstruos de Deynor rugieron al unísono, lanzándose sobre ellos.
La batalla se fragmentó.
Liora disparaba desde lo alto de una roca, cada flecha bañada en la luz que Elara invocaba con su magia. Octavius se abrió paso con golpes precisos, su espada brillando bajo la luna. Henrik, agotado pero firme, protegía a Aurelia, quien intentaba recuperar el aliento mientras temblaba débilmente.
Deynor alzó las manos. La oscuridad estalló.
El suelo se quebró bajo los pies de Mariek y Willem. Un círculo de energía negra se expandió, intentando tragarlos. Mariek extendió el brazo, su mano se encontró con la de él.
—Confía en mí, voy a protegerte —dijo, y sin esperar su respuesta, canalizó su magia.
La luz azul se alzó como un muro, conteniendo el ataque. El rostro de Willem se iluminó por el resplandor; sus ojos grises se reflejaron en los de ella. Por un instante, la guerra desapareció.
—Y yo te protejo a ti… —susurró él.
—Entonces no falles, confío —respondió ella.
Se lanzaron juntos hacia el centro del campo. Luz y sombra chocaron en una explosión que hizo temblar el bosque entero, lograron romper el círculo de energía negra.
El bosque rugía. El aire se volvió denso, casi irrespirable. La oscuridad se retorcía alrededor de Deynor como si tuviera vida propia, gimiendo, empujando, devorando la luz. Su rostro, antes sereno, ahora era una máscara de ira y desesperación. Los ojos del profesor, dos pozos sin fondo, se clavaron en Willem y Mariek.
—Así que era ella… —su voz era un susurro deformado por la magia—. No la rubia. Era ella, la sombra disfrazada de luz…
Mariek sintió el escalofrío recorrerle la espalda. Willem dio un paso al frente, alzando la espada, la hoja todavía ardiendo con el fuego dorado del conjuro.
—Deynor, detente. No sabes lo que estás haciendo.
—¿No? —el mago rió con un sonido hueco, sin alegría—. ¡Sé perfectamente lo que hago! Me he equivocado de blanco, pero el propósito sigue siendo el mismo. ¡Nada detendrá el avance de la oscuridad!
El suelo tembló. Un círculo de runas negras se formó bajo sus pies, y de él surgió un viento helado, impregnado de muerte. La magia se desbordó, arrancando las raíces de los árboles, haciendo vibrar las piedras.
Octavius, al otro extremo del claro, se cubrió el rostro.
—¡Retrocedan! ¡Está perdiendo el control!
Elara corrió hacia él, su capa ondeando como una llamarada, y lo tomó del brazo justo antes de que una oleada oscura los alcanzara. Con un gesto rápido, creó un escudo de luz pálida. La explosión los lanzó varios metros atrás, pero sobrevivieron.
Liora, jadeando, tensó su arco.
—¡Henrik! ¡Aurelia! ¡Atrás!
Roderic ya se movía para protegerlos, levantando su espada como un muro frente a los proyectiles de energía oscura. Henrik, sangrando por un corte en el brazo, se giró hacia Aurelia y la empujó tras un árbol.
—Quédate ahí —ordenó con voz ronca—. No te atrevas a moverte.
Aurelia asintió, sus ojos azul cielo empañados de miedo… y culpa.
En el centro del caos, Willem y Mariek avanzaban hombro con hombro.La magia del Príncipe era un torbellino dorado, pura energía solar. La de Mariek, un flujo azul profundo, sereno pero feroz, como el mar antes de la tormenta. La unión de ambas generaba destellos que partían la oscuridad.
Deynor alzó las manos, y de su hechizo surgió de nuevo la figura alada, envuelta en bruma negra
—¡Darien! —rugió Henrik desde la distancia.
Pero el monstruo ya no respondía a ningún nombre. Los ojos del joven estaban vacíos, dominados por la voluntad del mago. Sus alas, ennegrecidas, se desplegaron con un chirrido metálico, lanzándose hacia Mariek y Willem.
—¡Atrás! —gritó Willem, colocándose frente a ella.
El impacto fue brutal: el Príncipe alzó la espada, desviando las garras del monstruo, pero el golpe lo lanzó al suelo. Mariek reaccionó en un segundo.
—¡Lúmen Aethra!
El hechizo brotó de sus manos como una marea azul, golpeando al ser alado, que cayó a un lado del claro con un rugido. Pero la energía del ataque se desvió en parte; una chispa alcanzó el brazo de Mariek, quemándole la piel. Willem se levantó de un salto y, al verla herida, algo se quebró dentro de él.
—¡No la toques! —su voz resonó como un trueno.
Cargó contra Deynor. Su espada chocó con las manos del mago, que se defendía con energía oscura. El suelo se agrietó bajo ellos. Las luces se entrelazaban: oro contra negro.
Mariek, pese al dolor, se unió al combate. Con ambas manos, creó un círculo de contención, atrayendo parte de la energía liberada. Su cabello flotó, la marca luminosa en su cuello brillando más que nunca.
—¡Willem, ahora! —gritó.
El Príncipe asintió. Saltó dentro del círculo y clavó la espada directamente en el hechizo central de Deynor. El grito del profesor se mezcló con un rugido de la tierra. La energía oscura estalló, liberando al monstruo alado que se retorció en un espasmo de dolor.
Mariek cayó de rodillas. Sintió la corriente de la oscuridad rodearla, como un río enloquecido. Podía dejarla fluir, o podía absorberla. Recordó las palabras de su maestro, años atrás: “El poder que temes, algún día tendrás que abrazarlo para dominarlo.”
Cerró los ojos. Extendió las manos. El viento se detuvo.
La energía oscura giró hacia ella, atraída como polvo hacia una estrella. La magia negra la rodeó, quemándole la piel, filtrándose en sus venas, pero Mariek no retrocedió. Sus labios se movieron apenas:
—Yo soy quien decide qué vive y qué muere.
La oscuridad gritó. Y desapareció.
Darien cayó al suelo, su cuerpo volviendo lentamente al de un muchacho inconsciente, las alas disolviéndose en humo.
Willem corrió hacia Mariek, sujetándola antes de que se desplomara.
—¡Mariek! ¡¿Por qué has hecho eso?!
Ella respiraba con dificultad, su piel aún brillando con reflejos azules.
—Lo… lo controlé —susurró—. No te acerques a la oscuridad… nunca.
El Príncipe le sostuvo el rostro con ambas manos.
—No me asusta —dijo con una firmeza que era casi ternura—. No mientras estés tú.
Sus miradas se encontraron. En medio del caos, el tiempo pareció detenerse.
Deynor, arrodillado, sangraba por los labios. Su cuerpo temblaba, su magia desbordada lo estaba consumiendo. Alzó la vista y vio al Príncipe y a la hechicera, luz y sombra mezcladas, uno junto al otro. Por primera vez en mucho tiempo, sintió… duda.
—Entonces… no era ella —murmuró con voz quebrada—. No la heredera falsa… sino tú…
Tragó saliva, su respiración fallando
—Los ojos del fuego y del mar… juntos…
Willem dio un paso hacia él, pero Mariek lo detuvo con una mano.
—Déjalo. Ya está roto.
Deynor levantó la cabeza, la mirada perdida.
—He fallado… —tosió sangre—. Siento… no poder avisar… al maestro…
Y se desplomó.
El silencio cayó sobre el claro. Solo el murmullo del viento entre las hojas, y la respiración entrecortada de los que aún estaban en pie.
Willem soltó el aire, bajando lentamente la espada. Se volvió hacia Mariek. Ella seguía arrodillada, exhausta, el cabello desordenado, la mano aún temblorosa por la energía absorbida. El reflejo del fuego dorado de su espada iluminaba su rostro, y por un instante, Willem pensó que nunca había visto algo tan fuerte… ni tan frágil.
Liora se acercó con el arco en la mano.
—¿Está muerto?
Mariek asintió sin mirarla.
—Sí. Pero no era el último.
Octavius llegó poco después, ayudando a Elara a mantenerse en pie. Henrik llevaba a Aurelia apoyada contra su hombro, los dos cubiertos de polvo y sudor. El Príncipe los observó a todos, uno a uno, el pecho subiendo y bajando con dificultad.
—Hemos ganado —dijo Henrik con voz ronca.
Willem negó despacio.
—No. Solo hemos encendido la antorcha… y ellos ahora saben que aún queda luz.
Mariek levantó la mirada hacia el cielo. Las estrellas, antes veladas por la magia negra, empezaban a brillar otra vez. Lumos planeaba sobre ellos. El Príncipe se acercó, quedando a su lado. Durante unos segundos ninguno habló. Solo miraron las estrellas.
—¿Qué crees que quiso decir con “el maestro”? —preguntó él al fin.
Mariek tardó en responder.
—No lo sé… pero ese no era un fanático más. Estaba siguiendo órdenes. Y si hay alguien capaz de controlar mentes en la Academia… no tardará en mostrarse.
Willem asintió. Luego, en voz más baja:
—Gracias por salvarme.
—Yo no…solo hice lo que debía —ella titubeó, bajando la mirada—. Gracias… también por salvarme…
—Y yo solo hice lo que sentía. —Su voz fue casi un susurro.
Mariek lo miró, y por primera vez, no apartó los ojos. Una brisa suave movió las hojas. El eco del combate se desvanecía, pero la tensión —y algo más profundo— quedó suspendido entre ellos, latiendo como una promesa.
A lo lejos, el primer canto de un cuervo rompió el amanecer. El final de la noche… y el principio de algo que ninguno de los dos estaba preparado para nombrar.