ID de la obra: 646

Would it be enough if I could never give you peace?

Het
NC-17
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autor
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planificada Midi, escritos 88 páginas, 29.270 palabras, 26 capítulos
Descripción:
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No ha cambiado nada

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El fantasma de la presión de sus labios contra los míos me persigue incluso ahora, en la oscuridad de mi cuarto. La sonrisa que llevo desde que salí de su casa no disimula nada; la felicidad recorre mi cuerpo como un pulso constante, imposible de esconder. Cuando llegué, mi mamá notó algo distinto. No dijo nada más allá de su preocupación por no haberle avisado que iba a casa de Jade. No se enojó, pero sus palabras dejaron una presión intermitente en mi pecho, de esas que parecen desvanecerse y siempre vuelven. “No es justo que salgas así, sin decirme” dijo, con una mirada más pesada que cualquier regaño. “Podrías estar en un puente o solo tomando un café. No puedes culparme por imaginarme lo peor, cariño”.Sus manos buscaron las mías, pero di un paso atrás. No porque me lastimaran sus palabras, sino porque me asustaron.No lo haría. No ahora.¿O sí? Me levanto de la cama y empiezo a caminar de un lado a otro, como si el movimiento pudiera aliviar el peso que me asfixia poco a poco. Pensar que mis ganas de vivir dependen de tan poco me aterra. Me hace sentir débil. Fuera de control. Si un beso lo hubiera cambiado todo, la habría besado desde el primer día.Pero no lo hace.No lo hacen las pastillas.Ni mi familia.Ni siquiera las palabras que me repito en la noche, cuando la oscuridad se vuelve amenazante:“Quiero vivir”. Nunca terminan de convencerme. Suenan huecas, como los dibujos que he hecho últimamente: líneas desesperadas, frustradas, buscando una salida atrapadas en el papel. Es triste descubrir que, sin importar cuánto amor me rodee, el odio siempre encuentra la manera de volver a mí. Ese pensamiento tira de un hilo invisible y me arrastra hacia atrás, hasta un recuerdo que había jurado enterrar. Estoy ahí otra vez.Luces tan blancas que, si quisieran, podrían cegarme. El olor a desinfectante flota como un recordatorio de que nada aquí es realmente mío. La luz del sol entra pintando el cuarto de tonos naranjas y amarillos que, para cualquiera, serían hermosos, pero para mí son solo otro matiz de gris.Menos él. Sebastián. “¿Cómo te sientes ahora, Leo?” pregunta, con el ceño fruncido y esa preocupación que le suaviza la voz. No fue un buen día. Desde que desperté, mi cabeza parece querer estallar. Los medicamentos no sirven para nada, salvo recordarme que sigo aquí. A la hora de la comida, rodeado de voces y cubiertos, mi cuerpo decidió que era buen momento para rebelarse. Vomité. No por el medicamento. No por un virus. Sino porque, desde hace días, cada vez que me miro o pienso en mí, me doy asco. Me dan náuseas las cosas que he hecho con mi vida y cada pensamiento que insiste en quedarse. “Me odio” respondo, sin pausa, sin esperar su reacción. “Odio cada centímetro de mi cuerpo, cada pensamiento que viene y va, pero, sobre todo, odio que me sigas viendo como si nada hubiera cambiado”.Levanto la mirada y dejo que las lágrimas caigan sin pelear. “Porque no ha cambiado nada, Leo” afirma, sin apartar la vista. “¿Crees que porque el día esté nublado el sol va a dejar de salir?”Sus ojos se clavan en los míos.“Sé que no me ves como quisiera, que a veces me odias, pero también sé que me amas más de lo que te gustaría. En lugar de darme todo ese amor a mí, deberías intentar darte un poco a ti”.Me señala con el dedo, tocando justo en el centro de mi pecho. Sus palabras no me alivian. Me enojan. Me molesta que sepa tanto y, aun así, siga aquí. Que sus manos nunca se asusten al encontrar mi espalda. Que su mirada no se disperse al cruzarse con la mía. Que sus palabras pesen más de lo que quiero permitir. “Eres un idiota, Sebas. Deberías alejarte de mí. Te he hecho daño más veces de las que puedo contar”.Desvío la vista y trato de levantarme de la cama, pero su mano en mi muñeca me detiene. “Estás aprendiendo a vivir al igual que yo. No te puedo culpar por amar tanto y recibir tan poco de ti mismo”. Parpadeo.Y ya no estoy ahí.Estoy en mi cuarto otra vez. Pienso en cómo Jade me miró antes de besarme. Sabía que no era una decisión fácil, pero el miedo no la frenó. No la frenó mi odio hacia mí mismo, ni el poco amor que me suelo dar, ni las cosas que en algún momento la hirieron.Parecía que me besaba con más fuerza al ser consciente de todo, como si intentara decir lo que se le atora en la garganta. Decir: “No ha cambiado nada, Leo”. Y solo por hoy, me doy la oportunidad de creerlo. No he dicho ni una palabra desde que me senté en mi lugar, pero de vez en cuando Jade y yo nos encontramos en una mirada furtiva que termina en una sonrisa compartida. No hay prisa por hablar. Es como si las palabras fueran innecesarias, un ruido que solo estorbaría lo que ya entendemos.Es extraño sonreír tanto, pero no lo detesto; al contrario, hay algo parecido a la felicidad escondido en ese gesto, como si fuera un músculo que al fin recuerda para qué sirve. “No tenemos que hablar de ello si no quieres” dice, cerrando su pluma y dejándola sobre la mesa. “Pero, por si sirve de algo, no me arrepiento de nada”.Se inclina un poco hacia mí, su silla rozando la mía, y no la detengo. No es para complacerla; es porque me alivia tenerla cerca. Sonrío sin mirarla directamente y vuelvo al retrato que tengo frente a mí. Es ella otra vez, pero distinta: la pinto con la sonrisa que tenía al separarnos del beso. Pupilas dilatadas, facciones rendidas, ojos que parecen dispuestos a besarme sin parar. El fondo arde en tonos anaranjados y amarillos que hacen brillar su piel de una manera que ni siquiera la luz real consigue. “¿Algún día me enseñarás ese dibujo que hiciste de mí?” pregunto, intentando sonar casual, aunque mi voz traiciona una necesidad que no puedo disimular. Quiero saber qué significa para ella. Quiero volver a escuchar lo que dijo aquella vez que le confesé que me creía más apuesto. Quiero que me lo repita hasta que empiece a creerlo. “Tal vez” responde, con una sonrisa que no se le cae de la boca. “Pero tendrás que posar para mí. Ya sabes… una de esas sonrisas que me desarman”.Me guiña un ojo y regresa a su pieza como si no acabara de dejarme con las manos sudorosas y el corazón latiendo demasiado rápido. Sea lo que sea que haya hecho, es buena en ello. “Chicos, entréguenme sus piezas, por favor” anuncia Elías desde su escritorio. “Mañana trabajaremos en paisajes, así que tomen una foto o tendrán permiso de salir a buscar la mejor vista que encuentren”. La idea me inquieta y me atrae al mismo tiempo. La he visto antes, en sueños: Jade bajo la luz del atardecer, su piel encendida entre flores que parecen haber sido cultivadas solo para ella. No pienso. Me giro. Sus ojos ya me estaban esperando. “¿Quieres salir conmigo?” pregunto, con una de esas sonrisas que, según ella, la desarman.
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