Mensaje de un extraño
11 de septiembre de 2025, 13:11
La casa está en silencio.
No tengo hambre.
No tengo ganas de hacer nada.
Subo a mi cuarto, cierro la puerta, apago la luz. Dejo el teléfono en el cajón sin mirar la pantalla. Ni un solo mensaje. Ninguna notificación. Nada que me diga que existo fuera de estas cuatro paredes.
Me tiro en la cama sin quitarme los zapatos. La cabeza hundida en la almohada. Los ojos abiertos.
Todo está oscuro, pero lo veo igual.
Veo su rostro cuando se reía bajito.Veo sus dedos sobre el papel.Y me veo a mí, temblando, tragándome palabras que me rompieron la voz.
No sé qué duele más.Si haberle dicho lo que sentía.O que no haya hecho nada con eso.
La rabia y la tristeza se mezclan como agua sucia. Me pesan. Me enredan. Me empujan hacia el fondo. Y yo dejo que lo hagan. No peleo. No me defiendo. Solo me hundo con ellas.
Cierro los ojos.Y me digo que tal vez mañana todo sea distinto.
Pero en el fondo sé que no.
Nada cambió.Solo yo.----------------------------------------------------------
Trato de ignorar la incertidumbre que me provoca no saber si decidirá sentarse a mi lado…o si encontrará otro lugar donde hacerlo.
“Leo”, dice Elías, levantándose de su silla mientras me hace una seña con la mano.“Ven, por favor.”No hay suavidad en su tono.
Camino hacia él jugueteando con mis dedos, y aunque intento evitarlo, busco esos ojos que ayer me miraban como si esperaran algo que no fui capaz de cumplir.
“Jade pidió un cambio de compañero”, dice mientras saca una lista de nombres de su mochila.“Le dije que eso sería imposible. Salió molesta… y no ha vuelto.”
La incertidumbre se disipa, pero en su lugar empieza a crecer algo más espeso. Algo parecido al enojo.
“¿Quieres hablarlo?” pregunta, señalando la silla frente a él.
El enojo es un terreno difícil para mí. No lo sé manejar.Me enoja que Jade haya intentado cerrar este paréntesis como si no significara nada.Me molesta que Elías me mire como si fuera algo que necesita arreglarse, como si fuera un problema… algo que inevitablemente termina causando daño.
“No… y no vuelva a preguntarme eso”, suelto en un tono del que me arrepiento apenas termina de salir.“No voy a ser el único que se va de su clase”, añado antes de darme la vuelta y dirigirme a la puerta.
Huyo otra vez.Pero regular mi sistema ahora es imposible.Fingir que esto no me duele más de lo que debería…también.
Y justo antes de cruzar el umbral, la veo.
Jade.
Está hablando con un chico más alto que yo, de manos manchadas de óleo y una mochila colgada de un solo hombro.Están bajo la sombra de un árbol, riendo bajito, hablando como si nada más existiera alrededor.Como si yo no hubiera sido nunca.Como si lo que compartimos no le doliera.Como si ya se hubiera curado de algo que a mí todavía me está partiendo.
Me quedo parado en la puerta por unos segundos. No me ve.
O tal vez sí, y simplemente no reacciona.
Él le dice algo que no escucho, pero ella se ríe bajito, de esa forma que antes solía guardar para mí. Como si ahora sus gestos no me pertenecieran. Como si nunca lo hubieran hecho.
Mis piernas deberían moverse, alejarme, obligarme a salir de escena. Pero estoy congelado. Es como ver una versión de Jade que no conozco. O peor: una que conocía pero que ya no existe conmigo.
Hay un momento—uno muy breve—en el que ella gira apenas el rostro, como si percibiera que alguien la está mirando. Nuestros ojos se cruzan.
No hay sorpresa.No hay sonrisa.No hay nada.
Y eso me duele más que cualquier rechazo.
Camino rápido por el pasillo, sin rumbo, como si pudiera dejar atrás la escena que se acaba de incrustar en mi memoria. Cada paso que doy retumba más fuerte que el anterior.
Bajo las escaleras.Cruzo el patio.Me detengo solo cuando el aire me falta.
Apoyo las manos sobre mis rodillas, tratando de estabilizar mi respiración. El cuerpo me tiembla, pero no por cansancio. Es otra cosa. Es frustración. Es pérdida. Es ese sabor metálico que queda después de un grito que no se gritó.
Me dejo caer en una de las bancas de concreto, en una esquina poco transitada. Desde ahí no se escucha el bullicio del campus, solo el zumbido lejano del tráfico y una hoja que el viento arrastra sin rumbo. Igual que yo.
Cierro los ojos.Me repito que no debería sentirme así. Que nadie es de nadie. Que no tengo derecho a reclamar lo que nunca pedí con claridad.Pero qué injusto es que alguien más la vea reír ahora.Que alguien más esté allí para todo eso que yo soñaba compartir.
No sé cuánto tiempo pasa, pero me quedo allí, mirando el cielo sin verlo.
Entonces, sin pensarlo, saco mi cuaderno. No para dibujarla. No esta vez.
Empiezo a trazar líneas sueltas, desordenadas, como si necesitara vaciar lo que siento de alguna forma. Son trazos nerviosos, rotos. Y ahí, en medio del caos, aparece algo que no planeaba:
Dos figuras.
Una con el rostro difuso.La otra, incompleta.
Y entre ambas, un espacio que no se llena.Una distancia que nadie cruza.
Apoyo la cabeza contra la pared fría detrás de mí. El concreto raspa la nuca, pero no me muevo. Me gusta el dolor leve, físico. Me hace sentir que al menos algo tiene forma. Que algo es claro.
La hoja en mis piernas ya está llena de líneas que no llevan a ningún lado.
El aire empieza a enfriarse. La luz del sol cambia de ángulo. Y justo cuando siento que podría quedarme ahí por horas—desvaneciéndome sin que nadie lo note—mi teléfono vibra.
Lo ignoro al principio. Me cuesta sacar las manos de los bolsillos.
Pero vibra otra vez.
Suspiro. Lo tomo con desgano.Es Miguel.
“Tu mamá me llamó. Está preocupada por ti.”
“¿Puedo verte hoy?”
Me quedo mirando la pantalla. No hay juicio en sus palabras. No hay prisa. Solo esa presencia suya que nunca intenta forzar nada, que siempre aparece cuando todo lo demás se tambalea.
No contesto de inmediato. Apoyo el celular sobre el banco y dejo que el mensaje repose junto a mí, como si fuera una pregunta que no estoy seguro de merecer.
La idea de hablar con alguien ahora me agota.Pero algo en la forma en que lo escribió, en la manera en que no pregunta “¿estás bien?”, sino “¿puedo verte?”… me abre una grieta. Pequeña. Pero suficiente.
Tomo el teléfono de nuevo. Mis dedos tiemblan.
“Sí. Por favor.”
Casi al instante, tres puntos aparecen en la pantalla. Pero no responde todavía. Tal vez solo quería saber que yo seguía dispuesto.
Y ahí, en ese banco, con el sol bajando y la ciudad alejándose en ruido blanco, me doy cuenta de algo:
No sé si quiero hablar con Miguel.Pero sí sé que no quiero estar solo.